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Authors: Leopoldo Alas Clarin

La Regenta (13 page)

BOOK: La Regenta
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A don Carlos le dolió mucho que ni siquiera se le preguntase por su hija. La nobleza vetustense opinó que muerto el perro no se acabase la rabia; que la muerte providencial de la modista no era motivo suficiente para hacer las paces con el infame don Carlos ni para enterarse de la suerte de su hija.

Tiempo había para proteger a la niña, sin menoscabo de la dignidad, si, como era de presumir, la conducta loca de su padre le arrastraba a la pobreza. Además, se corrió por Vetusta que don Carlos se había hecho masón, republicano y por consiguiente ateo. Sus hermanas se vistieron de negro y en el gran salón, en el estrado, recibieron a toda la aristocracia de Vetusta, como si se tratara de visitas de duelo.

La estancia estaba casi a obscuras; por los grandes balcones no se dejaba pasar más que un rayo de luz; se hablaba poco, se suspiraba y se oía el aleteo de los abanicos.

—¡Cuánto mejor hubiese sido que se hubiera vuelto loco!—exclamó el marqués de Vegallana, jefe del partido conservador de Vetusta.

—¡Qué... loco!—contestó una de las hermanas, doña Anunciación—. Diga usted, marqués, que ojalá Dios se acordase de él, antes que verle así.

Hubo unánime aprobación por señas. Muchas cabezas se inclinaron lánguidamente; y se volvió a suspirar. Aquello del republicanismo no necesitaba comentarios.

Don Carlos, en efecto, se había hecho liberal de los avanzados; y de los estudios físicos matemáticos había pasado a los filosóficos; y de resultas era un hombre que ya no creía sino lo que tocaba, hecha excepción de la libertad que no la pudo tocar nunca y creyó en ella muchos años. La vida de liberal en ejercicio de aquellos tiempos tenía poco de tranquila. Don Carlos se dedicó a filósofo y a conspirador, para lo cual creyó oportuno pedir la absoluta.

—«Yo ingeniero, no podría conspirar nunca (creía en el espíritu de cuerpo); como particular puedo procurar la salvación del país por los medios más adecuados».

No hay que pensar que era tonto don Carlos, sino un buen matemático, bastante instruido en varias materias. Pudo reunir una mediana biblioteca donde había no pocos libros de los condenados en el Índice. Amaba la literatura con ardor y era, por entonces, todo lo romántico que se necesitaba para conspirar con progresistas.

Lo que pudiera haber de falso y contradictorio en el carácter de don Carlos, era obra de su tiempo. No le faltaba talento, era apasionado y se asimilaba con facilidad ideas que entendía muy pronto, pero no se distinguía por lo original ni por lo prudente. Su amor propio de libre-pensador no había llegado a esa jerarquía del orgullo en que sólo se admite lo que uno crea para sí mismo. De todas maneras, era simpático.

De sus defectos su hija fue la víctima. Después de llorar mucho la muerte de su esposa, don Carlos volvió a pensar en asuntos que a él se le antojaban serios, como v. gr., propagar el libre examen dentro de círculo determinado de españoles; procurar el triunfo del sistema representativo en toda su integridad. Tanto valía entonces esto como dedicarse a bandolero sin protección, por lo que toca a la necesidad de vivir a salto de mata. Un conspirador no puede tener consigo una niña sin madre. Le hablaron de colegios, pero los aborrecía. Tomó un aya, una española inglesa que en nada se parecía a la de Cervantes, pues no tenía encantos morales, y de los corporales, si de alguno disponía, hacía mal uso. Esto lo ignoraba don Carlos, que admitió el aya en calidad de católica liberal. Se le había dicho:

—«Es una mujer ilustrada, aunque española; educada en Inglaterra donde ha aprendido el noble espíritu de la tolerancia».

Y además, curaba el entendimiento y el corazón a los niños con píldoras de la Biblia y pastillas de novela inglesa para uso de las familias. Era, en fin, una hipocritona de las que saben que a los hombres no les gustan las mujeres beatas, pero tampoco descreídas, sino, así un término medio, que los hombres mismos no saben cómo ha de ser. La hipocresía de doña Camila llegaba hasta el punto de tenerla en el temperamento, pues siendo su aspecto el de una estatua anafrodita, el de un ser sin sexo, su pasión principal era la lujuria, satisfecha a la inglesa: una lujuria que pudiera llamarse metodista si no fuera una profanación.

Tuvo que emigrar don Carlos, y Ana quedó en poder de doña Camila, que por imprudencia imperdonable de Ozores se vio disponiendo a su antojo de la mayor parte de las rentas de su amo, cada vez más flacas, pues las conspiraciones cuestan caras al que las paga.

Aconsejaron los médicos aires del campo y del mar para la niña y el aya escribió a don Carlos que un su amigo, Iriarte, el que le había recomendado a doña Camila, vendía en una provincia del Norte, limítrofe de Vetusta, una casa de campo en un pueblecillo pintoresco, puerto de mar y saludable a todos los vientos. Ozores dio órdenes para que se vendiese como se pudiera en la provincia de Vetusta la poca hacienda que no había malbaratado antes, y la mitad del producto de tan loca enajenación la dedicó a la compra de aquella quinta de su amigo Iriarte. La otra mitad fue destinada al socorro de los patriotas más o menos auténticos. En Vetusta no le quedaba más que su palacio que habitaban, sin pagar renta, las solteronas. La casa de campo y los predios que la rodeaban y pertenecían, valían mucho menos de lo que podía presumir el conspirador, si juzgaba por lo que le costaban, pero él no paraba mientes en tal materia: se iba arruinando ni más ni menos que su patria; pero así como la lista civil le dolía lo mismo que si la pagase él entera, de las mangas y capirotes que hacían con sus bienes le importaba poco. No era todo desprendimiento; vagamente veía en lontananza un porvenir de indemnizaciones patrióticas que aunque estaban en el programa de su partido, a él no le alcanzaron.

A las nuevas haciendas de don Carlos se fueron Anita, el aya, los criados y tras ellos el
hombre
, como llamó siempre la niña al personaje que turbaba no pocas veces el sueño de su inocencia. Era Iriarte, el amante de doña Camila y antiguo dueño de la casa de campo.

El aya había procurado seducir a don Carlos; sabía que su difunta esposa era una humilde modista, y ella, doña Camila Portocarrero que se creía descendiente de nobles, bien podía aspirar a la sucesión de la italiana. Creyó que don Carlos se había casado por compromiso, que era un hombre que se casaba con la servidumbre. Conocía este tipo y sabía cómo se le trataba. Pero fue inútil. En el poco tiempo que pudo aprovechar para hacer la prueba de su sabio y complicado sistema de seducción, don Carlos no echó de ver siquiera que se le tendía una red amorosa. Por aquella época era él casi sansimoniano. Emigró Ozores y doña Camila juró odio eterno al ingrato, y consagró, con la paciencia de los reformistas ingleses, un culto de envidia póstuma a la modista italiana que había conseguido casarse con aquel estuco. Anita pagó por los dos.

El aya afirmaba en todas partes, entre interjecciones aspiradas, que la educación de aquella señorita de cuatro años exigía cuidados muy especiales. Con alusiones maliciosas, vagas y envueltas en misterios a la condición social de la italiana, daba a entender que la ciencia de educar no esperaba nada bueno de aquel retoño de meridionales concupiscencias. En voz baja decía el aya que «la madre de Anita tal vez antes que modista había sido bailarina».

De todas suertes, doña Camila se rodeó de precauciones pedagógicas y preparó a la infancia de Ana Ozores un verdadero gimnasio de moralidad inglesa. Cuando aquella planta tierna comenzó a asomar a flor de tierra se encontró ya con un rodrigón al lado para que creciese derecha. El aya aseguraba que Anita necesitaba aquel palo seco junto a sí y estar atada a él fuertemente. El palo seco era doña Camila. El encierro y el ayuno fueron sus disciplinas.

Ana que jamás encontraba alegría, risas y besos en la vida, se dio a soñar todo eso desde los cuatro años. En el momento de perder la libertad se desesperaba, pero sus lágrimas se iban secando al fuego de la imaginación, que le caldeaba el cerebro y las mejillas. La niña fantaseaba primero milagros que la salvaban de sus prisiones que eran una muerte, figurábase vuelos imposibles.

«Yo tengo unas alas y vuelo por los tejados, pensaba; me marcho como esas mariposas»; y dicho y hecho, ya no estaba allí. Iba volando por el azul que veía allá arriba.

Si doña Camila se acercaba a la puerta a escuchar por el ojo de la llave, no oía nada. La niña con los ojos muy abiertos, brillantes, los pómulos colorados, estaba horas y horas recorriendo espacios que ella creaba llenos de ensueños confusos, pero iluminados por una luz difusa que centelleaba en su cerebro.

Nunca pedía perdón; no lo necesitaba. Salía del encierro pensativa, altanera, callada; seguía soñando; la dieta le daba nueva fuerza para ello. La heroína de sus novelas de entonces era una madre. A los seis años había hecho un poema en su cabecita rizada de un rubio obscuro. Aquel poema estaba compuesto de las lágrimas de sus tristezas de huérfana maltratada y de fragmentos de cuentos que oía a los criados y a los pastores de Loreto. Siempre que podía se escapaba de casa; corría sola por los prados, entraba en las cabañas donde la conocían y acariciaban, sobre todo los perros grandes; solía comer con los pastores. Volvía de sus correrías por el campo, como la abeja con el jugo de las flores, con material para su poema. Como Poussin cogía yerbas en los prados para estudiar la naturaleza que trasladaba al lienzo. Anita volvía de sus escapatorias de salvaje con los ojos y la fantasía llenos de tesoros que fueron lo mejor que gozó en su vida. A los veintisiete años Ana Ozores hubiera podido contar aquel poema desde el principio al fin, y eso que en cada nueva edad le había añadido una parte. En la primera había una paloma encantada con un alfiler negro clavado en la cabeza; era la reina mora; su madre, la madre de Ana que no parecía. Todas las palomas con manchas negras en la cabeza podían ser una madre, según la lógica poética de Anita.

La idea del libro, como manantial de mentiras hermosas, fue la revelación más grande de toda su infancia. ¡Saber leer! esta ambición fue su pasión primera. Los dolores que doña Camila le hizo padecer antes de conseguir que aprendiera las sílabas, perdonóselos ella de todo corazón. Al fin supo leer. Pero los libros que llegaban a sus manos, no le hablaban de aquellas cosas con que soñaba. No importaba; ella les haría hablar de lo que quisiese.

Le enseñaban geografía; donde había enumeraciones fatigosas de ríos y montañas, veía Ana aguas corrientes, cristalinas y la sierra con sus pinos altísimos y soberbios troncos; nunca olvidó la definición de isla, porque se figuraba un jardín rodeado por el mar; y era un contento. La historia sagrada fue el maná de su fantasía en la aridez de las lecciones de doña Camila. Adquirió su poema formas concretas, ya no fue nebuloso; y en las tiendas de los israelitas, que ella bordó con franjas de colores, acamparon ejércitos de bravos marineros de Loreto, de pierna desnuda, musculosa y velluda, de gorro catalán, de rostro curtido, triste y bondadoso, barba espesa y rizada y ojos negros.

La poesía épica predomina lo mismo que en la infancia de los pueblos en la de los hombres. Ana soñó en adelante más que nada batallas, una Ilíada, mejor, un Ramayana sin argumento. Necesitaba un héroe y le encontró: Germán, el niño de Colondres. Sin que él sospechara las aventuras peligrosas en que su amiga le metía, se dejaba querer y acudía a las citas que ella le daba en la barca de Trébol.

Nada le decía de aquellas grandes batallas que le obligaba a ganar en el extremo Oriente, en las que ella le asistía haciendo el papel de reina consorte, con arranques de amazona. Algunas veces le propuso, hablándole al oído, viajes muy arriesgados a países remotos que él ni de nombre conocía. Germán aceptaba inmediatamente, y estaba dispuesto a convertirse en diligencia si Ana aceptaba el cargo de mula, o viceversa. No era eso. La niña quería ir a tierra de moros de verdad, a matar infieles o a convertirlos, como Germán quisiera. Germán prefería matarlos; y dicho y hecho se metían en la barca, mientras el barquero dormía a la sombra de un cobertizo en la orilla. A costa de grandes sudores conseguían un ligero balanceo del gran navío que tripulaban y entonces era cuando se creían bogando a toda vela por mares nunca navegados.

Germán gritaba:—¡Orza!... ¡a babor, a estribor! ¡hombre al agua!... ¡un tiburón!...

Pero tampoco era aquello lo que quería Anita; quería marchar de veras, muy lejos, huyendo de doña Camila. La única ocasión en que Germán correspondió al tipo ideal que de su carácter y prendas se había forjado Anita, fue cuando aceptó la escapatoria nocturna para ver juntos la luna desde la barca y contarse cuentos. Este proyecto le pareció más viable que el de irse a Morería y se llevó a cabo. Ya se sabe cómo entendió la grosera y lasciva doña Camila la aventura de los niños. Era de tal índole la maldad de esta hembra, que daba por buenas las desazones que el lance pudiera causarle, por la responsabilidad que ella tenía, con tal de ver comprobados por los hechos sus pronósticos.

—«¡Como su madre!—decía a las personas de confianza—.
¡improper! ¡improper!
¡Si ya lo decía yo! El instinto... la sangre.... No basta la educación contra la naturaleza».

Desde entonces educó a la niña sin esperanzas de salvarla; como si cultivara una flor podrida ya por la mordedura de un gusano. No esperaba nada, pero cumplía su deber. Loreto era una aldea, y como doña Camila refería la aventura a quien la quisiera oír, llorando la infeliz, rendida bajo el peso de la responsabilidad (y ella poco podía contra la naturaleza), el escándalo corrió de boca en boca, y hasta en el casino se supo lo de aquella confesión a que se obligó a la reo. Se discutió el caso fisiológicamente. Se formaron partidos; unos decían que bien podía ser, y se citaban multitud de ejemplos de precocidad semejante.

—Créanlo ustedes—decía el amante de doña Camila—el hombre nace naturalmente malo, y la mujer lo mismo.

Otros negaban la verosimilitud del hecho cuando menos.

—«Si ponen ustedes eso en un libro nadie lo creerá».

Ana fue objeto de curiosidad general. Querían verla, desmenuzar sus gestos, sus movimientos para ver si se le conocía en algo.

—Lo que es desarrollada lo está y mucho para su edad...—decía el hombre de doña Camila, que saboreaba por adelantado la lujuria de lo porvenir.

—En efecto, parece una mujercita. Y se la devoraba con los ojos; se deseaba un milagroso crecimiento instantáneo de aquellos encantos que no estaban en la niña sino en la imaginación de los socios del casino.

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