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Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

La rebelión de los pupilos (23 page)

BOOK: La rebelión de los pupilos
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Schultz la miró intensamente, con sus profundos ojos castaños atormentados por la tristeza.

—Sé que es mucho pedir, respetada
tymbrimi
Athaclena, pero ¿querría usted cuidar a nuestros niños mientras son llevados al exilio del bosque?

Capítulo
23
EXILIO

La nave gravítica de suave zumbido estaba suspendida sobre una cordillera oscura, cubierta de piedras-aguijón. Las cortas sombras del mediodía habían empezado a crecer de nuevo a medida que Gimelhai sobrepasaba su cénit y la nave llegaba a la zona oscurecida entre las piedras-aguijón. Sus motores zumbaban, rodeados de silencio.

Un mensajero esperaba a los pasajeros en el punto de cita acordado.

Cuando Athaclena salió del aparato, un chimp le entregó una nota, mientras Benjamín se apresuraba a rociar la pequeña nave con un pringoso camuflaje contra el radar.

En la carta, Juan Mendoza, el dueño de un feudo situado encima del paso Lome, informaba de la llegada sin problemas de Robert Oneagle y la pequeña Abril Wu. Robert se recuperaba bien, decía el mensaje. En una semana podría estar completamente restablecido. Athaclena se sintió aliviada. Tenía muchas ganas de ver a Robert… y no sólo porque necesitase su consejo sobre como manejar una andrajosa banda de gorilas y neochimpancés refugiados.

Algunos de los chimps del centro Howletts, aquellos afectados por el gas de los
gubru
, habían ido a la ciudad con los humanos, esperando que les suministraran el antídoto prometido y que éste fuera eficaz. Ella se había quedado con apenas un puñado de técnicos chimps verdaderamente responsables, para ayudarla.

Tal vez aparezcan más chimps, se dijo Athaclena, y quizás incluso algunos oficiales humanos que hayan escapado a las emanaciones del gas. Esperaba que apareciese alguien con una cierta autoridad para hacerse cargo de las cosas.

Había otro mensaje procedente de la finca de los Mendoza escrito por un chimp superviviente de la batalla espacial. El militar pedía ayuda para poder ponerse en contacto con las Fuerzas de Resistencia.

Athaclena no sabía qué responder. En las últimas horas, durante la pasada noche, mientras las grandes naves descendían sobre Puerto Helenia y las ciudades del archipiélago, se habían producido frenéticas llamadas telefónicas y por radio desde y a todos los lugares del planeta.

Se hablaba de luchas en tierra, sobre el mismo cosmódromo. Algunos decían incluso que se trataba de combates cuerpo a cuerpo. Luego se produjo el silencio y la armada
gubru
se consolidó sin incidentes ulteriores.

Parecía que, en cuestión de medio día, la resistencia planeada con tanto cuidado por el Concejo Planetario había fracasado. Toda posible cadena de mando se había roto ya que nadie había previsto la utilización del gas toma-rehenes. ¿Cómo iba a hacerse algo en un planeta donde casi todos los humanos habían sido puestos fuera de juego de un modo tan sencillo?

Un grupo de chimps intentaba organizarse aquí y allá, principalmente por teléfono. Pero ninguno había pensado nada a excepción de algún plan confuso.

Athaclena guardó los papeles y dio las gracias al mensajero. A medida que pasaban las horas desde la evacuación, había empezado a sentir un cambio en su interior. Lo que ayer había sido dolor y confusión, se había convertido en un obstinado sentido de determinación.

Perseveraré. Eso es lo que Uthacalthing quiere de mí y no voy a decepcionarlo.

Me encuentre donde me encuentre, el enemigo no vencerá donde yo esté.

Y, por supuesto, conservaría todas las pruebas que había reunido. Algún día tendría la ocasión de presentarlas ante las autoridades
tymbrimi
. Podía ser una buena oportunidad para los suyos de dar una buena lección a los humanos acerca de cómo debe comportarse una raza galáctica tutora, antes de que fuera demasiado tarde. Si es que no era ya demasiado tarde.

Benjamín se reunió con ella junto a la inclinada vertiente de la cima del monte.

—¡Allí! —señaló el valle a sus pies—. ¡Allí están! Han llegado justo a tiempo.

Athaclena se protegió los ojos de la luz. Su corona se movió hacia adelante y tocó la red de fluidos que la rodeaban.
Sí, y ahora yo también los veo.

Una larga hilera de figuras avanzaba por el bosque; unas más pequeñas, de color marrón claro, escoltaban a otras más grandes y oscuras. Las criaturas grandes llevaban unas voluminosas mochilas. Los bebés gorilas corrían en medio de los adultos moviendo los brazos para no perder el equilibrio.

Los chimps de la escolta mantenían una estrecha vigilancia empuñando rifles de rayos. Pero no dirigían su atención a la hilera de gorilas ni tampoco al bosque: vigilaban el cielo.

Los materiales pesados habían sido trasladados por caminos indirectos hasta cuevas de piedra caliza en las montañas. Pero el éxodo no llegaría a su fin hasta que todos los refugiados estuvieran allí, en aquellos reductos subterráneos.

Athaclena se preguntaba qué estaría sucediendo en Puerto Helenia o en las islas colonizadas por los terrestres. Los invasores mencionaron dos veces más el intento de huida de la nave correo
tymbrimi
y luego no volvieron a hablar de ella.

Al menos tenía que enterarse si su padre estaba aún en Garth y si seguía con vida.

Toco el cofrecillo que colgaba de la cadena de su cuello, la diminuta caja que contenía el legado de su madre, una sola hebra de la corona de Mathicluanna. Era un consuelo muy pequeño, pero de Uthacalthing ni siquiera tenía eso.

Oh, padre, ¿cómo has podido dejarme sin tener ni una sola hebra tuya para que me sirva de guía?

La hilera de sombras oscuras se aproximaba muy deprisa. Una especie de música sorda y ronca surgía del valle a medida que lo atravesaban, algo que ella nunca había oído. Esas criaturas siempre habían poseído fuerza y la Elevación les había quitado a su vez algo de su bien conocida fragilidad. Sin embargo su destino era incierto aunque fuesen, en verdad, entes muy poderosos.

Athaclena no tenía intenciones de permanecer inactiva ni de ser simplemente la niñera de un tropel de pupilos peludos y seres presensitivos. Otra cosa que los
tymbrimi
compartían con los humanos era la comprensión de la necesidad de actuar cuando las cosas no se hacían de un modo correcto. La carta del chimp herido le había paralizado el pensamiento.

—No soy ni mucho menos una experta en los lenguajes de la Tierra —dijo volviéndose hacia su ayudante—. Benjamín, necesito una palabra. Una que describa una fuerza militar poco corriente. Me refiero a cualquier ejército que se mueva durante la noche, aprovechando la oscuridad. Un ejército que golpee con rapidez y en silencio, que utilice la sorpresa para compensar lo reducido de su número y la insignificancia de sus armas. Recuerdo haber leído que tales fuerzas eran muy frecuentes en la Tierra en las épocas previas al Contacto. Cuando les convenía, usaban las reglas de las llamadas legiones civilizadas y cuando querían, las cambiaban. Sería un
k'chu-non Fran
, un ejército de lobeznos diferente de todos los que ahora se conocen. ¿Sabes de qué hablo, Benjamín? ¿Hay alguna palabra que defina eso que tengo en mente?

—¿Quiere decir…? —Benjamín miró la hilera de simios a medio elevar, que caminaban torpemente por el bosque, haciendo retumbar su grave y extraña canción de marcha.

Sacudió la cabeza. Era obvio que intentaba contenerse, pero finalmente su rostro enrojeció y estalló en incontenibles risotadas. Benjamín cayó ululando contra una piedra-aguijón y luego de espaldas contra el suelo. Se revolcó en el polvo de Garth, agitando sus pies hacia el cielo sin dejar de reír.

Athaclena suspiró. Primero en Tymbrimi, luego con los humanos, y ahora allí, con los pupilos más nuevos y primitivos… en todas partes tenía que encontrar
bromistas
.

Observó al chimpancé con paciencia, esperando que esa cosa estúpida recobrase el aliento y le contase qué era lo que le parecía tan divertido.

SEGUNDA PARTE

PATRIOTAS

Evelyn, una perra modificada

dislumbró los temblorosos flecos

de un extraño tapete

extendido sobre el piano, con cierta sorpresa…

En la oscura habitación

donde las sillas amedrentaban

y las horribles cortinas

ocultaban la lluvia

ella apenas daba crédito a sus ojos…

Una brisa extraña, un aliento de ajo

que sonaba como un ronquido,

en algún lugar cercano al Steinway

(o incluso desde dentro)

hacía que los flecos del tapete se mecieran

y temblaran en la penumbra.

Evelyn, una perra, habiéndose sometido

a ulteriores modificaciones

reflexionó sobre el significado del

comportamiento de las Personas Pequeñas

en resonancias pancromáticas accionadas a pedales

y en otros ambientes altamente dominantes…

¡Arf! dijo.

Frank Zappa

Capítulo
24
FIBEN

Unas figuras altas, desgarbadas, con aspecto de cigüeña, vigilaban la carretera desde lo más alto del tejado de un oscuro bunker. Sus siluetas, recortadas contra el sol de media tarde, estaban en continuo movimiento, apoyándose alternativamente con nerviosismo en una u otra de sus delgadas patas, como si el más mínimo sonido fuera suficiente para que levantasen el vuelo.

Unas criaturas muy serias, esos pájaros. Y peligrosas como el demonio.

No son pájaros
, recordó Fiben mientras se aproximaba al puesto de control. Al menos, no en el sentido terrestre.

Pero la analogía era correcta. Sus cuerpos estaban cubiertos de una fina pelusa. De sus bruñidos y extraños rostros sobresalían unos brillantes y afilados picos amarillos.

Y aunque sus antiguas alas ya no eran más que delgados brazos cubiertos de plumas, podían volar. Unas mochilas gravíticas, negras y relucientes, compensaban con creces lo que sus ancestros pajariles habían perdido mucho tiempo atrás.

Soldados de Garra.
Fiben se secó las manos en el pantalón pero sus palmas seguían estando húmedas. Dio una patada a una piedra con su pie descalzo y una palmada en el costado a su caballo de tiro. El apacible animal había empezado a pacer sobre una superficie de nativa hierba azul al lado de la carretera.

—Vamos, Tyco —dijo Fiben tomando las riendas—, no podemos detenernos o desconfiarán. Y además, ya sabes que esa hierba te produce gases.

Tyco meneó su gran cabeza gris y se tiró un ruidoso pedo.

—Te lo dije. —Fiben miró hacia el cielo.

Justo detrás del caballo flotaba un vehículo de carga. El viejo y medio oxidado contenedor del vehículo de la granja estaba lleno de toscos sacos de grano. Era obvio que el estator de antigravedad aún funcionaba, pero el motor de propulsión estaba averiado.

—Venga, más deprisa. —Fiben volvió a tirar de las riendas.

Tyco asintió con decisión, como si lo comprendiera. Los arreos se tensaron y el camión flotador dio unas ligeras sacudidas al adelantarlos cuando se aproximaban al puesto de control.

Pero, de repente, un agudo sonido en la carretera, delante de ellos, le advirtió que se acercaba algún vehículo. A toda prisa, Fiben llevó el caballo y el carro hacia un lado. Un aerodeslizador armado pasó en vuelo rasante con un chirrido. Vehículos como aquél habían pasado durante todo el día, de modo intermitente, de uno en uno o de dos en dos, en dirección este.

Miró con atención para asegurarse de que no venía nada más antes de volver con Tyco a la carretera. Fiben hundió nerviosamente los hombros mientras Tyco husmeaba el olor extraño de los invasores que se intensificaba por momentos.

—¡Alto!

Fiben saltó involuntariamente. La voz amplificada era mecánica, átona y perentoria.

—¡Muévase hacia este lado… hacia este lado para la inspección!

El corazón de Fiben latía con fuerza. Estaba contento de que su papel le obligase a aparentar miedo. No iba a ser difícil.

—¡Deprisa, preséntese!

Fiben llevó a Tyco hacia el mostrador de inspección, unos diez metros a la derecha de la carretera. Ató la correa del caballo en el poste de una valla y se dirigió a toda prisa hacia dos soldados de Garra que lo estaban esperando.

Las fosas nasales de Fiben se abrieron debido al pesado olor a lavanda de los alienígenas.
Me pregunto a qué sabrán
, pensó un tanto cruelmente. Para su requetetatarabuelo no hubiese significado nada el hecho de que aquellos seres fueran sensitivos; para sus ancestros un pájaro era y sería siempre un pájaro.

Se inclinó ante ellos, con las manos cruzadas sobre el pecho, y contempló por primera vez de cerca a los invasores.

Vistos así no parecían tan impresionantes. Era cierto que los brillantes y afilados picos amarillos y las garras cortantes como cuchillas eran formidables. Pero aquellas criaturas de piernas delgadas como palos apenas eran más altas que Fiben y sus huesos parecían huecos y estrechos.

No importaba. Eran viajeros del espacio, seres de raza tutora del más alto rango, cuya cultura y tecnología basadas en la Biblioteca eran casi omnipotentes mucho, mucho antes de que los humanos surgieran de la sabana de África, parpadeando con temerosa curiosidad ante la luz del amanecer.

Cuando las lentas y pesadas naves de los humanos hicieron su irrupción fortuita en la civilización galáctica, los
gubru
y sus pupilos habían alcanzado ya una posición de cierta importancia entre los poderosos clanes interestelares. Desde que sus tutores los habían encontrado en Gubru, su planeta natal, y les habían otorgado el don de la sapiencia, habían llegado muy lejos gracias a su fiero conservadurismo y su utilización de la Gran Biblioteca.

Fiben recordaba los inmensos y potentes cruceros de guerra, oscuros e invencibles bajo sus relucientes pantallas protectoras, con el suave borde de la galaxia brillando a sus espaldas.

Tyco relinchó y se hizo a un lado cuando uno de los soldados de Garra pasó junto a él para ir a inspeccionar la aerogranja averiada. El otro guarda gorjeaba ante un micrófono. Medio escondido en la suave pelusa del estrecho y puntiagudo esternón, la criatura llevaba un medallón plateado que emitía palabras en ánglico.

—Declare… declare identidad… identidad y objeto de la visita.

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