La Red del Cielo es Amplia (33 page)

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Authors: Lian Hearn

Tags: #Avéntura, Fantastico

BOOK: La Red del Cielo es Amplia
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La joven le miró abiertamente unos instantes; luego metió la mano en los pliegues de su túnica y sacó un pequeño rollo de papel.

—Traigo una carta suya. Ha acompañado a Danjo de regreso a Kibi, justo al otro lado de la frontera.

Shigeru cogió la nota y la desenrolló, fijándose en el sello bermellón con los signos ortográficos de los Arai.

—El señor Arai dice que se ha enterado de mi presencia en Yamagata y me invita a visitarle, ya que él se encuentra, casualmente, en Kibi —comunicó Shigeru a Kiyoshige—. Sugiere que vayamos a practicar la cetrería en la llanura a las afueras de la ciudad.

—La cetrería es una actividad muy popular —comentó Kiyoshige—, siempre que quienes la practiquen no sean tragados por la tierra.

—¿Por qué ha enviado la carta contigo? —preguntó Shigeru a la mujer—. Cualquier mensajero podía haberla traído.

—Casi todos los mensajeros se habrían limitado a entregarla —respondió ella—. A mí se me ha encomendado que os conociera primero y...

—¿Y qué? —Shigeru no sabía si enfadarse o echarse a reír.

—Y decidiera si debíamos llevar más lejos el asunto.

Shigeru se quedó atónito ante la audacia y la seguridad que la interlocutora mostraba en sí misma. Hablaba como si fuera uno de los consejeros veteranos de Arai, y no una concubina.

—Has decidido muy deprisa —observó él.

—Soy capaz de interpretar a las personas con mucha rapidez. Considero que el señor Otori es digno de confianza.

"¿Pero lo eres tú también?", pensó Shigeru, si bien prefirió no dar voz a las palabras.

—Cabalgad hacia Kibi mañana. Pasado el puente de madera encontraréis un santuario dedicado al zorro. Un jinete os estará esperando. Seguidle rumbo al suroeste. Llevad sólo unos cuantos hombres, y haced saber a todos que salís a realizar una excursión de placer.

—Necesitamos halcones —indicó Shigeru a Kiyoshige.

Éste asintió.

—Me encargaré de ello.

—Será un día perfecto para la cetrería —comentó la mujer llamada Muto Shizuka.

24

Tras los largos y tediosos días de discusiones, lecturas, reuniones y documentos, Shigeru se alegró de salir a cabalgar, acompañado de su hermano y su amigo Kiyoshige, a primera hora de la mañana de un día realmente hermoso, uno de esos días de finales de otoño cuando los últimos calores del verano y los primeros fríos del invierno se aúnan en perfecto equilibrio. La hierba mostraba tonos rojizos y amarillentos; las últimas hojas lanzaban destellos dorados y naranjas; el cielo mostraba un azul profundo, inigualable, pero las cumbres de las montañas ya estaban cubiertas de nieve.

El caballo negro de Shigeru,
Karasu,
se mostraba ansioso y lleno de bríos tras varios días de inactividad. Los acompañaban tres hombres, entre los que se incluía el cetrero, que acarreaba los halcones en su percha. Las aves también parecían activas y animadas. Un cuarto hombre seguía al grupo, conduciendo un caballo de carga, pues Kibi se encontraba a media jornada de camino y con seguridad tendrían que pasar la noche en alguna posada o incluso dormir a la intemperie —por última vez, pensó Shigeru, antes de que se instalase el invierno—. Un ancho río flanqueado por arrozales marcaba la frontera entre el País Medio y el Oeste, pero no estaba vigilado por patrullas, al contrario que la frontera con el Este, custodiada por los Tohan con tanto ahínco. Los Seishuu y los Otori nunca habían estado en guerra. Los Seishuu constituían un grupo de varios grandes clanes que a veces se enfrentaban entre sí pero nunca se habían unido para luchar contra un enemigo común, ni habían sido dominados por ninguna familia poderosa de la forma que los Iida dominaban a los Tohan.

El río fluía con sus aguas menguadas y tranquilas, aunque era posible imaginar lo mucho que cambiaba con las crecidas de primavera. Lo atravesaba un puente de madera, y en el otro extremo Shigeru divisó la arboleda que rodeaba el santuario; ésta parecía una aglomeración de hojas en llamas que contrastaba con la verdosa corriente del río y la hierba marrón pálido de los campos de cultivo. Pequeñas estatuas del dios del zorro brillaban como el hielo entre las hojas brillantes.

Un jinete aguardaba entre los árboles, tal como Shizuka había prometido. Levantó la mano a modo de saludo y, sin pronunciar palabra, giró su caballo y arrancó a galopar alejándose del río y de la carretera, rumbo al suroeste.

—¿Quién es ése? —preguntó Takeshi a gritos, mientras su propio caballo tiraba del bocado y se encabritaba, ansioso por continuar la marcha. Nadie le había contado a Takeshi el verdadero propósito de la excursión.

—Alguien que, según confiamos, nos enseñará el mejor lugar para practicar la cetrería —respondió Shigeru, apremiando a
Karasu
para que avanzara.

El guía los condujo a cierta velocidad a lo largo de una estrecha senda que acababa por desembocar en una llanura de gran amplitud. En ese punto, los caballos sacudieron la cabeza, resollaron y echaron a galopar. Los jinetes les dejaron atravesar la planicie de tonos castaños como si fueran barcos empujados por el viento a través del mar.

Apenas había árboles o rocas que interrumpieran la suave y ondulada superficie de la llanura, y la fuerza del viento provocaba que los ojos de los recién llegados se les llenaran de lágrimas, nublándoles la visión; pero a medida que los caballos fueron aminorando la marcha, Shigeru divisó una remota figura en la distancia. Era un hombre a caballo. Se acercaron. El guía volvió a levantar la mano y conforme los caballos, ahora al trote, iban llegando a la ladera en dirección al jinete, Shigeru divisó a espaldas de éste un reducido grupo de hombres que habían acampado en una ligera depresión de la llanura. Se habían colocado mamparas de tela en tres lados, como protección contra el viento; las esteras que cubrían el suelo estaban cubiertas de almohadones. A ambos lados del espacio abierto ondeaban estandartes adornados con la garra de oso, el blasón de los Arai, y el sol del atardecer de los Seishuu. Se habían preparado dos taburetes plegables, y en uno de ellos aguardaba un hombre joven a quien Shigeru tomó por Arai Daiichi. Junto a él, sentado en el suelo, se encontraba Danjo, el hijo mayor de Eijiro.

Mientras Shigeru desmontaba, Arai se puso en pie y anunció su nombre; luego se hincó de rodillas e hizo una reverencia hasta tocar el suelo. Danjo hizo lo propio. Cuando se levantaron, Arai dijo:

—Señor Otori. Qué afortunada coincidencia ha propiciado este encuentro.

Su voz era cálida, con acento del Oeste. Resultaba difícil calcular su edad. Era un hombre de gran envergadura, algo más alto que Shigeru y mucho más fornido; sus rasgos eran pronunciados y sus ojos, brillantes. Irradiaba energía y fortaleza.

Shigeru pensó fugazmente en Muto Shizuka y se preguntó dónde estaría en aquel momento. En cierto modo había esperado encontrarla allí, ya que ella y Arai parecían tan próximos.

—Resulta muy afortunado que hayáis podido reencontraros con un viejo amigo —respondió Shigeru—, y es para mí un auténtico placer que os halléis aquí.

—La práctica de la cetrería es excelente en esta época del año. A menudo vengo a Kibi durante el décimo mes. Conocéis a mi acompañante, ¿no es así?

Shigeru, sorprendido, se dio la vuelta y vio que Shizuka desmontaba del caballo que les había servido de guía. Hizo un esfuerzo por ocultar su asombro. Le costaba creer qué una persona que, a pesar de las ropas de montar, ahora se mostraba tan femenina, tan dulce y gentil, pudiera haberle hecho pensar que se trataba de un hombre. En el momento mismo en que desmontó, todo en ella había cambiado; Shigeru hubiera jurado que hasta su estatura y sus dimensiones eran diferentes.

Arai se estaba riendo.

—No sospechasteis que era ella, ¿verdad? Es de una habilidad sorprendente. A veces, ni yo mismo la reconozco —Arai acarició a Shizuka con la mirada.

—Señor Otori —saludó a Shigeru con timidez, e hizo, a continuación, respetuosas reverencias a Kiyoshige y Takeshi. Este último trataba en vano de esconder su admiración.

—Señora Muto —respondió Shigeru con formalidad, con la intención de honrarla, pues resultaba obvio que Arai estaba profundamente enamorado de Shizuka y que ella mantenía una posición de privilegio con respecto a él. Se preguntó si la joven amaría a Daiichi en igual medida y, al observarla, decidió que así era, y entonces notó una extraña punzada, de envidia tal vez, sabiendo que él mismo nunca se permitiría enamorarse de semejante manera y no esperaba ser amado hasta tal punto por ninguna mujer.

Sospechaba que Arai era la clase de hombre que se incauta de todo cuanto desea sin vacilación ni arrepentimiento. No era posible imaginar qué efecto tendría en su personalidad semejante falta de consideración en los años venideros, pero en aquel momento, en plena juventud, tal apetito por la vida resultaba atractivo, y a Shigeru le agradó.

—Sentaos —invitó Arai—. Hemos traído comida desde Kumamoto. Puede que no hayáis probado estos platos; nosotros estamos cerca de la costa. Lo que veis es sólo un aperitivo; más tarde cocinaremos y comeremos lo que nos consigan nuestros halcones.

El aperitivo consistía en huevas secas de pepinos de mar, conservas de calamar, arroz en cáscara envuelto en algas marinas y setas de color naranja con forma de abanico, encurtidas en vinagre de arroz y sal. Primero bebieron vino y después se sirvió el té. La conversación versaba sobre asuntos de carácter general: el estado del tiempo en otoño o los pájaros de la llanura que esperaban poder cazar. Entonces, en respuesta a una pregunta de Takeshi, se tocaron varios temas referentes al manejo del sable: los mejores forjadores, los más grandes maestros, los espadachines más famosos.

—Matsuda Shingen dio clases a mi hermano —comentó Takeshi—, y yo voy a ir a Terayama para que también me instruya a mí.

—Eso te convertirá en un hombre, como el señor Otori —respondió Arai—. Fuisteis muy afortunado al ser aceptado por Matsuda —le dijo a Shigeru—. Se rumorea que Iida Sadayoshi le invitó a ir a Inuyama, pero Matsuda no aceptó.

—Matsuda pertenece a los Otori —repuso Shigeru—. No había razón para que ejerciera de maestro para los Tohan.

Arai esbozó una sonrisa, si bien se abstuvo de hacer más comentarios. Sin embargo, al final del día, una vez que hubieron pasado la tarde galopando por la llanura y persiguiendo a los veloces halcones con tal ímpetu que impresionó incluso a Takeshi, y mientras las capturas de las aves de presa —faisanes, perdices y un par de liebres jóvenes— se asaban sobre el carbón encendido, Arai regresó al asunto de la relación entre los Otori y los Tohan.

Caía el crepúsculo y el humo de las hogueras se elevaba formando penachos de color gris. Por el oeste, el cielo aún retenía el amarillo pálido de los últimos momentos de la puesta de sol. Shizuka, quien había cabalgado con ellos haciendo gala de la destreza y el arrojo propios de un hombre, les sirvió vino. Arai bebía de la misma manera que montaba a caballo: sin restricción alguna y con impetuoso deleite. De vez en cuando las manos de la mujer rozaban las de él y una mirada relampagueaba entre ambos. La presencia de la joven perturbaba a Shigeru, no sólo por la incuestionable y desconcertante atracción entre ella y Arai, sino también porque no la encontraba de fiar.

Arai dijo:

—Sadamu ha aumentado sus críticas contra los Otori, según nos hemos enterado, y parece que ha adquirido cierto desagrado hacia vuestra persona.

—Cometí el error de salvarle la vida —respondió Shigeru—. Sadamu es capaz de convertir cualquier acción en un insulto planeado.

—¿Cómo os proponéis responder?

Arai utilizaba un tono ligero, pero en la conversación se había adentrado un nuevo matiz de seriedad del que Shigeru era consciente. Sólo Kiyoshige y Takeshi se encontraban lo bastante cerca como para escuchar. Además de la mujer.

—Perdonadme, señor Arai. Me gustaría comentar mi respuesta con vos, pero se trata de un asunto privado de vuestra exclusiva incumbencia —contestó, lanzando una mirada a Shizuka.

La joven permaneció sentada sin moverse, con una leve sonrisa pintada en el rostro. Arai respondió:

—Podéis hablar con libertad delante de Muto Shizuka. No estáis habituado a la manera de actuar que tenemos en el Oeste. Debéis acostumbraros a que las mujeres tomen parte en semejantes discusiones, si es que también vais a hablar con Maruyama Naomi.

—¿Acaso voy a tener semejante placer?

—Por lo que parece, va camino de Terayama. Es gran admiradora del trabajo de Sesshu, tanto de las pinturas como de los jardines. Os reuniréis allí con ella; por casualidad, claro está. —Arai se echó a reír otra vez al percatarse de que sus palabras no habían disipado los recelos de Shigeru, y se giró hacia Shizuka—. Tendrás que formular un juramento formal ante el señor Otori para convencerle.

La muchacha se adelantó un poco y con voz clara y serena dijo:

—Los secretos del señor Otori están a salvo conmigo, jamás se los revelaré a nadie. Lo juro.

—Ya lo veis —dijo Arai—. Podéis confiar en ella. Os lo prometo.

Shizuka inclinó la cabeza hasta tocar el suelo con la frente. Shigeru tenía que darse por satisfecho, pues de lo contrario se arriesgaba a ofender a Arai.

—Es cierto que Sadamu me culpa de haberle ofendido —explicó Shigeru—, pero le resulta conveniente; le proporciona una excusa para hacer lo que los Iida han pretendido desde mucho tiempo atrás: extender sus dominios al País Medio a expensas de los Otori. Las minas de plata en los alrededores de Chigawa, el próspero puerto marítimo de Hofu y las fértiles tierras de cultivo del sur atraen a los Tohan considerablemente. Pero Sadamu no quedará satisfecho sólo con el País Medio. Su meta es conquistar la totalidad de los Tres Países; antes o después pasará a la acción para enfrentarse al Oeste. Soy de la opinión de que una alianza entre los Seishuu y los Otori le disuadiría en una primera instancia y, en caso de guerra, conseguiría derrotarle.

—Imagino que sabéis que los Seishuu prefieren mantener la paz a través de la diplomacia y las alianzas —observó Arai.

—Me cuesta creer que sea vuestra propia preferencia. Se dice que vuestra familia nunca ha apreciado a los Tohan.

—Tal vez no, pero yo no soy más que una pequeña parte del clan. Mi padre sigue vivo y tengo tres hermanos. Además, el matrimonio de la señora Maruyama Naomi y varios otros (mi propia esposa probablemente será elegida entre una familia partidaria de Iida, si no emparentada con él) han acercado el Oeste a los Tohan de una manera notable. —Se inclinó hacia delante y en voz baja prosiguió:— Los Otori forman un gran clan, una familia ancestral, posiblemente la más grande de los Tres Países; pero ¿qué les ha ocurrido? ¿Qué hacían mientras los Iida negociaban estas alianzas? Ya sabéis lo que dice la gente: mientras los Otori se ocultan en Hagi, les arrebatarán el resto del País Medio y ni siquiera se darán cuenta.

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