Rara su sorpresa, se hallaban a solas en la habitación; era la primera vez que recordaba haberse encontrado con su padre sin que sus dos tíos o los lacayos principales estuvieran presentes. El señor Otori le hizo señas para que se acercara, y una vez que estuvieron sentados rodilla con rodilla, Shigemori le examinó el rostro.
—Por lo que se ve, eres casi un hombre; en consecuencia, debes aprender a comportarte con las mujeres. Se encuentran entre los mayores placeres de la vida y el hecho de pasar un buen rato con ellas es completamente natural. Ahora bien, debido a tu posición, no puedes permitirte las mismas licencias que tus amigos. Es una cuestión de sucesión, de legitimidad. La mujer que nos ocupa ha sido despedida; si hubiera concebido un hijo tuyo podría causar problemas, en especial porque no sabríamos si la paternidad sería tuya o de Kiyoshige. En el momento oportuno te entregaré una concubina, que será de tu propiedad exclusiva. Lo aconsejable es que no tengas hijos con ella; tu descendencia ha de nacer únicamente de tu esposa legítima. Por descontado, concertaremos un matrimonio para ti; pero por el momento eres demasiado joven, y además no hay a la vista una alianza satisfactoria.
La voz de su padre experimentó un ligero cambio. Se inclinó hacia delante y bajó el tono:
—También debo aconsejarte que no te enamores. No existe nada más despreciable que un hombre que se distrae de su deber, se aparta de sus metas o se debilita de cualquier otra forma por culpa del amor a una mujer. Eres joven, y los jóvenes son vulnerables. Mantén la guardia. No todas las mujeres son lo que parecen. Voy a contarte mi propia experiencia, y confío en que te sirva para no cometer el error que cometí yo y que me ha perseguido durante toda mi vida.
Sin apenas darse cuenta, Shigeru también se inclinó hacia delante para escuchar con claridad las palabras de su padre.
—Rondaba yo los quince años, tu misma edad, cuando empecé a fijarme en una criada que trabajaba para mi familia. No es que fuera hermosa, pero había algo en ella que me resultaba enormemente atractivo, casi irresistible. Estaba llena de vida, era gentil en extremo y más bien reservada. Se mostraba respetuosa en todo momento y la manera en la que ejercía su trabajo resultaba impecable; aun así, algo en su expresión la delataba. Era como si se burlara de los hombres en general, de los señores del castillo y de mí mismo. Conocía mis sentimientos, pues era perspicaz y observadora; daba la impresión de que me leyera el pensamiento. Una noche que me encontraba a solas en mi alcoba vino a verme y se entregó a mí; para ambos fue nuestra primera experiencia carnal. El amor me cegó, y ella solía decirme que me amaba. Mi propio padre había hablado conmigo, como ahora estoy haciendo yo, sobre los peligros de acostarse con las criadas y la locura de enamorarse; pero no me sentía capaz de luchar contra mis sentimientos: eran mucho más fuertes que yo.
Hizo una pausa, inmerso en los recuerdos de su lejana juventud.
—El caso es que la muchacha vino a verme un día por sorpresa, diciendo que necesitaba hablar conmigo. Era la hora de estudio y yo estaba esperando a uno de mis preceptores, por lo que le supliqué que se marchara. Sin embargo, al mismo tiempo, no pude resistir la tentación de tomarla en mis brazos. Mi maestro llegó a la puerta. Le pedí que esperase, alegando que no me encontraba bien. Traté de ocultarla, si bien no hizo falta. Ella le escuchó llegar mucho antes que yo, y de repente se esfumó; no había rastro de su presencia en la habitación. Una vez que el maestro se hubo marchado, allí estaba ella otra vez. Momentos antes no se la veía por ningún lado; al minuto siguiente se encontraba de pie, frente a mí. Todas las cosas que me habían llamado la atención hasta entonces me pasaron por la cabeza, entre otras, su inaudita agudeza de oído o las curiosas líneas que le atravesaban las palmas de las manos y parecían cortarlas por la mitad. En ese instante, creí entender el porqué de mi pasión por aquella muchacha: me había embrujado; debía de ser alguna especie de hechicera. Mientras el miedo me revolvía el estómago, caí en la cuenta de los riesgos que había corrido por su culpa. Entonces, ella me reveló que pertenecía a la Tribu.
Shigemori hizo una pausa y miró a Shigeru de forma inquisitiva.
—¿Sabes lo que eso significa?
—El nombre me suena. A veces, los chicos hablan de la Tribu —Shigeru se detuvo unos instantes y luego añadió—: Por lo que se ve, son muchos quienes la temen.
—Y con razón. La Tribu está formada por unas cuatro o cinco familias que afirman haber conservado los poderes extraordinarios de los que todos los hombres gozaban en el pasado y que la casta de los guerreros ha perdido. He sido testigo de algunos de esos poderes y sé que son verdaderos. He visto cómo una persona desaparecía y luego recuperaba la visibilidad. Los miembros de la Tribu ofrecen sus servicios como espías y asesinos, y los Tohan los contratan con más frecuencia que nadie. El trabajo que realizan resulta siempre eficaz.
—¿Los contratan también los Otori? —se interesó entonces Shigeru.
—De vez en cuando; pero no tan a menudo. —Shigemori exhaló un suspiro—. Aquella mujer me dijo que pertenecía a los Kikuta; las líneas rectas en las palmas de la mano son características de esa familia. Me contó que, en efecto, la habían enviado como espía, desde Inuyama; lo admitió todo con mucha calma, como si aquello no fuera en absoluto lo más importante que deseaba decirme. La conmoción no me permitía articular palabra. Era como si un espíritu de otro mundo o un ser fantástico con forma de mujer me hubiera cautivado. Me cogió de la mano y me hizo sentarme frente a ella. Dijo que tendría que abandonarme y que nunca volveríamos a vernos; pero me amaba, y en su vientre llevaba la prueba de nuestro amor: un hijo mío. Me pidió que jamás se lo contara a nadie, pues si la verdad llegara a saberse ella y el niño morirían. Me obligó a que le jurase silencio. El sobresalto y el desconsuelo me hicieron perder la cabeza. La atrapé entre mis brazos y apreté con todas mis fuerzas. Tal vez mi mente contemplara el pensamiento de que, antes que perderla, prefería quitarle la vida. De pronto, dio la impresión de que se disolvía al tocarla y mis brazos se quedaron vacíos: estaba abrazando al aire. Se había marchado. Jamás volví a verla.
»Esto ocurrió hace más de treinta años, y nunca he dejado de sentir nostalgia por ella. Lo más probable es que haya muerto. Nuestro hijo, en caso de que llegara a nacer, debe de rondar la mediana edad. Sueño con él a menudo; sí, estoy seguro de que fue un varón. Vivo con el miedo de que algún día aparezca y me reclame como padre, y al mismo tiempo sufro al pensar que ese día podría no llegar. He padecido una enfermedad incurable por la que me desprecio a mí mismo. Retrasé el matrimonio tanto como me fue posible; si no podía tenerla a ella, no deseaba a ninguna otra mujer. Jamás le he hablado a nadie de esta flaqueza mía y cuento con que no se la reveles a nadie. Cuando me casé con tu madre pensé que me recuperaría; pero los muchos hijos que se le murieron y el sufrimiento que ello le provocó, su deseo de quedar embarazada y el temor a no conseguir tener un hijo sano tuvieron la culpa de que no llegáramos a ser felices. Por el contrario, añoré con más ahínco a mi único hijo vivo, a quien había perdido para siempre. Por descontado, tu nacimiento y el de Takeshi me consolaron —añadió, pero tras sus palabras se notaba un vacío.
Shigeru comprendió que debía llenar el silencio que se produjo a continuación, mas no se le ocurría nada que decir. Nunca había intimado con su padre; no tenía expresiones que utilizar, ningún ejemplo que seguir.
—Un error es suficiente para envenenar toda una vida —declaró el señor Otori con amargura—. Cuando la pasión gobierna a los hombres, los vuelve necios y vulnerables. Te estoy contando esto con la esperanza de que no caigas en la trampa en la que yo caí. Te voy a enviar junto a Matsuda, en Terayama. Allí no encontrarás mujeres. La disciplina de la vida del templo y la instrucción por parte de Matsuda te enseñarán a controlar tus deseos. Cuando regreses buscaremos para ti una mujer que no entrañe peligro, de la que no te enamores, y después, una esposa adecuada; siempre que no estemos en guerra con los Tohan. En ese caso, tendríamos que apartar a un lado la satisfacción personal y concentrarnos en el arte de la guerra.
Unos días más tarde finalizaron los preparativos para el viaje y Shigeru partió hacia Terayama junto a Irie Masahide con la intención de llegar al templo antes de las lluvias de la ciruela, que con su calor pegajoso podrían hacer el trayecto desagradable. Los caballos y los hombres atravesaron el río en grandes barcazas planas. En el puente de piedra ya se habían construido tres de las cuatro arcadas. "Estará acabado cuando regrese", reflexionó Shigeru.
El traslado hasta Tsuwano sólo les llevaría dos o tres jornadas, pues la carretera discurría por el valle del río que atravesaba la cordillera; pero pasada esta localidad, el paisaje se tornaba mucho más montañoso y el camino rodeaba las laderas y luego retrocedía y atravesaba dos o tres pronunciados puertos hasta llegar a Yamagata. Allí, Shigeru pasaría algún tiempo familiarizándose con la ciudad antes de emprender el corto trayecto que conducía al templo a través de las montañas.
Kiyoshige no le acompañaba, había regresado a su casa familiar; su padre había ascendido de rango y le habían aumentado el salario. Nada más lejos de un castigo, pero Shigeru lo vivió como tal; añoraba la alegría y el buen ánimo de su amigo, sus bromas y su irreverencia. Mientras cabalgaba a lomos de
Karasu,
el caballo negro, echaba de menos a
Kamome,
la montura de Kiyoshige, de color gris, con cola y crines negras. Pero Shigeru se guardaba sus sentimientos para sí. Los hermanos Kitano viajaban con él, pues el padre de ambos los había convocado a Tsuwano. Ante la súbita orden, los jóvenes se mostraron desconcertados. Habían contado con permanecer en Hagi o bien acompañar a Shigeru hasta Terayama. Envidiaban la oportunidad que se le brindaba al heredero de los Otori de ser entrenado por Matsuda Shingen, y se preguntaban por qué su padre no les permitía sacar ventaja de semejante circunstancia.
—Sería preferible quedarnos en Hagi —observó Tadao por cuarta o quinta vez—. En Tsuwano no tenemos maestros como el señor Irie o el señor Miyoshi. Nuestro padre es un gran guerrero, pero sus ideas son anticuadas.
La siembra de primavera había concluido y el verde claro de los brotes tiernos brillaba en contraste con la superficie de los arrozales, en la que el cielo azul y las altas nubes blancas se reflejaban como en un espejo. A la orilla de algunos campos de cultivo se había plantado soja; sus flores blancas y púrpuras atraían a las abejas. Las ranas croaban y las cigarras del verano empezaban a emitir su canto. A Shigeru le hubiera gustado poder observar los campos con más detenimiento, conversar con los granjeros sobre sus cultivos y sus métodos agrícolas. Los dos últimos años habían sido favorables para las cosechas —no se habían producido plagas de insectos ni tormentas demasiado perjudiciales—, lo que alegró en gran medida al conjunto de la población, pero Shigeru no pudo evitar preguntarse acerca de las vidas de los campesinos. Para él no eran más que cifras en los libros de cuentas del clan, en los que se reflejaba cuál debía ser la producción de sus campos y qué proporción tenían que pagar como impuesto.
Los secretos que su padre le había contado no se le quitaban de la cabeza. La idea de tener un hermano, mucho mayor que él, le fascinaba y atormentaba por igual. En cuanto a la madre del niño —la hechicera, el ser de otro mundo con forma de mujer—, su padre la había conocido y había yacido con ella. Al pensarlo, se horrorizaba y se excitaba en igual medida. Reflexionó detenidamente acerca de la vida de Shigemori y vio la debilidad de éste con mayor claridad. También se preguntó cuántos de los mozos que los acompañaban en ese momento por la carretera, o cuántos criados de las posadas en las que se detenían, podrían ser espías o asesinos de la Tribu. En lugar de compartir sus pensamientos con sus acompañantes, decidió preguntarle a Matsuda Shingen durante su estancia en Terayama. No deseaba escuchar los chismorreos o las protestas de los otros chicos; tenía demasiado en que pensar. No obstante, se forzó a bromear un poco con ellos, enmascarando sus propias preocupaciones al tiempo que descubría que podía ser dos personas diferentes: el joven corriente de quince años y el hombre sin edad que llevaba en su interior, mucho más observador y precavido; su ser adulto que ya empezaba a emerger.
En la tarde del segundo día descendieron por el puerto de montaña hasta un fértil valle que pertenecía a una de las familias relacionadas con los Otori, primos lejanos de Shigeru. Aunque de altísimo rango, la familia siempre había cultivado sus propias tierras, en lugar de exigir impuestos a sus arrendatarios. Shigeru quedó cautivado por su residencia, que combinaba la elegancia contenida de la casta de los guerreros con una cierta informalidad campesina. También le impresionó muy favorablemente Otori Eijiro, el cabeza de familia, cuyos conocimientos sobre la naturaleza de la tierra y su cultivo parecían no tener fin. La familia de Eijiro era numerosa y propensa al bullicio, aunque en esta ocasión sus miembros se mostraron un tanto intimidados por el estatus de su invitado y los acompañantes de éste.
Después de que los visitantes se hubieran lavado los pies y las manos para librarse del polvo del camino, tomaron asiento en la sala principal, en la que todas las puertas estaban abiertas para aprovechar la suave brisa que soplaba desde el sur. La esposa de Eijiro y sus tres hijas les ofrecieron té y pastelillos de pasta de soja. Los hijos varones hicieron una demostración de su habilidad como jinetes en el prado situado al sur de la vivienda, y luego todos juntos participaron en una competición de arco, disparando a caballo y de pie. Tadao resultó ganador y Eijiro le entregó un carcaj elaborado con piel de ciervo. Las dos hijas mayores, que también participaron, igualaban a sus hermanos en cuanto a técnica. Cuando Shigeru hizo un comentario de sorpresa sobre esta circunstancia —aunque casi todas las jóvenes Otori aprendían a cabalgar, jamás se había visto que a las mujeres se las entrenase en el arte de la guerra—, Eijiro soltó su carcajada característica.
—Mi esposa pertenece a los Seishuu. En el Oeste, entrenan a las mujeres para que luchen como hombres. Es por influencia de los Maruyama, claro está; pero ¿qué tiene de malo? Conserva a las muchachas fuertes y sanas, y por lo que se ve el tiro con arco les encanta.