—Debemos considerar el bien del clan por encima de todo —comentó Shoichi piadosamente—. El señor Iida te permite vivir, Shigeru. Es una concesión inmensa. Y también perdonará la vida de tu hermano.
—Te derrotaron en el campo de batalla, es lógico que tengas que pagar un precio —añadió Kitano—. Por descontado, si te empeñas en quitarte la vida, no podemos evitarlo. Pero estoy de acuerdo con el maestro Ichiro, causaría disturbios entre la población y por esa razón, con considerable clemencia, y ya que en una ocasión le salvaste la vida, el señor Iida no insistirá en que te des muerte.
Las voces de los presentes le llegaban como desde una enorme distancia, y la sala parecía envuelta por la bruma. "Aun así,
Jato
vino a mí. No puedo morir hasta que haya encontrado venganza. Me es imposible dejar de ser el cabeza del clan.
Jato
vino a mí."
Entonces, recordó la manera en la que el sable había llegado hasta sus manos, y las palabras del hombre que se lo entregó: "Discernimiento, hipocresía y, sobre todo, paciencia". Eran las actitudes que tenía que explotar para sobrevivir. Empezaría a ponerlas en práctica sobre la marcha.
—Muy bien —dijo Shigeru—. Me apartaré, por todas las razones que habéis mencionado, pero sobre todo por el bien del clan.
—El señor Iida exige tu compromiso por escrito de que te retirarás de la vida política y jamás volverás a empuñar las armas contra él.
"Hipocresía." Shigeru inclinó la cabeza.
—A cambio, mi hermano tendrá asegurado un regreso a Hagi fuera de peligro y tanto Terayama como Yamagata quedarán libres de ataques.
Kitano respondió:
—Quedarán libres de ataques, pero pasarán a manos de los Tohan, al igual que Chigawa y la meseta de Yaegahara. Yo también tengo que hacer sacrificios —añadió—. He de ceder casi la mitad de mi dominio. Me abstuve de atacarte, en contra de la solicitud de Iida. Noguchi, por otra parte, ha sido recompensado con la totalidad de los territorios del sur.
Las negociaciones se prolongaron durante el resto del día. Las fronteras de los Tres Países se modificaron y el territorio Otori quedó reducido a la zona montañosa entre Hagi y Tsuwano y a una estrecha franja de tierra a lo largo del litoral septentrional. Perdieron Chigawa, con sus minas de plata, así como Kushimoto, Yamagata y la próspera ciudad sureña de Hofu. Dos tercios del País Medio pasaron a manos de los guerreros de Iida; pero Hagi no fue atacada, y reinó una especie de paz que duró más de diez años.
Demasiado debilitado por la batalla de Yaegahara para atacar a los Seishuu frontalmente durante los años venideros, Iida también planteó demandas a aquéllos a causa de su alianza con los Otori. Arai Daiichi recibió la orden de ponerse al servicio de Noguchi Masayoshi; Kaede, la hija mayor del señor Shirakawa, fue enviada al castillo de los Noguchi en calidad de rehén en cuanto cumplió la edad suficiente, y Mariko, la hija de Maruyama Naomi, fue sometida a igual destino en la propia Inuyama. Se construyeron formidables castillos en Yamagata y Noguchi, y en las carreteras se establecieron puestos fronterizos celosamente custodiados.
Pero todo eso ocurriría en el futuro.
Durante los días siguientes Shigeru se empleó de lleno en los pormenores del acuerdo de rendición, el emplazamiento exacto de las fronteras y el nuevo sistema tributario por el que los impuestos se desviarían a los nuevos gobernantes. Por lo general, le resultaba sencillo actuar con calma, como si se tratara de un sueño del que antes o después despertaría y todo volvería a ser como antes. Se desplazaba con indiferencia a través de la irrealidad, llevando a cabo las tareas que se le encomendaban de manera meticulosa y con tanta ecuanimidad como resultaba posible. Se reunió con incontables grupos de guerreros, mercaderes y jefes de aldea; les explicaba los términos de la rendición lo mejor que podía y permanecía impertérrito ante la furia que expresaban, su falta de comprensión y las lágrimas que con frecuencia vertían. Poco a poco, su aparente imperturbabilidad fue surtiendo efecto en el frenético comportamiento de la ciudad. Las multitudes que danzaban se dispersaron y la población volvió a vestir ropas corrientes a medida que la vida regresaba a la normalidad. Shigeru no estaba dispuesto a permitir que el pueblo cayera en el victimismo o la autocompasión, los cuales únicamente conducirían a la impotencia y a un enconado resentimiento del que los Tohan sacarían beneficio y que acabaría por destruir al clan desde su propio seno.
Aun así, de vez en cuando, Shigeru se encontraba invadido por una rabia incontrolable, que aparecía de forma inesperada, como si un demonio le asaltara de pronto. Solía huir a toda prisa de la estancia en la que se encontrara, pues por encima de todo temía matar a alguien sin proponérselo; su mano derecha a menudo estaba magullada por golpearla contra una columna de madera o un muro de piedra cuando se encontraba a solas. A veces se abofeteaba a sí mismo, pensando que estaba perdiendo la razón; luego, de repente, tomaba conciencia del mundo que le rodeaba: una curruca que cantaba en el jardín, el aroma de los iris, el suave golpeteo de la lluvia... Y la rabia disminuía.
En ocasiones, cuando se encontraba solo, le visitaban los demonios del sufrimiento abrumador por los muertos en la batalla y también por Akane, a quien añoraba hasta tal punto que le llegaba a doler físicamente. El lugar donde su amante murió, el cráter del volcán, se había convertido en centro de peregrinación para mujeres de la vida y jóvenes enamoradas; de vez en cuando, Shigeru también acudía allí. A menudo iba a visitar la tumba del cantero, en el puente de piedra, entregaba ofrendas y leía la inscripción que él mismo había ordenado tallar.
"Que los injustos y los desleales sean precavidos."
La rabia y la congoja resultaban insoportables en igual medida, y Shigeru se esforzaba por mantenerlas a raya; pero, por muy dolorosas que fueran, le obligaban a aferrarse a la realidad. No podía permitirse sucumbir a ninguna de las dos.
Chiyo le había contado lo que había averiguado sobre las circunstancias de la muerte de Akane. Shigeru sospechaba que su tío Masahiro no sólo era culpable por su lascivia hacia ella, sino que también había conspirado activamente en contra de su sobrino. Pero la propia Akane había sido indiscreta, no le había sido completamente fiel, se había dejado llevar por la desgracia de Hayato. A menudo, Shigeru contemplaba ideas de venganza, pero ésta tendría que esperar. Sería paciente, como la garza que cada atardecer acudía a pescar en los arroyos y estanques del jardín de la casa del río.
Chiyo, fiel a su actitud pragmática con respecto a los asuntos del cuerpo, le recomendó que buscara consuelo en otras muchachas; pero Shigeru rechazaba sus ofertas, pues en su fuero interno estaba resentido con todas las mujeres, tan atractivas como hipócritas, y no deseaba involucrarse con ninguna.
Se instaló en la casa del río con su madre y con su esposa. Ichiro se mostró encantado con la decisión y aseguraba a Shigeru que la vida del hombre retirado del mundo ofrecía numerosos deleites: el estudio de la literatura, la filosofía y la religión; la práctica de placeres estéticos y, naturalmente, el disfrute de los placeres culinarios.
La señora Otori y la señora Moe no se encontraban tan satisfechas. Ambas consideraban, a cierto nivel, que habría sido más honorable para Shigeru quitarse su propia vida. Por descontado, las dos se habrían unido a él, dándose muerte; pero mientras continuara empeñado en seguir viviendo, ellas también estaban obligadas a hacerlo.
La casa, aunque hermosa y confortable, era de tamaño reducido, y Shigeru encontraba un cierto placer en aquel modo de vida sencillo y austero. Moe añoraba el esplendor y el lujo del castillo; aunque tiempo atrás había pensado que le disgustaban las intrigas de las estancias más recónditas de la residencia, ahora descubrió que también las echaba de menos. No le agradaba su suegra; la presencia de Chiyo la incomodaba, pues le traía desagradables recuerdos, y la mayor parte del tiempo tenía muy poco de lo que ocuparse y se aburría. Era una esposa y, al mismo tiempo, no lo era. Carecía de hijos, su familia había muerto y su casa había sido arrasada por culpa de la imprudencia de su propio marido. Para sus parientes, era un insulto que Shigeru no se hubiera quitado la vida, y Moe se encargaba de recordárselo a diario formulando comentarios punzantes cuando estaban acompañados y acusaciones directas si se encontraban a solas.
Con pocos asuntos de los que ocuparse, la señora Otori maltrataba a Moe más que nunca y solía encomendarle tareas propias de las criadas sin más razón que la pura maldad. Una noche, algunas semanas después de la batalla, antes del fin de la estación de las lluvias, Moe se preparaba para irse a dormir cuando su suegra le pidió que fuera a buscar té a la cocina.
La lluvia arreciaba y la casa se hallaba sumida en la penumbra. Moe tomó el puchero de hierro que colgaba sobre las ascuas encendidas, vertió el agua hirviendo en la tetera y llevó una taza de la infusión a su suegra.
—El agua estaba demasiado caliente —protestó la señora Otori—. Antes de hacer el té, hay que apartarla del fuego y esperar a que se enfríe un poco.
—¿Por qué no le pedís a Chiyo que se encargue? —replicó Moe.
—Ve a la cocina y vuélvelo a hacer —ordenó la señora Otori—. Lleva también una taza a tu marido; está con Ichiro, revisando documentos. A ver si eres capaz de comportarte como una esposa, por una vez.
Moe obedeció y, resentida, recorrió el pasillo hasta la habitación favorita de Ichiro llevando una bandeja con las tazas de té.
Shigeru se encontraba solo, leyendo un pergamino. A su alrededor había varias cajas de madera de paulonia y la estancia olía a papel antiguo y a hojas de ruda. Cuando Moe entró, su marido se encontraba enfrascado en la lectura y no levantó la mirada. Ella se arrodilló y colocó la bandeja en el suelo. De pronto, le asaltó la necesidad de atacarle, de herirle, de hacerle sufrir tanto como sufría ella misma.
—Ahí estás, sentado como un comerciante cualquiera —espetó Moe—. ¿Por qué pasas tanto tiempo en esta habitación? Ya no eres un guerrero, ni mucho menos.
—¿Te haría más feliz que viviéramos separados? —repuso él pasados unos segundos—. Seguro que podemos arreglarlo. Ambos hemos sufrido mucho; no tiene sentido que nos odiemos mutuamente.
Su sereno comedimiento enfureció a Moe en mayor medida.
—¿Adónde iría yo? ¡No me queda nada, ni nadie! La mejor manera de separarnos sería con la muerte. La tuya primero y después, la mía.
Shigeru, que seguía sin dirigirle la mirada, respondió con voz tranquila:
—Ya he decidido que no voy a darme muerte. Mi padre me ordenó vivir —afirmó mientras con los ojos recorría despacio las columnas escritas en el pergamino, que desenrolló un poco más.
—Tienes miedo —le acusó Moe—. Eres un cobarde. A esto se reduce el gran Otori Shigeru: a un cobarde que se dedica a leer sobre cosechas de arroz y de soja como un vulgar mercader, mientras su esposa le trae tazas de té.
La lluvia incesante, el olor a humedad y a moho habían sumido a Shigeru en un estado de ánimo taciturno, y llevaba todo el día luchando contra la rabia y la desesperación.
—Déjame solo —espetó con tono airado—. Márchate.
—¿Por qué? ¿Acaso te traigo recuerdos que preferirías borrar? ¿Las muertes de miles de hombres por tu culpa, la pérdida de dos tercios del País Medio, la destrucción de mi familia, tu propia y absoluta humillación?
La ira descendió en picado sobre él y le atrapó en sus redes. Se puso de pie, dispuesto a salir corriendo hacia la lluvia. Moe se encontraba de pie, taponando la puerta. Alargó las manos para apartarla, pero ella se chocó contra él y Shigeru percibió el aroma del cuerpo de ella, fragante tras el baño, y el de su cabello, perfumado y sedoso. La odiaba y la deseaba al mismo tiempo. Era su esposa, se daba por supuesto que debía satisfacerle y darle hijos. Como un destello, le vino a la mente la noche de bodas, con sus expectativas previas y su posterior decepción. Shigeru la agarraba con fuerza del brazo mientras que con la otra mano le sujetaba el cuello, notando los vulnerables huesos en lo alto de la columna vertebral. Era consciente de lo frágil que era Moe, en contraste con su propia fortaleza y poder. El deseo por su esposa le abrumó.
La tumbó sobre la estera y, a tientas, le desató el fajín, le levantó la túnica y se desató la suya propia al tiempo que deseaba herirla y albergaba el oscuro anhelo de castigarla. Moe soltó un gemido de miedo apenas audible. La furia se desvaneció tan abruptamente como había descendido sobre Shigeru, y éste recordó los temores de su esposa y su frigidez.
"He estado a punto de forzarla", pensó con repulsión.
—Lo lamento —se disculpó incómodo, apartándose de Moe, soltándola.
Ella no hizo amago de levantarse o taparse, sino que le lanzó una mirada insólita que Shigeru jamás había visto en ella.
Moe dijo:
—Soy tu esposa; por este asunto en concreto no tienes que disculparte. Si es que aún eres capaz de yacer con una mujer, claro está.
Una finísima línea separaba el odio intenso del intenso amor. A Moe la excitaba mucho más la furia de Shigeru que la ternura de éste. Deseaba su cólera, cuando había despreciado su gentileza. Se trató de un acto de violencia y de amor en igual medida. Aun así, en el momento de la rendición de Shigeru, cuando se descargó en el interior de ella, notó una oleada de ternura hacia Moe, un deseo de ser su dueño y protegerla.
La vida de casados de ambos asumió su propio patrón distorsionado, tejido a partir de los hilos fracturados y retorcidos de sus propias existencias. Durante el día Moe actuaba como una esposa ejemplar, silenciosa, respetuosa con su suegra, trabajadora. Pero cuando ella y Shigeru se encontraban a solas, Moe trataba de provocar su furia y, luego, se sometía a ella. Atraía la furia hacia ella como un pino de gran altura atrae al rayo, y la respuesta por parte de Shigeru la encendía y la dañaba al mismo tiempo. Shigeru aún vivía y se desplazaba en un estado de irrealidad, manteniéndose ocupado durante el día y dedicándose al estudio durante la noche, a menudo acompañado por Ichiro; el constante golpeteo de la lluvia, la humedad del aire y el olor a moho se interponían entre él y el mundo real. A veces, pensaba que se había convertido en un fantasma viviente y que acabaría por desaparecer, arrastrado por la bruma. La cólera que Moe provocaba en él, unida al deseo y a la liberación de éste, cumplía el extraño propósito de anclarle a la realidad. Por ese motivo se sentía agradecido a su esposa, pero cualquier palabra de ternura daba pie al desprecio de ella, de modo que jamás la pronunciaba.