—De esto no oí hablar a nadie en la academia de policía. ¿No te habían invitado a ti a dar conferencias?
—Nunca en la vida. Yo no sé hablar ante la gente.
—Sabes y muy bien —replicó ella—. Pero no lo quieres reconocer. Además, creo que en el fondo tienes ganas de hacerlo.
—Bueno, de todas maneras, eso no importa mucho ahora mismo.
Luego pensó en lo que ella había dicho. ¿Era cierto que tenía ganas de hablar a los futuros policías que se estaban formando? Siempre estuvo convencido de que su resistencia era auténtica. Ahora, de repente, empezaba a dudarlo.
Salió de la parada de autobús y anduvo deprisa bajo la lluvia. Ahora había empezado también a hacer viento. Siguió registrando metódicamente el piso de Katarina Taxell. En una caja, en el fondo de un ropero, encontró muchos cuadernos de diarios que se extendían hasta muy atrás en el tiempo. El primero había empezado a escribirlo cuando tenía doce años. Wallander se sorprendió al ver una hermosa orquídea en la tapa. Había seguido escribiendo diarios con la misma energía durante los años de adolescencia y hasta su edad adulta. El último diario que encontró en el ropero era de 1993. Pero después de septiembre no había nada escrito. Siguió buscando sin encontrar la continuación. Sin embargo, estaba seguro de que existía. Le pidió ayuda a Birch, que ya había terminado de buscar testigos en el edificio.
Birch encontró las llaves del sótano. Tardó una hora en registrarlo. Tampoco allí había ningún diario. Wallander estaba convencido de que se los había llevado. Estaban en la bolsa Adidas que Jonas Hader la vio poner en el maletero del Golf rojo.
Al final, sólo le quedaba el escritorio. Había echado un vistazo rápido a los cajones. Ahora lo registraría a fondo. Se sentó en una butaca antigua cuyos brazos terminaban en cabezas de dragón. El escritorio era una cómoda en la que la tabla de escribir podía funcionar como tapa abatible del armario. En la parte superior pudo ver fotografías enmarcadas. Katarina Taxell de pequeña. Aparece sentada en el césped. Al fondo, muebles de jardín blancos. Figuras borrosas. Alguien lleva un sombrero blanco. Katarina Taxell está sentada junto a un perro grande. Mira directamente a la cámara. Un gran lazo en el pelo. El sol cae oblicuo por la izquierda. Otra foto: Katarina Taxell con su madre y su padre. El ingeniero de la refinería azucarera. Lleva bigote y da la impresión de estar muy seguro de sí mismo. De aspecto, Katarina Taxell se parece más a su padre que a su madre. Wallander sacó la fotografía y la miró por detrás. No había fecha. La foto era de un estudio de Lund. La siguiente era de cuando terminó el bachillerato. Gorra blanca, flores en torno al cuello. Está más delgada, más pálida. El perro y el ambiente de la foto del césped quedan lejos. Katarina Taxell vive en otro mundo. La última fotografía, en el extremo. Es antigua, los bordes han palidecido. Se ve un paisaje árido junto al mar. Un hombre y una mujer mayores miran fijamente a la cámara. Al fondo, lejos, un barco con tres mástiles, anclado, sin velas. Wallander pensó que la imagen podía ser de Öland. Hecha a finales de siglo. Serían los abuelos paternos o maternos de Katarina Taxell. Tampoco había nada escrito por detrás. Colocó de nuevo la fotografía. «No hay ningún hombre», pensó. «Blomberg no está. Eso puede explicarse. Pero tampoco hay otro. Ese padre que tiene que existir.» ¿Significaba eso algo? Todo significaba alguna cosa. La cuestión era qué. Abrió uno por uno los cajoncitos que formaban la parte superior del escritorio. Cartas, documentos. Facturas. En un cajón, notas escolares. Su mejor nota era en geografía. En cambio, flojeaba en física y en matemáticas. En otro cajoncito, fotografías de carnet de un fotomatón. Tres caras de chica, muy juntas, haciendo muecas. Otra foto hecha en la calle Stroget de Copenhague. Ahora están sentadas en un banco. Se ríen. Katarina Taxell, en el extremo del banco, a la derecha. También ella se ríe. Otro cajón con cartas. Algunas antiguas, del año 1972. Un sello representa al barco de guerra de la Armada real
Wasa
. «Si el escritorio guarda los secretos más íntimos de Katarina Taxell, es que no los tiene», pensó Wallander. Una vida impersonal. Nada de pasiones, nada de aventuras estivales en islas griegas. Pero, en cambio, una nota muy alta en geografía. Continuó registrando los cajones. Nada le llamó la atención. Pasó luego a los cajones de la parte inferior. Nada de diarios. Tampoco agendas. Wallander se sentía incómodo por estar revolviendo en capas y capas de recuerdos impersonales. La vida de Katarina Taxell no dejaba huellas. No podía verla. ¿Se vería ella a sí misma siquiera?
Echó hacia atrás la silla. Cerró el último cajón. Nada. Ahora no sabía más que antes. Arrugó la frente. Había algo que no era normal. Si la decisión de irse había sido rápida, y estaba convencido de ello, no había debido de tener mucho tiempo para coger todo lo que, tal vez, no quería que se descubriera. Los diarios los tendría, con toda seguridad, a mano. Podría salvarlos en caso de incendio. Pero en la vida de una persona hay siempre algún aspecto sin ordenar, y aquí no había nada. Se levantó y separó con cuidado el escritorio de la pared. No había nada por detrás. Volvió a sentarse pensativo. Había visto algo. Algo que no se le había ocurrido hasta ese momento. Se quedó inmóvil tratando de hacer memoria. No eran las fotos. Tampoco las cartas. ¿Qué era? ¿Las notas? ¿Los contratos de alquiler? ¿Las facturas de la tarjeta de crédito? No, no era nada de eso. ¿Qué quedaba, pues?
«Sólo queda el mueble», pensó. El escritorio. Luego, se acordó. Era algo de los cajoncitos. Sacó uno de ellos de nuevo. Luego otro. Los comparó. Luego los sacó y escudriñó el interior de la cómoda. Nada. Volvió a colocar los cajones. Sacó el de más arriba de la parte izquierda del escritorio. Luego el otro. Entonces lo descubrió. Los cajoncitos tenían una profundidad diferente. Extrajo el más pequeño y le dio la vuelta. Allí había otra abertura. El cajón era doble. Tenía un departamento secreto en la parte de atrás. Lo abrió. Sólo había un objeto. Lo sacó y lo depositó frente a él encima de la mesa.
Un horario de trenes. De la primavera de 1991. De los trenes entre Malmö y Estocolmo.
Sacó los otros cajones, uno por uno. Encontró otro departamento secreto, vacío.
Se echó hacia atrás en la butaca y contempló el horario de trenes. No entendía qué importancia podía tener. Pero aún era más difícil entender por qué lo habían puesto en el departamento secreto. Estaba convencido de que no se encontraba allí por equivocación.
Birch entró en la habitación.
—Mira esto —dijo Wallander. Birch se colocó detrás de él. Wallander le señaló el horario—. Estaba escondido en el lugar más secreto de Katarina Taxell.
—¿Un horario de trenes?
Wallander meneó la cabeza.
—No lo entiendo.
Lo hojeó página por página. Birch acercó una silla y se sentó a su lado. Wallander pasaba las hojas. No había nada escrito, ninguna página más sobada que otra que se abriera sola. Pero al pasar la penúltima página se detuvo. Birch también lo había notado. Una salida de Nässjö estaba subrayada. De Nässjö a Malmö. Salida a las 16:00. Llegada a Lund a las 18:42. A Malmö a las 18:57.
Nässjö, 16:00. Alguien había subrayado todas esas horas.
Wallander miró a Birch.
—¿Te dice esto algo?
—Nada.
Wallander dejó el papel.
—¿Qué puede tener que ver Katarina Taxell con Nässjö?
—Nada que sepamos —respondió Wallander—. Pero, naturalmente, cabe la posibilidad. Nuestra mayor dificultad ahora mismo es que, por desgracia, todo parece ser imaginable y posible. No podemos distinguir detalles o contextos que puedan cancelarse de inmediato como de menor importancia.
Wallander había recibido unas cuantas bolsas de plástico del técnico que estuvo en el piso recogiendo huellas dactilares que no pertenecieran a Katarina Taxell ni a su madre. Guardó el horario de trenes con ellas.
—Me lo llevo. Si no tienes nada en contra.
Birch se encogió de hombros.
—No te va a servir ni para saber las horas de los trenes. Caducó hace casi tres años y medio.
—Yo viajo poco en tren.
—Pues puede resultar muy descansado. Yo prefiero el tren al avión. Se dispone de un rato para uno mismo.
Wallander pensó en su último viaje en tren, cuando regresó de Ålmhult. Birch tenía razón. Hasta había dormido un rato durante el trayecto.
—Ahora ya no podemos hacer nada más. Creo que es hora de volver a Ystad.
—¿Anunciamos la desaparición de Katarina Taxell y de su hijo?
—Todavía no.
Salieron del piso. Birch cerró con llave. Fuera, casi había dejado de llover. El viento llegaba a ráfagas y era frío. Eran ya las nueve menos cuarto. Se despidieron junto al coche de Wallander.
—¿Qué hacemos con la vigilancia de la casa?
Wallander reflexionó.
—Déjala seguir por ahora. Pero esta vez sin olvidar la parte de atrás.
—¿Qué crees que puede pasar?
—No sé. Pero la gente que desaparece puede decidir regresar.
Wallander salió de la ciudad. El otoño se hacía sentir dentro del vehículo. Puso la calefacción. A pesar de ello, notaba frío.
«¿Cómo seguimos ahora?», se preguntó a sí mismo. «Katarina Taxell ha desaparecido. Después de un largo día en Lund, vuelvo a Ystad con un viejo horario de trenes en una bolsa de plástico».
Con todo, ese día había dado un importante paso adelante. Holger Eriksson conocía a Krista Haberman. Habían logrado establecer una relación cruzada entre los tres hombres asesinados. Apretó involuntariamente el acelerador. Quería saber lo más pronto posible cómo le iba a Hamrén. Al llegar al cruce del aeropuerto de Sturup, torció hacia la parada de autobús y llamó a Ystad. Contestó Svedberg. Lo primero que hizo fue preguntar por Terese.
—La están ayudando mucho en el colegio. Sobre todo, los demás alumnos. Pero lleva tiempo.
—¿Y Martinsson?
—Está abatido. Dice que va a dejar la policía.
—Ya sé. Pero no creo que tenga que ser así.
—Probablemente seas tú el único que pueda convencerle.
—Lo haré.
Luego preguntó si había pasado algo importante. Svedberg no sabía muy bien. Acababa de volver de una reunión con Per keson para pedirle que le ayudara a conseguir el material de la investigación policial en torno a la muerte de la esposa de Gösta Runfeldt en Ålmhult.
Wallander le pidió que convocara una reunión con el grupo para las diez.
—¿Has visto a Hamrén? —preguntó por último.
—Está con Hansson revisando el material sobre Krista Haberman. Dijiste que eso corría prisa.
—A las diez, pues —repitió Wallander—. Si hubieran terminado para entonces, se lo agradecería.
—¿Quieres que encuentren a Krista Haberman antes?
—No exactamente. Pero algo parecido.
Wallander dejó el teléfono en el asiento de al lado. Se quedó allí sentado en la oscuridad. Pensaba en el departamento secreto. En el cajón oculto de Katarina Taxell que contenía un horario caducado.
No lo entendía. En absoluto.
A las diez de la noche ya estaban reunidos. El único que faltaba era Martinsson. Empezaron hablando de lo que había ocurrido por la mañana. Todos sabían que Martinsson había decidido dimitir inmediatamente.
—Voy a hablar con él —dijo Wallander—. Quiero saber a ciencia cierta si de verdad está decidido a dimitir. Si es así, nadie va a impedírselo, desde luego.
No hablaron más de ello. Wallander hizo una breve exposición de lo sucedido en Lund. Hicieron diferentes conjeturas acerca de por qué habría huido Katarina Taxell y qué motivos podía tener para hacerlo. Se preguntaron también si se podría localizar el coche. ¿Cuántos coches Golf de color rojo puede haber en Suecia?
—Una mujer con un niño recién nacido no puede desaparecer sin dejar rastro —dijo Wallander finalmente—. Creo que lo mejor que podemos hacer ahora es armarnos de paciencia. Hemos de seguir trabajando con lo que tenemos pendiente.
Miró a Hansson y a Hamrén.
—La desaparición de Krista Haberman. Un hecho ocurrido hace veintisiete años.
Hansson le hizo una seña a Hamrén.
—Tú querías saber detalles en torno a la desaparición propiamente dicha. Pues bien, la última vez que alguien la vio fue en Svenstavik, el martes 22 de octubre de 1967. Iba dando un paseo por el pueblo. Como has estado allí, puedes verlo delante de ti. A pesar de que el centro ha sido modificado desde entonces. No había nada especial en que saliera a dar un paseo. El último que la ve es un leñador que llega en bici desde la estación. Eso ocurre a las cinco menos cuarto de la tarde. Ya ha oscurecido. Pero ella va por el camino iluminado. El hombre está seguro de que era ella. Después de eso, nadie volvió a verla. Hay, sin embargo, varios testimonios que señalan que un coche de fuera pasó por el pueblo esa noche. Eso es todo.
Wallander guardó silencio.
—¿Hay alguien que haya mencionado la marca del coche? —preguntó luego.
Hamrén miró sus anotaciones. Luego movió la cabeza y salió de la habitación. Cuando regresó, traía más papeles en la mano. Nadie decía nada. Por fin encontró lo que buscaba.
—Uno de los testigos, un agricultor cuyo nombre es Johansson, afirma que era un Chevrolet. Un Chevrolet azul marino. Estaba completamente seguro de ello. Hubo un taxi en Svenstavik que era del mismo tipo. Aunque de color azul claro.
Wallander asintió.
—Svenstavik y Lödinge están lejos —dijo despacio—. Pero si no recuerdo mal Holger Eriksson vendía coches de la marca Chevrolet en esa época.
La sala quedó en silencio.
—Me pregunto si no habrá hecho Holger Eriksson el largo viaje hasta Svenstavik —continuó—. Y si Krista Haberman no le habrá acompañado de regreso.
Wallander se volvió hacia Svedberg.
—¿Tenía Eriksson la finca ya entonces?
Svedberg movió la cabeza afirmativamente.
Wallander miró a su alrededor en la habitación.
—Holger Eriksson murió atravesado por estacas al caer en una fosa. Si es cierto, como pensamos, que el asesino quita la vida a sus víctimas de forma que refleje fechorías cometidas por éstas anteriormente, me parece que podemos empezar a barruntar una conclusión sumamente desagradable.
Deseaba equivocarse. Pero no creía hacerlo.
—Creo que tenemos que empezar a buscar en las tierras de Holger Eriksson —dijo—. Me pregunto si no estará Krista Haberman enterrada en ellas, en algún sitio.