Read La rebelión de los pupilos Online

Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

La rebelión de los pupilos (41 page)

BOOK: La rebelión de los pupilos
7.65Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Era obvio que la palabra hacía referencia a lo que decían los investigadores que había ocurrido allí: un número de factores sin fundamentos combinados con una considerable incompetencia por parte de la compañía de gas después de haber cesado la supervisión humana. Y sin embargo, el modo con que los humanos catalogaban algo de
accidente
era erróneo por definición. ¡En ánglico el término no tenía en realidad un significado preciso!

Hasta los humanos tenían un axioma: «Los accidentes no existen».

Y entonces ¿por qué tenían una palabra para algo inexistente?

Accidente…
servía para abarcar desde la causalidad no percibida a una tormenta de nivel siete de probabilidad, pasando por el auténtico azar. En cualquier caso, los resultados eran
accidentales
.

¿Cómo una especie así podía estar viajando por el espacio y ser considerada dentro del alto rango de tutora de un clan, si poseía un modo de ver el universo tan dependiente, tan incierto y oscuro? Comparados con los terrestres, hasta los diabólicos y tramposos
tymbrimi
eran claros y transparentes como el mismísimo éter.

Este tipo de discurso racional tan incómodo era lo que el sacerdote más había odiado en el burócrata. Era uno de los atributos más irritantes del Suzerano fallecido.

Era también una de las cosas más apreciadas y valiosas. Iba a añorarlas.

Tales eran las confusiones que se producían cuando el consenso se rompía, cuando el apareamiento se hacía añicos a medio empezar.

Con firmeza, el Suzerano gorjeó un encadenamiento de palabras de definición. La introspección lo abrumaba, y había que tomar una decisión respecto a lo que allí había ocurrido.

En un futuro potencial, los
gubru
tendrían que pagar daños a los
tymbrimi
, e incluso a los terrestres, por la destrucción acontecida en aquella meseta. Era una consideración poco agradable pero podía evitarse si el magnífico plan de los
gubru
se cumplía.

Los acontecimientos en los otros lugares de las Cinco Galaxias lo determinarían. Este planeta era una pequeña, aunque importante, nuez que descascarillar con una rápida y eficiente acometida. Además, era trabajo del Suzerano de Costes y Prevención vigilar que los gastos se mantuvieran controlados.

Conseguir que la alianza
gubru
, la verdadera herencia de los ancestros, no fracasara en idoneidad cuando regresaran los Progenitores era asunto del sacerdote.

Que los vientos traigan ese día
, rezó.

—El juicio aplazado, diferido, suspendido por ahora —declaró en voz alta el Suzerano. Y los investigadores cerraron sus carpetas.

Una vez terminado el tema del incendio de la cancillería, la siguiente parada sería en lo alto de la colina donde había otras cosas que debían evaluarse.

La multitud de
kwackoo
se arracimó arrullando y se movió en bloque, llevando con ellos la Percha de Cálculo. Una enorme bola de pupilos emplumados que se desplazaba plácidamente entre sus excitables, saltarines y pajariles tutores.

La Reserva Diplomática aún humeaba debido a los acontecimientos del día anterior. El Suzerano escuchó con atención los informes de los investigadores que cantaban a veces de uno en uno, a veces al unísono y luego en contrapunto. A partir de aquel alboroto, el Suzerano se formó una imagen de los hechos que habían conducido a aquel desenlace.

Habían encontrado a un neochimpancé local husmeando alrededor de la Reserva sin haber pedido antes permiso formal al poder constituido para pasar, en una clara violación del protocolo en tiempo de guerra. Nadie sabía por qué ese estúpido semianimal estaba allí. Tal vez lo arrastrase el «complejo símico», esa irritante e incomprensible necesidad que llevaba a los terrestres a buscar la conmoción en vez de evitarla.

Un destacamento armado se había topado con el neochimpancé curioso mientras efectuaba una ronda rutinaria por la zona del desastre. El comandante se había dirigido a toda prisa al peludo pupilo-de-los-humanos, instando a la criatura terrestre a que desistiera de su conducta y mostrara una adecuada obediencia. Tal como era costumbre entre los nativos terrestres, el neochimp había adoptado una actitud obstinada. En vez de comportarse de una manera civilizada, había huido. Cuando intentaban detenerlo, entró en funcionamiento un dispositivo de defensa del hito. El hito resultó dañado por los disparos subsiguientes.

Esta vez el Suzerano decidió que el resultado era más satisfactorio. Subpupilo o no, el chimpancé era un aliado de los condenados
tymbrimi
, y al actuar de aquel modo había destruido la inmunidad de la Reserva. Los soldados habían actuado correctamente al abrir fuego tanto contra el chimp como contra el globo de defensa. No se había producido violación de la idoneidad, declaró el Suzerano.

Los investigadores interpretaron una danza de consuelo. Por supuesto, seguía fielmente los antiguos procedimientos, el plumaje más brillante sería el plumaje de los
gubru
cuando volvieran los Progenitores.

Que los vientos aceleren la llegada de ese día.

—Abran, entren, intérnense en la Reserva —ordenó el sacerdote—. Entren e investiguen los secretos de su interior.

Seguramente las cajas de seguridad programadas para un caso de emergencia debían de haber destruido casi todos sus contenidos, pero tal vez quedase alguna información por descifrar.

Los candados más sencillos saltaron rápidamente y se usaron aparatos especiales para quitar la puerta blindada. Todo eso llevó algún tiempo. El sacerdote se mantuvo ocupado oficiando un servicio religioso para los soldados de Garra, alentándolos a reforzar su fe en los antiguos valores. Era importante no permitir que perdieran su vehemencia con cosas tan apacibles, por tanto el Suzerano les recordó que en los últimos dos días habían desaparecido en las montañas, al sudeste de esa misma ciudad, pequeños grupos de guerreros. Aquél era un momento adecuado para recordarles que sus vidas pertenecían al Nido. El Nido y el Honor eran lo único que importaba.

Por fin se resolvió el rompecabezas que era el último candado. Para tratarse de bromistas
tymbrimi
, no parecían tan inteligentes. Los robots de desciframiento de combinaciones de los
gubru
habían resuelto el problema. La puerta se levantó en brazos de un transportador teledirigido. Los investigadores entraron en el hito con los instrumentos en la mano.

Momentos después, seguida de una serie de gorjeos sorprendidos, una figura pajaril se precipitó desde dentro con un objeto negro y cristalino en el pico. Casi de inmediato fue seguida por otra. Los pies de los investigadores eran una danza confusa de excitación mientras dejaban los objetos en el suelo, ante la percha flotante del Suzerano.

¡Intacto!
bailaban. Habían encontrado intactos dos almacenes de datos que se habían salvado de las explosiones autodestructoras, gracias a una prematura caída de piedras.

La alegría se extendió entre los investigadores, y de allí a los soldados y civiles que esperaban más atrás.

Hasta los
kwackoo
cantaban con regocijo, porque hasta ellos comprendían que aquello podía considerarse un golpe al menos de cuarta magnitud. Un pupilo terrestre había destruido la inmunidad de la Reserva mediante un comportamiento obviamente irreverente… señal de una Elevación defectuosa. Y el resultado había sido un acceso completamente autorizado a los secretos del enemigo.

Los
tymbrimi
y los humanos se avergonzarían y los
gubru
podrían aprender muchas cosas.

La celebración fue
gubru
-frenética. Pero el propio Suzerano bailó sólo unos segundos. En una raza de gentes preocupadas, su papel era doblemente importante. Había demasiadas cosas en el universo que eran sospechosas.

Demasiadas cosas que mejor estarían muertas para evitar que por algún motivo amenazaran algún día la seguridad del Nido.

El Suzerano inclinó la cabeza primero hacia un lado y luego hacia el otro. Miró los cubos de datos, negros y brillantes sobre el chamuscado suelo. Algo extraño parecía extenderse sobre los cristales de información recuperados; un sentimiento que casi, pero no del todo, se traducía en un incubado sentimiento de terror.

No era un psi-sentido reconocible ni tampoco otra forma de premonición científica. Si lo hubiese sido, el Suzerano hubiera ordenado que los cubos fueran reducidos a polvo allí mismo y en aquel momento.

Y sin embargo… era muy extraño.

Durante un breve instante, se estremeció bajo la impresión de que los cristales eran ojos, los brillantes ojos negros como el espacio de una serpiente grande y muy peligrosa.

Capítulo
42
ROBERT

Corría llevando en la mano un arco de madera nuevo. Un carcaj sencillo de fabricación casera se balanceaba ligeramente en su espalda, mientras jadeaba por el sendero de montaña. Su sombrero de paja había sido tejido con juncos del río y su taparrabos y los mocasines que calzaba habían sido confeccionados con cabritilla del lugar.

Al correr, el joven protegía un poco su pierna izquierda. Un vendaje le cubría una herida superficial. El dolor de la quemadura era incluso una especie de consuelo puesto que le recordaba cuánto mejor es un disparo que te roza, que un disparo que te alcanza.

Imagen de un pájaro alto que miraba con incredulidad la flecha que le había atravesado el esternón, mientras su rifle láser se desprendía de sus garras entumecidas por la muerte y caía al suelo de la jungla.

La colina estaba silenciosa. El único sonido era su respiración uniforme y el suave rascar de los mocasines sobre las piedras. Los pinchazos de la transpiración desaparecían rápidamente cuando la brisa ponía su bálsamo al tocarle los brazos y las piernas.

El toque de viento era más fresco a medida que ascendía. Lo empinado del camino iba disminuyendo y Robert se encontró por fin más arriba de los árboles, entre las altas colinas-aguijón de la cumbre de la cresta.

Agradeció la repentina calidez del sol, ahora que su piel se había oscurecido y adquirido el tono de la madera de nogal. También se había endurecido, de modo que las espinas y las ortigas ya no le molestaban tanto.

Debo empezar a parecer un indio de las viejas épocas
, pensó divertido. Saltó por encima de un tronco caído y tomó una desviación a la izquierda del sendero.

De pequeño había sacado buen provecho de su apellido. El niño Robert Oneagle nunca tuvo que representar el papel de malo cuando jugaba con los otros niños al nacimiento de la Confederación. Siempre era un guerrero cherokee o mohawk, alborotado en su traje espacial de juguete y pintado para la guerra según la costumbre de ciertas tribus, y abatiendo a los soldados del dictador durante la guerra del Poder Satélite.

Cuando todo esto termine, tengo que descubrir más cosas acerca de la historia genética de la familia. Me pregunto cuánta parte de ella es en realidad herencia indio-americana.

Unos estratos blancos y esponjosos se deslizaban junto a un cerro del lado norte y parecían mantener su mismo paso mientras corría por las cimas de las colinas, cruzando los cerros que lo llevarían a casa.

A casa.

La frase surgía con facilidad ahora que tenía un trabajo que realizar bajo los árboles y al aire libre. Ahora ya podía considerar su casa a aquellas cavernas porque habían pasado a ser un refugio en aquellos tiempos inciertos.

Y Athaclena estaba allí.

Había permanecido fuera más de lo que esperaba. El viaje lo había llevado a lo alto de las montañas, hasta llegar al Valle de la Primavera, reclutando en el camino voluntarios, estableciendo comunicaciones y, en definitiva, haciendo correr la voz.

Y, naturalmente, él y sus compañeros partisanos habían tenido un par de escaramuzas con el enemigo.

Robert sabía que habían sido cosas sin importancia: una pequeña patrulla
gubru
atrapada de vez en cuando y la aniquilación de hasta el último alienígena. La Resistencia sólo atacaba cuando la victoria parecía factible. No podían dejar supervivientes que informasen a los mandos
gubru
que los terrestres habían aprendido a volverse invisibles.

Si bien pequeñas, aquellas victorias habían obrado maravillas sobre la moral. Sin embargo, aunque se dedicaban a dificultar las cosas a los
gubru
en las montañas, ¿cuál era la utilidad de ello si el enemigo se mantenía fuera de su alcance?

Durante la mayor parte de su viaje, se había ocupado de cosas apenas relacionadas con la Resistencia. En todos los lugares que había recorrido se había visto rodeado de chimps que proferían hurras y parloteaban regocijados ante la presencia del único humano que quedaba en libertad. Para su frustración, parecían totalmente felices convirtiéndolo en juez oficioso, arbitro y padrino de los recién nacidos. Nunca antes había sentido de un modo tan pesado las cargas que la Elevación suponía para la raza tutora.

Desde luego, no podía culpar a los chimps por ello. Robert dudaba de que alguna vez en la breve vida de su especie, tantos chimps hubiesen estado un tiempo tan largo privados del contacto con los humanos.

A todas partes donde fue hizo saber que el único humano de las montañas no visitaría ninguno de los edificios construidos antes de la invasión y que tampoco quería ver a nadie que llevase ropas o artefactos no originarios de Garth. Cuando se corrió la voz de cómo los robots gaseadores localizaban sus objetivos, los chimps empezaron a trasladar comunidades enteras. Comenzaron a proliferar los talleres caseros, resucitando artes que se habían perdido, como el hilado, el tejido y la marroquinería.

En realidad, los chimps de las montañas lo estaban haciendo muy bien. La comida era abundante y los jóvenes seguían yendo a clase. Aquí y allá, unos pocos tipos responsables habían reorganizado el Proyecto de Recuperación Ecológica de Garth, manteniendo en marcha los programas más urgentes e improvisando para sustituir a los expertos humanos que se habían perdido.

Tal vez no nos necesiten para nada
, pensó Robert.

Su propia especie había estado a punto de convertir el planeta Tierra en un infierno ecológico durante los años que precedieron al despertar de la cordura en la Humanidad. Se evitó una horrible catástrofe por el mínimo margen. Sabiendo eso, resultaba humillante ver que los llamados pupilos se comportaban más racionalmente que los hombres un siglo antes del Contacto.

BOOK: La rebelión de los pupilos
7.65Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Finding Home by Ali Spooner
Deadly Kisses by Cuevas, Kerri
California Homecoming by Casey Dawes
Gaslight in Page Street by Harry Bowling
Runaway Cowboy by T. J. Kline
The Third Son by Elise Marion
Banjo of Destiny by Cary Fagan
The Prodigy's Cousin by Joanne Ruthsatz and Kimberly Stephens