La quinta mujer (58 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

BOOK: La quinta mujer
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Wallander se quedó mirando la caseta vacía. Al principio no tuvo conciencia de lo que pensaba. La imagen de Krista Haberman se esfumó lentamente. Frunció la frente. ¿Por qué no había allí ningún perro? Nadie había formulado la pregunta antes. El que menos, él. ¿Cuándo desapareció el perro? ¿Tenía eso importancia? Eran preguntas a las que quería dar respuesta.

Un coche se detuvo ante la casa. Instantes después, un muchacho que no tendría más de veinte años entró en el patio. Se acercó a Wallander.

—¿Eres tú el policía que quiere las llaves?

—Sí.

El muchacho le miró dudando.

—¿Cómo puedo estar seguro de ello? Tú puedes ser cualquiera.

Wallander se irritó. Al mismo tiempo comprendió que las dudas del muchacho tenían cierta base. El barro le llegaba hasta arriba en las perneras del pantalón. Sacó su placa. El chico la miró y le dio un manojo de llaves.

—Me ocuparé de devolverlas a Lund —dijo Wallander.

El chico asintió. Tenía prisa. Wallander oyó cómo el coche arrancaba bruscamente mientras él buscaba las llaves junto a la puerta exterior. Pensó fugazmente en lo que había dicho Jonas Hader sobre el Golf rojo a la puerta de la casa de Katarina Taxell. «¿No arrancaban bruscamente las mujeres?», pensó. «Mona conducía más deprisa que yo. Baiba aprieta siempre mucho el acelerador. Pero tal vez no arranquen bruscamente».

Abrió la puerta y entró. Encendió la luz del amplio vestíbulo. Olía a cerrado. Se sentó en un taburete y se quitó las botas. Al entrar en el salón, vio, asombrado, que el poema sobre el pico mediano seguía en cima del escritorio. La noche del 21 de septiembre. Al día siguiente se cumpliría un mes. ¿Se acercaban realmente a una solución? Tenían dos asesinatos más que resolver. Una mujer había desaparecido. Y otra estaba, tal vez, enterrada en algún lugar de la finca de Holger Eriksson. Se quedó inmóvil en el silencio. La niebla por fuera de las ventanas seguía siendo muy densa. Sintió malestar. Los objetos de la habitación le contemplaban. Se acercó a la pared en la que colgaban, enmarcadas, las fotografías aéreas. Buscó las gafas en los bolsillos. Precisamente ese día se había acordado de cogerlas. Se las puso y se acercó más. Una de las fotos era en blanco y negro, en la otra aparecían unos colores pálidos. La imagen en blanco y negro era de 1949. Había sido tomada antes de que Holger Eriksson comprara la finca. La imagen en color era de 1965. Wallander descorrió una cortina para que entrara más luz.

De repente descubrió un corzo pastando entre los árboles del jardín. Se quedó completamente inmóvil. El corzo levantó la cabeza y le miró. Luego continuó pastando con tranquilidad. Wallander siguió quieto con la sensación de que nunca se olvidaría de ese corzo. No sabía cuánto tiempo estuvo mirándolo. Un ruido que él no percibió hizo que el corzo prestase atención. Luego dio un salto y desapareció. Wallander miró por la ventana. El corzo se había ido. Volvió a las dos fotografías que habían sido tomadas por la misma empresa de imágenes aéreas, Flygfoto, con un intervalo de dieciséis años. El avión con la cámara entró desde el sur. Todos los detalles se veían con nitidez. En 1965 Holger Eriksson aún no había levantado la torre. Pero el montículo estaba allí. Y la acequia. Wallander entrecerró los ojos. No logró ver ninguna pasarela. Fue siguiendo los bordes de los campos. La fotografía se había hecho a comienzos de primavera. Los campos estaban arados. Pero todavía no había vegetación ninguna. El estanque se veía muy claro en la foto, así como una arboleda junto a un estrecho camino de carros que dividía dos campos. Wallander frunció la frente. No se acordaba de los árboles. Esa mañana podía no haberlos visto a causa de la niebla. Pero tampoco los recordaba de otras visitas anteriores. Los árboles parecían muy altos. Debería haberse fijado en ellos. Solitarios, en mitad de los campos.

Pasó a mirar la casa, que era el centro de la fotografía. Entre 1949 y 1965, cambiaron el tejado del edificio. Se derribó una caseta que quizás había servido como cochiquera. El camino de entrada es más ancho. Pero, por lo demás, todo está igual. Se quitó las gafas y miró por la ventana. El corzo seguía sin verse. Se sentó en una butaca de piel. El silencio le envolvía. Un Chevrolet va a Svenstavik. Una mujer viene a Escania. Luego desaparece. Veintisiete años más tarde muere el hombre que tal vez un día fue a Svenstavik a buscarla.

Permaneció sentado en silencio una media hora. Una vez más volvió atrás mentalmente. Pensó que en ese preciso momento estaban buscando nada menos que a tres mujeres diferentes. A Krista Haberman, a Katarina Taxell y a la que aún no tenía nombre. Pero que se movía en un Golf rojo. Que quizás a veces usaba uñas postizas y que fumaba cigarrillos liados a mano.

Reflexionó sobre si cabía la posibilidad de que, en realidad, estuvieran buscando a dos mujeres. Si dos de ellas no serían una y la misma. Si Krista Haberman, pese a todo, seguiría con vida. En ese caso, tendría sesenta y cinco años. La mujer que golpeó a Ylva Brink era bastante más joven.

No podía ser. Lo mismo que casi todo lo demás.

Miró el reloj. Las nueve menos cuarto. Se levantó y abandonó la casa. La niebla seguía igual de espesa. Pensó en la caseta del perro vacía. Luego cerró con llave, se montó en el coche y se fue de allí.

A las diez, Wallander había conseguido reunir a todo su grupo de investigación. Sólo faltaba Martinsson, que aseguró que iría por la tarde. Durante la mañana estaría en el colegio de Terese. Ann-Britt Höglund dijo que Martinsson la había llamado la noche anterior. Ella pensó que estaba bebido, cosa que raras veces ocurría. Wallander sintió una vaga envidia. ¿Por qué la llamaba Martinsson a ella y no a él? Al fin y al cabo, los que habían trabajado juntos todos aquellos años eran ellos dos.

—Parece que sigue dispuesto a dejar la policía. Pero me dio también la sensación de que quería que yo le llevara la contraria.

—Yo hablaré con él —dijo Wallander.

Cerraron la puertas de la sala de reuniones. Per keson y Lisa Holgersson fueron los últimos en llegar. Wallander tuvo la vaga impresión de que acababan de tener una reunión ellos dos.

Lisa Holgersson tomó la palabra en cuanto se hizo el silencio en la sala.

—Todo el país habla de las milicias ciudadanas. Lödinge es, desde ahora, un pueblo cuyo nombre conoce todo el mundo en este país. Ha llegado una petición para que Kurt participe en un debate en la televisión esta noche. En Gotemburgo.

—Nunca en la vida —replicó Wallander horrorizado—. ¿Qué iba a hacer yo allí?

—Ya he dicho que no en tu nombre —contestó ella sonriendo—. Pero pienso pedirte una cosa a cambio más adelante.

Wallander se dio cuenta inmediatamente de que se refería a las conferencias en la Academia de Policía.

—El debate es inflamado y violento —continuó Lisa Holgersson—. Lo único que cabe esperar es que surja algo positivo de que se discuta de verdad esta creciente sensación de inseguridad que vivimos.

—En el mejor de los casos, eso puede servir también para que los máximos responsables de la policía del país hagan un poco de autocrítica —dijo Hansson—. La policía no está libre de culpa del desarrollo de los hechos.

—¿En qué estás pensando? —preguntó Wallander.

Hansson raras veces entraba en discusiones sobre la policía, y tenía curiosidad por saber su opinión.

—Pienso en todos esos escándalos en los que han participado policías activamente. A lo mejor eso ha ocurrido siempre. Pero no con tanta frecuencia como ahora.

—Eso no hay que exagerarlo ni tampoco dejar de tenerlo en cuenta —intervino Per keson—. El gran problema es el gradual desplazamiento de lo que la policía y los tribunales consideran como delito. Aquello por lo que alguien fue condenado ayer, hoy puede considerarse una bagatela que la policía no tiene que molestarse siquiera en investigar. Y eso a mí me parece que es un insulto a la conciencia popular de la justicia, que siempre ha sido muy fuerte en este país.

—Lo uno guarda relación con lo otro —apuntó Wallander—. Y yo tengo dudas muy serias acerca de que un debate sobre la creación de milicias ciudadanas pueda influir en el desarrollo de las cosas. Aunque, desde luego, me gustaría.

—Yo estoy dispuesto, en todo caso, a dictar todos los autos de procesamiento que pueda —declaró Per keson cuando terminó de hablar Wallander—. La paliza fue de mucha envergadura. Fueron cuatro. Cuento con que por lo menos condenen a tres. El cuarto es menos seguro. Tal vez debo decir también que el fiscal general me ha pedido que le tenga informado. Eso me parece muy sorprendente. Pero indica que por lo menos algunos de los de arriba se toman esto en serio.

—Åke Davidsson hace unas declaraciones inteligentes y sensatas en una entrevista del diario
Arbetet
—dijo Svedberg—. Además, sale bastante bien parado.

—Vayamos pues a Terese y a su padre —propuso Wallander—. Y a los chicos del colegio.

—¿Piensa dimitir Martinsson? —preguntó Per keson—. He oído rumores.

—Ésa fue su primera reacción —respondió Wallander—. Hay que reconocer que es normal y natural. Pero no estoy seguro de que lo lleve a cabo.

—Es un buen policía —opinó Hansson—. ¿Lo sabe él acaso?

—Sí —contestó Wallander—. La cuestión es si eso basta. Puede haber otras cosas que afloran cuando pasa algo así. Por ejemplo esta enorme cantidad de trabajo que tenemos.

—Lo sé —dijo Lisa Holgersson—. Y eso va a ser todavía peor, además. Wallander se acordó de que aún no había cumplido la promesa que hizo a Nyberg: no había hablado con Lisa Holgersson de su exceso de trabajo. Se lo apuntó en el cuaderno.

—Hablaremos de eso más tarde.

—Sólo quería informaros —dijo Lisa Holgersson—. No hay nada más. Salvo que Björk, vuestro antiguo jefe, ha llamado para desearos suerte. Y para lamentar lo sucedido a la hija de Martinsson.

—Él supo terminar a tiempo —comentó Svedberg—. ¿Qué fue lo que le regalamos como despedida? ¿No fue una caña de pescar? Si se hubiera quedado aquí no habría tenido nunca tiempo de usarla.

—Tiene mucho que hacer ahora también —objetó Lisa Holgersson.

—Björk ha estado bien. Pero ahora creo que hay que seguir.

Empezaron con el horario de Ann-Britt Höglund. Wallander había puesto junto a su cuaderno la bolsa de plástico con el horario de trenes que encontró en el escritorio de Katarina Taxell.

Ann-Britt Höglund había hecho, como de costumbre, un trabajo minucioso. Todas las horas que de una u otra manera tenían que ver con los diferentes acontecimientos estaban estudiadas y confrontadas unas con otras. Wallander pensaba, mientras escuchaba, que ésa era una tarea que él nunca sería capaz de hacer bien. Seguro que se le habrían escapado detalles. «No hay dos policías iguales», pensó. «Sólo cuando podemos dedicarnos a aquello que desafía a nuestros puntos fuertes, somos útiles de verdad».

—No veo que haya pauta alguna —dijo Ann-Britt Höglund cuando se acercaba al final de su presentación—. Los forenses de Lund han conseguido fijar la muerte de Holger Eriksson a última hora de la tarde del día 21 de septiembre. No puedo decir cómo lo han conseguido. Pero están seguros de lo que dicen. Gösta Runfeldt también muere por la noche. Ahí la hora coincide sin que puedan sacarse conclusiones razonables. Tampoco hay nada que coincida en lo que se refiere a días de la semana. Si se añaden las dos visitas a la Maternidad de Ystad y el asesinato de Eugen Blomberg, quizá sea posible distinguir fragmentos de una pauta.

Se interrumpió y miró a su alrededor. Ni Wallander ni nadie parecía haber comprendido lo que quería decir.

—Es casi pura matemática —reanudó su exposición—. Pero lo que se advierte es que nuestro asesino actúa según una pauta tan irregular que resulta interesante. El 21 de septiembre muere Holger Eriksson. La noche del 1 de octubre Katarina Taxell recibe visita en la Maternidad de Ystad. El 11 de octubre muere Gösta Runfeldt. La noche del 13 de octubre la mujer vuelve a la Maternidad y ataca a la prima de Svedberg. El 17 de octubre, finalmente, muere Eugen Blomberg. A esto puede añadírsele también, claro está, el día en que probablemente desapareció Gösta Runfeldt. La pauta que veo es que no hay la más mínima regularidad. Lo que, posiblemente, resulte sorprendente, ya que todo lo demás parece estar tan minuciosamente planeado y preparado. Es un asesino que se toma el tiempo de coser pesos en un saco y que los equilibra cuidadosamente en relación con el peso de la víctima. Podemos verlo como si no existieran intervalos capaces de revelarnos algo. O, si no, pensar que la irregularidad depende de algo. Y entonces uno se pregunta qué puede ser ese algo.

Wallander no podía seguirla del todo.

—Otra vez —pidió—. Despacio.

Ella repitió lo que acababa de decir. Esta vez Wallander sí la entendió.

—Quizá puede afirmarse que no tiene que ser necesariamente una casualidad —dijo para terminar—. Más lejos no quiero llegar. Puede ser una irregularidad que se repite. Pero no obligatoriamente.

Wallander estaba empezando a ver la imagen más clara.

—Supongamos que, a pesar de todo, hay una pauta —dijo—. ¿Cuál sería tu interpretación? ¿Qué clase de fuerzas exteriores influyen en el horario del asesino?

—Puede haber diferentes explicaciones. Que el asesino no vive en Escania, pero viene regularmente. Que él o ella tienen un trabajo que sigue un ritmo determinado. O cualquier otra cosa que no se me ha ocurrido pensar.

—Quieres decir, pues, que estos días podrían ser días libres acumulados que se repiten. Y que si dispusiéramos de otro mes, ese esquema aparecería con más claridad, ¿no es eso?

—Puede ser una posibilidad. El asesino tiene un trabajo que sigue un horario irregular y repetido. Con otras palabras, los días libres no coinciden solamente con sábados y domingos.

—Eso puede resultar importante —dijo Wallander dubitativo—. Pero me cuesta creerlo.

—Otra cosa no soy capaz de interpretar de estos horarios. La persona se escurre todo el tiempo.

—Lo que no podemos establecer con certeza es también una forma de conocimiento —dijo Wallander con la bolsa de plástico en la mano—. A propósito de horarios, éste lo encontré en un departamento secreto del escritorio de Katarina Taxell. Si ha querido esconder su prenda más preciada a los ojos del mundo, tiene que ser ésta: un horario de trenes. De la primavera de 1991. Con una salida de tren subrayada: Nässjö, dieciséis horas. Diario.

Le acercó la bolsa a Nyberg.

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