La Red del Cielo es Amplia (16 page)

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Authors: Lian Hearn

Tags: #Avéntura, Fantastico

BOOK: La Red del Cielo es Amplia
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Haruna pospuso el desfloramiento de Akane hasta que la joven estuvo cerca de los diecisiete años, pues no deseaba que sufriera ningún daño físico o emocional, y para ello eligió a Hayato, uno de sus clientes preferidos, hijo menor de una familia de guerreros de rango medio. Era un hombre atractivo, no demasiado mayor, que adoraba a las mujeres, pero no tenía un carácter posesivo y era experto en el arte del amor. Otros habían ofrecido cantidades más elevadas por la virginidad de la joven, pero Haruna los descartó por diversas razones: eran muy viejos, o excesivamente egoístas; acaso bebían demasiado o, a veces, sufrían alguna clase de disfunción.

Akane disfrutaba del sexo tanto como había esperado. Tenía otros clientes aparte de Hayato, aunque éste siguió siendo su preferido y ella se sentía agradecida por todo cuanto le enseñaba. Aun así, contemplaba a todos ellos con el mismo desapego mordaz, lo que, tal como Haruna había presagiado, la hacía aún más deseable. Para cuando cumplió los diecinueve años, su fama se había extendido por toda la ciudad; la gente acudía en masa a la casa situada en la ladera de la montaña con la esperanza de poder divisarla. Haruna se vio obligada a contratar a un mayor número de guardias para que disuadieran a los camorristas que se presentaban borrachos con la esperanza de saciar su pasión. Akane apenas salía al exterior, salvo para pasear por el jardín del santuario o asomarse a la bahía, con sus islas de pronunciados acantilados que, rodeadas de espuma blanca, surgían del mar color añil. Desde lo alto del volcán, donde el vapor sulfuroso emanaba del viejo cráter, la joven divisaba la ciudad entera: el castillo, que descollaba al otro lado del escarpado rompeolas construido por su abuelo y cuyos muros blancos contrastaban con el oscuro bosque situado a sus espaldas; las casas que se apiñaban en las estrechas calles, cuyos tejados relucían bajo el sol después de la lluvia; las barcas pesqueras del puerto, los canales y los ríos. Incluso acertaba a ver el puente de piedra, que se iba elevando entre las barras del andamiaje.

El puente quedó terminado en la primavera, cuando las flamantes hojas verdes empezaban a brotar en los sauces y los alisos del río, en las hayas y los arces de las montañas, en los álamos y los gingos de los jardines de los templos. Akane había salido con Hayato a contemplar los cerezos en flor que rodeaban el santuario y, cuando regresaron, Haruna llevó a Hayato a un aparte y le dijo algo entre susurros.

Akane regresó a su habitación caminando lentamente y llamó a la criada para que llevara vino, al tiempo que experimentaba la expectativa del placer que Hayato siempre despertaba en ella. Él la hacía reír, y su mente y su lengua eran tan ágiles como las de Akane. El aire era cálido y suave, y estaba plagado de los sonidos y los aromas de la primavera. La joven contempló su blanco empeine y ya sintió cómo la lengua de Hayato lo lamía. Pasarían juntos el resto de la tarde y luego se bañarían en el manantial de agua caliente; ella no se encontraría con nadie más después de él, cenaría y dormiría a solas.

Cuando Hayato entró en la habitación, su rostro se veía sombrío y mostraba una expresión de lástima.

—¿Qué te ocurre? —preguntó ella de inmediato—. ¿Qué ha pasado?

—Akane —Hayato tomó asiento junto a ella—, van a encerrar a tu padre entre las piedras del puente. El señor Otori ha dado la orden.

No trató de adornar o suavizar la noticia, aunque la expuso con delicadeza y claridad. Así y todo, ella seguía sin comprender.

—¿Encerrarlo? ¿Van a encerrar su cadáver?

Entonces, él la cogió de las manos.

—Le van a enterrar vivo.

La conmoción hizo que la joven cerrara los ojos y, momentáneamente, borró de su mente cualquier pensamiento. El agudo canto de una curruca llegó desde la montaña. En otra habitación, alguien entonaba una melodía de amor. Akane sintió un fugaz remordimiento por los placeres que había estado aguardando. Ahora tendrían que apartarse a un lado, quedarían ahogados por el sufrimiento.

—¿Cuándo?

—La ceremonia ocurrirá dentro de tres días —respondió Hayato.

—Tengo que acudir junto a mis padres.

—Desde luego. Pide a Haruna que prepare un palanquín. Deja que mis hombres te acompañen.

Le acarició la mejilla con suavidad, con la única intención de consolarla; pero la compasión de Hayato y el tacto de su mano prendieron fuego a la pasión de Akane. Tiró de las ropas de su amante, ansiosa de sentir su piel, necesitada de su cercanía. Por lo general, hacían el amor con lentitud, de una manera controlada y comedida; pero el peso del sufrimiento había despojado a Akane de cualquier otra consideración que no fuera su necesidad de él. Deseaba que la poseyera, la aniquilara, la redujera al impulso básico de la vida frente a la brutalidad y la muerte. La urgencia de ella provocó la de él, quien respondió con una desconocida aspereza que el cuerpo de Akane recibió con ansia.

Más tarde, lloró con prolongados y sofocados sollozos en tanto que Hayato la abrazaba, le limpiaba la cara y le acercaba a los labios el cuenco de vino para que pudiera beber. Lo profundo de su propio sufrimiento, la ferocidad de la pasión y la ternura de Hayato habían hecho que la joven bajara la guardia y, por un momento, se planteó aferrarse a él para siempre.

—Akane —dijo Hayato—. Te amo. Hablaré con Haruna sobre ti. Compraré tu libertad. Quiero que seas sólo mía. Haré cualquier cosa por ti. Tendremos hijos juntos.

Akane se permitió reflexionar, por una vez: "Qué agradable sería", mientras al mismo tiempo pensaba con frialdad: "Nunca sucederá", pero no respondió.

Cuando por fin tomó la palabra, fue para decir:

—Ahora quiero estar a solas. Debo acudir junto a mi madre al anochecer.

—Organizaré la escolta de hombres.

—No. Eres muy amable, pero prefiero ir sola.

Todo el mundo reconocería a los hombres que la acompañaban. Sería tanto como anunciar que ya era la amante oficial de Hayato. No lo habían consultado con Haruna y, en todo caso, la viuda no consentiría que ningún hombre tuviera la propiedad exclusiva de la joven. Akane no tenía intención de enamorarse de Hayato, aunque momentos antes había estado a punto de hacerlo, cuando su propio cuerpo se había sentido tan agradecido por la intensidad de la pasión y la ternura de él. Decidió apartarse del cráter en el que el fuego del amor ardía y humeaba. Jamás se permitiría a sí misma arrojarse a él.

* * *

Akane permanecía de pie, inmóvil. No estaba dispuesta a llorar. Ya lloraba su madre en casa, llevaba días postrada a causa del sufrimiento.

—No lo hagáis más difícil de lo que ya es —había dicho su padre, una única vez, y Akane había decidido ahorrar sus lágrimas para cuando estuviera muerto, cuando se encontrara más allá de todo sufrimiento, de todo miedo, y no pudiera debilitarse o avergonzarse por el dolor de su hija.

El sacerdote agitaba una vara blanca decorada con borlas sobre el parapeto, ahora convertido en tumba. El puente de piedra, completado después de seis años, estaba adornado con flamantes cuerdas de paja y con serpentinas blancas atadas a ramas tiernas de sauce. La multitud entonaba cánticos y los tambores redoblaban con estrépito, marcando el ritmo. Desde el extremo más alejado del puente empezaron a llegar los jóvenes varones que atendían el santuario dedicado al dios del río, ejecutando la danza de la garza.

Iban vestidos de amarillo y blanco, con aderezos que parecían plumas alrededor de las muñecas y los tobillos. Sujetaban un talismán de bronce en la mano derecha, con el dibujo del cráneo de una garza: la reducida cavidad cerebral, el alargado pico, las cuencas vacías de los ojos.

¿Escucharía su padre los tambores y los cánticos? ¿Penetraría algún sonido hasta el interior de su tumba? ¿Se arrepentiría el cantero de la obsesión que le había empujado a construir aquella hermosa estructura que ahora cruzaba el río con sus cuatro arcos perfectos, que le había llevado a semejante fin y le había sacrificado para aplacar al dios del río y para impedir que volviera a construir cualquier otro puente que pudiera rivalizar con aquél?

La gente comentaba que había sido construido por medio de la brujería. Eran muchos los que aún atravesaban las aguas en barca, en vez de utilizar el puente, que había modificado la melodía del río. Más de quince operarios habían muerto durante su edificación, como si el propio río se hubiera cobrado su precio por la arrogancia y la insolencia humanas. Sin embargo, el jefe del clan, el propio señor Otori, había ordenado su construcción; y el mismo señor Otori había decretado la muerte del padre de Akane para calmar los miedos y las sospechas de la población, y acaso también para
aplacar
al dios del río, que había estado a punto de cobrarse la vida de Takeshi, su hijo, y se había llevado la de Mori Yuta, el primogénito del domador de caballos.

Los bailarines llegaron desde el extremo oriental del puente; sus pies apenas resonaban sobre la piedra pulida. En el extremo norte se había erigido una pequeña plataforma de madera, cubierta de estera como una sala al aire libre, con las paredes forradas de seda y un dosel como techo. A ambos lados, sendos estandartes ondeaban bajo la suave brisa, de manera que la garza de los Otori parecía haber remontado el vuelo.

El señor Otori se sentaba en el centro de la plataforma, flanqueado a la izquierda por sus hermanos y a la derecha, por sus hijos, Shigeru y Takeshi.

Akane recordó cómo había ayudado al hermano mayor a sacar al pequeño del agua, y se preguntó si sabría quién
era
ella. El hermano menor de Yuta había sido entregado al santuario; se convertiría en sacerdote, pero aún era un niño y ahora bailaba la danza de la garza junto a los otros muchachos que cruzaban el puente, pasando junto a la tumba del padre de Akane.

¿Habría muerto ya?

El silencio del gentío, el pulso insistente de los tambores, los elegantes movimientos de los bailarines, sus controlados pasos llenos de energía y poder, cuyos orígenes se remontaban a la antigüedad, todo ello conmovía a Akane de manera insoportable. En contra de sus deseos, un grito de emoción se le escapó de la garganta. Era un grito que recordaba a una gaviota y se clavó en el alma de quienes lo escucharon.

Su padre no lo oyó; ya nunca volvería a oír nada más.

* * *

Los señores Otori se alejaron rodeados de su escolta y la multitud empezó a dispersarse, aunque unos cuantos espectadores permanecieron junto al puente, entre ellos Wataru y Naizo. No había nada que pudieran hacer por su maestro, pero tampoco se sentían capaces de abandonarle. Era impensable que cualquiera de los dos regresara a su casa, a su vida cotidiana, mientras el cantero, quien ya no vivía pero tampoco acababa de morir, se encontraba agazapado en las tinieblas, oculto por los bloques de piedra.

Akane no pensaba que sus piernas pudieran obedecerla; pero así fue y, con paso vacilante, la condujeron hasta el centro del puente. Allí se arrodilló y rezó por la rápida muerte de su padre, por el pasaje a salvo de su alma.

Wataru se acercó y se hincó de rodillas a su lado. Era como un tío para ella, le conocía desde siempre.

—Lo construyó a la perfección —dijo Wataru con voz queda—. No habrá aire. Será rápido.

Akane no se atrevió a preguntar cuánto tiempo se necesitaría.

Permanecieron allí el día entero, hasta que el cielo se tornó gris, la bruma se elevó desde el agua y las estrellas empezaron a aparecer. Era una noche cálida; una rana de lluvia croaba desde los lechos de juncos y una rana campana le respondió con su canto tintineante. En un momento dado, Wataru habló con Naizo y el muchacho desapareció durante un rato para regresar luego con una garrafa de vino y dos cuencos. Wataru escanció un poco en uno de los cuencos y lo colocó delante de la piedra. A continuación, los tres bebieron por turnos del otro cuenco. Mientras Akane se lo llevaba a los labios, escuchó un sonido nuevo en la voz del río.

—Puedo oírle —susurró, y se bebió el vino de un solo trago.

—No, lleva muerto mucho tiempo —replicó Wataru—. No te atormentes.

—Escuchad —dijo Naizo, y entonces los tres lo oyeron. Se trataba de una especie de lamento fúnebre amortiguado por la corriente. Era la voz del padre de Akane, transformada en agua. El cantero y el río se habían convertido en uno.

14

Shigeru escuchó el grito de la muchacha y dirigió la vista hacia ella. No podía verle la cara —llevaba la cabeza cubierta con un paño— y no la reconoció, pero la manera en la que se mantenía erguida y la calma que transmitía le impresionaron. La muerte del cantero perturbaba al joven heredero, aunque no se había opuesto a la decisión de su padre, al considerar que su lealtad era de mayor importancia que su conciencia.

Había regresado de Terayama en cuanto las nieves se hubieron derretido y las carreteras quedaron abiertas. Cierto era que el invierno ponía fin a las escaramuzas y las campañas, pero las intrigas no quedaban ahogadas por las nevadas. Shigeru había tenido la intención de detenerse en Tsuwano e insistir una vez más en que se ordenara regresar de Inuyama a los hijos de Kitano; pero habían acudido a él mensajeros alegando que la primavera había traído consigo un brote de viruela y que el señor Shigeru no podía arriesgar su vida en modo alguno, que debía regresar a Hagi de inmediato. Era imposible saber si la noticia era cierta o no. El propio Shigeru estaba decidido a viajar a Tsuwano y demostrar que se trataba de una mentira, pero Irie, quien había acudido al templo para escoltarle en el regreso a casa, mostró su desaprobación.

Con la llegada del nuevo año Shigeru había cumplido los dieciséis. Ya era todo un hombre, y la ceremonia de su mayoría de edad se celebró en el tercer mes con gran solemnidad y alegría. Le satisfacía encontrarse de vuelta en Hagi —aunque añoraba el consejo y el apoyo de Matsuda— y sentía alivio porque su hermano hubiera sobrevivido a la caída del caballo, a una ligera inflamación pulmonar que le atacó durante los días más crudos del invierno y a numerosos golpes con las espadas de madera durante el entrenamiento. Y es que ahora Takeshi residía en el castillo con el padre de ambos y entrenaba con los demás jóvenes del clan Otori.

Los hermanos estaban encantados de volver a estar juntos; el período de separación había fortalecido los vínculos de afecto entre ellos. El hecho de apartarse del hogar familiar y de la sobreprotección de su madre había provocado que Takeshi madurase. Era alto y fuerte para su edad y conservaba la misma confianza en sí mismo, acaso demasiada, pues tendía a mostrarse vanidoso; pero sus preceptores aseguraban a Shigeru que semejante defecto estaba siendo atemperado por la disciplina y el entrenamiento y, en cualquier caso, el señor Takeshi tenía mucho de lo que presumir. Sobresalía en todas las artes del guerrero, su mente era rápida y su memoria, retentiva. A Shigeru le satisfacía comprobar que las características de los Otori, que tan rápidamente podían convertirse en defectos, como decía Matsuda, aún prevalecían, si bien Takeshi no había perdido un ápice de su imprudencia y temeridad.

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