La Red del Cielo es Amplia (14 page)

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Authors: Lian Hearn

Tags: #Avéntura, Fantastico

BOOK: La Red del Cielo es Amplia
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Shigeru no tenía sueño, y deseaba continuar la conversación con su maestro.

—No sé nada de vuestra vida, de vuestra familia —dijo—. ¿Tenéis hijos varones? ¿Os habéis casado alguna vez?

—Claro que me casé, cuando era joven. Mi esposa falleció hace muchos años. Tuvimos varios hijos, pero ninguno sobrevivió a la infancia. Por lo que yo sé, no tengo descendencia viva; mis hijos son ahora mis discípulos, los monjes que tengo a mi cuidado. Confío en morir y ser enterrado en Terayama.

—¿Qué os hizo abandonar vuestra vida de guerrero cuando erais el luchador más grande que los Tres Países han conocido jamás?

—Nadie es el más grande —rebatió Matsuda—. Siempre habrá alguien más grande que tú, o con mayor potencial. He dedicado toda mi energía, todos los años de mi vida, a un único objetivo: convertirme en un experto en el arte de la muerte. Resulta terrible imaginar que se es el más grande: provoca el orgullo en uno mismo y la envidia en los demás. Los jóvenes me buscaban para desafiarme. Acabé harto de su estupidez y su coraje —se quedó en silencio. Los insectos nocturnos canturreaban ruidosamente; las ranas croaban—. Maté con demasiada frecuencia. No deseaba seguir padeciendo aquella sensación de remordimiento. Llegué a Terayama hace dos lustros, en esta misma época del año. Nunca me marché. Ya no quería vivir en el mundo; pero el mundo no nos deja en paz, siempre llama a la puerta. Sólo el Iluminado llevó una vida libre de error. El resto de nosotros cometemos equivocaciones y después tenemos que vivir con ellas. Ahora, vete a dormir.

—Si me lo permitís, me quedaré sentado a vuestro lado, haciendo compañía a los muertos.

Matsuda esbozó una sonrisa y asintió; luego, apagó la lámpara. Se sentaron en silencio, sin moverse, mientras el inmenso cielo estrellado rotaba sobre sus cabezas.

12

Tras estas conversaciones, a lo largo de los días siguientes, maestro y pupilo continuaron su rutina silenciosa. Era la época de más calor, pero Shigeru aprendió a hacer caso omiso del pegajoso malestar del cuerpo, al igual que hacía Matsuda. El agua del manantial fluía fresca en las jornadas más calurosas y, al atardecer, Shigeru solía quitarse la ropa y bañarse en el estanque. Había crecido durante el verano, alcanzando ahora su estatura de adulto, por encima de la media; el ejercicio constante y la disciplina habían desarrollado sus músculos y consumido los últimos vestigios de niñez. Sabía que se había convertido en un hombre y a menudo se impacientaba por encontrarse de vuelta en el mundo, sobre todo cuando sus pensamientos se centraban en las tensiones entre los clanes y la deslealtad de sus tíos, pero aceptaba que todavía tenía que aprender las virtudes de la paciencia y el autocontrol.

A veces, a la hora del crepúsculo, una hembra de zorro atravesaba el claro y, en una ocasión, Shigeru sorprendió a los cachorros retozando en una hondonada. De manera esporádica, ciervos y conejos se acercaban a alimentarse de la hierba fresca. Con la excepción de los aldeanos, quienes regresaron con ofrendas de pepinos, albaricoques y verduras propias del verano una vez concluido el Festival de los Muertos, no vieron a ningún ser humano.

Sin embargo, cierto día, a la puesta del sol, cuando habían aprovechado el frescor del atardecer para entrenar con los palos de madera, escucharon el insólito sonido de cascos que ascendía sendero arriba. Matsuda hizo una seña a Shigeru para que se detuviera y, al girarse ambos, divisaron a dos jinetes que se acercaban a la choza a medio galope.

Shigeru no había visto un caballo desde que abandonara el suyo propio para subir caminando hasta el templo. Había algo asombroso en aquellas dos criaturas jadeantes, con sendos guerreros a sus lomos. Ambos corceles eran color bayo oscuro, con patas, crines y cola negras. Los jinetes iban cubiertos con coraza negra y oro, adornada a la espalda con la triple hoja de roble de los Tohan.

El cabecilla tiró de las riendas de su montura y formuló un saludo. Matsuda lo devolvió con voz serena. Shigeru, que conocía bien los estados de ánimo de su maestro, notó que éste se tensaba ligeramente: el monje hizo oscilar los pies sobre el suelo y apretó el palo con más fuerza.

—Soy Miura Naomichi —anunció el hombre—, de los Tohan de Inuyama. Me acompaña Inaba Atsushi. Busco a Matsuda Shingen.

—Le habéis encontrado —repuso Matsuda con voz inexpresiva—. Desmontad y decidme qué os trae por aquí.

Miura se bajó del caballo, saltando con agilidad. Su acompañante también desmontó y agarró las riendas de ambos animales en tanto que Miura daba un paso al frente y hacía una ligera reverencia.

—Señor Matsuda, me alegro de encontraros ocupado en tareas de instrucción. En Inuyama nos hicieron creer que habíais abandonado la enseñanza. No parecía existir otra explicación, ya que el señor Iida, máximo dirigente de los Tohan, os había ordenado expresamente que acudierais a adiestrar a su hijo.

—Agradezco la opinión del señor Iida acerca de mi maestría, pero no estoy obligado a obedecer ninguna orden de su parte; es bien sabido que mi lealtad siempre ha estado con los Otori. Además, el señor Sadamu es algo mayor para recibir mis lecciones, y estoy seguro de que ya se ha beneficiado de los conocimientos de los mejores espadachines de Inuyama, tales como el propio señor Miura.

—Me halaga que me conozcáis, pero también debéis saber que mi reputación en los Tres Países es insignificante comparada con la vuestra.

Shigeru percibió un matiz de arrogancia bajo la falsa humildad del guerrero. "No cree en lo que dice. Se considera mejor que Matsuda. Está resentido porque Iida ha preferido a mi maestro. Ha venido para desafiarle, no puede existir otra razón."

—Es un placer conoceros —repuso Matsuda con aparente afabilidad—. Aquí llevamos una vida muy sencilla, pero sois bienvenidos para compartir lo poco que tenemos...

Miura le interrumpió.

—No he recorrido un camino tan largo para tomar té y componer poemas. He venido a desafiaros; primero, porque insultasteis al clan de los Tohan al rechazar la invitación de mi señor y, en segundo lugar, porque si os derroto el señor Iida se dará cuenta de que no tiene por qué buscar maestros entre los Otori.

—Ya no soy un guerrero —dijo Matsuda—, sino tan sólo un monje que ha abandonado la lucha. Aquí no tengo armas, salvo los palos de entrenamiento. No era mi intención insultar a nadie.

—Tomad mi sable; yo combatiré con el de Inaba. Estaremos en igualdad de condiciones —Miura desenvainó el sable y avanzó un paso—. Elegid: o luchamos, o bien os mataré junto con vuestro pupilo. Pero si os enfrentáis a mí, sea cual fuere el resultado le perdonaré la vida.

Era evidente que el guerrero no estaba dispuesto a dejarse convencer. Shigeru notó que el corazón se le aceleraba; asió el palo con más fuerza y se desplazó ligeramente a un lado, de manera que el sol le diera en la espalda.

Matsuda respondió:

—Ya que mostráis tanta consideración por mi alumno, podéis enfrentaros a él.

Miura soltó una risa de desprecio.

—No desafío a muchachos ni a novicios.

Matsuda se dirigió a Shigeru con ceremonia.

—Señor Otori, tomad el sable del señor Miura.

Shigeru hizo una reverencia (también ceremoniosa), entregó el palo de madera a su maestro y dio un paso al frente. Hubo un instante en que el joven sintió su absoluta vulnerabilidad, al encontrarse desarmado frente al sable de Miura. Enmascaró su temor lanzando al guerrero una mirada tranquila, al tiempo que le examinaba.

Miura era algo más bajo que Shigeru, unos diez o quince años mayor y mucho más ancho de espaldas; sus brazos y piernas eran puro músculo. El joven imaginó que la técnica de su adversario se basaría en la fuerza, más que en la velocidad; su alcance estaría limitado. Su potencia sería superior, pero Miura no había tenido a Matsuda Shingen como maestro.

—¿Señor Otori? —preguntó Miura, sorprendido—. ¿Shigeru, el hijo mayor?

—El señor Otori es el único hombre que ha conseguido vencerme —dijo Matsuda con calma.

Otra ventaja más. Miura se hallaba desconcertado por la situación que ahora se le presentaba, a la que le había conducido su propia bravuconería. Una cosa era desafiar a Matsuda y matarle; quitar la vida al heredero de los Otori era algo bien diferente. Cierto era que Sadayoshi y Sadamu deseaban secretamente su muerte, pero no podrían aprobarla en público. Los Otori no la perdonarían jamás y los Tres Países se verían abocados a una guerra inmediata. Miura y toda su familia serían condenados a morir.

"Mejor así —pensó Shigeru—. Cuanto antes nos enfrentemos a los Tohan, más posibilidades tendremos de derrotarlos. Mi padre cuenta con otro hijo". De repente, en ese momento, le pareció una buena muerte y la eligió con resolución, sin contemplar el futuro ni ahondar en el pasado.

—Entregadme vuestro sable —dijo.

—¿Vais a consentir que un muchacho luche en vuestro lugar? —preguntó Miura en un vano intento por amedrentar a Matsuda.

—Como ya he mencionado, el señor Otori es mejor que yo. Derrotadle y me derrotaréis a mí. Luego, podéis quitarme la vida, aunque carezca de valor. Todos los insultos que habéis imaginado quedarán borrados. Y, ciertamente, yo no tendré que ir a Inuyama. Entregad vuestro sable al señor Otori, como sugerís. Me parece justo, a menos que practiquéis a menudo con el arma de vuestro acompañante.

—Jamás la he empuñado hasta ahora —replicó Miura.

Se produjo el intercambio de sables. Shigeru agarró el de Miura con ambas manos y, dando un paso hacia un lado, lo observó atentamente. El filo cortante estaba intacto y el acero, en forma de curva, afilado a la perfección. Pesaba un poco más que el suyo propio, en consonancia con la mayor envergadura de Miura, pero el equilibrio del arma era bueno y respondía al agarre de Shigeru. Éste realizó un par de fugaces movimientos en el aire y escuchó cómo el acero entonaba su canto a medida que el sable cobraba vida.

El joven percibía la confianza que su maestro le otorgaba y le devolvía la misma confianza, consciente de que Matsuda jamás pondría en peligro la vida de su pupilo; antes se habría batido él mismo contra Miura.

Se colocaron uno frente a otro en el campo de arena. Inaba apartó los caballos a cierta distancia y se colocó entre ambos. Matsuda se encontraba al otro extremo del claro. Sin pronunciar palabra, no apartaba los ojos de Shigeru.

El combate acabó rápidamente. Miura realizó un ataque convencional, no muy diferente a los que Shigeru había aprendido de Irie Masahide, su profesor en Hagi. Era un guerrero fuerte pero lento y, tal como Shigeru había sospechado, mostraba poco entusiasmo. El entrenamiento y la formación que Shigeru había recibido a lo largo de su vida le habían preparado para aquella situación: siempre había sabido que el momento llegaría y estaba listo. No lo había deseado, pero tampoco lo había temido. Realizó una finta para repeler el ataque de su adversario, haciendo que diera la impresión de que se disponía a repetir el ejercicio elemental que acababa de practicar; sin embargo, cuando el sable de Miura respondió, Shigeru se desplazó hacia el lado contrario y encontró la zona desprotegida entre el pecho y la ingle.

Se quedó sorprendido por la facilidad con que la hoja penetró en la carne a través de la ropa y la velocidad con la que la sacó y volvió a clavarla, esta vez en lo alto del cuello, al tiempo que Miura se desplomaba hacia delante. Mientras la sangre le brotaba a borbotones del cuello y echaba espuma por el vientre, un terrible sentimiento de angustia embargó a Shigeru; experimentaba congoja y lástima ante la fragilidad de la carne y el hueso, y de la vida que juntos mantenían. Resultaba sobrecogedor el hecho de que un hombre pasase a tanta velocidad de la vida a la muerte, el escabroso viaje del que no había regreso. Deseó ser capaz de volver atrás el tiempo hasta llegar a un mundo en el que Miura e Inaba nunca llegaran al solitario santuario al atardecer; sin embargo, era consciente de que tenía que aceptar el hecho de que Miura hubiera acudido allí para encontrar la muerte decretada para él a manos de Shigeru.

—¡Señor Miura! —gritó Inaba, quien soltó las riendas de los caballos y salió corriendo hacia delante. Los caballos se encabritaron ante el olor de la sangre y huyeron a través del claro; uno de ellos relinchaba escandalosamente mientras ponía los ojos en blanco.

Miura murió sin pronunciar palabra.

"He matado a un hombre", pensó Shigeru sin placer ni alegría, sino más bien con una sensación de temor y pesadumbre, como si acabara de perder la liviandad de la juventud y adoptar la madurez, con todas sus cargas.

Matsuda recogió el sable de Inaba del lugar donde había caído.

—Señor Shigeru, atrapa a los caballos antes de que se alejen. Inaba, recoge la cabeza de tu señor y llévala de regreso a Inuyama. Cuento con que ofrezcas un relato exacto de su muerte, que no se produjo sin honor.

Shigeru, que trataba de persuadir a los caballos para que se dejasen atrapar, escuchó el golpe que seccionó la cabeza del cuerpo. Matsuda llevó agua del manantial y lavó la sangre del rostro de Miura, y luego envolvió la cabeza en un paño, disculpándose por la pobre calidad del tejido.

Los ojos de Inaba brillaban de emoción, pero se mantuvo en silencio. Sacó un recipiente del arzón delantero de su montura y, con actitud respetuosa, colocó la cabeza en su interior. Luego desabrochó la vaina del cinturón de Miura, limpió el sable, examinó la hoja y volvió a envainarla.

—Señor Otori —dijo con una reverencia a Shigeru, y a continuación colocó el sable en el suelo, delante de él.

—Puedes llevar el cuerpo a Terayama —indicó Matsuda—. Allí se encargarán de darle sepultura.

—¡No! —respondió Inaba—. El señor Miura no descansará junto a los Otori. Le llevaré conmigo al Este. Una vez que le haya prestado este último servicio, me uniré a él en la muerte.

—Como desees —repuso Matsuda, y ayudó a Inaba a atar el cadáver al caballo mientras Shigeru mantenía quieto al tembloroso animal, tranquilizándole.

Inaba se subió a la montura y se alejó lentamente ladera abajo. Pasados unos minutos, el sonido de cascos dejó de escucharse. El sol ya se había puesto, aunque aún no había anochecido.

—Ve a limpiarte —dijo Matsuda a Shigeru—. Rezaremos por los muertos.

A medida que la luz desaparecía y las estrellas comenzaban a brillar, el anciano entonó el cántico de los muertos, las antiguas palabras que actuaban como enlace entre la tierra y el cielo, entre este mundo y el próximo.

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