La Red del Cielo es Amplia (4 page)

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Authors: Lian Hearn

Tags: #Avéntura, Fantastico

BOOK: La Red del Cielo es Amplia
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Kiyoshige era pequeño de estatura, aunque extremadamente fuerte para su edad. Al igual que su padre, sentía adoración por los caballos y gozaba de excelentes facultades para su cuidado. Tenía tal seguridad en sí mismo que llegaba a resultar insolente y, una vez que se hubo sobrepuesto a su inicial timidez, comenzó a tratar a Shigeru de la misma forma en que solía tratar a su hermano Yuta: discutía con él, le gastaba bromas e incluso, de vez en cuando, llegaban a las manos. Sus maestros le encontraban indomable —Ichiro, en particular, consideraba que superaba con mucho el límite de su paciencia—, pero el buen humor de Kiyoshige, su alegría, su coraje físico y sus aptitudes en la equitación conseguían que cautivase a sus mayores en igual medida que les sacaba de quicio. Por otro lado, la lealtad que profesaba a Shigeru era absoluta.

A pesar de la relativa prosperidad de los Mori, los hijos de la familia habían sido educados en la austeridad y la disciplina. Kiyoshige estaba acostumbrado a levantarse antes del amanecer para ayudar a su padre con los caballos; luego, trabajaba en los campos de cultivo y después asistía a las clases matinales. Por la noche, mientras su madre y sus hermanas realizaban tareas de costura, él y sus hermanos se dedicaban al estudio a no ser que estuvieran ocupados con labores más prácticas, como la elaboración de sandalias de paja, durante las cuales su padre les leía a los clásicos o comentaba teorías acerca de la cría equina.

Los Otori valoraban dos tipos de caballos por encima de todos los demás: los negros y los de color gris perla con cola y crines negras. Mori criaba corceles de ambas clases y los llevaba a correr por la vega. De vez en cuando, surgía un ejemplar de un gris tan pálido que parecía casi albino, con cola y crines blancas. Cuando los caballos galopaban en manada, recordaban a una nube de tormenta de tonos blanquinegros. El año en que Kiyoshige se instaló en el castillo, Yusuke entregó a Shigeru un potrillo negro y a su propio hijo, otra cabalgadura de la misma edad, de tono gris con crin negra. Además, llevó como ofrenda al santuario un corcel de un blanco inmaculado al tiempo que entregaba a Hiroki, su hijo menor. El caballo blanco llegó a convertirse en una especie de dios; a diario, era conducido a una cuadra instalada en los terrenos del templo, donde los peregrinos le llevaban zanahorias, cereales y otros obsequios. La criatura engordó en exceso y se volvió caprichosa e insaciable. El santuario no quedaba lejos de la casa de la madre de Shigeru, y a veces éste y su hermano acudían, siempre acompañados, a los festivales que allí se celebraban. El mayor de los hermanos sentía lástima por aquel caballo que no podía correr en libertad junto a sus semejantes, pero el animal parecía más que satisfecho con su nuevo estatus divino.

—Mi padre lo eligió por su carácter tranquilo —comentó en confianza Kiyoshige a Shigeru un día de aquel verano, mientras se columpiaban de los postes colocados a las puertas de la cuadra—. Dijo que no serviría como montura de guerra.

—El dios del río debería recibir el mejor de los caballos —terció Takeshi.

—Pero éste es el más bonito. —Kiyoshige dio unas palmadas en el cuello del animal, blanco como la nieve. El caballo le acarició con el hocico, a la espera de alguna golosina; al no obtener ninguna, echó hacia atrás sus labios de color rosa y mordió al muchacho en el brazo.

Kiyoshige le propinó una bofetada y uno de los sacerdotes que barrían la entrada llegó corriendo y regañó a los chicos.

—¡Dejad en paz a ese animal sagrado!

—Sólo es un caballo —respondió Kiyoshige con voz tranquila—. No se le debería permitir semejante comportamiento.

Hiroki, su hermano menor, seguía al sacerdote, acarreando dos escobas de paja que le superaban en altura.

—¡Pobre Hiroki! ¿No le molesta hacer de criado? —dijo Takeshi—. Yo lo odiaría.

—A él no le importa —susurró Kiyoshige en tono confidencial—. Nuestro padre dice que Hiroki tampoco está preparado para la guerra; no es un guerrero por naturaleza. Shigeru, ¿acaso lo sabías cuando diste tu opinión?

—El año pasado observé cómo bailaba la danza de la garza —repuso Shigeru—; daba la impresión de que se emocionaba de verdad. Y también lloró cuando vuestro hermano mayor se ahogó, mientras que tú no derramaste ni una sola lágrima.

El rostro de Kiyoshige se endureció y el joven guardó silencio durante unos instantes. Por fin se echó a reír, y propinó a Takeshi un puñetazo en el hombro.

—Sólo tienes ocho años y ya has matado a un contrario. ¡Te has adelantado a nosotros dos!

Ninguna otra persona se había atrevido a dar voz a semejante idea; pero a Shigeru también se le había ocurrido, y sabía que muchos otros pensaban de igual manera.

—Fue un accidente —declaró en defensa de su hermano—. Takeshi no tenía intención de matar a Yuta.

—A lo mejor, sí —replicó Takeshi, con una expresión de ferocidad en el semblante—. ¡Él trató de matarme a mí!

Ahora se encontraban a la sombra del tejado curvo del santuario.

—Mi padre siempre antepone sus caballos a todo lo demás —comentó Kiyoshige—; aunque se trate de un regalo a los mismísimos dioses. En su opinión, el animal debe tener el carácter adecuado para servir de ofrenda; casi todos sus congéneres se sentirían desgraciados al estar encerrados en una cuadra todo el día, sin tener la oportunidad de galopar.

—O de ir a la guerra —añadió Takeshi con añoranza.

"Ir a la guerra." Los chicos apenas pensaban en otra cosa. Entrenaban durante horas con la espada y el arco, estudiaban la historia y el arte de la batalla y, de noche, escuchaban a los ancianos narrar leyendas sobre los antiguos héroes y sus campañas. Oían hablar de Otori Takeyoshi, el primero en recibir el célebre sable llamado
Jato
(serpiente) de manos del propio Emperador, cientos de años atrás, y el que había asesinado a una tribu de gigantes con la única ayuda de su sable. También oían historias de los demás héroes Otori, desde los más antiguos hasta Matsuda Shingen, el invencible espadachín de la actualidad, quien había enseñado a los padres de los tres muchachos el manejo de la espada, quien había rescatado a Shigemori cuando el clan de los Tohan le tendió una emboscada —cinco hombres contra cuarenta en la frontera con el Este—, quien había sido llamado por el Iluminado y ahora se encontraba a su servicio en el templo de Terayama.

Jato
había pasado de generación en generación hasta llegar a manos de Shigemori; algún día, el sable pasaría a su hijo Shigeru.

Por encima de las cabezas de los jóvenes colgaban esculturas de los duendes de nariz alargada que habitaban en la montaña. Al mirarlas, Kiyoshige comentó:

—Los duendes enseñaron a Matsuda Shingen a utilizar el sable. Por eso nadie se le puede comparar.

—¡Ojalá los duendes me enseñaran a mí! —exclamó entonces Takeshi.

—Pues el señor Irie es un duende —repuso Kiyoshige entre risas. El instructor de esgrima de los jóvenes tenía una nariz anormalmente larga.

—Pero los duendes os podrían enseñar un montón de cosas que Irie desconoce —replicó Takeshi—; a haceros invisibles, por ejemplo.

Existían numerosas habladurías acerca de unos hombres con extraños poderes que pertenecían a una tribu de hechiceros. Los chicos charlaban sobre ellos sin parar, con cierta envidia, pues sus propias habilidades iban emergiendo lenta y penosamente a base de un riguroso entrenamiento. Les habría encantado escapar de sus maestros por medio de la invisibilidad y otros poderes mágicos.

—¿De veras pueden esos hombres hacerlo? —preguntó Shigeru—. A lo mejor es que se mueven tan rápido que da la impresión de que se vuelven invisibles, como le pasa a la estaca del señor Irie cuando nos pega.

—Si las historias lo dicen es que, en algún momento, alguien ha sido capaz —respondió Takeshi.

Kiyoshige empezó a discutir con él. Hablaban en susurros, pues los hechiceros de la Tribu eran capaces de ver y oír desde enormes distancias. Ese otro mundo de duendes, fantasmas y poderes sobrenaturales discurría de forma paralela al suyo propio; de vez en cuando, la membrana que separaba a ambos mundos se diluía y se mezclaban entre sí. Existían leyendas de personas que se adentraban en el mundo que no les correspondía y, al regresar, descubrían que habían transcurrido cien años en una sola noche. También se hablaba de criaturas que procedían de la luna o del cielo; adoptaban la forma de mujer y conseguían que los hombres se enamoraran de ellas. Había así mismo una carretera que conducía al sur, donde una hermosa mujer con el cuello largo como una serpiente atraía a los varones jóvenes hacia el bosque, donde los devoraba.

—Me acuerdo de que Hiroki lloraba siempre por culpa de los duendes —dijo Kiyoshige—, y ahora está viviendo aquí, en medio de ellos.

—Hiroki llora por todo —replicó Takeshi con desdén.

5

El cuerpo de Isamu quedó enterrado en primer lugar por las hojas caídas y, luego, por la nieve. Permaneció sin descubrir hasta la primavera siguiente, cuando los niños de la aldea empezaron a recorrer la montaña en busca de setas y de huevos de pájaro. Para entonces su asesino, su primo Kotaro, llevaba mucho tiempo instalado en Inuyama, la capital de los Tohan, el clan de Iida Sadayoshi, donde dirigía una fábrica de productos derivados de la soja, actuaba de prestamista y se comportaba como cualquier otro mercader de la ciudad. Kotaro no dio detalles a nadie sobre la muerte de Isamu, se limitó a decir que la ejecución se había llevado a cabo y que su primo estaba muerto. Luego, con la insensibilidad que le caracterizaba, trató de apartar de su mente todo lo referente al asunto; pero de noche, el rostro de Isamu flotaba ante sus ojos y a menudo Kotaro se despertaba por culpa de la risa de su primo, temeraria e incomprensible. Le atormentaba el hecho de que Isamu se hubiera negado a defenderse, que hubiera hablado de perdón y de obediencia a su Señor. La muerte no le había quitado de en medio a su rival, el traidor, sino que, por el contrario, le había otorgado tanto poder que resultaba invencible.

Kotaro tenía a su mando una red de espías, pues la Tribu operaba por todo el territorio de los Tres Países. En aquellos tiempos, trabajaba sobre todo para la familia Iida, que, embarcada en afianzar su posición en el Este, empezaba a contemplar la manera de abrirse camino hasta el País Medio y más allá. Los Iida vigilaban estrechamente a los Otori, a quienes acertadamente consideraban sus principales rivales; los clanes del Oeste eran menos belicosos, más inclinados a formar alianzas a través del matrimonio. Por otra parte, el País Medio gozaba de gran riqueza, pues contaba con minas de plata y controlaba la pesca y el comercio en los mares del norte y del sur. Los Otori no se desprenderían de sus tierras a la ligera.

Kotaro empezó a hacer averiguaciones acerca de las aldeas que pudieran encontrarse cerca de donde Isamu había caído asesinado por él. Ninguna de las pequeñas localidades estaba señalada en mapa alguno, ni ningún dominio las contabilizaba como fuente de tributación. En los territorios de los Tres Países existían numerosas aldeas parecidas; la propia Tribu disponía de varias. Había dos asuntos que intranquilizaban a Kotaro: por una parte, la posibilidad de que Isamu hubiera dejado un hijo; por otra, el descubrimiento de una secta secreta sobre la que no había sabido gran cosa hasta entonces. Los miembros de la secta vivían enmascarados entre los más pobres —campesinos, parias, prostitutas—, y tenían que librar una batalla tan dura para subsistir que no se preocupaban demasiado por sus vecinos; por ello, eran conocidos como los Ocultos.

Kotaro logró reunir fragmentos de información acerca de la secta, información que se encargó de transferir a sus conocidos entre el ejército de Iida, en particular a un hombre llamado Ando, cuyo linaje era oscuro pero que había llegado a convertirse en uno de los lacayos de mayor confianza de Sadayoshi a cuenta de su tendencia a la crueldad y su brutal habilidad con el sable. Los dos hechos principales que Kotaro averiguó sobre los Ocultos —nunca mataban a nadie, ni siquiera se quitaban la propia vida; además, servían a un dios desconocido, más grande que cualquier señor—, suponían graves afrentas para la casta de los guerreros. No le resultó difícil, a través de Ando, influir en el hijo de Sadayoshi, de nombre Sadamu, para que odiara a esta secta e iniciara los pasos para erradicarla.

Kotaro nunca consiguió dar con la aldea, pero confiaba en que antes o después Iida Sadamu y sus guerreros la encontrarían y se encargarían de acabar con cualquier hijo que Isamu pudiera haber dejado tras de sí.

6

Los potrillos crecieron y a la edad de tres años fueron domados por el señor Mori con la ayuda de Kiyoshige. La rutina de estudio y entrenamiento siguió su curso. A Shigeru y Kiyoshige se unieron los dos hijos de Kitano Tadakazu, Tadao y Masaji. Tadakazu era el señor de Tsuwano, una pequeña ciudad con castillo a tres días de viaje de Hagi en dirección sur, situada a la sombra de la cordillera principal, que dividía el País Medio. Se trataba de un importante apeadero en la carretera hacia Yamagata, la segunda ciudad del clan Otori, por lo que contaba con numerosas posadas y casas de comidas. La familia Kitano poseía una vivienda en Hagi, donde sus hijos residían mientras recibían instrucción junto a los otros dos jóvenes de su generación. Los cuatro muchachos formaban un grupo muy unido y sus maestros les alentaban para que no compitieran entre sí, para que estrecharan los lazos de lealtad y camaradería que conformarían la base de la estabilidad del clan. Los preceptores de los jóvenes reconocían y fomentaban las diferentes aptitudes de cada uno. Shigeru destacaba en la esgrima; Tadao, en el manejo del arco; Kiyoshige tenía habilidad con los caballos y Masaji, con la lanza.

A medida que empezaron a alcanzar estatura de adultos, apareció la premura del deseo carnal. Shigeru soñaba a menudo con la muchacha del río, si bien jamás volvió a verla. Con frecuencia se descubría a sí mismo contemplando con avidez la silueta de una criada arrodillada en el umbral; observaba su pálida nuca, las curvas de su cuerpo bajo el ligero manto de algodón. Kiyoshige, aunque un año menor, era precoz en su desarrollo y también en él se despertaba el deseo. Como resultaba habitual entre los amigos íntimos, se entregaban el uno a los brazos del otro. De esta forma descubrieron los placeres del cuerpo y, por medio de la pasión, sellaron definitivamente los vínculos que les unían. Cierto día, una de las criadas, uno o dos años mayor que Shigeru, entró en la habitación y los sorprendió juntos. Se disculpó profusamente, pero la respiración de la muchacha se aceleró y las mejillas se le encendieron; se desató la túnica y se unió a ellos con ansia. Shigeru estuvo cautivado por la joven durante dos semanas. El tacto de su cutis y su sedosa piel le hechizaban; adoraba el aroma que emanaba de su cuerpo y la manera en que la pasión de ella se igualaba a la suya propia sin asomo de vergüenza. De pronto, la muchacha desapareció y Shigeru fue convocado a la presencia de su padre.

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