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Authors: Leopoldo Alas Clarin

La Regenta (69 page)

BOOK: La Regenta
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Visitación se volvía loca. Su marido, el señor Cuervo, y sus hijos comían los garbanzos duros, se lavaban sin toalla porque ella había salido con las llaves, como siempre, y no acababa de volver. «¿Cómo había de volver si aquella empecatada de Regenta no se daba a partido, y resistía al hombre irresistible con heroicidad de roca?». El mísero empleado del Banco retorcía el bigotillo engomado y con voz de tiple decía a la muchedumbre de sus hijos que lloraban por la sopa:

—Silencio, niños, que mamá riñe si se come sin ella.

Y la sopa se enfriaba, y al fin aparecía Visitación, sofocada, distraída, de mal humor. Venía de casa de Vegallana donde había conseguido que Ana y Álvaro se hablaran a solas un momento, por casualidad... que había preparado ella. ¡Pero buena conversación te dé Dios! Él había salido mordiéndose el bigote y le había dicho a ella, a Visita: «¡Déjame en paz! al querer darle una broma. ¡Déjame en paz!» señal de que no daba un paso. Visitación sentía ahora una vergüenza retrospectiva; recordaba el tiempo que había ella tardado en ceder, lo comparaba con la resistencia de Ana y... se le encendían las mejillas de cólera, de envidia, de pudor malo, falso. Algo le decía en la conciencia que el oficio que había tomado era miserable... pero buena estaba ella para oír consejos de comedia moral y gritos interiores; aquel anhelo villano era una pasión cada día más fuerte, era de un saborcillo agridulce y picante que prefería ya a todas las dulzuras de la confitería. Era una pasión, una cosa que recordaba la juventud, aunque al mismo tiempo parecía síntoma de la vejez. En fin, ella no trataba de resistir, y había llegado a creer que sería capaz de arrojar a su amiga a la fuerza en brazos del antiguo amante. De todos modos, en casa de Visita faltaba la limpieza de suelo y muebles, de sala y cocina, y no era su hogar una taza de plata, y día hubo que el marido no encontró camisa en el armario y se fue al Banco... con un camisolín de su mujer, que simulaba bien o mal un cuello marinero.

Pero tanto afán era inútil; ni Visita, ni Paco, ni los paseos a caballo de Mesía, conseguían rendir a la Regenta. ¡Y si al menos se viera que era indiferencia aquella fortaleza! Pero, no; a leguas se veía, según los tres, que Ana estaba interesada. Esto era lo que les irritaba más, sobre todo a Visita. Don Álvaro no hablaba de este mal negocio con la del Banco, por más que ella le hurgaba. Con Paco únicamente desahogaba, y pocas veces.—Pero Ana creía en un complot y esto la ayudaba no poco en su defensa. Iba de tarde en tarde a casa de Vegallana, a pesar de protestas pesadas, insufribles de Quintanar, que repetía:

—¡Qué dirán esos señores, Anita, qué dirán los Marqueses!

Si don Álvaro perdía la esperanza, el Magistral tampoco estaba satisfecho. Veía muy lejos el día de la victoria; la inercia de Ana le presentaba cada vez nuevos obstáculos con que él no había contado. Además, su amor propio estaba herido. Si alguna vez había ensayado interesar a su amiga descubriéndole, o por vía de ejemplo o por alarde de confianza, algo de la propia historia íntima, ella había escuchado distraída, como absorta en el egoísmo de sus penas y cuidados. Más había; aquella señora que hablaba de grandes sacrificios, que pretendía vivir consagrada a la felicidad ajena, se negaba a violentar sus costumbres, saliendo de casa a menudo, pisando lodo, desafiando la lluvia; se negaba a madrugar mucho, y alegando como si se tratase de cosa santa, las exigencias de la salud, los caprichos de sus nervios. «El madrugar mucho me mata; la humedad me pone como una máquina eléctrica». Esto era humillante para la religión y
depresivo
para don Fermín; era, de otro modo, un jarro de agua que le enfriaba el alma al Provisor y le quitaba el sueño.

Una tarde entró De Pas en el confesonario con tan mal humor, que Celedonio el monaguillo le vio cerrar la celosía con un golpe violento. Don Fermín bajaba del campanario, donde, según solía de vez en cuando, había estado registrando con su catalejo los rincones de las casas y de las huertas. Había visto a la Regenta en el parque pasear, leyendo un libro que debía de ser la historia de Santa Juana Francisca, que él mismo le había regalado. Pues bien, Ana, después de leer cinco minutos, había arrojado el libro con desdén sobre un banco.

—¡Oh! ¡oh! ¡estamos mal!—había exclamado el clérigo desde la torre: conteniendo en seguida la ira, como si Ana pudiera oír sus quejas. Después habían aparecido en el parque dos hombres, Mesía y Quintanar. Don Álvaro había estrechado la mano de la Regenta que no la había retirado tan pronto como debiera; «¡aunque no fuese más que por estar viéndolos él!». Don Víctor había desaparecido y el seductor de oficio y la dama se habían ocultado poco a poco entre los árboles, en un recodo de un sendero. El Magistral sintió entonces impulsos de arrojarse de la torre. Lo hubiera hecho a estar seguro de volar sin inconveniente. Poco después había vuelto a presentarse don Víctor, el tonto de don Víctor, con sombrero bajo y sin gabán, de cazadora clara, acompañado de don Tomás Crespo, el del tapabocas; los dos se habían ido en busca de los otros y los cuatro juntos se presentaron de nuevo, ante el objetivo del catalejo que temblaba en las manos finas y blancas del canónigo. Don Víctor levantaba la cabeza, extendía el brazo, señalaba a las nubes y daba pataditas en el suelo. Ana había desaparecido otra vez, había entrado en la casa, olvidando a Santa Juana Francisca sobre el banco, y a los dos minutos estaba otra vez allí con chal y sombrero; y los cuatro habían salido por la puerta del parque, que abrió Frígilis con su llave. ¡Iban al campo!

Cuando don Fermín se vio encerrado entre las cuatro tablas de su confesonario, se comparó al criminal metido en el cepo.

Aquel día las hijas de confesión del Magistral le encontraron distraído, impaciente; le sentían dar vueltas en el banco, la madera del armatoste crujía, las penitencias eran desproporcionadas, enormes.

En vano esperó, con loca esperanza, ver a la Regenta presentarse en la capilla, por casualidad, por impulso repentino, como quiera que fuese, presentarse, que era lo que él quería, lo que él necesitaba. Verdad era que no habían quedado en tal cosa; ocho días faltaban para la próxima confesión, ¿por qué había de venir? «Por que sí, por que él lo necesitaba, porque quería hablarla, decirle que aquello no estaba bien, que él no era un saco para dejarlo arrimado a una pared, que la piedad no era cosa de juego y que los libros edificantes no se tiran con desdén sobre los bancos de la huerta; ni se pierde uno entre los árboles de Frígilis sin más ni más, en compañía de un buen mozo materialista y corrompido». Pero, no, no pareció por la capilla Ana. «Sabe Dios dónde estarían. ¿Qué expedición era aquella? Necedades de don Víctor; había levantado el brazo señalando a las nubes; aquello parecía como responder del buen tiempo; en efecto, la tarde estaba hermosa, podía asegurarse que no llovería... pero ¿y qué? ¿Era esa razón suficiente para salir con el enemigo al campo? Porque aquel era el enemigo, sí, don Fermín volvía a sospecharlo. La Regenta, sin embargo, jamás se había acusado de una afición singular; hablaba de tentaciones en general y de ensueños lascivos, pero no confesaba amar a un hombre determinado. Y Ana, su dulce amiga, no mentía jamás y menos en el tribunal santo. Pero entonces ¿con quién soñaba? El Magistral recordó la dulcísima hipótesis que había acariciado algún día... y ahora se oponía esta otra que le hacía saltar dentro del cajón de celosías: supongamos que sueña con... ese caballero». Salió de la capilla furioso, sin disimularlo apenas. Encontró en el trascoro a don Custodio y no le contestó al saludo; entró en la sacristía y amenazó al
Palomo
con la cesantía, porque el gato había vuelto a ensuciar los cajones de la ropa. Pasó después al palacio y el Obispo sufrió una fuerte reprensión de las que en tono casi irrespetuoso, avinagrado, espinoso, solía enderezarle su Provisor. El buen Fortunato estaba en un apuro, no tenía dinero para pagar una cuenta de un sastre que había hecho sotanas nuevas a los familiares de S. I. Y el sastre, con las mejores maneras del mundo, pedía los cuartos en un papel sobado, lleno de letras gordas, que el Obispo tenía entre los dedos. El alfayate llamaba serenísimo señor al prelado, pero pedía lo suyo.

Fortunato, temblorosa la voz, solicitaba un préstamo. El Magistral se hizo rogar, y ofreció anticipar el dinero después de humillar cien veces al buen pastor que tomaba al pie de la letra las metáforas religiosas.

«¿A qué habían venido las sotanas nuevas? Y sobre todo, ¿por qué las pagaba él, Fortunato, de su bolsillo? Si sabía que no tenía un cuarto, porque toda la paga repartía antes de cobrarla, ¿por qué se comprometía?». Fortunato confesó que parecía un subteniente de los sometidos a descuento; dijo que quería salir de aquella vida de trampas.

—«Yo no sé lo que debo ya a tu madre, Fermín, ¿debe de ser un dineral?».

—«Sí, señor, un dineral, pero lo peor no es que usted nos arruine, sino que se arruina también, y lo sabe el mundo y esto es en desprestigio de la Iglesia.... Empeñarse por los pobres.... Ser un tramposo de la caridad. Hombre, por Dios, ¿dónde vamos a parar? Cristo ha dicho: reparte tus bienes y sígueme, pero no ha dicho: reparte los bienes de los demás...».

—Hablas como un sabio, hijo mío, hablas como un sabio, y si no fuera indecoroso, pedía al ministro que me pusiera a descuento, a ver si me corregía.

Después entró en las oficinas De Pas y allí tuvieron motivo para acordarse mucho tiempo de la visita. Todo lo encontró mal; revolvió expedientes, descubrió abusos, sacudió polvo, amenazó con suspender sueldos, negó todo lo que pudo, preparó dos o tres castigos, para varios párrocos de aldea y por fin dijo, ya en la puerta, que «no daba un cuarto» para una suscripción de los marineros náufragos de Palomares.

—Señor—le dijo llorando un pobre pescador de barba blanca, con un gorro catalán en la mano—¡señor, que este año nos morimos de hambre! ¡que no da para borona la costera del besugo!...

Pero el Magistral salió sin responder siquiera, pensando en Ana y en Mesía; y a la media hora, cuando paseaba por el Espolón solo y a paso largo, olvidando el compás de su marcha ordinaria, le repetía en los sesos, no sabía qué voz: ¡besugo, besugo!

«¿Por qué se acordaba él del besugo?». Y encogió los hombros irritado también con aquella obsesión de estúpido.

—No faltaba más que ahora me volviera loco.

Pasaron ocho días y a la hora señalada Anita se presentó de rodillas ante la celosía del confesonario.

Después de la absolución enjugó una lágrima que caía por su mejilla, se levantó y salió al pórtico. Allí esperó al Magistral y juntos, cerca ya del obscurecer, llegaron a casa de doña Petronila.

Estaba sola el Gran Constantino; repasaba las cuentas de la
Madre del Amor Hermoso
, con sus ojazos de color de avellana asomados a los cristales de unas gafas de oro. Era muy morena, la frente muy huesuda, los párpados salientes, ceja gris espesa, como la gran mata de pelo áspero que ceñía su cabeza; barba redonda y carnosa, nariz de corrección insignificante, boca grande, labios pálidos y gruesos. Era alta, ancha de hombros, y su larga viudez casta parecía haber echado sobre su cuerpo algo como matorral de pureza que le daba cierto aspecto de virgen vetusta. El vestido era negro, hábito de los Dolores, con una correa de charol muy ancha y escudo de plata chillón, ostentoso, en la manga, ceñida a la muñeca de gañán con presillas de abalorios.

Estaba sentada delante de un escritorio de armario con figuras chinescas, doradas, incrustadas en la madera negra. Se levantó, abrazó a la Regenta y besó la mano del Magistral. Les suplicó, después de agradecer la sorpresa de la visita, que la dejasen terminar aquel embrollo de números; y dama y clérigo se vieron solos en el salón sombrío, de damasco verde obscuro y de papel gris y oro. Ana se sentó en el sofá, el Magistral a su lado en un sillón. Las maderas de los balcones entornados dejaban pasar rayos estrechos de la luz del día moribundo; apenas se veían Ana y De Pas. Del gabinete de la derecha salió un gato blanco, gordo, de cola opulenta y de curvas elegantes; se acercó al sofá paso a paso, levantó la cabeza perezoso, mirando a la Regenta, dejó oír un leve y mimoso quejido gutural, y después de frotar el lomo familiarmente contra la sotana del Provisor, salió al pasillo con lentitud, sin ruido, como si anduviera entre algodones. Ana tuvo aprensión de que olía a incienso el blanquísimo gato; de todas maneras, parecía un símbolo de la devoción doméstica de doña Petronila. En toda la casa reinaba el silencio de una caja almohadillada; el ambiente era tibio y estaba ligeramente perfumado por algo que olía a cera y a estoraque y acaso a espliego.... Ana sentía una somnolencia dulce pero algo alarmante; se estaba allí bien, pero se temía vagamente la asfixia.

Doña Petronila tardaba. Una criada, de hábito negro también, entró con una lámpara antigua de bronce, que dejó sobre un velador después de decir con voz de monja acatarrada: «¡Buenas noches!» sin levantar los ojos de la alfombra de fieltro, a cuadros verdes y grises.

Volvieron a quedar solos Ana y su confesor.

Interrumpiendo un silencio de algunos minutos dijo el Magistral con una voz que se parecía a la del gato blanco:

—No puede usted imaginar, amiguita mía, cuánto le agradezco esta resolución....

—Hubiera usted hablado antes...—Bastante he hablado, picarilla... —Pero no como hoy, nunca me dijo usted que era un desaire que yo le hacía y que ya sabían estas señoras el negarme a venir.... ¡Llovía tanto!... Ya sabe usted que a mí la humedad me mata, la calle mojada me horroriza.... Yo estoy enferma... sí, señor, a pesar de estos colores y de esta carne, como dice don Robustiano, estoy enferma; a veces se me figura que soy por dentro un montón de arena que se desmorona.... No sé cómo explicarlo... siento grietas en la vida... me divido dentro de mí... me achico, me anulo.... Si usted me viera por dentro me tendría lástima.... Pero, a pesar de todo eso, si usted me hubiese hablado como hoy antes, hubiese venido aunque fuera a nado. Sí, don Fermín, yo seré cualquier cosa, pero no desagradecida. Yo sé lo que debo a usted, y que nunca podré pagárselo. Una voz, una voz en el desierto solitario en que yo vivía, no puede usted figurarse lo que valía para mí... y la voz de usted vino tan a tiempo.... Yo no he tenido madre, viví como usted sabe... no sé ser buena; tiene usted razón, no quiero la virtud sino es pura poesía, y la poesía de la virtud parece prosa al que no es virtuoso... ya lo sé... Por eso quiero que usted me guíe.... Vendré a esta casa, imitaré a estas señoras, me ocuparé con la tarea que ellas me impongan.... Haré todo lo que usted manda; no ya por sumisión, por egoísmo, porque está visto que no sé disponer de mí; prefiero que me mande usted.... Yo quiero volver a ser una niña, empezar mi educación, ser algo de una vez, seguir siempre un impulso, no ir y venir como ahora.... Y además necesito curarme; a veces temo volverme loca.... Ya se lo he dicho a usted; hay noches que, desvelada en la cama, procuro alejar las ideas tristes pensando en Dios, en su presencia. «Si Él está aquí, ¿qué importa todo?». Esto me digo, pero no vale, porque, ya se lo he dicho, me saltan de repente en la cabeza, ideas antiguas, como dolores de llagas manoseadas, ideas de rebelión, argumentos impíos, preocupaciones necias, tercas, que no sé cuándo aprendí, que vagamente recuerdo haber oído en mi casa, cuando vivía mi padre. Y a veces se me antoja preguntarme, ¿si será Dios esta idea mía y nada más, este peso doloroso que me parece sentir en el cerebro cada vez que me esfuerzo por probarme a mí misma la presencia de Dios?...

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