La Red del Cielo es Amplia (40 page)

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Authors: Lian Hearn

Tags: #Avéntura, Fantastico

BOOK: La Red del Cielo es Amplia
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—¿Por qué se retrasan Kitano y Noguchi? —preguntó Shigeru a Kiyoshige—. Tienen que atacar ahora. Acércate hasta Noguchi y ordénale que pase a la acción inmediatamente.

Kiyoshige galopó a lomos de
Kamome,
su caballo gris de crines negras, atravesando la llanura en dirección al sur. Los jinetes de los Tohan aún se encontraban fuera del alcance de los arcos; la flecha que se clavó en el pecho de
Kamome
no podía venir de ellos. Procedía de uno de los arqueros de Noguchi, y fue seguida por varias más. El caballo se desplomó. Shigeru vio que Kiyoshige se bajaba de un salto del lomo del animal, aterrizaba sobre una rodilla y recuperaba el equilibrio antes de levantarse a toda velocidad y desenfundar su sable. No tuvo oportunidad de utilizarlo. Una segunda tanda de flechas cayó sobre él como una ola y le arrastró bajo ella; mientras se esforzaba por ponerse de pie, uno de los guerreros de Noguchi salió corriendo, le arrancó la cabeza de un sablazo y la levantó —sujetándola por el moño—, dejándola a la vista de los soldados que tenía a sus espaldas. Un grito destemplado surgió al unísono de las gargantas de los hombres de Noguchi, quienes se abalanzaron hacia delante, pisoteando el cadáver degollado y el caballo moribundo, y salieron corriendo; pero no lo hicieron ladera abajo, en dirección al ejército de los Tohan en avance, sino hacia arriba, a lo largo del lateral de la llanura, rebasando el flanco del ejército principal de Shigeru, empujándolo contra la cordillera norte, despojando a las empalizadas de cualquier utilidad.

Shigeru apenas tuvo tiempo de pararse a reflexionar sobre la certeza de la traición o la lamentable muerte de Kiyoshige antes de descubrirse a sí mismo combatiendo encarnizadamente contra hombres de su propio clan, ahora iracundos y brutales a causa de su deserción. Más tarde, en la memoria de Shigeru quedarían grabadas ciertas imágenes que jamás podrían borrarse: la cabeza de Kiyoshige, separada del cuerpo pero, de alguna forma, aún con un hálito de vida, con los ojos abiertos de par en par a causa de la conmoción; el angustioso momento en que Shigeru tuvo que rendirse a la evidencia y reconocer que había sido traicionado; el primer hombre al que mató por puro instinto de defensa, y que lucía el blasón de los Noguchi; luego, el reemplazo de su propia conmoción por la furia más intensa que jamás había experimentado. Se trataba de una cólera ávida de sangre que le provocaba la ausencia de toda emoción, salvo el deseo de matar con sus propias manos a la horda de traidores.

Los soldados de a pie se habían visto obligados a abandonar sus posiciones al ser atacados por los jinetes de los Tohan, frente a ellos, y por los arqueros de Noguchi, por el flanco. Shigeru condujo a sus jinetes una y otra vez contra los Tohan; pero a medida que eran forzados a retroceder hacia las colinas, el número de guerreros iba en disminución. Era consciente de que su padre e Irie se encontraban alejados, hacia su izquierda. Los Kitano, de quienes esperaba que le reforzaran desde el sur, parecían haberse evaporado. ¿Se habrían batido ya en retirada? Mientras examinaba en vano los estandartes, en busca de la hoja de castaño, vio que Irie encabezaba un ataque en el flanco derecho de los Tohan. Mientras Shigeru giraba a
Karasu
para apremiarle a entrar de nuevo en la batalla, divisó a Eijiro y a su hijo mayor, Danjo, junto a él. Avanzaban cabalgando lado a lado, abriéndose camino entre los soldados de infantería, forzándolos a retirarse a cierta distancia; pero Eijiro fue alcanzado en el costado por una lanza y sucumbió. Danjo soltó un aullido de furia y mató al hombre que había quitado la vida a su padre. Casi en el mismo momento, un jinete llegó cabalgando hasta él y le partió el cráneo en dos.

Shigeru continuó luchando, poseído por la misma furia cegadora. Una capa de niebla parecía haber descendido sobre el campo de batalla, entorpeciendo la vista y el oído. Era vagamente consciente de los chillidos de los hombres y los relinchos de los caballos, del suspiro y el golpe seco que precedían a las mortales lluvias de flechas, de los gritos y gruñidos que acompañaban la ardua actividad de la matanza; pero se sentía distanciado de todo aquello, como si lo estuviera presenciando en un sueño. El fragor de la batalla era tan intenso que le resultaba prácticamente imposible distinguir a sus hombres de los Tohan. Los estandartes se desplomaban sobre el polvo; los blasones de las casacas quedaban borrados por la sangre. Shigeru y un puñado de sus soldados fueron obligados a retroceder siguiendo el curso de un pequeño torrente. Vio a sus hombres caer paulatinamente a su alrededor; pero antes, cada uno de ellos había arrastrado consigo a dos guerreros de los Tohan. Shigeru se quedó enfrentado cara a cara con dos enemigos, uno a pie y el otro aún a caballo. Los tres estaban extenuados. Shigeru esquivó los violentos ataques del jinete, aproximó su montura al otro corcel y, a toda velocidad, golpeó con su sable hacia abajo, haciendo que el caballo se tambalease. Vio brotar la sangre de su adversario y supo que le había incapacitado al menos durante unos minutos. Se volvió para contraatacar por la derecha al soldado de a pie, y le mató al mismo tiempo que éste clavaba su sable en el cuello de
Karasu.
El animal se estremeció y se desplomó hacia un costado, golpeando al otro caballo —que se derrumbó— y desmontando a su jinete moribundo; luego
Karasu
tropezó, arrojando a Shigeru al suelo encima de su enemigo, al que dejó inmovilizado.

Debió de quedar conmocionado por la caída, pues cuando consiguió zafarse del cuerpo del caballo cayó en la cuenta de que el sol se había desplazado hacia el oeste y empezaba a hundirse por detrás de las montañas. El núcleo de la batalla le había pasado por encima como un tifón y se había alejado. El pequeño valle cuyo arroyo quedaba estancado por el cadáver de
Karasu
estaba desierto, salvo por los muertos que yacían en insólitos montones, Otori y Tohan mezclados y apilándose cada vez en mayor número en dirección a la llanura.

"Estamos derrotados." El dolor de la desgracia, la furia y el sufrimiento por los caídos eran demasiado intensos como para pararse a contemplarlos. Shigeru concentró su pensamiento en la muerte, acogiendo con entusiasmo el alivio que traería consigo. En la distancia le pareció divisar soldados Tohan caminando entre los muertos, cercenando cabezas con objeto de alinearlas para la inspección de Sadamu. "También tendrá la mía", reflexionó mientras una oleada de rabia y de odio le inundaba las entrañas. "Pero no permitiré que me capturen." Recordó las palabras de su padre. Shigemori debía de estar muerto, y
Jato
se habría perdido. Shigeru podía atravesarse el vientre con el puñal, la única manera de mitigar su agonía, pues ningún dolor físico podía ser mayor que el que sentía en ese momento.

Caminó una corta distancia corriente arriba y llegó hasta el manantial, cuya agua fresca se desplomaba desde una abertura en la roca negra. A su alrededor crecían helechos y campanillas blancas, cuyo color destacaba bajo la luz moribunda. En los peñascos situados en lo alto del manantial había un pequeño santuario construido con piedras y techado con una losa. Otra placa de piedra servía de repisa para las ofrendas. Se quitó el yelmo y cayó en la cuenta de que sangraba profusamente por el cuero cabelludo. Se arrodilló junto al agua y bebió con avidez; luego se lavó la cabeza, la cara y las manos. Colocó su sable en la repisa del santuario, elevó una breve plegaria al dios de la montaña, pronunció el nombre del Iluminado y sacó el puñal del cinturón. Se desabrochó la armadura y se hincó de rodillas en la hierba, abrió la talega que llevaba colgada a la cintura y sacó un pequeño frasco de esencia con el que se perfumó el cabello y la barba, con objeto de dignificar su cabeza para cuando fuera expuesta ante la mirada de Iida Sadamu.

—¡Señor Shigeru! —le llamó alguien.

Shigeru ya se había embarcado en su viaje hacia la muerte, y no prestó atención alguna. La voz le resultaba familiar, pero no se molestó en identificarla: ya no tenía que rendir cuentas ante nadie entre los vivos.

—¡Señor Shigeru!

Levantó la vista y vio a Irie Masahide, que cojeaba corriente arriba en su dirección. El lacayo tenía el rostro de un tono verdoso; se agarraba el costado, donde le habían atravesado la armadura.

"¡Me ha traído a
Jato!",
pensó Shigeru con gran pesar, pues ya no deseaba seguir viviendo.

Irie apenas tenía alientos para hablar.

—Tu padre ha muerto. La derrota es absoluta. Noguchi nos ha traicionado.

—¿Y el sable de mi padre?

—Desapareció cuando el señor Otori sucumbió.

—Entonces, puedo darme muerte —replicó Shigeru, aliviado.

—Déjame que te ayude —indicó Irie—. ¿Dónde está tu sable? El mío está destrozado.

—Lo he colocado en el santuario. Date prisa; quiero evitar a toda costa que me capturen.

Pero cuando Irie alargó el brazo para recoger el sable, las piernas le cedieron y se cayó hacia delante. Shigeru le sujetó antes de que tocara el suelo, y entendió de pronto que su fiel lacayo estaba moribundo. La hoja que le había atravesado la armadura le había producido una incisión profunda en la zona del estómago; sólo las correas de la coraza mantenían sujetas las vísceras.

—Perdóname —dijo Irie jadeando—. Incluso yo te he fallado.

Empezó a brotarle sangre de la boca. El rostro se le contrajo y el cuerpo se arqueó brevemente. Luego, la vida huyó de su mirada y sus extremidades se relajaron, sumidas en el largo sueño de la muerte.

A Shigeru le embargó la emoción ante la determinación de su antiguo preceptor y amigo por localizarle, a pesar de la agonía de sus últimos momentos, si bien el incidente no hizo más que reforzar la evidencia de la derrota y la absoluta soledad en la que él mismo se encontraba.
Jato
había desaparecido, quedaba confirmado. Lavó la cara de Irie y le cerró los ojos; pero antes de que Shigeru tuviera tiempo de arrodillarse y recoger su puñal, apreció un tenue resplandor por el rabillo del ojo que le hizo girarse al tiempo que agarraba el puñal, sin saber a ciencia cierta si clavárselo de inmediato en el vientre u ocuparse primero de esta nueva amenaza. Se encontraba exhausto, no deseaba luchar ni tratar de acopiar la energía necesaria para vivir; quería morir, pero no permitiría que le capturasen.

—Señor Otori —pronunció otra voz del pasado que no conseguía identificar. La desvaída luz del atardecer pareció fracturarse de una manera que a su desesperada mente le resultaba vagamente familiar. Un retazo de recuerdo de una existencia distinta, una luz diferente que adquiría un tono verdoso por el bosque y por la lluvia, que arreciaba...

El espíritu del zorro se encontraba frente a él, empuñando a
Jato.
El mismo rostro, pálido y cambiante; la constitución anodina, la estatura pequeña, los ojos negros y opacos a los que nada se escapaba.

—¡Señor Otori!

El hombre que había afirmado llamarse El Zorro alargó el sable con ambas manos, con el máximo cuidado, pues la más ligera presión sobre la hoja le rasgaría la piel de inmediato. La vaina se había perdido, pero las incrustaciones de bronce y madreperla relucían en la empuñadura. A regañadientes, Shigeru cogió el arma con actitud respetuosa e hizo una reverencia a su benefactor; en cuanto
Jato
se instaló en su mano, notó el poder del sable.

La vida, plagada de dolor insoportable y exigencias imposibles, se precipitó sobre Shigeru.

"No te des muerte." ¿Era la voz del hombre, o la de su propio padre, acaso la del sable? "¡Vive y busca venganza!"

Vio que el semblante del recién llegado cambiaba a medida que sus labios se separaban. Shigeru notó que los ojos se le llenaban de lágrimas y esbozó una sonrisa.

Desató la vaina del sable de Irie del cinturón del lacayo y en ella guardó a
Jato.
Luego cogió su propio sable del santuario y se lo entregó a El Zorro.

—¿Lo aceptas a cambio?

—No soy guerrero. No utilizo sable.

—Tienes el valor de un guerrero —respondió Shigeru—. El clan Otori, si es que sobrevive, siempre se encontrará en deuda contigo.

—Salgamos de aquí —indicó el hombre esbozando una ligera sonrisa, como si las palabras de Shigeru le hubieran agradado—. Quitaos la armadura y dejadla aquí.

—Probablemente piensas que debería quitarme la vida —dijo Shigeru mientras se despojaba de la coraza—. Ojalá lo hubiera hecho, ojalá pudiera hacerlo todavía. Pero la última orden de mi padre fue que yo sobreviviera si
Jato,
su sable, llegaba a mis manos.

—Que sigáis viviendo o no me resulta indiferente. En realidad, no sé por qué os estoy ayudando. Creedme, no es mi costumbre. Vamos, seguidme.

El Zorro había vuelto a colocar el sable de Shigeru sobre la repisa de roca, pero a medida que se daban la vuelta en dirección a la montaña llegaron gritos y sonidos de pisadas desde abajo de la ladera, y una reducida banda de hombres irrumpió en escena; la triple hoja de roble se distinguía claramente en sus casacas.

—A fin de cuentas, puede que lo necesite —masculló El Zorro, quien acto seguido agarró el sable y lo sacó de la vaina. Simultáneamente,
Jato
cobró vida en manos de Shigeru.

Éste había empuñado el arma con anterioridad, pero era la primera vez que la utilizaba para luchar. Notó al instante un destello de reconocimiento.

Contaban con la ventaja de la cuesta, pero ninguno de los dos llevaba protección y los Tohan disponían de armaduras completas. Tres de ellos portaban sable y otros dos, sendas lanzas de puntas curvadas. Shigeru advirtió que su energía regresaba, como si el propio
Jato
le hubiera insuflado nueva vida. Esquivó el golpe del adversario que tenía a menor distancia y a la velocidad de una serpiente se apartó a un lado y dejó que el hombre se arrojara hacia delante;
Jato
volvió a silbar en el aire y se clavó bajo el yelmo del enemigo, en la nuca, seccionándole la médula espinal. A continuación, un golpe de lanza surgió desde abajo de la cuesta; pero El Zorro, que se había hecho invisible, reapareció a espaldas del guerrero y, de un sablazo, le atravesó desde el hombro a la cadera. La lanza, ahora inútil, se desplomó sobre el suelo.

Los guerreros Tohan tal vez hubieran adivinado a quién se estaban enfrentando, y quizá la expectativa de una suculenta recompensa los estimulaba. Pero una vez que los dos primeros hombres hubieron sucumbido con tanta rapidez, el segundo lancero se batió en retirada colina abajo, claramente decidido a que no le mataran, ahora que la batalla había concluido. Sin embargo, al tiempo que huía gritaba pidiendo ayuda. Shigeru supo que en cualquier momento otros soldados llegarían corriendo ladera arriba. Si quería evitar que le capturasen, tenía que matar a los dos hombres restantes y darse a la fuga; pero era consciente de que sus fuerzas se estaban agotando y que se enfrentaba a ambos a la vez.
Jato
se movía en el aire como una víbora enfurecida. Por un momento, Shigeru pensó que su aliado le había abandonado; luego cayó en la cuenta de que estaba combatiendo a su costado, y de que a la lucha se había unido un tercer hombre; el recién llegado guardaba con El Zorro un parecido asombroso. En el momento en que lograron distraer la atención de los adversarios, El Zorro se lanzó a uno de ellos y le arrancó el brazo con el que agarraba el sable, seccionándolo a la altura del hombro.
Jato
encontró la garganta del último enemigo y le practicó un profundo corte en la yugular.

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