—No me olvidaré de esta ofensa —amenazó Shigeru, luchando por controlar su furia.
—Eres joven y, si me perdonas, inexperto. Aún tienes mucho que aprender sobre el arte de gobernar.
La ira de Shigeru estalló.
—¡Más vale ser joven e inexperto que viejo y traidor! Y dime, ¿por qué ha ido Noguchi a Inuyama? ¿Qué estáis tramando con los Iida?
—¿Me acusas de conspiración, en mi propio castillo? —Kitano también dio rienda suelta a su rabia, si bien Shigeru no se intimidó.
—¿Acaso tengo que recordarte que soy el heredero del clan? —replicó—. Enviarás mensajeros a Inuyama para exigir el regreso de tus hijos, y no llevarás a cabo ninguna negociación ni tendrás relación alguna con los Tohan sin el conocimiento y consentimiento de mi padre y de mí mismo. Puedes transmitirle el mismo mensaje a Noguchi. Partiré de inmediato hacia Terayama. Una vez en el templo, el señor Irie regresará a Hagi lo antes posible e informará a mi padre. Pero antes, cuento con que ratifiques tu compromiso de lealtad hacia mí y hacia el clan de los Otori. Tu comportamiento me disgusta y me ofende; lo mismo le ocurriría a mi padre. A partir de ahora, espero la lealtad más absoluta por tu parte. Si no cumples con mis deseos, si se producen otros errores parecidos, tú y tu familia seréis castigados.
Sus palabras sonaban carentes de fuerza incluso a sus propios oídos. Si Kitano o Noguchi desertaban del clan para unirse a los Tohan, no sería posible detenerlos salvo recurriendo a la guerra. Shigeru se percató de que la reprimenda había dado en el blanco: los ojos de Kitano echaban chispas.
"Me he creado un enemigo —pensó mientras el hombre de más edad se hincaba de rodillas para jurar su lealtad y solicitar el perdón—. No es más que una falsedad. Su fidelidad y su arrepentimiento son puro engaño".
* * *
—¿Cómo consiguió Kitano enterarse de mi decisión? —preguntó Shigeru a Irie mientras partían de Tsuwano una hora más tarde.
—Puede que se lo imaginara, o tal vez nos puso espías anoche.
—¡Cómo se atreve! —Shigeru volvió a notar que la rabia le cegaba—. Habría que obligarle a quitarse la vida con el sable; sus tierras deberían ser confiscadas. El caso es que tú mismo te aseguraste de que no nos escucharan a escondidas.
Le vino el fugaz pensamiento de que Irie podría no ser tampoco de fiar, pero al contemplar el honesto rostro del guerrero rechazó la idea de inmediato. No creía que Irie Masahide pudiera ni siquiera contemplar la más mínima idea de traición contra su propio clan. A buen seguro la mayoría de los Otori serían como él. "Aun así, no debo confiarme —se dijo a sí mismo—. Aunque me falte experiencia".
—Quizá utilice espías de la Tribu, que tienen una agudeza de oído excepcional —aventuró Irie.
—Ninguna persona podría habernos oído...
—Ninguna persona corriente —interrumpió Irie—, pero los poderes de la Tribu van más allá de lo normal.
—Entonces, ¿qué defensa nos queda contra ellos?
—Utilizar sus servicios es una cobardía —repuso Irie con amargura—, ningún auténtico guerrero se rebajaría a semejantes métodos. Deberíamos valernos exclusivamente de nuestra fortaleza, del caballo y del sable. ¡Así actuamos los Otori!
"Pero si nuestros enemigos los utilizan, ¿qué alternativa nos queda?", se preguntó Shigeru.
Demostrando que los temores de Kitano sobre el comienzo de las lluvias de la ciruela eran pura invención, el estado del tiempo se mantuvo excelente y la temperatura, suave. Shigeru apartó a un lado su irritación e inquietud y se dispuso a disfrutar de los placeres del trayecto. Sólo tardaron tres días en llegar a Yamagata, donde el heredero del clan fue recibido con grandes muestras de alegría. Shigeru conocía bien la ciudad y su castillo, al haberse alojado allí a menudo con su padre. Cada año, en otoño, la sede de gobierno se trasladaba de Hagi a Yamagata durante tres meses, y regresaba a Hagi en el invierno. Situada en la carretera de Inuyama, la ciudad de Yamagata era tan importante en cuanto a comercio como en lo referente a defensa; además, se hallaba a corta distancia del lugar más sagrado del País Medio: el templo de Terayama, donde se veneraba al Iluminado. Junto al templo había un ancestral santuario donde los antiguos dioses del bosque y la montaña eran honrados. Allí se encontraban las tumbas de casi todos los antepasados de Shigeru; los pocos restantes descansaban en el templo de Daishoin, en Hagi.
A los Otori, Hagi les fascinaba por la belleza de su paisaje, por las islas que rodeaban la ciudad, por sus dos ríos gemelos; pero Yamagata les encantaba por su cercanía a Terayama y, a una escala más mundana, por sus posadas y tabernas, sus manantiales de agua caliente y sus hermosas mujeres.
No es que Shigeru tuviera trato con ellas, aunque los ojos se le escapaban en su dirección de manera constante. Irie era ascético por naturaleza, devoto de la disciplina y el dominio de uno mismo. Shigeru, influenciado por su maestro y por lo que había descubierto respecto a su padre, trataba de refrenar sus propios deseos.
Pasaron en la ciudad de montaña tres semanas, durante las cuales Shigeru se reunió a menudo con Nagai Tadayoshi, el lacayo principal, y los funcionarios del clan, cuyos informes sobre asuntos militares y administrativos escuchó con atención. Se habían producido una o dos escaramuzas con guerreros de los Tohan en la frontera con el Este, si bien carentes de importancia, y los Tohan habían sido obligados a retroceder a costa de escasas bajas en el ejército Otori. Pero estas insignificancias podían ser muestra de que soplaban nuevos vientos. Por otra parte, se rumoreaba que cierta cantidad de personas estaban huyendo del Este, mas resultaba difícil calcular el número exacto ya que atravesaban la frontera por senderos de montaña, ahora que las nieves se habían derretido.
—Se habla de una secta religiosa —comentó Nagai Tadayoshi a Shigeru—. Se llaman a sí mismos "los Ocultos". Son extremadamente reservados y conviven con aldeanos corrientes sin que pueda apreciarse la diferencia entre ellos. Eso explica cómo consiguen sobrevivir; debe de haber familias que los acogen y de las que no sabemos nada.
—¿Qué clase de religión profesan? ¿Acaso es una de las variedades de culto al Iluminado?
—Pudiera ser. No he conseguido averiguarlo, pero da la impresión de que los Tohan los aborrecen y tienen la intención de erradicarlos.
—Deberíamos recabar más información —dijo Shigeru—. No tienen conexiones con la Tribu, ¿verdad?
—Por lo visto, no. Hay muy pocas familias de la Tribu en Yamagata o en los distritos de los alrededores.
"¿Cómo puedes estar tan seguro?", se preguntó Shigeru, aunque no dio voz a sus pensamientos.
Aún impresionado por las teorías agrícolas de Eijiro, Shigeru pidió a Nagai que le acompañara a la campiña para ver con sus propios ojos los métodos que utilizaban los campesinos, y su modo de vida.
—Quiero observar lo que los registros no me enseñan; deseo ver a la gente, personalmente —explicó.
A pesar de las habituales excusas y tácticas dilatorias, Shigeru descubrió que era capaz de salirse con la suya a base de una terca insistencia. Cayó en la cuenta de que, en último término, todos tenían que obedecerle. Ya sabía esto en la teoría, desde luego, puesto que era el heredero del clan; pero hasta entonces había estado sometido a las ataduras de la obligación y del respeto a sus maestros y a sus mayores, quienes habían influido en él y le habían moldeado el carácter. Ahora, a medida que se acercaba a la edad adulta, iba siendo más consciente de su amplio poder y de cómo ejercerlo. Los hombres de mayor edad podrían resistirse a sus órdenes, podrían discutir con él y darle largas, pero no tenían más remedio que someterse a los deseos del heredero sin importar la opinión que éstos les merecieran. A veces, el saberse tan poderoso le estimulaba en gran medida, aunque con más frecuencia le volvía más reflexivo. Sus decisiones tenían que ser acertadas, y no por beneficio propio, sino por el bien del clan. Shigeru era consciente de sus carencias en cuanto a sabiduría y experiencia, pero confiaba en su instinto y en la visión que tenía de su feudo, como si fuera una granja.
—No hace falta organizar una comitiva formal —indicó Shigeru cuando Nagai, por fin, dio su brazo a torcer. El heredero ya estaba cansado de tanta ceremonia—. Saldré a caballo con Irie, contigo y con un par de guardias.
—Señor Otori —Nagai hizo una reverencia al tiempo que fruncía los labios.
Shigeru visitó las aldeas; observó a los campesinos desbrozar los arrozales; aprendió cómo se construían los diques y cómo se administraba el agua; subió a desvanes bien ventilados y escuchó a los gusanos de seda, que se alimentaban ruidosamente durante el breve período de su vida. Por fin, una vez vencidas la reticencia de sus acompañantes y la timidez de los campesinos, habló con éstos y adquirió conocimientos de primera mano sobre sus técnicas y costumbres, sobre las herramientas que utilizaban. Escuchó los tambores de los festivales veraniegos que se celebraban en los santuarios locales, en lo alto de las montañas, donde el dios del arroz era agasajado con trenzados de paja y figuras de papel, con vino de arroz y danzas; contempló las luciérnagas, que sobrevolaban los ríos de aguas cristalinas bajo el ocaso de terciopelo; reflexionó sobre las adversidades y las recompensas de esta vida, sobre sus ciclos perpetuos, su indestructibilidad. Se vestía con ropas de viaje, carentes del blasón del clan, y disfrutaba de la sensación de anonimato; pero no tardaban mucho en reconocerle. Los aldeanos dejaban de trabajar para contemplarle y Shigeru, consciente de sus miradas, sabía que se estaba convirtiendo para ellos en un símbolo, que trascendiendo de su propia persona y sus limitaciones humanas se había convertido en la encarnación del clan de los Otori. Sólo permaneció en Yamagata tres semanas, pero jamás olvidó aquella visita en la que se asentaron los cimientos del amor y el respeto que la población de Yamagata sentía por Otori Shigeru.
También cabalgaba o, con más frecuencia, caminaba por las calles de la ciudad, fijándose en sus comercios y pequeños negocios de derivados de soja, fermentación de vino, forja de espadas, cerámica, laqueado, carpintería o elaboración de esteras. Prestó atención a pintores y dibujantes, a buhoneros y vendedores callejeros. Convocó al castillo a los cartógrafos para examinar sus mapas de la ciudad, en los que se enfrascó memorizando cada casa, cada tienda y cada templo, a la vez que tomaba la decisión de hacer lo mismo en Hagi cuando regresara.
Nagai era un hombre austero y meticuloso. Los registros del clan Otori en Yamagata se anotaban de manera escrupulosa. Shigeru se percató de lo fácil que resultaba encontrar información entre los pergaminos, que se guardaban en cajas de madera de paulonia y de alcanfor, en las que también se introducían hojas de ruda. Las cajas se almacenaban siguiendo un orden racional: por años, distritos y familias, y los escritos resultaban legibles, incluso los más antiguos. Era reconfortante comprobar que la historia de aquella ciudad quedaba reflejada con tanto detalle. Al darse cuenta de que los registros interesaban a Shigeru en igual medida que los campesinos y los habitantes de la ciudad, Nagai empezó a simpatizar con él. Rara cuando llegó el fin de la visita, ambos habían formado estrechos lazos de respeto y afecto y, al igual que los maestros de Shigeru en Hagi —Irie, Miyoshi y Endo—, Nagai se sintió aliviado por el hecho de que el hijo no mostrase las carencias de su padre en cuanto a inseguridad e introversión.
* * *
Shigeru habría permanecido más tiempo en la ciudad, donde había tantas cosas que aprender, pero la inminente llegada de las lluvias de la ciruela exigía la puesta en marcha de la expedición. Sin embargo, confiaba Shigeru, Yamagata se encontraba lo bastante cercana al templo como para permitir visitas frecuentes durante el año que iba a pasar junto a Matsuda Shingen.
A medida que cabalgaban lentamente junto a los arrozales —donde las libélulas revoloteaban y pasaban rozando la superficie— y se adentraban en los bosques de bambú, los pensamientos de Shigeru se centraron en el hombre que sería su preceptor. Todos hablaban con cierto temor reverencial de Matsuda, de su suprema habilidad con el sable, su inigualable conocimiento del arte de la guerra, su absoluto control del cuerpo y la mente y, en los últimos tiempos, de su servicio devoto al Iluminado.
Como todos los de su clase, Shigeru había sido educado en las enseñanzas del santo, traídas siglos antes del continente aunque adaptadas a la filosofía del guerrero. Las ideas del autocontrol, el dominio de las pasiones, la conciencia de la naturaleza fugaz de la existencia y la insignificancia de la vida y la muerte eran inculcadas desde la niñez, aunque al muchacho de quince años la vida no le parecía en absoluto insignificante, sino que la contemplaba como un don inmensurablemente rico y hermoso para ser disfrutado con todos los sentidos, y encontraba su propia muerte tan remota que le parecía poco menos que inconcebible. Aun así, sabía que la muerte podía suceder en cualquier momento —una caída del caballo, una herida infectada, una fiebre repentina—, con tanta facilidad como en el campo de batalla y, en aquella época, con más probabilidad. No le asustaba perder la vida; la única muerte que todavía temía era la de Takeshi.
El santo, un hombre joven como el propio Shigeru, un gobernante con todas las bendiciones materiales que la vida puede ofrecer, se había dejado llevar por la compasión hacia los hombres y las mujeres atrapados en el interminable ciclo del nacimiento, la muerte y el sufrimiento. Había realizado estudios, efectuado viajes y, finalmente, entregado su vida a la meditación hasta conseguir la iluminación espiritual que le liberó a él y a todos cuantos le seguían. Muchos siglos después, el guerrero Matsuda Shingen se había convertido en uno de los más devotos de entre sus discípulos, había abandonado la práctica de la guerra y ahora era un sencillo monje que se levantaba a medianoche para orar y meditar, que ayunaba con frecuencia y desarrollaba destrezas mentales y físicas con las que la mayoría de los hombres jamás habría soñado.
Esto había escuchado Shigeru de labios de sus compañeros en Hagi, si bien lo que él mismo recordaba con mayor claridad de sus anteriores visitas a Terayama eran los ojos brillantes de Matsuda y su expresión serena, cuajada de sabiduría y humor.
En lo profundo del bosque, donde ahora se encontraban, las cigarras chirriaban sin cesar. Los cuellos de los caballos se oscurecían a causa del sudor a medida que el ascenso se volvía más pronunciado. Bajo los enormes árboles, el aire resultaba húmedo y no corría una gota de brisa. Para cuando llegaron a la posada situada a los pies de la escalinata del templo, era casi mediodía. Desmontaron y se lavaron las manos y los pies, bebieron té y comieron frugalmente. Shigeru se cambió de ropa y se vistió con un atuendo más formal. El bochorno del ambiente era poco menos que insoportable; el día se había ensombrecido y las nubes empezaban a concentrarse en el oeste. Irie estaba ansioso por volver a Yamagata y Shigeru le indicó que partiera de inmediato.