La reina de la Oscuridad (14 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: La reina de la Oscuridad
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—Será un placer, si todavía estamos vivos para entonces —dijo Laurana mientras se retorcía las manos bajo la mesa en un esfuerzo para conservar la calma.

Amothus pestañeó, antes de esbozar una indulgente sonrisa.

—Sí, claro. Nos amenazan los ejércitos de los Dragones. Permitidme que continúe leyendo. «Me llena de pesar la pérdida de nuestros caballeros, aunque siempre nos queda el consuelo de pensar que murieron victoriosos, luchando contra el terrible mal que ensombrece nuestras tierras y aún me afecta de un modo más personal la noticia del fallecimiento de tres de nuestros mejores y más devotos paladines: Derek Crownguard, Caballero de la Rosa, Alfred Markenin, Caballero de la Espada y Sturm Brightblade, Caballero de la Corona.» —Amothus se volvió hacia Laurana para decirle: —Brightblade. Tengo entendido que era uno de tus más allegados amigos.

—Sí, lo era —balbuceó Laurana, inclinando el rostro sobre el pecho para permitir que su dorada melena ocultara la angustia que reflejaban sus ojos. No había transcurrido mucho tiempo desde el día en que enterraron a Sturm en la Cámara de Paladine, bajo las ruinas de la Torre del Sumo Sacerdote. El dolor aún no había cicatrizado.

—Continúa leyendo, Amothus —ordenó Astinus secamente—. No puedo permanecer tantas horas apartado de mis quehaceres.

—Tienes razón —se excusó el interpelado con un intenso rubor en las mejillas, y se aprestó a proseguir su lectura—. «Esta tragedia coloca a los caballeros en insólitas circunstancias. En primer lugar, si no me equivoco la Orden queda al mando de los Caballeros de la Corona, los de inferior categoría. Significa esto que, aunque todos han realizado las pruebas y ganado sus escudos, son jóvenes e inexpertos. Para la mayoría, aquélla fue su primera batalla. También quedamos sin mandatarios adecuados pues, según la Medida, debe haber un representante de cada una de las tres Órdenes de Caballeros entre los dirigentes de las tropas.»

Laurana oyó un débil tintineo de armaduras y espadas procedente de los caballeros, que se agitaban incómodos en sus asientos. Eran todos ellos líderes provisionales hasta que se solventara la cuestión del mando. Cerrando los ojos, la muchacha suspiró. «Por favor, Gunthar —rogó para sus adentros—, elige con prudencia. Son demasiados los que han muerto a causa de las maniobras políticas. ¡Pon fin a semejante injusticia!»

—«Por lo tanto nombro, para que asuma el cargo de Comandante en funciones de los Caballeros de Solamnia, a Lauralanthalasa de la casa real de Qualinesti.» —El Señor de Palanthas hizo una pausa como si dudase de haber leído correctamente a la vez que Laurana, invadida por un incrédulo sobresalto, abría los ojos de par en par. Sin embargo, su asombro no era mayor que el de los otros presentes Amothus releyó en silencio las últimas líneas del pergamino pero, al oír el gruñido de impaciencia de Astinus, siguió adelante.

—« Ella es en la actualidad la persona más experimentada en el campo de batalla y la única que sabe utilizar las lanzas Dragonlance. Confirmo la validez de este documento con mi sello. Gunthar Uth Wistan, Gran Señor de los Caballeros de Solamnia.» — Amothus levantó la mirada, la clavó en Laurana y dijo—: Felicitaciones, querida, o quizá debería decir
general.

La muchacha estaba rígida como una estatua, aunque por un momento creyó que una incontenible cólera la empujaría a abandonar la sala. Horrendas visiones se dibujaban ante sus ojos: el cuerpo decapitado del Comandante Alfred, el infortunado Derek muriendo en un acceso de locura, los ojos sin vida y llenos de paz de Sturm, los cadáveres de los caballeros que habían muerto en la Torre expuestos en hilera...

Y ahora era ella quien ostentaba el mando, una muchacha elfa de la casa real que aún no había alcanzado la edad requerida —según las leyes de su raza— para desprenderse de la tutela paterna. Era poco más que aquella jovencita de vida regalada que se había fugado del hogar para perseguir a su amor de la infancia, Tanis el Semielfo. Sin embargo, la niña consentida había cambiado. El miedo, el sufrimiento, grandes pérdidas y pesares la habían obligado a crecer hasta convertirse, en ciertos aspectos, en una adulta mayor, incluso, que su progenitor.

Al volver la cabeza vio que los caballeros Markham y Patrick intercambiaban significativas miradas. De todos los Caballeros de la Corona, eran ellos los que contaban con los historiales más completos. Sabía que ambos se habían comportado como valientes soldados y honorables caballeros, que habían luchado con incomparable ahínco en la Torre del Sumo Sacerdote. ¿Por qué no había elegido Gunthar a uno de aquellos aguerridos nobles, tal como ella misma le había recomendado?

El caballero se incorporó con sombría expresión.

—No puedo aceptarlo —declaró en un susurro—. La Princesa Laurana es un bravo guerrero, no lo niego, pero nunca ha dirigido a un ejército en el campo de batalla.

—¿Lo has hecho tú, joven caballero? —preguntó imperturbable Astinus.

—No —admitió Patrick—. Pero mi caso es distinto. Ella es una muj...

—¡Oh, vamos, Patrick! —lo amonestó Markham entre sonoras carcajadas. Era un joven de carácter despreocupado y alegre, que ofrecía un curioso contraste con su siempre grave compañero—. El hecho de tener pelo en el pecho no te convierte en un general. Relájate y piensa que se trata de una decisión política. Gunthar sabe mover sus piezas. "

Laurana enrojeció, a sabiendas de que estaba en lo cierto. Sería una adalid segura hasta que Gunthar reorganizara la Orden y pudiera afianzarse como su caudillo.

—¡Pero no existe ningún precedente! —siguió arguyendo Patrick, aunque evitando los ojos de Laurana—. Estoy seguro de que la Medida prohíbe a las mujeres formar parte de la Orden de los Caballeros.

—Te equivocas —lo atajó Astinus—. Además, sí existe un precedente. En la Tercera Guerra de los Dragones se aceptó a una mujer en vuestras filas tras la muerte de su padre y sus hermanos. Ascendió al rango de Caballero de la Espada: y falleció en la lucha cubierta de honores, siendo su pérdida motivo de duelo entre los suyos.

Nadie abrió la boca. Amothus parecía muy turbado. Astinus observaba con su habitual frialdad a Patrick, mientras su compañero jugaba con su copa y lanzaba esporádicas pero amables miradas a Laurana. Tras librar una breve batalla en su interior, que se delataba en su contraído rostro, el caballero Patrick tomó de nuevo asiento.

Markham alzó la copa y propuso un brindis:

—Por nuestro Comandante.

Laurana no respondió. Estaba al mando, pero ¿de qué?, se preguntó con amargura. De los maltrechos Caballeros de Solamnia sobrevivientes que habían sido enviados a Palanthas en unas naves en las que habían embarcado centenares de ellos para ser diezmados hasta no sobrepasar la cincuentena. Habían obtenido una victoria, mas ¿a qué precio? Un Orbe de los Dragones destruido, la Torre del Sumo Sacerdote en ruinas...

—Sí, Laurana —declaró Astinus recogiendo el hilo de sus pensamientos—. Te han encomendado la tarea de recomponer los fragmentos.

La muchacha alzó la vista con sobresalto, asustada incluso frente a aquella extraña criatura que leía en su mente como si fuera de cristal

—Yo no deseaba esto —murmuró entre sus labios insensibilizados.

—No creo que ninguno de nosotros haya rezado para que se desencadene una guerra —comentó Astinus con acento cáustico—. Pero la guerra ha estallado, y ahora debes hacer cuanto esté en tu mano si quieres ganarla. —Se puso en pie y al instante el Señor de Palanthas, los generales y los Caballeros lo imitaron en actitud respetuosa.

Laurana permaneció sentada, con la mirada fija en sus manos. Sentía los penetrantes ojos de Astinus clavados en ella, pero rehusó el enfrentamiento.

—¿Debes irte ya, Astinus? —preguntó con tristeza Amothus.

—Así es. Me aguardan mis estudios, los he abandonado durante más rato del que puedo permitirme. Os queda mucho trabajo por hacer, en su mayor parte de cariz mundano y por lo tanto aburrido. No me necesitáis, tenéis un caudillo. —Al pronunciar esta última frase hizo un gesto con la mano extendida.

—¿Cómo? —exclamó Laurana, espiando su ademán por el rabillo del ojo. Ahora sí le miró, aunque pronto desvió su vista hacia el Señor de Palanthas—. ¡No podéis hacerlo! ¡Tan sólo estoy al mando de los Caballeros!

—Lo que te convierte en Comandante de los ejércitos de la ciudad de Palanthas, si así lo decidimos —le recordó el Señor—. Y si Astinus te recomienda...

—No podría hacerlo —se apresuró a interrumpirle el cronista—. No está en mis prerrogativas recomendar a nadie, pues yo no moldeo la historia. —Enmudeció de forma abrupta, y Laurana se sorprendió al ver que desaparecía la máscara de su rostro revelando pesadumbre e incluso dolor—. O, mejor dicho, me he propuesto no manipularla bajo ninguna circunstancia. Claro que, a veces, incluso yo cometo fallos. —Suspiró para recuperar la compostura y cubrirse de nuevo con su impenetrable expresión—. He cumplido mi cometido: darte a conocer una parte del pasado que puede o no ayudarte en el futuro.

Dio media vuelta para irse.

—¡Aguarda! —exclamó Laurana a la vez que se ponía en pie. Hizo ademán de avanzar hacia él, pero flaqueó cuando los fríos ojos de Astinus se clavaron en los suyos levantando entre ambos un invisible muro de roca—. ¿Ves todo cuanto ocurre en el mismo momento en el que está sucediendo?

—En efecto.

—En ese caso podrías decirnos dónde están los ejércitos de los Dragones, qué hacen...

—Lo sabéis tan bien como yo —respondió el cronista desdeñoso, y volvió a girarse.

Laurana examinó su entorno, y vio que el dignatario y los generales la observaban divertidos. Sabía que estaba actuando de nuevo como una niña consentida, pero necesitaba respuestas. Astinus se hallaba cerca de la puerta, que los sirvientes acababan de abrir para franquearle el paso. Tras lanzar una desafiante mirada a los otros se alejó de la mesa y atravesó el pulido suelo de mármol, de forma tan precipitada que tropezó con el repulgo de su vestido. El historiador, al oírla, se detuvo en el dintel.

—Deseo hacerte dos preguntas —susurró la joven, ya junto a él.

—Sí —respondió él, penetrando sus verdes ojos—. Una brota de tu mente y la otra de tu corazón. Formula la primera.

—¿Existe todavía algún Orbe de los Dragones?

Astinus guardó silencio durante un instante, y una vez más Laurana vislumbró una sombra de dolor en sus ojos acompañada por un súbito envejecimiento de sus atemporales rasgos.

—Sí —declaró al fin—. Me está permitido revelarte que existe uno, pero está fuera de tus posibilidades utilizarlo o hallarlo siquiera. Descarta esa idea.

—Sé que la guardaba Tanis —insistió Laurana—. ¿Significan tus palabras que la ha perdido? ¿Dónde... —titubeó e antes de exponer la pregunta que le dictaba el corazón— dónde está él ahora?

—Desecha también eso de tus pensamientos.

—¿Qué quieres decir? —Laurana se paralizó al oír su gélido tono.

—No preconizo el futuro, sólo veo el presente en el instante en que se convierte en pasado.

Así ha sido desde el origen de los tiempos. He asistido a amores que, por su voluntad de sacrificio, han traído al mundo nuevas esperanzas. He presenciado cómo fracasaban amores que trataban de vencer el orgullo y la ambición de poder. El mundo se ha ensombrecido a causa de esta derrota, que, sin embargo, se ha desvanecido como la nubecilla que cubre al sol. y también he sido testigo de amores que se perdían en las tinieblas, amores mal comprendidos y peor entregados porque quien creía sentirlos no conocía su propio corazón.

—Hablas mediante enigmas —lo recriminó Laurana.

—¿Eso crees? —preguntó Astinus a su vez—. Adiós, Lauralanthalasa. Mi consejo es éste: concéntrate en cumplir tu deber.

El cronista hizo una leve reverencia y abandonó la estancia.

Laurana lo siguió con la mirada, sin cesar de repetirse sus palabras: «Amores que se perdían en las tinieblas.» ¿Era un enigma como había afirmado, o conocía la respuesta y se negaba a aceptarla? Era esto último lo que había insinuado Astinus.

«Dejé a Tanis en Flotsam para ocuparse de todo durante mi ausencia.» Kitiara había pronunciado esta frase. Kitiara, la Señora del Dragón; Kitiara, la mujer de raza humana que había conquistado el amor de Tanis.

De pronto desapareció el dolor que atenazaba el corazón de Laurana, la zozobra que la había agitado desde que oyó las palabras de Kitiara, para dar paso a un gélido y negro vacío como el producido por las constelaciones que faltaban en el cielo nocturno. «Amores que se perdían en las tinieblas.» Tanis se había perdido, era eso lo que Astinus intentaba decirle. «Concéntrate en cumplir tu deber.» Así lo haría, no le quedaba nada más que mereciera su atención.

Volviendo sobre sus pasos para enfrentarse al Señor de Palanthas y sus generales, Laurana irguió la cabeza y al hacerlo su dorado cabello refulgió bajo la luz de las velas.

—Asumiré el mando de los ejércitos —declaró con una voz casi tan fría como la oscuridad que había invadido su alma.

—¡He aquí una sólida pared de piedra! —afirmó Flint satisfecho, pateando las almenas de la Muralla de la Ciudad Vieja—. No me cabe la menor duda de que la construyeron los enanos.

Fíjate con cuánta precisión han sido tallados los bloques para que encajen sin necesidad de argamasa. ¡Y no hay dos iguales!

—Fascinante —comentó Tasslehoff sin poder reprimir un bostezo—. ¿Construyeron también los enanos la Torre que...?

—¡No me la recuerdes! —lo atajó el hombrecillo—. Ni tampoco fueron los enanos quienes edificaron las Torres de la Alta Hechicería. Los mismos magos se encargaron de tal tarea, y tengo entendido que las crearon a partir de las entrañas de la tierra y que izaron las piedras del suelo valiéndose de sus virtudes arcanas.

—¡Maravilloso! —Aquel relato había tenido el don de despertar al kender—. ¡Cuánto me habría gustado estar allí! ¿Cómo...?

—No es nada —prosiguió el enano en voz alta mientras clavaba en su compañero una fulgurante mirada— comparado con el trabajo de los albañiles de mi pueblo, que pasaron siglos perfeccionándose en el oficio. Observa bien esta roca, la textura de las marcas del cincel...

—Ahí viene Laurana —dijo Tas, aliviado por poder abandonar la lección de arquitectura enanil.

Flint dejó de escudriñar la roca para contemplar a la muchacha, quien se acercaba a ellos por un oscuro pasillo que desembocaba en las almenas. Vestía de nuevo la cota de malla que luciera en la Torre del Sumo Sacerdote, pero habían limpiado la sangre del peto decorado en oro y tejido de nuevo las hebras metálicas. Su largo cabello de color miel sobresalía bajo el yelmo emplumado, ondeando en la luz de Solinari al ritmo de su pausado andar, que interrumpía para admirar el horizonte de levante donde las montañas se dibujaban como sombras oscuras contra el estrellado cielo. También el resplandor de la luna acariciaba su rostro, y Flint no pudo reprimir un suspiro.

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