La reina de la Oscuridad (28 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: La reina de la Oscuridad
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Tanis se apresuró a acercarse, comprobando que era una maqueta lo que se exponía a sus ojos. Cuando inclinó su cuerpo hacia adelante con la esperanza de encontrar alguna clave sobre el misterioso lugar en el que se hallaban, advirtió que estaba frente a la réplica en miniatura de una ciudad. Protegida por una cúpula de cristal transparente, la reproducción parecía tan detallada que el semielfo tuvo la rara sensación de que las construcciones eran más reales que el edificio que ahora los cobijaba.

«¡Cuánto le gustaría a Tas!», pensó tristemente imaginando el deleite del kender ante semejante filigrana.

Las casas respondían a un antiguo modelo arquitectónico: sus delicadas torres se alzaban hacia el cristalino cielo, los techos abovedados despedían destellos de luz blanca. Las ajardinadas avenidas, por su parte, estaban flanqueadas por amplios soportales y las calles formaban una gran telaraña al confluir en una plaza central.

Berem no cesaba de tirar de la manga de Tanis para indicarle que debían abandonar cuanto antes la estancia. Aunque podía hablar resultaba obvio que se había acostumbrado al silencio, o quizá lo prefería.

—Sólo unos minutos más —rogó el semielfo, reticente a partir. No había oído la señal de Riverwind y existía la posibilidad de que aquella maqueta les mostrase la salida del extraño lugar.

Aguzando la vista, descubrió en torno al centro de la urbe varios pabellones y palacios engalanados con columnatas. Las cúpulas de cristal de los invernaderos protegían a las flores de estío de las nieves invernales. Y, en medio de tanta belleza, se erguía un edificio que se le antojó familiar, pese a saber a ciencia cierta que nunca lo había visitado. ¿Cómo entonces podía reconocerlo? Rebuscó en su memoria sin cesar de estudiarlo, mas lo único que consiguió fue que se le erizase el cabello.

Parecía tratarse de un templo consagrado a los dioses y exhibía la más bella estructura que cabe imaginar, más asombrosa que la revestida por las Torres del Sol y de las Estrellas en los reinos elfos. Siete agujas surcaban el espacio en pos de infinito, como si loasen a las divinidades por su creación, si bien la del centro parecía traspasar la bóveda celeste por encima de las otras con una magnificencia que no denotaba alabanza, sino rivalidad. Confusos recuerdos de sus maestros elfos invadieron la mente de Tanis reavivando antiguas historias sobre el Cataclismo, sobre el Príncipe de los Sacerdotes. El semielfo se alejó de la miniatura casi sin resuello. Berem, al ver su ahogo, lo miró alarmado y lívido como la muerte.

—¿Qué ocurre? —preguntó con voz entrecortada, agarrándose a su compañero.

Tanis meneó la cabeza, incapaz de articular las palabras. Las terribles implicaciones que entrañaba hallarse en aquel lugar, los sucesos que podían derivarse, azotaban su mente como hicieran con su cuerpo las enrojecidas aguas del Mar Sangriento.

Perplejo, Berem estudió el centro de la maqueta. Sus ojos se abrieron, a la vez que emitía un alarido que en nada se asemejaba a cuantos Tanis oyera en el pasado. En un impulso incontrolable el Hombre de la Joya Verde se lanzó sobre la cúpula y empezó a golpearla como si pretendiera hacerla añicos.

—¡La Ciudad Maldita! —gimió.

Tanis dio un paso al frente para tranquilizarle pero oyó el sonoro silbido de Riverwind y, asiéndolo por los hombros, lo apartó del cristal.

—Lo sé —dijo—. Acompáñame, tenemos que salir de aquí.

¿Cómo lograrlo? ¿Cómo escapar de una ciudad que según los anales de la historia había sido borrada de la faz de Krynn? ¿Cómo abandonar una urbe que ahora yacía en las profundidades de Mar Sangriento? ¿Cómo..?

Cuando empujó a Berem hasta el exterior de la sala de la maqueta, Tanis elevó la vista hacia el arco de la puerta. Había unas frases grabadas en su desconchado mármol, frases que en otro tiempo describieron una de las maravillas del mundo y que ahora aparecían resquebrajadas y cubiertas de moho. Sin embargo, pudo leerlas.

Bienvenido visitante a nuestra hermosa ciudad.

Bienvenido a la ciudad elegida por los dioses.

Bienvenido, honorable huésped, a

Istar.

5

“Le maté una vez...”

—He visto lo que haces con él. ¡Pretendes asesinarle! —imprecó Caramon a Par-Salian.

Máximo dignatario de la Torre de la Alta Hechicería —la última de ellas que permanecía en pie y situada en el corazón del intrincado y sobrenatural bosque de Wayreth—, Par-Salian era el miembro más distinguido de la Orden arcana que por aquel entonces vivía en Krynn. Para un guerrero de veintidós años, sin embargo, aquel anciano marchito ataviado con alba túnica era poco más que un objeto que podía romper con sus manos desnudas. El joven Caramon había soportado terribles tensiones en los dos últimos días, y se había agotado su paciencia.

—No pertenecemos a un gremio homicida —replicó Par-Salian con su melodiosa voz—. Tu hermano sabía a qué se enfrentaba cuando decidió someterse a las Pruebas, era consciente de que la muerte es el precio del fracaso.

—No es cierto —farfulló Caramon enjugándose los ojos—. y si lo sabía, no le importaba. En ocasiones su devoción por la magia le nubla el entendimiento.

—¿Devoción? No creo que sea ése el término exacto.

—Sea como fuere, no comprendía lo que ibas a hacer con él. ¡Resulta todo tan grave!

—Por supuesto —respondió el mago sin un asomo de acritud en su voz—, ¿Qué ocurriría, guerrero, si te lanzases a la batalla sin saber utilizar tu espada?

—No desvíes la conversación.

—¿Qué ocurriría? —insistió Par-Salian.

—Sin duda me matarían —admitió el fornido joven, con la paciencia que debe asumirse para dirigirse a un anciano que se comporta de un modo pueril—. Y ahora...

—No sólo morirías sino que tus compañeros, aquéllos que dependieran de ti, podrían perder también la vida a causa de tu torpeza.

—Así es. —Aunque le habría gustado pronunciar una larga parrafada, enmudeció sin poder evitarlo.

—Veo que has comprendido —intervino de nuevo el hechicero—. No exigimos que todos los magos pasen esta Prueba. Muchos de ellos poseen aptitudes pero se contentan con invocar los encantamientos elementales aprendidos en las escuelas, que bastan para solucionar sus problemas cotidianos. No se plantean alcanzar cotas más altas, y los respetamos. Sin embargo, de vez en cuando, vienen al mundo criaturas como tu hermano, que ven en su don algo más que una herramienta útil en el devenir diario. Para él, la magia es sinónimo de vida. Sus aspiraciones no conocen límites, busca una sabiduría y un poder que pueden resultar peligrosos tanto para quien los practica como para sus seres más allegados. A él y a cuantos comparten tan altos ideales les obligamos, antes de entrar en el reino del auténtico poderío, a someterse a este penoso examen, a pasar las Pruebas. De ese modo nos desembarazamos de los incompetentes...

—Pues has hecho todo lo posible para «desembarazarte» de Raistlin —lo espetó Caramon—. No es un incompetente pero sí una criatura frágil, que quizá muera a causa de sus heridas.

—Tienes razón, guerrero, su capacidad ha sido constatada. Ha actuado con gran habilidad, derrotando a todos sus enemigos. Lo cierto es que se ha comportado como un auténtico experto, quizá incluso se ha sobrepasado en sus logros.—Par-Salian pareció reflexionar—. Me pregunto si alguna criatura se ha interesado suficientemente por tu hermano.

—Lo ignoro. —El tono del guerrero adquirió una nueva dureza, fruto de su resolución—. Pero no me importa. Lo único que sé es que voy a terminar con esta situación de una vez por todas.

—No puedes, no te lo permitirán. Además, no va a morir.

—Ninguno de vosotros osará detenerme —declaró Caramon con frialdad—. ¡Magia! Sencillos trucos para entretener a los niños. ¡El poder! No merece la pena dejarse matar por él...

—Tu hermano opina lo contrario. ¿Quieres que te demuestre hasta qué punto cree en la hechicería? Si lo deseas, puedo hacerte ver cuál es el poder que tanto menosprecias.

Ignorando a Par-Salian Caramon dio un paso al frente, decidido a poner fin al sufrimiento de Raistlin. Aquel paso fue el último, al menos durante un tiempo. Quedó inmovilizado, paralizado como si sus pies se hubieran incrustado en el hielo. El miedo también contribuyó a atenazarle, pues era la primera vez que le sumían en un hechizo y la impotencia que le producía sentirse totalmente a merced de otro resultaba mucho más penosa que tener que enfrentarse a media docena de goblins armados con hachas.

—Observa —le ordenó Par-Salian antes de entonar un extraño cántico—. Vas a presenciar la escena de lo que podría haber ocurrido.

De pronto Caramon se vio a sí mismo entrando en la Torre de la Alta Hechicería, y el asombro lo hizo parpadear. Cruzó las puertas y se introdujo en los fantasmales pasillos, en una imagen tan real que contempló alarmado su propio cuerpo temeroso de descubrir que se había desvanecido. Pero no, estaba allí como si poseyera el don de la ubicuidad y pudiera hallarse en dos lugares al mismo tiempo. ¡El poder! El guerrero empezó a sudar, a la vez que un escalofrío recorría todas sus vísceras.

Caramon, el Caramon de la Torre, buscaba a su hermano. Deambulaba por los corredores vacíos pronunciando el nombre de Raistlin, hasta que al fin lo encontró.

El joven mago yacía en el frío suelo de piedra, con un fino hilillo de sangre deslizándose por las comisuras de sus labios. Junto a él se distinguía el cuerpo de un elfo oscuro, muerto a causa de un encantamiento formulado por Raistlin. El precio de tal victoria había sido elevado. El hechicero parecía próximo a exhalar su último suspiro.

El guerrero corrió en pos de su hermano y elevó su enteco cuerpo en sus brazos. Ignorando las frenéticas súplicas que le dirigía el herido de ser abandonado a su suerte, Caramon emprendió la marcha hacia el exterior de la diabólica Torre. Sacaría a Raistlin de tan ominoso lugar aunque fuera su última hazaña.

Pero, en el instante en que alcanzaban la puerta que debía conducirlos a la vida, un espectro cobró forma ante ellos. "Otra prueba, pero no será Raistlin el encargado de salvarla», pensó desalentado Caramon. Depositando a su hermano en el suelo, el valeroso guerrero se aprestó a luchar contra aquel último desafío.

Lo que ocurrió entonces fue un total contrasentido. El Caramon espectador no podía dar crédito a sus ojos cuando vio a su réplica formular un hechizo mágico. Dejando caer la espada, su inefable reflejo elevó extraños objetos en sus manos y pronunció frases que no acertaba a comprender. Brotaron de sus dedos unos fulminantes rayos, que causaron la inmediata desaparición de su espectral oponente.

El auténtico Caramon miró atónito a Par-Salian, pero el mago se limitó a menear la cabeza y —sin despegar los labios— señaló con el índice la imagen que oscilaba frente a ellos. Asustado y confuso, el guerrero se concentró de nuevo en la escena.

Raistlin se incorporó despacio y le preguntó, mientras se apalancaba en la pared para no caer:

—¿Cómo lo has hecho?.

Desconocía la respuesta. ¿Cómo podía haber invocado un encantamiento que su hermano había necesitado años de intenso estudio para aprender? Pero el guerrero oyó a su doble farfullar una locuaz explicación, sin advertir el dolor y la angustia que se reflejaban en el rostro de su gemelo.

—¡No, Raist! —vociferó el verdadero Caramon—. ¡Ese viejo te ha tendido una trampa! Yo nunca te arrebataría tu magia, ¡nunca!

Pero aquel burdo doble del guerrero, fanfarrón y jactancioso, se acercó a su hermano resuelto a rescatarle, a salvarle de sí mismo.

Extendiendo las manos, Raistlin se dispuso a recibirle. No era la suya la actitud de quien estrecha a un ser querido en un abrazo sino la del ser humillado que planea una secreta venganza. Herido, enfermo y totalmente consumido por los celos el frágil mago empezó a entonar las frases de un hechizo, el último que le quedaban fuerzas para formular.

Unas ardientes llamas brotaron de los dedos de Raistlin, formando una hoguera en el aire que envolvió a su confiado gemelo.

Caramon contempló perplejo, horrorizado, cómo su propia imagen ardía en el poderoso fuego mientras su agotado hermano se derrumbaba de nuevo sobre el pétreo suelo.

—¡No, Raist!

Unas dulces manos acariciaron su faz. Oía voces que intercambiaban frases ininteligibles y, aunque podía entenderlas si quería, se negó a hacerlo. Tenía los ojos cerrados. Se habrían abierto de ordenarlo su voluntad, pero también se resistía a ver. Abrir los ojos, prestar oído a aquellas palabras, no harían sino agudizar su dolor.

—Necesito descansar —dijo, antes de sumirse de nuevo en las tinieblas.

Se acercaba a otra Torre, una mole diferente: la de las Estrellas en Silvanesti. Raistlin lo acompañaba, ataviado con la Túnica Negra. Ahora era él quien debía ayudar a su hermano. El corpulento guerrero estaba herido, la sangre manaba por una brecha que produjera en su costado una lanza destinada a arrancarle el brazo.

—Necesito descansar —repitió el maltrecho Caramon.

Rasitlin lo ayudó a acomodarse con la espalda apoyada en la fría piedra de la Torre, y comenzó a alejarse lentamente.

—¡No, Raist! —suplicó el guerrero—. ¡No puedes dejarme aquí!

Al examinar su entorno el indefenso hombretón vio varias hordas de los mismos elfos espectrales que les habían atacado en Silvanesti acechando la ocasión propicia para saltar sobre él. Tan sólo les retenían los poderes mágicos de su hermano.

—¡Raist, no me abandones! —exclamó.

—¿Qué sensación te causa saberte débil y desamparado? —preguntó Raistlin en tonos apagados.

—Raist, hermano —Le maté una vez, Tanis, y puedo hacerlo de nuevo...

—¡No, Raist, te lo ruego!

—Por favor, Caramon...

—Era otra voz la que hablaba, tan dulce como las manos que le tocaban—. ¡Despierta! Vuelve, Caramon, vuelve a mí. Te necesito.

El guerrero rechazó tan desesperada demanda, y también las acariciantes manos. «No, no quiero regresar. No voy a hacerlo. Estoy agotado, herido, sólo el descanso puede ayudarme.»

Pero los amorosos dedos, la voz, le impedían abandonarse. Lo apresaban en una poderosa garra para arrancarle de las profundidades en las que intentaba zambullirse.

Se estaba precipitando en una oscuridad insondable de tonalidades purpúreas. Unos dedos esqueléticos se aferraban a él mientras decenas de cabezas sin ojos se arremolinaban en torno a su cuerpo, con las bocas abiertas en alaridos silenciosos, Respiró hondo y se hundió en un mar de sangre. Luchando para no asfixiarse, logró al fin salir de nuevo a la superficie para tomar aliento. ¡Raistlin! No, había desaparecido. Sus amigos, Tanis... También él se había esfumado, lo vio alejarse en pos de la nada arrastrado por una fuerza invencible. ¿La nave? Hecha añicos, desintegrada. Los marineros, despedazados como el
Perechon,
habían mezclado su savia vital con las aguas del Mar Sangriento.

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