Read La reina de la Oscuridad Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
Los labios del Hombre Eterno se abrieron en una mueca de pánico para esbozar un «¡No!»
desgarrado, a la vez que se encogía todo su cuerpo. Viéndole dispuesto a huir, Caramon extendió su enorme mano y lo apresó con firmeza.
—Me acompañarás a Neraka —insinuó Tanis sin inmutarse—, o te entregaré ahora mismo a Gilthanas. El Príncipe elfo profesa un gran cariño a su hermana y no vacilará en ponerte en manos de la Reina Oscura si piensa que de ese modo puede obtener su libertad. Tú y yo sabemos la verdad, sabemos que tu sacrificio no cambiaría la situación; pero él lo ignora, como miembro de su noble raza está convencido de que la tenebrosa soberana cumplirá su parte del trato.
—¿No me dejarás a merced de esa terrible criatura? —preguntó Berem a Tanis con temeroso recelo.
—Sólo quiero averiguar qué ocurre —declaró fríamente Tanis, evitando una respuesta directa—. Pero para lograrlo necesitaré un guía, alguien que conozca la zona.
Forcejeando hasta desembarazarse de Caramon, Berem los observó a todos como sumido en un encantamiento.
—Iré —balbuceó——. No me entregues al elfo.
—De acuerdo —accedió Tanis—. No es momento para gimoteos —añadió al percatarse de su agitación—, partiremos al anochecer y debemos prepararnos a conciencia.
Giró bruscamente la cabeza, mas no se sorprendió en absoluto al sentir unos poderosos dedos cerrados sobre su brazo.
—Sé lo que vas a decir, Caramon, pero la respuesta es no. Berem y yo haremos este viaje solos.
—Entonces os enfrentaréis «solos» a la más terrible de las muertes —replicó el guerrero en tonos apagados, sin aflojar su presión contra el miembro del semielfo.
—Si es así, sucumbiremos a nuestro destino. —Trató sin éxito de liberarse del forzudo compañero——. No llevaré en esta misión a ningún miembro del grupo.
—Fracasarás —se obstinó Caramon—. ¿Es eso lo que quieres? ¿No será que buscas un modo de ahogar tu culpabilidad para siempre? Te ofrezco mi espada, resulta más rápida y certera que una azarosa aventura, si tal es tu intención. Pero si de verdad pretendes rescatar a Laurana, necesitarás ayuda.
—Los dioses nos han reunido —apostilló Goldmoon con dulzura—. Han hecho que volvamos a encontrarnos en un momento crucial. Es una señal de las divinidades, Tanis, no la rechaces.
El semielfo inclinó la cabeza. No podía llorar, se habían agotado sus lágrimas. Tasslehoff deslizó su pequeña mano entre las suyas y dijo con festivo talante:
—Además, piensa en cuántas complicaciones surgirían en tu camino sin mi intervención.
La llama de la esperanza.
En la ciudad de Kalaman reinaba un letal silencio la noche del ultimátum lanzado por la Dama Oscura. El Señor de la Ciudad, Calof, declaró el estado de guerra, lo que significaba que las tabernas permanecían cerradas y las puertas de la ciudad cerradas y atrancadas para impedir la salida, siendo las familias de las aldeas de pescadores y granjeros que circundaban la urbe las únicas personas autorizadas a entrar. Estos refugiados empezaron a afluir cerca del crepúsculo, y contaron siniestras historias sobre los draconianos que habían irrumpido en sus dominios a fin de quemar sus casas y practicar el pillaje.
Aunque algunos de los nobles de Kalaman se habían opuesto a tan drástica medida como era el estado de sitio, Tanis y Gilthanas —unidos por una vez— habían forzado al máximo dignatario a tomar tal decisión. Ambos describieron vivas y espantosas imágenes del incendio de Tarsis. Sus argumentos resultaron tan inapelables que Calof siguió su consejo, si bien quedaba patente que no sabía qué hacer para defender su ciudad a juzgar por las miradas desvalidas que lanzaba a los insignes luchadores. La ominosa sombra de la ciudadela flotante sobre el recinto había desquiciado al Señor de Kalaman, y los altos mandos militares no gozaban de mayor cordura. Tras escuchar las más disparatadas ideas, Tanis se puso en pie.
—Deseo hacer una sugerencia, señores —dijo en actitud respetuosa—. Hay aquí alguien que sabrá proteger la ciudad eficazmente...
—¿Tú, semielfo? —le interrumpió Gilthanas desdeñoso.
—No —respondió Tanis—. Tú, Gilthanas.
—¿Un elfo? —se sorprendió Calof.
—Estuvo en Tarsis. Posee una larga experiencia en la lucha contra los reptiles perversos y los draconianos. Los Dragones del Bien confían en él y acatarán sus órdenes.
—Eso es cierto —admitió Calof. Una expresión de alivio surcó su rostro cuando se volvió hacia Gilthanas para añadir—: Sabemos qué sentimientos albergan los elfos respecto a los humanos, señor, y debo reconocer que la actitud es recíproca. Pero os estaremos eternamente agradecidos si queréis ayudamos en esta hora de necesidad. Después de todo, existen significativos precedentes.
Gilthanas observó a Tanis, sumido en una momentánea perplejidad, pero nada pudo leer en la barbuda faz del semielfo. Calof repitió su ruego, mencionando la posibilidad de una recompensa como si pensara que la vacilación del Príncipe elfo se debía a la falta de un incentivo tangible.
—¡No, señor! —Gilthanas despertó de aquella ensoñación en la que el rostro de Tanis se le apareció marcado por la muerte—. No necesito, ni siquiera deseo, recompensa ninguna. Si puedo contribuir a la salvación de los habitantes de esta ciudad me consideraré satisfecho en mis más altas aspiraciones. En cuanto a nuestra pertenencia a razas irreconciliables —miró una vez más al semielfo—, la experiencia me ha demostrado que es una falacia. Siempre lo fue.
—¿Qué debemos hacer? —inquirió, entusiasmado, Calof.
—En primer lugar quiero sostener una conversación privada con Tanis —declaró Gilthanas, viendo que el semielfo se disponía a partir.
—Por supuesto. Hay una pequeña estancia a vuestra derecha donde podréis hablar sin ser molestados —ofreció el noble con el índice extendido hacia una puerta.
Una vez en la reducida pero lujosa sala ambos permanecieron de pie en un tenso silencio, sin lanzarse ni siquiera miradas de soslayo. Pasados unos interminables minutos Gilthanas se dirigió al fin a su interlocutor.
—Siempre menosprecié a los humanos —dijo despacio —, y, sin embargo, he decidido aceptar la responsabilidad de protegerles. Me gusta lo que siento —añadió, escudriñando por vez primera el semblante de Tanis.
También el semielfo observó a Gilthanas y su contraída expresión pareció relajarse, aunque no pudo devolver la sonrisa esbozada por su oponente. Bajó los ojos, y la gravedad tiñó de nuevo su faz.
—Has resuelto ir a Neraka, ¿no es cierto? —preguntó Gilthanas tras otra larga pausa.
Tanis asintió sin despegar los labios.
—¿Te acompañarán tus amigos?
—Algunos de ellos. Todos quieren seguirme, pero... —No pudo continuar al recordar su inquebrantable lealtad, de modo que se limitó a hundir la cabeza sobre su pecho.
El Príncipe elfo posó la vista en la mesa, profusamente tallada, mientras acariciaba con aire ausente su lustrosa madera.
—Debo marcharme cuanto antes —declaró Tanis encaminándose a la puerta—. Tengo mucho que hacer. Abandonaremos la ciudad a medianoche, cuando Solinari se oculte...
—Espera. —Gilthanas apoyó la mano en el brazo del semielfo—. Quiero que sepas que lamento mis palabras de esta mañana. No te vayas aún, Tanis, no sin escucharme. —Lanzó un suspiro y prosiguió—: He aprendido mucho sobre mí mismo, Tanis, y puedo asegurarte que las lecciones fueron duras. Sin embargo, las olvidé todas al conocer la suerte de Laurana. Estaba furioso, espantado y quería vengarme atacando a alguien, a ti puesto que eras la diana más próxima. Laurana actuó como lo hizo empujada por el amor que te profesa. ¡Amor! También he empezado a profundizar en ese sentimiento, o por lo menos lo estoy intentando. —Su voz tenía ahora ribetes amargos—. Pero es el dolor lo que de forma más punzante se abre camino en mis entrañas, aunque ése es asunto que sólo me concierne a mí.
Tanis lo escuchaba con muda atención, notando un nuevo calor en aquella mano que mantenía sobre su brazo.
—Ahora sé, después de haber reflexionado —continuó el elfo— que Laurana tenía razón al dejarse llevar por su impulso. Debía ir, de lo contrario su amor carecería de sentido. Había depositado toda su fe en ti, creía lo suficiente en sus sentimientos como para acudir a tu lado cuando pensó que estabas moribundo... incluso a costa de aventurarse en un lugar maldito.
Gilthanas aferró, ahora con ambas manos, los hombros del cabizbajo semielfo.
—Theros Ironfeld dijo en una ocasión que, en toda su vida, no había visto nunca que de un acto de amor se derivasen consecuencias perniciosas. Debemos creer en sus palabras, Tanis. Laurana corrió en tu busca por amor, lo mismo que te dispones a hacer tú ahora. Sin duda los dioses bendecirán tu empeño.
—¿Acaso bendijeron a Sturm? —preguntó el semielfo con aspereza—. ¡También el amaba!
—¿Cómo sabes que no lo hicieron?
Tanis cerró sus dedos en torno a los de Gilthanas y meneó la cabeza. Quería creer, se le antojaba bello, inquietante... como las leyendas de dragones. En su infancia había anhelado que aquellas criaturas existieran en realidad.
Suspirando, se apartó del elfo. Tenía la mano en el pomo de la puerta cuando Gilthanas habló de nuevo:
—Adiós, hermano.
Los compañeros se reunieron en una pequeña estancia en la que había una puerta secreta que llevaba, a través de las almenas, hasta el exterior. Gilthanas podría haberles autorizado a salir por uno de los accesos principales pero cuantas menos personas conocieran el proyecto de Tanis mejor sería para todos, en especial para el semielfo.
Solinari había empezado a zambullirse tras los abruptos perfiles de las montañas y Tanis, apartado del grupo, contemplaba a través de una ventana los últimos reflejos de los argénteos rayos lunares sobre las torres de la siniestra ciudadela. Vio luces en el castillo flotante, negras sombras que se recortaban en su interior. ¿ Quién vivía en aquel inefable ingenio? ¿Draconianos? ¿Quizá los magos de Túnica Negra y los perversos clérigos que lo habían desprendido del suelo?
A su espalda oía hablar a los otros en tonos apagados... salvo a Berem. El Hombre Eterno, bajo la estrecha vigilancia de Caramon, se mantenían al margen con el pánico dibujado en sus ojos.
Tanis se volvió para contemplarles unos minutos y al fin se dijo que debía enfrentarse a una nueva despedida, tan dolorosa que se preguntó si no flanquearía su voluntad en el último instante. Observó, tratando de ocultar el rostro, los cálidos haces luminosos que la poniente Solinari prendía de la bella melena metálica de Goldmoon. Su faz irradiaba paz, serenidad, pese a conocer las posibles implicaciones del viaje a las tinieblas que sus amigos se disponían a emprender. Aquello confirió fuerzas al semielfo.
Con un hondo suspiro, se apartó de la ventana para reunirse con el grupo.
—¿Ha llegado la hora? —preguntó ansioso Tasslehoff..
Tanis sonrió, a la vez que estiraba la mano para acariciar el ridículo copete de su cabeza. En un mundo cambiante, los kenders se revelaban inmutables.
—En efecto —dijo en voz alta—. Para algunos de nosotros —añadió con la mirada fija en Riverwind.
Al cruzarse sus ojos con los del semielfo, firmes y graves, los pensamientos que surcaban la mente del hombre de las Llanuras se reflejaron en su semblante, tan límpidos para Tanis como los contornos de las nubecillas en una noche de luna. Al principio Riverwind se negó a comprender, ni siquiera escuchó las palabras de su cabecilla. Pero pronto se percató de lo que éste había dicho y se sonrojó su rostro impenetrable, avivado por el centelleo de sus negras pupilas.
Tanis guardó silencio, limitándose a desviar de nuevo la mirada hacia Goldmoon. También Riverwind contempló a su esposa, quien se hallaba envuelta en una aureola argéntea, perdida en sus propias cavilaciones. Una dulce sonrisa daba vida a sus labios, una complacencia que Tanis había detectado en los últimos días. Quizá imaginaba a su hijo jugando bajo el sol.
El semielfo concentró una vez más su atención en Riverwind. Al ver la batalla que libraba en su interior supo que el guerrero que-shu insistiría en acompañarles, aunque el hacerlo entrañara abandonar temporalmente a Goldmoon.
Avanzando hacia él, Tanis posó las manos en sus hombros y se abrió camino hasta su agitado corazón.
—Tu trabajo ha concluido, amigo —le dijo—. Ya has recorrido las sendas del invierno hasta donde debías seguirlas. Aquí se separan nuestras rutas: la nuestra conduce al yermo desierto, la tuya traza un recodo en pos de los árboles en flor. Has contraído una responsabilidad con el hijo que has engendrado—. Levantó una de sus manos para cerrarla sobre el hombro de Goldmoon y atraerla hacia sí.
»Vuestro vástago nacerá en otoño —se apresuró a continuar para impedir la protesta que ya afloraba a los labios de la mujer—, cuando los vallenwoods se visten de grana y oro. No llores, por favor —añadió estrechándola en sus brazos—. Aquellos viejos árboles volverán a crecer y entonces llevarás al guerrero o a la doncella a Solace, donde le relatarás la historia de dos seres que, gracias a la intensidad de su amor, permitieron que la esperanza perdurase en un mundo de dragones.»
Besó su hermoso cabello antes de que Tika, entre quedos sollozos, ocupase su lugar en un emocionado abrazo de despedida. Mientras, Tanis se volvió hacia Riverwind y advirtió que se había diluido la severa máscara de su rostro para revelar los surcos del dolor. Ni siquiera el semielfo podía ver con claridad a través de las lágrimas.
—Gilthanas necesitará ayuda para planificar la defensa —declaró tras aclarar su garganta—. Me sentiría plenamente feliz si vuestro penoso y largo invierno hubiera terminado, pero me temo que se prolongará aún un poco más.
—Los dioses están con nosotros, amigo, hermano —susurró Riverwind con voz entrecortada, apretando contra su pecho al semielfo—. Espero que os acompañen en vuestro viaje. Aguardaremos vuestro regreso.
Solinari desapareció tras las montañas. Las únicas luces que destellaban ahora en el cielo nocturno eran las de las oscilantes estrellas y aquellos otros resplandores, fantasmales, que enmarcaban las ventanas de la ciudadela y parecían vigilarles cual varios pares de ojos felinos. Uno tras otro los compañeros se despidieron de la pareja de las Llanuras. Encabezados por Tasslehoff cruzaron acto seguido el pasillo de las almenas, atravesaron una nueva puerta y descendieron por una escalera. A su pie, una nueva hoja de carcomida madera conducía a la planicie; la traspasaron en fila, sigilosos, con las manos cerradas sobre sus armas.