La reina de la Oscuridad (32 page)

Read La reina de la Oscuridad Online

Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: La reina de la Oscuridad
11.46Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Te repito que nunca nos inquietó esa cuestión.

—¡Pues ya es hora de deponer esa actitud indiferente!

Sus palabras resonaron en la caverna, con tal fuerza que Berem alzó los ojos y reculó alarmado. Apoletta frunció el ceño iracunda mientras Tanis suspiraba hondo y, avergonzado, se mordía, el labio.

—Lo lamento —comenzó a disculparse, pero se interrumpió al sentir la mano de Goldmoon posada en su brazo.

—Tanis, ¿qué sucede? —inquirió.

—Nada que pueda evitarse —respondió él entristecido, al mismo tiempo que forzaba la vista por encima de su hombro—. ¿Encontrasteis a Caramon y Tika? ¿Cómo están?

—Sí, dimos con ellos —susurró la mujer de las Llanuras.

Las miradas de ambos confluyeron en la escalera donde acababan de aparecer Riverwind y Zebulah seguidos por, Tika, quien examinaba su entorno llena de curiosidad. Caramon, que descendía en último lugar, caminaba en estado hipnótico. Su rostro desprovisto de expresión inquietó a Tanis, impulsándole a interrogar de nuevo a Goldmoon.

—No has contestado a mi segunda pregunta.

—Tika está bien. Caramon, en cambio... —meneó la cabeza sin acertar a concluir su frase.

Tika y Tanis intercambiaron unas palabras de bienvenida, felices por haberse reencontrado. Después el semielfo centró la vista en el guerrero y apenas pudo refrenar una exclamación de desánimo. No reconocía al jovial y activo hombretón en aquel ser con el rostro desfigurado por las lágrimas, de ojos hundidos y mortecinos.

Viendo la perplejidad de Tanis, Tika se acercó a Caramon y deslizó la mano bajo su brazo. Al sentir su contacto el guerrero pareció despertar de su ensimismamiento y sonrió a la muchacha, pero había algo en aquel esbozo de mueca, mezcla de dulzura y dolor, que el semielfo nunca había percibido.

Tanis volvió a suspirar. Se avecinaban nuevas complicaciones. Si los antiguos dioses habían regresado, ¿qué pretendían hacer con sus servidores? ¿Comprobar hasta qué punto podían soportar onerosas penalidades antes de sucumbir a causa de ellas? ¿Acaso les divertía verles atrapados en el fondo del océano? ¿Por qué no abandonar la lucha e instalarse allí? ¿Para qué molestarse en buscar la salida? Asentarse en las profundidades y olvidarlo todo, olvidar a los dragones, a Raistlin, a Laurana... a Kitiara.

—Tanis... —Goldmoon lo zarandeó sin violencia.

Se habían congregado en torno a él, esperando instrucciones. Empezó a hablar, pero se le quebró la voz y tuvo que toser para aclararse la garganta.

—¡No me miréis de ese modo! —les imprecó al fin con cierta rudeza—. Ignoro las respuestas. Al parecer estamos atrapados, no hay salida posible.

Seguían observándolo sin que en sus ojos se extinguiera la llama de la fe, de la confianza en él depositada. El semielfo se encolerizó...

—¡No esperéis que me erija de nuevo en vuestro cabecilla! —espetó al grupo—. os traicioné, ¿acaso lo habéis olvidado? Estamos aquí por mi culpa. ¡Yo soy el causante de nuestra desgracia! Buscad a otro para guiaros.

Volviendo la cabeza en un intento de ocultar las lágrimas que no podía contener, el semielfo se sumió en la contemplación de las oscuras aguas mientras luchaba consigo mismo a fin de recuperar la cordura. No se percató de que Apoletta seguía atenta sus movimientos hasta que sus palabras resonaron en la gruta.

—Quizá yo pueda ayudaros —dijo despacio la bella mujer.

—Apoletta, reflexiona —le rogó Zebulah con voz trémula a la vez que corría en dirección a la orilla.

—Ya lo he hecho —respondió ella—. El semielfo me ha indicado que deberíamos preocupamos por lo que ocurre en el mundo, y tiene razón. Podríamos tener el mismo destino que nuestros primos de Silvanesti, por idénticos motivos. Ellos prestaron oídos sordos a la realidad y permitieron que los hijos del Mal se introdujeran en sus tierras, pero nosotros debemos sacar partido de la advertencia que ahora nos ofrecen y luchar contra nuestros enemigos. Vuestra venida quizá nos haya salvado, semielfo —afirmó——. Os debemos algo a cambio.

—Ayúdanos a regresar a nuestro mundo —pidió Tanis.

Apoletta asintió con grave ademán. —Así lo haré. ¿Dónde queréis ir?

Tanis meneó la cabeza y suspiró. No lograba pensar con claridad.

—Supongo que cualquier lugar servirá para nuestros propósitos —musitó al fin.

—A Palanthas —intervino, de pronto, Caramon. Su voz agitó la superficie del agua.

Los otros le miraron en un tenso silencio. Riverwind frunció el entrecejo y adoptó una expresión sombría.

—No puedo llevaros a esa ciudad —se disculpó Apoletta, nadando una vez más hacia la ribera—. Nuestras fronteras se terminan en Kalaman. No osamos aventuramos pasado ese punto sobre todo si vuestras noticias son ciertas, pues más allá de esa urbe se encuentra el antiguo hogar de los dragones marinos.

Tanis se enjugó los ojos antes de volver de nuevo su faz hacia los compañeros.

—y bien, ¿alguna otra sugerencia?

Nadie despegó los labios hasta que Goldmoon dio un paso al frente y apoyando su acariciadora mano en el brazo del semielfo, le susurró:

—¿Me permites que te cuente una historia? Es el relato de un hombre y una mujer que quedaron solos, perdidos y llenos de espanto. Abrumados por una pesada carga, llegaron a una posada. Ella entonó una canción, una Vara de Cristal Azul obró un milagro y una multitud los atacó. Alguien se alzó, tomó el mando, un extraño que dijo: «Tendremos que salir por la cocina.» ¿Recuerdas, Tanis?

—Recuerdo —repitió él, atrapado por la bella y dulce expresión de sus ojos.

—Esperamos tus órdenes, amigo —se limitó a añadir la Princesa de las Llanuras.

Las lágrimas nublaron de nuevo su vista, pero las rechazó con un parpadeo y miró de hito en hito a sus compañeros. El severo rostro de Riverwind estaba relajado. Esbozando una leve sonrisa, el bárbaro posó su mano en el hombro de Tanis. Caramon por su parte vaciló un instante antes de avanzar unos pasos y estrechar el cuerpo del semielfo en uno de sus brazos de plantígrado.

—Llévanos a Kalaman —dijo Tanis a Apoletta cuando hubo recuperado el resuello——. Después de todo, era allí donde nos dirigíamos.

Los compañeros dormían en el borde de la laguna, descansando todo lo posible antes de emprender un viaje que, según Apoletta, había de ser largo y extenuante.

—¿Iremos en barco? —preguntó Tanis mientras observaba cómo Zebulah se desprendía de su túnica roja para zambullirse en el agua.

También Apoletta contemplaba a su esposo, que se acercó a ella vadeando sin dificultad.

—No, a nado —anunció la elfa marina—. ¿Nunca se te ha ocurrido pensar cómo nos las arreglamos para traeros aquí? Nuestras artes mágicas, unidas a las de Zebulah, os permitirán respirar agua con la misma naturalidad con la que ahora inhaláis aire.

—¿Vais a convertirnos en peces? —inquirió Caramon aterrorizado.

—Supongo que es una descripción bastante acertada —respondió Apoletta—. Vendremos a recogeros cuando baje la marea.

Tika aferró la mano del guerrero, quien se apresuró a apretarla contra su pecho. Al ver que intercambiaban una mirada de complicidad, Tanis sintió que se aligeraba su carga. Aunque arrastrado aún por el oscuro torbellino de su alma, Caramon había hallado un ancla segura que le impediría sumirse para siempre en las aguas del abismo.

—Nunca olvidaremos este hermoso lugar—susurró Tika.

Apoletta se limitó a sonreír.

8

Ominosas nuevas.

—¡Padre!

—¿Qué sucede, Ragar?

Acostumbrado a los excitados gritos de su hijo, que había alcanzado esa edad en la que empiezan a descubrirse las maravillas del mundo, el pescador no alzó la cabeza. Esperaba oírle describir desde una estrella de mar embarrancada en la arena hasta un zapato perdido y mecido por las aguas, de modo que continuó remendando su red cuando el muchacho corrió junto a él.

—Papá —insistió aquel niño pelirrubio, a la vez que zarandeaba la rodilla de su progenitor y quedaba enmarañado en la red en su alocado impulso—, he visto a una bella dama ahogada, muerta.

—¿Cómo dices? —preguntó el pescador con aire ausente.

—Una bella mujer ahogada —repitió solemnemente el muchacho, señalando el lugar con su dedo regordete.

El hombre interrumpió su quehacer para observar a su hijo. Esto era nuevo.

—¿Una mujer ahogada?

El niño asintió y volvió a extender el índice hacia la playa.

El pescador, forzando la vista a causa del cegador sol de mediodía, oteó la línea de la costa. Miró entonces de nuevo al pequeño, frunciendo el ceño en actitud severa.

—No se tratará de otra fábula inventada por el pequeño Ragar, ¿verdad? —inquirió muy serio—. Si lo es, cenarás de pie.

—No —respondió el muchacho meneando la cabeza, con los ojos abiertos de par en par—. Prometí no hacerlo más —recordó mientras se rascaba una nalga.

El pescador centró su atención en el mar. La noche anterior se había desatado una tormenta, pero en ningún momento oyó comentar que una nave se estrellase contra las rocas. Quizá algunos habitantes del lugar habían salido con sus frágiles embarcaciones de recreo para perderse después del crepúsculo o, peor aún, se había cometido un asesinato. No era la primera vez que la resaca depositaba sobre la arena un cuerpo con un puñal en el corazón.

Llamando a su hijo mayor, que se hallaba muy ocupado en aparejar su barca, el pescador dejó a un lado su trabajo y se incorporó. Quiso ordenar al pequeño que volviera a casa en busca de su madre, pero recordó que lo necesitaba como guía.

—Llévanos hasta la bella dama —dijo con voz áspera, lanzando una significativa mirada al primogénito.

El pequeño Ragar tiró de su padre hacia la playa seguido por su hermano, que caminaba más despacio temeroso de lo que podían encontrar.

Habían recorrido una corta distancia cuando el pescador vio una escena que le impulsó a echar a correr, con el hijo mayor a sus talones.

—¡Un naufragio! —exclamó el padre jadeante—. ¡Estos marineros inexpertos no saben lo que hacen! No entiendo cómo se atreven a hacerse a la mar en sus débiles cascarones.

No sólo había una hermosa mujer tendida sobre la playa, sino dos. Cerca de ellas yacían cuatro hombres, todos bien vestidos. A su alrededor vieron esparcidos varios listones de madera, sin duda los restos de una pequeña embarcación de recreo.

—Ahogada, muerta —declaró el muchacho inclinándose para reconocer a una de las atractivas féminas.

—No, no lo está —le corrigió el pescador tras descubrir su pálpito en el cuello. Uno de los hombres empezaba incluso a moverse, un individuo de cierta edad que se sentó para examinar el paraje. Cuando vio al grupo dio un aterrorizado respingo y se arrastró hasta donde se hallaba uno de sus inconscientes compañeros.

—¡Tanis! ¡Tanis! —vociferó mientras sacudía a un hombre barbudo, que se incorporó de forma abrupta.

—No hay razón para alarmarse —los tranquilizó el pescador al advertir el sobresalto del desconocido de la barba—. Estamos dispuestos a ayudaros, si es posible. Davey, ve a casa cuanto antes y pide a tu madre que traiga mantas y aquella botella de aguardiente que guardo desde hace tiempo. Vamos, señora, calmaos —dijo con voz amable a una de las mujeres, ayudándola a sentarse—. Ya ha pasado todo. «Resulta extraño que después de ahogarse ninguno parezca haber tragado agua...», añadió para sus adentros sin soltar a la supuesta náufraga ni cejar en sus reconfortantes palmadas.

Arropados en las mantas, los compañeros fueron escoltados hasta la cabaña próxima a la playa donde vivía el pescador. Allí les suministraron alimentos, dosis de aguardiente y todos los remedios que conocía la dueña de la casa para reanimar a los ahogados. El pequeño Ragar los contemplaba orgulloso, sabedor de que su «pesca» sería la comidilla de la aldea durante toda una semana.

—Gracias por vuestra ayuda —susurró Tanis una vez recobradas las fuerzas.

—Me alegro de haber acudido a tiempo —respondió el hombre con gesto ceñudo—. Debéis ser más precavidos, la próxima vez que salgáis en una barquichuela poned rumbo a tierra en cuanto veáis un indicio de tormenta.

—Así lo haremos —le prometió el semielfo—. ¿Podrías decimos dónde estamos?

—Al norte de la ciudad —le informó el pescador agitando la mano—. A dos o tres millas. Davey puede llevaros en la carreta.

—Sois todos muy gentiles. —Tanis se volvió titubeante hacia los otros quienes le devolvieron la mirada—. Sé que os parecerá extraño, pero fuimos desviados de nuestro curso y... ¿al norte de qué ciudad?

—De Kalaman, por supuesto —declaró el hombre espiándolos con cierto recelo.

—Sí, claro —dijo Tanis y, con una leve sonrisa, se dirigió al guerrero—. Tenía yo razón, la corriente no nos arrastró tan lejos como afirmabas.

—¿No? —preguntó Caramon perplejo. Por fortuna, Tika hundió el codo en sus costillas y este aviso hizo que se pusiera en situación—. Debo reconocerlo, me equivoqué como de costumbre. Ya me conoces, Tanis, nunca acierto a orientarme como es debido...

—No exageres —farfulló Riverwind, y el guerrero enmudeció.

El pescador los escudriñó con ojos sombríos.

—No cabe duda de que formáis un grupo muy extraño —les espetó—. No recordáis cómo embarrancasteis, ni siquiera sabéis dónde os encontráis. Supongo que estabais todos borrachos pero ése no es asunto de mi incumbencia, de modo que me limitaré a daros un consejo: no volváis a embarcaros, ni ebrios ni sobrios. Davey, trae la carreta.

Tras dedicarles una última y desdeñosa mirada, el pescador se colocó a su hijo menor sobre los hombros y volvió al trabajo. Su otro vástago había desaparecido, sin duda en busca del carro.

Tanis suspiró, antes de consultar a sus amigos:

—¿Alguno de vosotros tiene idea de cómo hemos llegado hasta aquí o por qué vestimos tan singulares ropajes?

Todos menearon la cabeza en ademán negativo.

—Recuerdo el Mar Sangriento y el remolino —apuntó Goldmoon—. Pero el resto lo veo en una nebulosa, como un sueño.

—Yo recuerdo a Raist... —empezó a decir Caramon con el rostro grave pero, al sentir la mano de Tika deslizándose bajo la suya, la miró y se dulcificó su expresión—. También...

—Silencio —le amonestó Tika ruborosa, a la vez que apoyaba su rostro en el brazo del guerrero y dejaba que éste besara sus rojizos bucles—. No fue ningún sueño —le murmuró.

—En mi mente se agolpan ciertas imágenes —declaró Tanis con la mirada prendida en Berem—, pero fragmentadas e inconexas. No hay dos que logren encajar de un modo revelador. En cualquier caso, no debemos apoyarnos en la memoria sino mirar hacia el futuro. Iremos a Kalaman para averiguar qué ha sucedido en nuestra ausencia.¡Ni siquiera sé qué día es hoy! Ni qué mes, por supuesto. Luego...

Other books

Cast Off by Eve Yohalem
The Counterfeit Lady by Kate Parker
The Other Side of Darkness by Melody Carlson
Silver Cathedral Saga by Marcus Riddle
Warlock and Son by Christopher Stasheff
High Stakes Gamble by Mimi Barbour