La reina de la Oscuridad (44 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: La reina de la Oscuridad
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—Lo lamento —se oyó balbucear a sí mismo—. no me responden las piernas.

El guerrero, viendo su penoso estado, lo izó en el aire y se le colgó del hombro como un saco de harina sin hacer caso de sus protestas.

—Tiene información importante —declaró Caramon con voz cavernosa—. Espero que no hayáis dañado su cerebro. Si ha olvidado lo que debe revelarnos, la Dama Oscura se enfurecerá.

—¿Qué cerebro? —bromeó el draconiano pero Tas, boca abajo sobre la espalda de su amigo, creyó detectar un atisbo de inquietud en la criatura.

Emprendieron de nuevo la marcha. A Tasslehoff le dolía terriblemente la cabeza, y sentía, además, unas molestas punzadas en el pómulo. Al llevarse la mano al rostro palpó regueros de sangre coagulada en el lugar donde el draconiano lo había abofeteado. Resonaba en sus oídos el zumbido de mil abejas, que parecían haber instalado la colmena en el interior de su cráneo, y el mundo daba vueltas sin cesar. Tampoco su estómago se hallaba pletórico de salud, y los zarandeos que le infligía al moverse la espalda armada de Caramon no contribuían a aliviar tal malestar.

—¿Falta mucho? —La estruendosa voz del guerrero resonaba en su fornido pecho—. ¡Este bribón pesa más de lo que parece!

Por toda respuesta, uno de los draconianos extendió su larga y huesuda garra.

Con un denodado esfuerzo, tratando de ignorar su dolor y su mareo, Tas torció la cabeza para ver dónde señalaba. Sólo distinguió una sombra, pero fue suficiente. El edificio del Templo había crecido a medida que se acercaban hasta capturar no sólo los sentidos, sino incluso la mente.

Se dejó caer en su incómoda postura. Su visión se nublaba por momentos y, aunque aturdido, no podía dejar de preguntarse a qué se debía aquel fenómeno, de dónde provenía la creciente bruma. Lo último que oyó fueron las palabras: «A los calabozos subterráneos del templo de Su Majestad, Takhisis, Reina de la Oscuridad».

6

Tanis negocia. Gakhan investiga.

—¿Vino?

—No.

Kitiara se encogió de hombros y, alzando la jarra del cuenco lleno de nieve en el que reposaba para mantener fresco su contenido, se sirvió lentamente a la vez que contemplaba perezosa cómo el purpúreo licor se deslizaba del recipiente hacia su copa. Depositó acto seguido el cristalino objeto en la nívea superficie y se sentó frente a Tanis para observarle con frialdad.

Se había quitado el yelmo pero aún se cubría con la armadura, aquella armadura azul oscuro ribeteada en filigrana de oro que se adaptaba a su sinuoso cuerpo cual una piel escamosa. La luz que proyectaban los candelabros de la sala reverberaba sobre el bruñido peto y despedía resplandores ígneos en los agudos cantos metálicos, de tal modo que toda ella aparecía envuelta en un incendio multicolor. Su negro cabello, húmedo a causa del sudor, se pegaba en torno a su rostro, en el que destacaban sus brillantes ojos sombreados por largas y también negras pestañas.

—¿Qué haces aquí, Tanis? —preguntó con voz queda, trazando círculos en el borde de la copa sin apartar la mirada de su oponente.

—Conoces de sobra el motivo de mi presencia —se limitó a responder el semielfo.

—Laurana, por supuesto —apuntó Kitiara.

Ahora fue Tanis quien se encogió de hombros en un intento de mantener el semblante impenetrable como el de una estatua, si bien temía que aquella mujer —que en ocasiones parecía capaz de penetrar en sus entrañas mejor que él mismo— leyera sus pensamientos.

—¿Has venido solo? —preguntó ella sorbiendo el vino.

—Sí —fue la lacónica contestación del semielfo, quien le devolvió la mirada sin un pestañeo.

Kitiara enarcó una ceja para mostrarle su incredulidad.

—Flint ha muerto —añadió él con voz entrecortada. A pesar de su miedo a manifestar sus sentimientos, no podía recordar al amigo perdido sin estremecerse—. Y Tasslehoff ha desaparecido, no he logrado encontrarlo. De todos modos no entraba en mis planes traerlo hasta aquí.

—Lo comprendo —dijo Kit con una mueca irónica—. Así que a Flint le llegó su hora.

—Y también a Sturm, como bien sabes. —El semielfo no pudo por menos que apretar los dientes al pronunciar su nombre.

—Son los percances de la guerra, querido —comentó Kitiara a la vez que clavaba en él sus desafiantes ojos—. Ambos éramos soldados. El supo entenderlo, estoy segura de que su espíritu no me guarda rencor.

Aunque disgustado, Tanis reprimió la frase que afloraba ya a sus labios. Kitiara tenía razón.. Sturm siempre comprendió los irremediables designios del destino.

La joven permaneció muda unos instantes, contemplando el rostro de Tanis, antes de posar la copa con una suave tintineo y preguntar:

—Y mis hermanos. ¿Dónde...?

—¿Por qué no me llevas a los calabozos y me interrogas? —interrumpió Tanis. Se levantó entonces de su butaca para empezar a andar por la lujosa estancia.

Kitiara esbozó una sonrisa introspectiva, meditabunda.

—Sí —declaró—, podría interrogarte allí y hablarías, Tanis, no lo dudes. Confesarías todo cuanto yo quisiera y hasta suplicarías que te dejasen contarme más detalles. No sólo tenemos hombres expertos en el arte de la tortura, sino que además se consagran en cuerpo y alma a su quehacer. —Poniéndose de pie en lánguida actitud Kitiara se acercó al lugar donde se había detenido el semielfo para posar una mano en el pecho y deslizar la palma abierta hasta su hombro—. Pero no pretendo someterte a un interrogatorio. Digamos más bien que soy una hermana preocupada por su familia. ¿Dónde están los gemelos?

—Lo ignoro —le espetó Tanis mientras sujetaba firmemente su muñeca y se desembarazaba de tan ambigua caricia—. Ambos se perdieron en el Mar Sangriento...

—¿Junto con el Hombre de la Joya Verde?

—En efecto.

—¿Y cómo lograste tú sobrevivir?

—Me rescataron los elfos marinos.

—En ese caso, quizá salvaran también a los otros.

—Es posible, aunque no probable. Después de todo yo pertenezco a su raza, mientras que ellos eran humanos.

Kitiara estudió durante unos minutos la faz insondable del semielfo, que aún apretujaba su muñeca. Inconscientemente, sin eludir el escrutinio de la muchacha, Tanis cerró los dedos en torno a su presa.

—Me haces daño —susurró Kitiara—. ¿Para qué has venido? Ni siquiera tú cometerías la insensatez de intentar el rescate de Laurana en solitario.

—No —reconoció Tanis estrujando con mayor fuerza el miembro de su rival—. Estoy aquí para negociar. Suelta a la Princesa y quédate conmigo.

Kitiara abrió los ojos sin poder ocultar su sorpresa, pero no tardó en inclinar la cabeza hacia atrás y proferir una sonora carcajada. Con gesto rápido y certero se liberó de las garras de Tanis y, dando media vuelta, se acercó de nuevo a la mesa a fin de llenar su copa.

—Sigo sin comprenderte, Tanis —dijo entre risas. Le miraba por encima del hombro, exhibiendo aquella siniestra mueca que la caracterizaba—. ¿Qué puede inducirte a pensar que eres lo bastante importante como para que acepte el trueque?

El semielfo se ruborizó, pero Kitiara hizo caso omiso y prosiguió.

—He capturado a su Áureo General, amigo. Les he arrebatado su amuleto de la suerte, su hermosa guerrera y adalid que, por cierto, no fue un mal comandante puesto que les proporcionó las Dragonlance y les enseñó a luchar. Su hermano fue el artífice del retorno de los Dragones del Bien y, sin embargo, es en ella en quien han depositado su confianza, acaso porque mantuvo unidos a los Caballeros de Solamnia cuando se hallaban a punto de escindirse. Y tú me propones que la cambie por —hizo un gesto despectivo— un semielfo que ha estado recorriendo todo el país en compañía de un kender, bárbaros y enanos.

Asaltó entonces a Kitiara un tal acceso de risa que tuvo que sentarse y secarse las lágrimas que nublaban sus ojos.

—Realmente, Tanis, tienes un elevado concepto de ti mismo —logró continuar al fin—. ¿Por qué creíste que querría recuperarte? ¿Por amor?

Se produjo, pese a su aparente burla, un sutil cambio en la voz de Kitiara. De pronto frunció el ceño sin dejar de acariciar la copa.

Tanis no respondió. Permaneció inmóvil frente a ella, sintiendo que le ardían los pómulos debido al ridículo al que le había expuesto. Tras observarlo unos segundos, Kitiara bajó la mirada y habló de nuevo.

—Supón que accedo —insinuó, posada la vista en el recio mosto—. ¿ Qué me darás para reparar la pérdida en que sin duda incurriría?

Tanis respondió hondo.

—El capitán de tus tropas ha muerto —dijo sin denotar la más tenue alteración en su ánimo—. Lo sé, el mismo Tas me contó que había acabado con él. Me ofrezco a ocupar su puesto.

—¿Servirías bajo... te alistarías en los ejércitos de los Dragones? —Los desorbitados ojos de Kit delataban su perplejidad.

—Sí. —Los dientes de Tanis rechinaron, la amargura invadió su rostro—. Hemos perdido de todas formas. He visto vuestras ciudadelas flotantes y soy consciente de que nunca venceremos, aunque se queden junto a nosotros los reptiles benignos. Además sé que nos abandonarán, que serán expulsados por el pueblo. Lo cierto es que nunca tuvieron fe en ellos y, en cuanto a mí, lo único que me importa es que Laurana recobre la libertad sin sufrir el menor daño.

—Creo en tu sinceridad, sé que cumplirás tu promesa. —Kitiara lo contempló sin disimular la admiración que le inspiraba—. Debo reflexionar.

Meneó la cabeza como si librase una batalla interior. Se llevó acto seguido la copa a los labios, bebió un largo trago hasta consumir el vino y, tras depositar el vacío recipiente en la mesa, se incorporó.

—Lo pensaré —murmuró—. Pero ahora tengo que dejarte, Tanis. Esta noche se celebra un consejo extraordinario de los Señores de los Dragones, que han venido desde todos los confines de Ansalon para asistir. Por supuesto, tienes razón: habéis perdido la guerra. Hoy fraguaremos un plan para asestar el golpe definitivo, y tú estarás presente como mi escolta Personal. Quiero que Su Oscura Majestad te conozca sin tardanza.

—¿Y Laurana? —insistió Tanis.

—¡Te he dicho que lo pensaré! —Un surco negro rompió la lisa superficie que separaba las cejas de Kitiara cuando añadió, sin dar lugar a la réplica—: Haré que te traigan una armadura de gala. Vístete y prepárate para acompañarme dentro de una hora. —Se alejó unos pasos, pero de nuevo volvió la cabeza hacia Tanis—. Mi decisión bien puede depender de tu conducta esta noche —le advirtió—. Recuerda, semielfo, que a partir de este momento sirves bajo mis órdenes.

Sus ojos pardos irradiaron fríos destellos al envolver en su embrujo a Tanis, quien sintió cómo la voluntad de aquella mujer lo aprisionaba hasta convertirse en una mano invisible pero poderosa que lo obligaba a postrarse en el pulido de mármol. Se hallaba respaldada por la fuerza de los ejércitos de los Dragones y flotaba sobre ella la sombra de la Reina de la Oscuridad, imbuyéndola de una autoridad que el semielfo ya había vislumbrado en anteriores ocasiones.

De pronto sintió la gran distancia que mediaba entre ellos. Kitiara se le apareció soberbiamente humana, pues sólo los de su raza estaban dotados de una tal sed de poder que la primera pasión amorosa que albergaban podía corromperse sin la menor dificultad. Las breves vidas de los humanos eran llamas que ardían con una luz pura como la vela de Goldmoon o el desgajado sol de Sturm, o bien destruían como un fuego abrasador capaz de consumir cuanto se interponía en su camino. El había calentado su espesa sangre elfa en este fuego, había alimentado la llama en su corazón, y ahora veía con total claridad en qué había de convertirse: en una masa de carne socarrada similar a los cuerpos de aquéllos que murieron en el incendio de Tarsis, en el armazón de unas entrañas negras e imperturbables.

Era su deber, el precio que tenía que pagar. Depositaría su alma en el altar de Kitiara como otros extendían un puñado de oro sobre una almohada. Laurana no merecía menos, ya había sufrido bastante por su causa. Su muerte no la liberaría, pero su vida sí.

Despacio, Tanis se llevó la mano al corazón y se inclinó en una reverencia.

—Soy tu humilde servidor, Señora —dijo.

Kitiara entró en su alcoba con un torbellino en la mente. La sangre latía en sus venas más ebria de excitación, de deseo y del goce anticipado de la victoria que de vino. Sin embargo, asomaba bajo tanta dicha una agobiante duda, que la irritaba sobremanera al diluir cualquier otro sentimiento. Trató por todos los medios de desecharla, pero en cuanto abrió la puerta de su habitación volvió a surgir con mayor crudeza que antes.

Los criados no la esperaban tan pronto. No habían encendido las antorchas, y el fuego del hogar estaba a punto pero sin lumbre. Extendió la mano para hacer sonar la campanilla que había de atraerles y reprenderlos por su negligencia, cuando, de pronto, una mano tan gélida como translúcida se cerró sobre su muñeca.

El contacto de aquel miembro hizo crujir sus huesos con una sensación de frío febril, y la sangre pareció helarse en sus venas. Kitiara lanzó un ahogado jadeo de dolor a la vez que intentaba desembarazarse de la mano, que se mantuvo firme en torno a su presa..

—No habrás olvidado nuestro trato, ¿verdad?

—¡Por supuesto que no! —exclamó ella. Intentando reprimir el miedo que ribeteaba su voz, ordenó—: Suéltame.

Los dedos que la aprisionaban se abrieron lentamente, y Kitiara se apresuró a retirar el brazo y frotarse la carne que, incluso en tan breve lapso de tiempo, había asumido un tono violáceo.

—La mujer elfa será tuya —declaró—, en cuanto la Reina haya terminado con ella.

—Por supuesto, de nada me serviría de otro modo. Una hembra viva no es para mí de mayor utilidad que un hombre muerto para ti. —El eco de aquella cavernosa voz perduró de una manera abominable una vez pronunciada la frase.

Kitiara dirigió una mirada despectiva al lívido rostro, a los centelleantes ojos que flotaban desnudos sobre la negra armadura del caballero espectral.

—No seas necio, Soth —dijo, haciendo sonar la campanilla. Estaba ansiosa de luz y calor—.

Soy capaz de separar los placeres de la carne de los compromisos adquiridos, algo que por lo visto tú no supiste hacer en vida.

—¿Cuáles son tus planes para el semielfo? —pregunto Soth con una voz que, como de costumbre, provenía de las profundidades del abismo.

—Se rendirá a mí por completo, sin condiciones —afirmó Kitiara sin cesar de acariciarse la dolorida muñeca.

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