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Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

La rebelión de los pupilos (46 page)

BOOK: La rebelión de los pupilos
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Aunque los vehículos estaban averiados (no habían dado señales de actividad desde hacía más de media hora), los tres chimps tenían que estar preguntándose qué estaba haciendo el enemigo.

—Diez contra uno a que los pájaros intentan primero utilizar robots —murmuró Robert con los ojos clavados en la escena que se desarrollaba en el valle.

—Nada de apuestas, Robert —Athaclena sacudió la cabeza—. ¡Mira! La puerta del vehículo central se está abriendo.

Desde su punto de observación podían vigilar todo el claro. Las ruinas de los edificios del centro Howletts se asomaban tenebrosas tras uno de los tanques flotadores aún humeante. El compañero de éste, con los cañones inutilizados y rotos, yacía sobre sus sustentadores de presión.

Entre los dos vehículos averiados, y de uno de ellos, surgió una forma flotante.

—Exacto —Robert hizo una mueca de disgusto. Era un robot y llevaba también un estandarte, otra representación de la espiral radiada.

—Malditos pájaros, no admitirán que los chimps son superiores a los gusanos a menos de que los obliguen a ello —comentó Robert—. Van a intentar utilizar una máquina para llevar a cabo la conversación. Sólo espero que Benjamín recuerde lo que tiene que hacer.

Athaclena tocó el brazo de Robert, en parte para recordarle que bajara la voz.

—Lo sabe —dijo con suavidad—. Y además tiene a Elayne Soo para que le ayude.

Sin embargo, no podían evitar un sentimiento de impotencia por estar sólo observando. Era una norma de las razas tutoras. No debía pedirse a los pupilos que se enfrentasen ellos solos con una situación como ésa.

El robot flotante, al parecer uno de los ejemplares de aparatos teledirigidos
gubru
, adaptado a toda prisa para ejercer funciones diplomáticas, se detuvo a cuatro metros de los chimps que ya se habían detenido y plantado su estandarte. El robot emitió un chillido de indignación que Athaclena y Robert no pudieron descifrar, aunque el tono era perentorio.

Dos de los chimps retrocedieron un paso, sonriendo con nerviosismo.

—¡Tú puedes hacerlo, Ben! —gruñó Robert.

Athaclena vio unos nudos que sobresalían en sus bien formados músculos. Si esos bultos fuesen glándulas de cambio
tymbrimi
… Tembló ante tal comparación y volvió a fijarse en la escena que ocurría allí abajo.

En el valle, el chimp Benjamín se había quedado inmóvil como una piedra, ignorando al parecer a la máquina. Esperó. Por fin, concluyó la perorata del robot. Hubo un momento de silencio. Entonces Benjamín hizo un simple movimiento con el brazo, tal como Athaclena le había enseñado, indicando con orgullo que ese objeto sin vida no debía meterse en los asuntos de los seres sapientes.

El robot gritó de nuevo, esta vez más fuerte y con un amago de desesperación.

Los chimps se limitaron a permanecer quietos y esperar, sin dignarse siquiera responder a la máquina.

—¡Qué arrogancia! —Robert suspiró—. Muy bien hecho, Ben, demuéstrales que tienes clase.

Los minutos pasaban y la escena permanecía inmutable.

—¡Este convoy
gubru
ha venido a la montaña sin escudos psi! —anunció Athaclena de pronto. Se tocó la sien derecha al tiempo que su corona se ondulaba—. O tal vez sea que los escudos se rompieron durante el ataque. En cualquier caso, puedo notar que se están poniendo nerviosos.

Los invasores poseían aún algunos sensores. Debían de estar detectando movimiento en el bosque, mensajeros que se acercaban. El segundo grupo de asalto tenía que llegar pronto, esta vez con armamento moderno.

La Resistencia había mantenido en reserva sus armas más importantes en favor de la sorpresa. La antimateria solía emitir resonancias detectables desde muy lejos. Ahora, sin embargo, había llegado el momento de enseñar todas sus cartas. El enemigo sabía ya que no estaba a salvo, ni siquiera dentro de sus vehículos acorazados.

De pronto, sin ceremonia, el robot se elevó y voló hacia el vehículo central. Luego, tras una breve pausa, la puerta se abrió de nuevo y aparecieron un par de nuevos emisarios.


Kwackoo
—anunció Robert.

Athaclena reprimió el glifo
syrtunu
. Su amigo humano tenía inclinación a hacer comentarios sobre lo que era obvio. Los peludos y blancos cuadrúpedos, pupilos leales de los
gubru
, se aproximaron al punto donde tenían que mantenerse las conversaciones, graznando excitados. Parecían más grandes cuando llegaron frente a los chimps.

De sus gargantas gruesas y llenas de plumas colgaba un vodor, pero la máquina traductora permanecía silenciosa.

Los tres chimps cruzaron los brazos sobre el pecho y se inclinaron todos a la vez, con las cabezas en un ángulo de veinte grados aproximadamente. Luego se irguieron y esperaron.

Los
kwackoo
no hicieron nada. Ahora estaba claro quién ignoraba a quién.

Con los binoculares, Athaclena vio hablar a Benjamín. Maldijo la necesidad de tener que vigilar todo aquello sin poder enterarse de lo que decían.

Sin embargo, las palabras del chimp fueron efectivas. Los
kwackoo
gorjearon y parlotearon atolondradamente en confusa indignación. A través del vodor surgían palabras demasiado débiles para ser oídas, pero los resultados fueron instantáneos. Benjamín no esperó a que terminasen. Él y sus compañeros recogieron el estandarte, dieron media vuelta y se marcharon.

—Un gran tipo —dijo Robert satisfecho.

Conocía a los chimps. Sabía que en aquellos momentos las espaldas les debían escocer terriblemente y, sin embargo, caminaban con toda tranquilidad.

El dirigente de los
kwackoo
dejó de hablar y miró a los chimps, perplejo. Luego empezó a saltar y a emitir agudos chillidos. Su compañero también parecía muy agitado. Entonces, los que estaban en la colina pudieron oír la amplificada voz del vodor que ordenaba repetidamente: «… ¡regresen!… ¡regresen!…».

Los chimps siguieron caminando hacia la línea de árboles hasta que, al fin, Athaclena y Robert oyeron la palabra.

—… regresen… ¡POR FAVOR!

El humano y la
tymbrimi
se miraron y compartieron una sonrisa. Eso era la mitad de lo que esta batalla quería conseguir.

Benjamín y su grupo se detuvieron de repente. Dieron la vuelta y regresaron con paso tranquilo hasta donde esperaban los parlamentarios. Con la bandera de la espiral otra vez en su sitio, permanecieron quietos, a la espera.

Finalmente, y con evidentes temblores por la gran humillación que sufrían, los emisarios les hicieron una reverencia.

Fue una inclinación bastante leve, apenas si doblaron dos de las cuatro patas, pero sirvió. Los pupilos bajo contrato de los
gubru
habían reconocido como a sus iguales a los pupilos bajo contrato de los humanos.

—Estoy segura de que prefieren la muerte antes que esto —susurró Athaclena admirada, aunque era exactamente lo que ella misma había planeado—. Los
kwackoo
tienen una antigüedad de sesenta mil años terrestres. Los neochimpancés son sapientes desde hace sólo tres siglos y, además, pupilos de los lobeznos. —Sabía que Robert no se ofendería por las palabras que había empleado.

»Los
kwackoo
llevan tanto tiempo elevados que podrían elegir la muerte antes que esto. Tanto ellos como los
gubru
deben de estar estupefactos y no deben de haber reflexionado en las implicaciones. Probablemente apenas pueden creer lo que está ocurriendo.

—Espera hasta que lo hayan oído todo —sonrió Robert—. Preferirán haber escogido la salida más fácil.

Los chimps respondieron a la reverencia con la misma inclinación. Luego, con esa desagradable formalidad forzada, uno de los gigantes pseudopájaros habló muy deprisa mientras su vodor murmuraba una traducción al ánglico.

—Los
kwackoo
deben de estar pidiendo entrevistarse con los líderes de la emboscada —comentó Robert, y Athaclena asintió.

Los nervios traicionaron a Benjamín y comenzó a utilizar las manos para responder. Pero aquello no representó un serio problema. Señalaba las ruinas, los tanques flotantes destruidos, los vehículos inutilizados y el bosque donde seguían llegando vengativos grupos para terminar el trabajo.

—Les está diciendo que él es el líder.

Ése era el guión, por supuesto. Athaclena lo había escrito, asombrada de cuan fácilmente se había adaptado para pasar del sutil arte
tymbrimi
del disimulo, a la técnica humana, más descarada, de la mentira.

Las gesticulaciones de Benjamín le permitían seguir la conversación. Con la empatía y su propia imaginación podía casi enterarse del resto.

—Hemos perdido a nuestros tutores —Benjamín había ensayado bien su papel—. Vosotros y vuestros tutores nos los habéis arrebatado. Les echamos de menos y anhelamos su regreso. Sin embargo, sabemos que las lágrimas impotentes no les harán sentirse orgullosos de nosotros. Sólo mediante la acción podemos demostrar lo bien que hemos sido elevados. Estamos, por lo tanto, haciendo lo que ellos nos han enseñado: comportarnos como seres sapientes con raciocinio y honor. En nombre del honor, pues, y por los Códigos de la Guerra, os exigimos ahora a vosotros y a vuestros tutores que nos deis vuestra palabra de honor u os enfrentéis a nuestra ira legal y justa.

—Lo está haciendo bien —musitó Athaclena algo sorprendida.

Robert tosió tratando de contener la risa. Los
kwackoo
parecían cada vez más angustiados a medida que Benjamín hablaba. Cuando éste terminó, los emplumados cuadrúpedos saltaron y chillaron. Ahuecaron las plumas y comenzaron a alisárselas con el pico mientras protestaban en voz alta.

Benjamín, sin embargo, no se dejó intimidar. Consultó su cronómetro de muñeca y dijo unas palabras.

De pronto, los
kwackoo
dejaron de protestar. Debían de haber recibido órdenes pues hicieron una apresurada reverencia y se retiraron al galope hacia la nave central.

El sol se había levantado sobre la línea de colinas del este. Las salpicaduras de luz de la mañana brillaban entre las hileras de árboles destrozados. Cada vez hacía más calor en el claro donde los chimps parlamentaban, pero permanecieron allí y esperaron. De vez en cuando Benjamín miraba su reloj y decía en voz alta el tiempo que quedaba.

Athaclena pudo ver cómo su equipo de armamento especial montaba en un extremo del bosque el único proyector de antimateria que poseían. Los
gubru
también lo habían advertido.

Oyó que Robert contaba en voz baja los segundos.

Finalmente, en realidad casi en el último momento, se abrieron las compuertas de las tres naves flotantes.

Los
gubru
salieron en procesión. Abrían el camino los tutores, con las brillantes túnicas que denotaban su rango, cantando una aguda canción acompañados por el bajo de sus leales
kwackoo
.

El boato estaba arraigado en la antigua tradición. Sus raíces se remontaban muy atrás, a épocas en las que la vida apenas se había iniciado en la Tierra. No resultaba difícil imaginar el nerviosismo de Benjamín y sus compañeros al ver reunidos frente a ellos a quienes tenían que dar su palabra.

—Recuerda hacer de nuevo la reverencia —susurró Robert. Tenía la boca seca.

—No temas —Athaclena sonrió. Tenía la ventaja de su corona—. Se acordará.

Benjamín dobló sus brazos sobre el pecho a la manera profundamente respetuosa de un pupilo hacia un tutor antiguo. Los otros chimps lo imitaron.

Únicamente un fugaz destello blanco reveló el hecho de que Benjamín estaba sonriendo de oreja a oreja.

—Robert —dijo la muchacha asintiendo satisfecha—. Tu gente ha hecho un magnífico trabajo con ellos en sólo cuatrocientos años.

—El mérito no es nuestro —respondió él—. Todo eso ya estaba ahí, en bruto, desde el principio.

Después de dar su palabra de honor, los seres pajariles partieron a pie hacia el Valle del Sind. Sin duda irían a recogerlos en seguida. Pero aun en el caso de que no fuera así, Athaclena había dado una orden: tenían que llegar sanos y salvos a sus bases sin que nadie los molestara. Cualquier chimp que tocase una sola pluma sería proscrito, su plasma tirado a las alcantarillas y su línea genética extinguida. Así de serio era el asunto.

Cuando la procesión desapareció por el sendero de montaña, empezó el trabajo duro.

Grupos de chimps se apresuraron a desarmar los vehículos abandonados en el precioso tiempo que les quedaba antes de que llegase la venganza. Los gorilas parloteaban con impaciencia, haciéndose señas y guiños entre sí mientras esperaban las cargas que debían llevar hacia las montañas.

Athaclena ya había trasladado su puesto de mando a una cima coronada por aguijones, dos millas más cerca de las montañas. Miró por los binoculares hasta que hubieron cargado todas las piezas recuperables, dejando sólo cascos vacíos a la sombra de los ruinosos edificios.

Robert se había marchado mucho antes a instancias de Athaclena. Al día siguiente tenía que salir hacia otra misión y necesitaba descansar.

Su corona se onduló y pudo captar a Benjamín antes de oír sus suaves pisadas avanzar por el camino. Al hablar su voz fue sombría.

—General, nos han llegado noticias a través del señalizador de que los ataques en el Sind han fracasado. Unas pocas construcciones de los ETs han sido voladas, pero el resto de la incursión ha sido un completo desastre.

Athaclena cerró los ojos. Lo había estado esperando. Tenían demasiados problemas de seguridad por un motivo: Fiben sospechaba que en el grupo de Resistencia de la ciudad se habían infiltrado traidores.

Y, sin embargo, Athaclena no había desaprobado los ataques. Habían servido al valioso propósito de distraer a las fuerzas de defensa, manteniendo a sus pelotones de combate lejos de allí. Sólo esperaba que no hubiesen muerto demasiados chimps como consecuencia de la ira del invasor.

—Así se equilibran los resultados del día —le dijo a su ayudante.

Sabía que sus victorias serían simbólicas. Intentar expulsar al enemigo con fuerzas como las de la Resistencia sería inútil. Su creciente afición a las metáforas la llevó a comparar esto con una oruga que intentara mover un árbol.
No, lo que ganemos lo conseguiremos mediante la sutileza.

Benjamín se aclaró la garganta, dispuesto a hablar, y Athaclena lo miró.

—Sigues sin entender por qué los hemos dejado marchar con vida —le dijo al chimp.

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