Por encima de las murallas, llegaban más flechas incendiarias, pero mujeres y niños llevaban cubos para apagar los fuegos que comenzaban a arder.
Tras los defensores se extendía una fina neblina de humo. Y ante ellos, una apestosa marea de guerreros bárbaros. Y, por todas partes, la histeria de la batalla. La sangre salpicaba por todas partes. Los muros estaban cubiertos de cadáveres humanos. En el suelo, armas rotas y cuerpos se amontonaban sobre las almenas, en un vano intento de reforzar los muros y contener el ataque.
Bajo ellos, los bárbaros utilizaban troncos de árboles para romper las puertas, que habían aguantado hasta entonces.
Córum, que sólo estaba medio consciente del ruido y las escenas de la batalla, sabía que su lucha con Gaynor había sido útil. No cabía duda de que, con las criaturas endemoniadas y sus tácticas de combate, la ciudad ya habría sido tomada.
¿Cuánto tiempo les quedaba? ¿Cuándo regresaría Arkyn con las sustancias que necesitaba el Príncipe Yurette? ¿Seguiría resistiendo la Ciudad en la Pirámide?
Córum sonrió torvamente. Xiombarg ya debería saber que había acabado con su servidor, con el Príncipe Gaynor. Su furia sería tanto más grande y su impotencia mucho más fuerte. ¿Era posible que aquello hiciese disminuir la furia de sus ataques contra Gwlas-cor-Gwrys?
¿O quizá la aumentaría?
Córum procuró evitar aquellas especulaciones. No podían cambiar nada. Recogió una lanza arrojada por un bárbaro y la volvió a lanzar, atravesando el estómago, de un atacante Mabdén, que se agarró al venablo inclinándose sobre el muro antes de doblarse por la cintura y caer a la llanura inferior donde se amontonaban sus compañeros.
Al atardecer, los bárbaros comenzaron a retirarse, llevándose a sus muertos.
Córum vio al Rey Lyr y al Rey Cronekyn que estaban parlamentando. Quizá decidían si atacar ya con los ejércitos del Perro y del Oso. ¿Estarían considerando alguna nueva estrategia que les evitase la pérdida de tantos hombres?
Un niño fue a buscar a Córum al muro:
—Príncipe Córum, traigo un mensaje para vos. ¿Podríais ir al templo para hablar con Aleryon?
Córum, con las piernas doloridas, abandonó las almenas y montó en un carro que condujo por las calles hasta llegar al templo.
El templo estaba abarrotado de heridos, por dentro y por fuera. Aleryon le esperaba en la entrada.
—¿Ha regresado Arkyn?
—Sí, Príncipe Córum.
Córum entró apresuradamente, mirando con curiosidad los cuerpos tendidos por el suelo.
—Son moribundos —dijo Aleryon en voz baja—. Casi no se dan cuenta de nada. Con gente tan desgraciada como ésta no hay necesidad de ser discreto.
Arkyn avanzó desde las oscuras sombras. Era un dios y la forma que asumía no era su verdadera forma; parecía cansado.
—Toma —le dijo a Córum al tiempo que le entregaba una caja de metal—. No la abras, pues las sustancias que contiene son sumamente poderosas y su resplandor podría matarte. Llévaselo al mensajero de Gwlas-cor-Gwrys y dile que regrese a través del Muro que separa los Reinos en su Navío Celeste...
—¿Y si no tiene poder para volver? —dijo Córum.
—Fabricaré una apertura para él; al menos lo intentaré, pues estoy exhausto. Xiombarg está trabajando contra mí muy sutilmente. No estoy seguro de poder trazar una abertura cerca de la ciudad, pero haré una prueba. Si aparece lejos de Gwlas-cor-Gwrys, quizá tenga que recorrer un peligroso camino, pero haré cuanto esté en mi mano.
Córum inclinó la cabeza y tomó la caja.
—Recemos porque siga en pie Gwlas-cor-Gwrys.
Arkyn sonrió sarcásticamente.
—No me reces a mí, pues no sé más que tú —le dijo.
Córum salió corriendo del templo con la caja bajo el brazo. Pesaba mucho, y vibraba. Montó en el carro, agitó las riendas y salió disparado, atravesando las turbulentas avenidas que conducían al palacio del Rey Onald. Subió las escaleras corriendo y llegó a la azotea donde esperaba el Navio Celeste. Le entregó la caja al timonel contándole lo que Arkyn había dicho. El timonel pareció dudar por unos momentos, pero cogió la caja y la depositó cuidadosamente en un armario de la timonera.
—Buen viaje, Bwydyth —le deseó Córum con sinceridad—. Ojalá encuentres tu Ciudad en la Pirámide y logres traerla a Tiempo a este reino.
Bwydyth le saludó y se lanzó a los aires.
De repente, en el cielo se formó una escabrosa incisión. Era inestable. Se movía y chispeaba. Más allá se veía un cielo dorado con rasgos chillones de color morado y naranja.
La nave se metió en la incisión. Desapareció y la quebradura se encogió hasta que pareció que al cielo no le hubiera ocurrido nada.
Córum se quedó mirando hacia el cielo hasta que oyó un inmenso rugido que se alzaba de los muros.
Debía haberse desencadenado un nuevo ataque.
Bajó corriendo las escaleras, atravesó el palacio y salió a la calle. Y entonces vio a las mujeres. Estaban arrodilladas y lloraban. Cuatro altos guerreros llevaban una tabla sobre los hombros. Y sobre la tabla a alguien cubierto por una túnica.
—¿Quién es? —le preguntó Córum a uno de los guerreros—. ¿Quién ha muerto?
—Han matado al Rey Onald —dijo tristemente el guerrero—. Y han mandado a los ejércitos del Perro y del Oso contra nosotros. La destrucción ya llega a Halwyg, Príncipe Córum. Ya nada la detendrá.
La furia de la Reina Xiombarg
Córum propinó un salvaje latigazo a los caballos que atravesaban las calles para llegar lo antes posible a la muralla. El silencio había caído sobre los ciudadanos de Hal-wyg-nan-Vake y todos parecían esperar la muerte pasivamente... una muerte a manos de los bárbaros victoriosos. Dos mujeres se suicidaron cuando pasaba, arrojándose a la calle desde los balcones. «Quizá tengan razón», pensó.
Saltó del carro y subió las escaleras del panel de muralla en que se encontraban Rhalina y Jhary-a-Conel. No necesitó escuchar qué decían, pues vio lo que se acercaba.
Los grandes perros avanzaban velozmente hacia la ciudad, los ojos feroces, las lenguas colgando, dominando por altura a los bárbaros que corrían a su lado. Y detrás de los perros, venían los gigantescos osos, con porras y escudos, exhibiendo los cuernos negros que crecían rizados en sus cabezas; avanzaban pesadamente apoyándose en las patas traseras.
Córum sabía que los perros podían saltar los muros y los osos derribar las puertas con sus mazas, y tomó una súbita decisión.
—¡Al palacio! —gritó—. ¡Todos los guerreros al palacio! ¡Los civiles que se refugien donde puedan!
—¿Abandonas a la población? —le preguntó Rhalina, que empezó a temblar cuando vio que su único ojo ardía en tonos negros y dorados.
—Hago lo más que puedo por ellos, y sólo espero que nuestra retirada nos dé algo de tiempo. En el palacio nos defenderemos mejor. ¡Deprisa! —gritó—. ¡Deprisa!
Algunos guerreros se movían velozmente, como aliviados, pero otros no estaban en condiciones de hacerlo.
Córum permaneció en los muros, observando la retirada de los soldados hacia el lejano palacio, llevando en sus brazos a civiles y heridos.
En poco tiempo, no quedaron más que ellos tres en las murallas, observando cómo se acercaban los perros y los osos.
Finalmente, los tres compañeros bajaron a la calle y empezaron a correr por las desiertas y arruinadas avenidas, cruzando matas quemadas, flores y cuerpos pisoteados, hasta que llegaron al palacio y se aseguraron de que puertas y ventanas tenían las barricadas adecuadas.
Empezaban a oírse los alaridos de los perros y los osos y los chillidos de los triunfantes bárbaros.
Una especie de paz tensa cayó sobre el palacio. Todos esperaban, y los tres compañeros subieron al tejado, preparándose para lo que iba a suceder.
—¿Cuánto falta? —susurró Rhalina—. ¿Cuánto falta para que lleguen?
—¿Las bestias? En pocos minutos estarán en la muralla.
—¿Y luego?
—Durante unos minutos, pensarán que es una trampa.
—¿Y luego?
—Quizá uno o dos minutos más tarde, atacarán el palacio. Luego... no lo sé. No podremos resistir mucho tiempo a enemigos tan poderosos.
—¿No tienes ningún plan?
—Tengo uno... Pero antes, tuve tantos... —Su voz fue apagándose—. No estoy seguro. No conozco el poder...
Los gruñidos y alaridos aumentaron pero de pronto se detuvieron.
—Han alcanzado la muralla —dijo Jhary.
Córum se colocó la túnica escarlata sobre los hombros.
Besó a Rhalina.
—Adiós, Margravina —dijo.
—¿Adiós? ¿Cómo...?
—Adiós, Jhary, compañero de campeones. Me temo que tendrás que buscarte a otro héroe que proteger.
Jhary intentó sonreír.
—¿Quieres que te acompañe?
—No.
El primero de los perros saltó por el muro y se detuvo en la calle, jadeando, olisqueando de un lado a otro. Podían verle desde lejos.
Córum se alejó mientras le observaba; bajó las escaleras interiores del palacio, escurriéndose entre las barricadas de la entrada, hasta llegar a la avenida principal, donde se detuvo a contemplar los muros.
Había arbustos en llamas y los jardines y parques estaban atestados de cadáveres... o moribundos. Un pequeño gato alado voló sobre su cabeza y siguió hacia las almenas.
Más perros saltaron las murallas y, con las cabezas agachadas, las lenguas jadeantes y los ojos fatigados, se acercaron poco a poco hacia la pequeña figura de Córum, atravesando la avenida en que les esperaba el Príncipe de la Túnica Escarlata.
A espaldas de los perros, las puertas se derrumbaron hechas astillas. El primero de los osos cornudos atravesó el hueco, pavoneándose, con las narices dilatadas y la maza dispuesta.
Vio que Córum levantaba la mano hacia el parche de su ojo. Le vio palidecer y vacilar ligeramente y le vio estirar la hechizada Mano de Kwll, que desapareció hasta que sólo quedó la muñeca, como un muñón.
Y a su alrededor aparecieron, de repente, cosas espantosas. Horribles seres deformes, los seguidores del Príncipe Gaynor el Maldito, transformados en fieles de Córum, pues les había prometido la libertad si encontraban nuevas víctimas que encerrar en la caverna del Limbo.
Córum señaló con la Mano de Kwll, que acababa de reaparecer de la órbita.
Rhalina volvió la horrorizada cara hacia Jhary, mientras éste contemplaba la escena con cierta pasividad.
—¿Cómo espera vencer con esos seres tan mutilados a todos esos perros y a esos osos y a los miles de bárbaros que vienen tras ellos?
—No lo sé. Creo que Córum está probando su fuerza. Si son derrotados, querrá decir que la Mano de Kwll y el Ojo de Rhynn no le sirven para nada y no podrán salvarnos si intentamos escapar —dijo Jhary.
—Lo sabía y no habló de ello —dijo Rhalina, inclinando la hermosa cabeza.
Las criaturas del Caos empezaron a correr por la avenida hacia los perros y los osos.
Los animales estaban confusos sin saber si eran amigos o enemigos.
Eran criaturas deformes y muchas adolecían de miembros, o tenían profundas heridas; algunas carecían de cabeza; otras, de piernas, y se desplazaban agarrándose a sus congéneres. Se trataba de una plebe miserable que sólo tenía una ventaja: todos sus componentes estaban muertos.
Se desparramaron por la larga avenida abandonada y los perros empezaron a aullar, y sus voces resonaron por los tejados de la destrozada Halwyg, aconsejando la retirada de las criaturas.
Pero los monstruos seguían avanzando. No podían detenerse. Debían acabar con los ejércitos del Perro y del Oso para asegurar su liberación del Limbo, asegurar la muerte total de sus almas para hallar la muerte verdadera.
Córum se mantuvo al final de la avenida y no pudo creer que unas criaturas tan lisiadas mostrasen tanta ferocidad y agilidad. Vio que todos los osos habían cruzado las puertas y que los bárbaros se amontonaban a sus espaldas, guiados por el Rey Lyr y el Rey Cronekyn. Esperaba que, aunque las criaturas no tuvieran éxito, podría con aquella estratagema ganar algo de tiempo para los ocupantes del palacio.
Miró por encima del palacio, hacia los tejados del templo de la Ley. ¿Estaría Arkyn allí? ¿Esperaría a ver el desenlace?
Los perros empezaron a luchar contra las primeras criaturas del Caos. Uno de los mastines arrojó la cabeza hacia atrás, llevándose entre los dientes una criatura sin brazos. La sacudió y la tiró al suelo, pero el bicho siguió gateando hacia el perro. Al verlo, su cola y sus orejas se desplomaron.
«Tan grandes como son», pensó Córum , «tan feroces, y siguen siendo perros». Era algo con lo que había contado. A los perros, los ojos se les desorbitaban y en sus rojas bocas relucían los blancos colmillos; y las porras y escudos de los osos se hallaban a la defensiva, golpeando a diestra y siniestra, dispersando a las criaturas del Caos en todas direcciones. Pero aquéllas no morían. Se levantaban y volvían a atacar. Las criaturas del Caos se agarraban al pelaje de los animales. Finalmente murió el primer perro, rompiéndose la espalda y con la garganta destrozada por los mutilados aliados de Córum. El Príncipe de la Túnica Escarlata sonrió torvamente.
Vio que lo que temía que ocurriese estaba ocurriendo. Lyr-a-Brode guiaba a sus hombres alrededor de las bestias que luchaban. Se movían despacio, pero empezaban a ocupar la entrada de la avenida.
Córum se volvió y echó a correr hacia el palacio a lo largo del paseo.
Antes de que pudiera llegar al techo, los bárbaros se derramaron por la avenida que conducía al palacio mientras los ejércitos del Perro y del Oso seguían luchando contra las muertas criaturas del Caos.
«. De las ventanas del palacio salían flechas y Córum vio que, entre los primeros en caer alcanzados por las saetas, se encontraba el Rey Cronekyn, con un dardo en cada ojo. El Rey Lyr-a-Brode llevaba mejor armadura y los dardos le rebotaban en el casco y el escudo. El monarca Mabdén blandió la espada en signo de burla hacia los arqueros y mandó a sus bárbaros contra el palacio. Éstos empezaron a derribar las barricadas. Un capitán de la guardia real llegó corriendo hasta la terraza.
—No podremos aguantar más que un rato en los pisos inferiores, Principe Córum, sólo unos momentos.
Córum inclinó la cabeza.
—Replegaos tan lentamente como os resulte posible. Pronto bajaremos.
—¿Qué es lo que pensabas que iba a ocurrirte allí abajo, Córum? —le preguntó Rhalina.