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Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

La rebelión de los pupilos (42 page)

BOOK: La rebelión de los pupilos
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¿Tenemos algún derecho de representar el papel de dioses ante esta gente? Tal vez cuando esto termine tendríamos que marcharnos y dejar que decidieran por sí solos su futuro.

Una idea romántica. Había un obstáculo, por supuesto.
Los galácticos nunca nos lo permitirían.

Así pues, permitió que los chimps se le acercaran, le pidieran consejo y pusieran su nombre a los bebés.

Luego, cuando hubo hecho todo lo que podía por el momento, enfiló por el sendero hacia casa. Solo, ya que, por ahora, ningún chimp podía seguirle.

Agradeció la soledad de aquel último día. Le dio tiempo para pensar. Había aprendido muchas cosas sobre sí mismo en aquellas últimas semanas y meses, desde aquella horrible tarde en que su mente se había encogido bajo los puñetazos del dolor y Athaclena había entrado en ella para rescatarlo. Extrañamente, las bestias y monstruos de su neurosis no habían resultado ser lo más importante. Pudo manejarlos con facilidad una vez que se enfrentó a ellos y reconoció qué eran. Además, no debían de ser peores que las cargas de problemas del pasado sin resolver que afectaban a otras personas.

No, lo más importante fue darse cuenta de que era un hombre. Era una exploración recién comenzada y a Robert le gustaba la dirección que había tomado.

Rodeó una curva en el sendero de montaña y salió de la sombra de la colina, con el sol a sus espaldas. Al frente, hacia el sur, se hallaban las escarpadas formaciones de piedra caliza del Valle de las Cuevas.

Robert se detuvo súbitamente al vislumbrar un brillo metálico. Algo destellaba sobre las prominencias más allá del valle, tal vez a unos veinte kilómetros de distancia.

Robots gaseadores
, pensó. En aquella zona, los técnicos de Benjamín habían empezado a dejar muestras de cualquier cosa, desde aparatos electrónicos a metales, pasando por vestidos, en un esfuerzo para descubrir qué era lo que detectaban los robots
gubru
. Robert esperaba que hubieran hecho algún progreso mientras él había estado fuera. Y sin embargo, en otro sentido, apenas le importaba. Se sentía a gusto con el nuevo arco en la mano. Los chimps de las montañas preferían las potentes ballestas de fabricación casera que requerían menos coordinación pero una mayor fuerza símica para dispararlas. Pero con los dos tipos de arma el resultado había sido el mismo… pájaros muertos. La utilización de las antiguas habilidades y las herramientas arcaicas se habían convertido en un tema galvanizador que contactaba con los mitos del Clan de los Lobeznos.

Antes, cuando había visto cómo los chimps arrancaban las armas de los cuerpos de los
gubru
derrotados y se los llevaban, notó que algunos de los chimps lo miraban furtivamente, tal vez con culpabilidad. Aquella noche observó desde una ladera oscura las siluetas de largos brazos que danzaban en torno al fuego, bajo las estrellas.

Sobre las llamas se asaba algo y el viento transportaba un dulce y ahumado aroma.

Robert tuvo la impresión de que era una de esas cosas que los chimps no querían que viesen sus tutores. Se adentró en las sombras y regresó al campamento principal, dejándolos con su ritual.

Las imágenes aún centelleaban en su mente como salvajes y fieras fantasías. Robert nunca preguntó qué se había hecho de los cuerpos de los galácticos muertos, pero desde entonces no podía pensar en el enemigo sin recordar aquel aroma.

Si hubiese una forma de hacerlos venir a las montañas en mayor número…
, reflexionó. Únicamente parecía posible dañar al enemigo bajo la protección de los árboles.

La tarde envejecía. Era tiempo de terminar con el largo camino hasta casa. Robert se volvió y estaba a punto de empezar a descender hacia el valle cuando se detuvo repentinamente. Parpadeó. En el aire había una mancha.

Algo que parecía aletear en el extremo de su visión, como si la falsa polilla estuviera bailando en el interior del punto ciego de la retina. Parecía imposible de mirar.

¡Oh!
, pensó Robert.

Desistió en su intento de enfocarla y miró hacia otro lado, dejando que la extraña
no-cosa
lo persiguiera a él.

Su roce le abrió los pétalos de la mente, como una flor desplegándose al sol. La entidad aleteaba, danzaba con timidez y le guiñaba un ojo: un sencillo glifo de afecto y apacible diversión. Lo bastante simple para que lo comprendiera incluso un humano de músculos fuertes, con brazos vellosos, piel enrojecida y bronceada y cubierto de sudor.

—Muy divertido, Clennie —murmuró Robert. Pero la flor se abrió aún más y captó calidez. Sin que tuvieran que indicárselo, sabía qué camino tomar. Dejó el sendero principal y se metió por una senda estrecha.

A mitad de camino de la cima, se encontró con una figura marrón holgazaneando a la sombra de una mata de espinos. El chimp levantó la vista de la novela que estaba leyendo y lo saludó perezosamente.

—Hola, Robert. Tienes mejor aspecto que la última vez que te vi.

—¡Fiben! —Robert sonrió—. ¿Cuándo has regresado?

—Oh, hace cosa de una hora —el chimp reprimió un cansado bostezo—. Los chicos de las cuevas me enviaron aquí arriba para esperar a su señoría. A ella le he traído algo de la ciudad. Lo siento, pero para ti no hay nada.

—¿Tuviste problemas en Puerto Helenia?

—Hummm, bueno, algunos. He bailado un poco, me he rascado un poco y he ululado un poco más.

Robert sonrió. El «acento» de Fiben era más marcado cuando tenía grandes noticias que comunicar, y así escenificaba mejor su historia. Si le permitía despacharse a gusto, los tendría sin dormir toda la noche.

—Uf, Fiben…

—Sí, sí. Está ahí arriba, en lo alto de la loma. Y si me preguntas, te diré que de un humor muy excéntrico. Pero no me preguntes, yo sólo soy un chimpancé. Te veré más tarde, Robert. —Cogió de nuevo el libro.

No era exactamente un modelo de pupilo reverente. Robert sonrió.

—Gracias, Fiben. Hasta luego —se apresuró sendero arriba.

Athaclena no se preocupó en volverse cuando él se acercó porque ya se habían dicho hola. Permaneció en la cumbre de la colina mirando hacia el oeste con las manos extendidas frente a sí.

Robert sintió de inmediato otro glifo que flotaba sobre Athaclena, por encima de los ondulantes zarcillos de su corona. Y era algo impresionante. Comparándolo con su pequeño saludo anterior, aquél era como estar recitando una quintilla picaresca junto a «Xanadu». No podía verlo ni tampoco empezar a captar su complejidad, pero estaba ahí, casi palpable para su acrecentado sentido empático.

Robert advirtió también que ella tenía algo entre las manos… como un hilo delgado de fuego invisible, intuido más que visto, que formaba un arco de una mano a otra.

—Athaclena, ¿qué…?

Se interrumpió al llegar junto a ella y ver su cara. Muchos de los rasgos humanos que había adoptado durante su exilio seguían allí, pero algo que éstos habían desplazado también estaba presente, al menos en aquel momento. Tenía un brillo alienígena en sus ojos punteados de oro y parecía bailar a contrapunto con los latidos del glifo que él percibía a medias.

Los sentidos de Robert se habían agudizado. Miró de nuevo el hilo de sus manos y sintió un temblor de reconocimiento.

—Tu padre…


¡W'ith-tanna Uthacalthing hellinarri-t'hoo, haoorí nda!
—los dientes de Athaclena emitieron un blanco destello. Respiró profundamente por sus fosas nasales completamente dilatadas. Sus ojos, separados al máximo posible, parecían centellear.

—¡Robert, está vivo!

Él parpadeó con la mente desbordada de preguntas.

—¡Es estupendo! Pero… pero ¿dónde? ¿Sabes algo de mi madre? ¿Y del gobierno? ¿Qué dice?

No respondió de inmediato. Athaclena sostenía el hilo. La luz del sol parecía recorrerlo de arriba abajo. Robert hubiera jurado que oía un sonido, un sonido real que emitía la fibra.


¡W'ith-tanna Uthacalthing!
—Athaclena parecía mirar de frente al sol.

Reía; ya no era la chica seria que él había conocido. Reía entre dientes al estilo
tymbrimi
y Robert se alegró de no ser él el objeto de esa hilaridad. El humor
tymbrimi
a menudo significaba que los demás no se divertían en absoluto.

El joven siguió la mirada de Athaclena sobre el Valle del Sind, donde una comitiva de habituales vehículos
gubru
gemía débilmente al cruzar el cielo. Incapaz de comprender más que los contornos de su glifo, la mente de Robert buscó y halló algo semejante dentro del estilo humano. En su mente representó una metáfora.

De pronto, la sonrisa de Athaclena se convirtió en algo salvaje, casi gatuno. Y aquellas naves de guerra, reflejadas en sus ojos, parecieron tomar el aspecto de ratones confiados e inofensivos.

TERCERA PARTE

LOS GARTHIANOS

La evolución de la raza humana no se completará en los diez mil años de animales domesticados sino en el millón de años de animales salvajes, porque el hombre es y siempre será un animal salvaje.

Charles Galton Darwin

La selección natural pronto no será importante, ni de lejos podrá compararse con la selección consciente. Nos civilizaremos y modificaremos para adaptarnos a nuestra idea de lo que podemos ser. Dentro de una vida más humana nos habremos cambiado de modo irreconocible.

Greg Bear

Capítulo
43
UTHACALTHING

Unas manchas como de tinta ensuciaban el pantano próximo al lugar donde había caído la nave. De unos tanques agrietados y hundidos manaban unos fluidos oscuros que teñían las aguas del amplio y poco profundo estuario. Todos los insectos, los pequeños animales y hasta la resistente hierba salina morían al entrar en contacto con aquel oleoso reguero.

Al estrellarse, la pequeña nave espacial había rebotado y patinado, dejando una tortuosa estela de destrucción antes de meter la nariz en la pantanosa desembocadura del río. En los días siguientes al impacto fue perdiendo lentamente su combustible y adentrándose en el barro.

Ni la lluvia ni la marejada habían conseguido borrar los arañazos de batalla grabados en sus chamuscados flancos. El casco de la nave, en un tiempo hermoso y bien cuidado, estaba ahora lleno de marcas y quemaduras de una sucesión de tiros fallados por muy poco. La colisión había sido sólo el golpe final.

Desproporcionadamente grande en la popa del improvisado bote, el
thenanio
miraba al otro lado de los planos islotes que se interponían entre él y la nave caída. Dejó de remar para reflexionar sobre la cruel realidad de su situación.

Era evidente que la nave espacial no volvería a volar de nuevo. Y lo que era peor, el impacto había convertido en un deplorable escenario aquel trozo de tierras pantanosas. Desplegó la cresta, una cresta como de gallo terminada en unas erizadas astas grises.

Uthacalthing había soltado su remo y aguardaba cortésmente a que su compañero de naufragio terminara su estática contemplación. Esperaba que el diplomático
thenanio
no estuviera dispuesto a dar otra conferencia sobre la responsabilidad ecológica y las obligaciones de las razas tutoras. Pero, al fin de cuentas, Kault era Kault.

—El espíritu de este sitio está ofendido —dijo el inmenso ser, mientras sus hendiduras respiratorias silbaban con fuerza—. Nosotros, los seres sapientes, no tenemos ningún derecho a traer nuestras pequeñas guerras a viveros como éste y contaminarlos con venenos espaciales.

—La muerte llega a todas las cosas, Kault. Y la evolución prospera gracias a las tragedias. —Sus palabras eran irónicas, pero Kault las tomaba en serio. Las ranuras de la garganta del
thenanio
exhalaban aire con pesadez.

—Eso ya lo sé, colega
tymbrimi
. Es por ello que a la mayoría de mundos vivero registrados se les permite seguir sus ciclos naturales sin ningún impedimento. Las eras glaciales y los impactos de planetoides forman parte del orden natural. Las especies se modifican y crecen preparadas para afrontar tales adversidades.

»Sin embargo, éste es un caso especial. Un mundo tan terriblemente dañado como Garth no podrá soportar muchos desastres como éste sin sufrir una conmoción y volverse completamente estéril. No ha pasado mucho tiempo desde que los
bururalli
cometieron aquí sus locuras, de las cuales el planeta apenas si empezaba a recuperarse. Ahora nuestras batallas crean muchos más problemas… como esa basura.

Kault gesticuló, señalando los líquidos que manaban de la nave destrozada.

Esta vez Uthacalthing optó por guardar silencio. Todas las razas galácticas con estatus de tutor eran, por supuesto, ambientalistas. Ésa era la ley más antigua y más importante. Las razas de viajeros del espacio que no juraban someterse a los Códigos de Control Ecológico eran destruidas por la mayoría, en bien de la protección de las futuras generaciones de sofontes.

Pero había grados. Los
gubru
, por ejemplo, sentían menos interés por los mundos vivero que por sus productos: especies presensitivas listas para formar parte del peculiar color del fanatismo conservadurista del clan
gubru
. Los
soro
disfrutaban con la manipulación de las razas pupilas recién adquiridas. Y los
tandu
eran sencillamente horribles.

La raza de Kault resultaba a veces irritante por su mojigata búsqueda de la pureza ecológica, pero al menos la suya era una fijación que Uthacalthing podía comprender. Una cosa era quemar un bosque o construir una ciudad en un mundo registrado, ya que esos tipos de daño cicatrizaban en poco tiempo, y otra muy distinta echar venenos de efecto prolongado en la biosfera, venenos que podían ser absorbidos y acumulados. El disgusto que sentía Uthacalthing ante la oleosa suspensión era sólo un poco menos intenso que el de Kault. Pero no se podía hacer nada para repararlo.

—Los terrestres tenían en este planeta un buen sistema para limpiar en casos de emergencia, Kault. Es obvio que la invasión lo ha vuelto inoperante. Tal vez los propios
gubru
se encarguen ahora de eliminar esta suciedad.

Cuando el
thenanio
carraspeó de una forma que pareció que estornudaba, la parte superior de su cuerpo se convulsionó. En sus ranuras respiratorias se formó un bulto. Uthacalthing sabía que aquello era una expresión de extrema incredulidad.

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