La reina de los condenados (81 page)

BOOK: La reina de los condenados
5.33Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Luego se levantó y me dejó totalmente estupefacto; extendió la mano y dijo:

—¿Qué tal? ¿Cómo está usted?

Solté una carcajada. Tomé su mano y la estreché con firmeza y educación, observando sus reacciones, su asombro al sentir lo fría que era mi piel, lo muerta (en cualquier sentido convencional) que era.

Sentía un pavor enorme. Pero también una poderosa curiosidad, un poderoso interés.

Luego, muy amable y muy cortés, dijo:

—Jesse no está muerta, ¿verdad?

Es asombroso lo que los británicos hacen con el lenguaje, sus matices de cortesía. Los más grandes diplomáticos del mundo, seguro. Me hallé preguntándome cómo serían sus gángsteres. Pero sentía verdadera aflicción por Jesse, y ¿quién era yo para descalificar las penas de otros?

Lo miré con solemnidad.

—Oh, sí —dije—. No se equivoque en eso. Jesse está muerta.— Aguanté su mirada firmemente, no hubo malas interpretaciones—. Olvídese de Jesse.

Hizo un ligero asentimiento, desviando la vista un instante, y enseguida me volvió a mirar, con tanta curiosidad como antes.

Di un pequeño círculo por el centro de la estancia. Vi a Louis, retirado en las sombras, de pie junto al hogar de la habitación, contemplándome con burla y desaprobación. Pero no era el momento de reír. No me sentía con ganas de reír. Estaba pensando en algo que Khayman me había contado.

—Tengo una pregunta que hacerle —dije.

—¿Sí?

—Estoy aquí, bajo su techo. Supongamos que cuando salga el sol bajo a sus sótanos. Me deslizo en la inconsciencia allí abajo. Ya sabe. —Hice un pequeño gesto de entendimiento—. ¿Qué haría? ¿Me mataría mientras duermo?

Pensó en ello menos de dos segundos.

—No.

—Pero usted sabe lo que soy. No hay la más pequeña duda en su mente, ¿no es así? ¿Por qué no lo haría?

—Por muchas razones —respondió—. Quiero saber más acerca de usted. Quiero hablar con usted. No, no lo mataría. Nada podría llevarme a hacerlo.

Lo escruté con atención, estaba diciendo la pura verdad. No dio más explicaciones, pero habría considerado muy grosero y falto de respeto matarme, matar a un ser tan misterioso y antiguo como yo.

—Sí, eso es —confirmó con una pequeña sonrisa.

Lector mental. No muy poderoso, sin embargo. Sólo pensamientos de superficie.

—No esté tan seguro —añadió, de nuevo con una notable educación.

—Segunda pregunta para usted —dije.

—Adelante. —Ahora estaba realmente intrigado. El miedo se había disipado por completo.

—¿Desea usted poseer el Don Oscuro? Ya sabe. Convertirse en uno de nosotros. —Con el rabillo del ojo vi a Louis que sacudía con violencia la cabeza. Luego se volvió de espaldas—. No digo que se lo llegase a conceder. Muy probablemente no lo haría. Pero ¿lo desea? Si yo estuviera dispuesto a dárselo, ¿lo aceptaría de mí?

—No.

—Oh, vamos.

—No, ni en un millón de años lo aceptaría. Pongo a Dios por testigo: no.

—Usted no cree en Dios, sabe que no cree.

—Era simplemente una manera de expresarse. Pero el sentimiento es verdadero.

Sonreí. Qué rostro más afable, más alerta. Y yo estaba tan divertido; la sangre corría por mis venas con un nuevo vigor; me preguntaba si él podía percibirlo; ¿aparentaba ser menos monstruoso? ¿Existían en mí todos aquellos pequeños signos de humanidad que yo veía en otros de nuestra especie, cuando eran exuberantes o los habían absorbido?

—No creo que tarde un millón de años en cambiar de opinión —repuse yo—. En realidad no le queda mucho tiempo, si lo piensa detenidamente.

—Nunca cambiaré de opinión —afirmó. Sonrió, muy sinceramente. Sostenía la pluma con ambas manos. Jugó con ella, inconsciente y ansiosamente durante unos segundos, pero luego se aquietó.

—No le creo —dije. Di una ojeada al cuarto a mi entorno, al pequeño cuadro holandés con su marco lacado: una casa en Ámsterdam, que daba al canal. Miré la escarcha en la ventana emplomada. En la noche al exterior nada visible, en absoluto. De pronto me invadió una sensación de tristeza, distinta a la de los días anteriores. Sólo era un reconocimiento de la amarga soledad que me había llevado allí, de la necesidad por la cual había venido, para estar dentro de aquella pequeña estancia y sentir sus ojos en mí; para oírlo decir que sabía quién era yo.

Me apesadumbré. No pude hablar.

—Sí —dijo en un tono tímido, a mis espaldas—. Sé quién es usted.

Me volví y lo miré. Sentí que me pondría a llorar repentinamente. Llorar por la calidez que sentía en aquel lugar, por el olor a cosas humanas, por tener ante mí un hombre vivo en un escritorio. Tragué saliva. No iba a perder mi compostura, sería estúpido.

—Cierto que es muy fascinante —dije—. No me mataría. Pero no se convertiría en lo que soy.

—Exacto.

—No. No le creo —repetí.

Su rostro se ensombreció pero fue un ensombrecimiento revelador. Tenía miedo de que yo le hubiese visto alguna debilidad de la cual ni él mismo era consciente.

Alargué la mano hacia su pluma.

—¿Me permite? ¿Y un pedazo de papel, por favor?

Me los dio de inmediato. Me senté en el escritorio, en su butaca. Todo inmaculado: el secante, el pequeño cilindro de piel en donde conservaba sus plumas, y las carpetas manila. Todo inmaculado como él, que permanecía de pie mientras yo escribía.

—Es un número de teléfono —dije. Puse el papel en su mano—. Es un número de París, de un abogado, que me conoce por mi auténtico nombre, Lestat de Lioncourt; creo que este nombre está en sus archivos, ¿me equivoco? Naturalmente, él no sabe lo que usted sabe de mí. Pero puede localizarme. O quizá sería más correcto decir que siempre estoy en contacto con él.

No respondió nada, pero miró el papel y memorizó el número.

—Consérvelo —dije—. Y cuando cambie de opinión, cuando quiera ser inmortal, y esté dispuesto a reconocerlo, llame a este número. Y yo regresaré.

Iba a protestar. Pero le hice ademán de que guardara silencio.

—Nunca se sabe lo que puede ocurrir —le expliqué. Me apoyé cómodamente en el respaldar de la silla y crucé los brazos en el pecho—. Puede descubrir que tenga una enfermedad fatal; puede descubrir que ha quedado paralítico por una mala caída. Quizá simplemente empiece a tener pesadillas sobre la muerte, sobre ser nadie o nada. No importa. Cuando decida que quiere lo que yo le puedo dar, llame. Y recuerde, por favor, no le estoy afirmando que se lo dé. Quizá nunca lo haga. Sólo estoy diciendo que, cuando decida que lo desea, el diálogo empezará.

—Pero ya ha empezado.

—No, no ha empezado.

—¿No piensa regresar? —preguntó—. Creo que lo hará, tanto si llamo como si no.

Otra pequeña sorpresa. Una pequeña punzada de humillación. Le sonreí a pesar de mí mismo. Era un hombre muy interesante.

—Maldito británico con lengua de plata —dije—. ¿Cómo se atreve a tratarme con tal condescendencia? Quizá debería matarlo ahora mismo.

Esto tuvo su efecto. Quedó aturdido. Lo ocultó con bastante rapidez, pero aún pude verlo. Y yo sabía lo aterrorizador que podía parecer, especialmente cuando sonreía.

Se recuperó con una asombrosa agilidad. Dobló el papel con el número de teléfono y se lo metió en el bolsillo.

—Por favor, acepte mis disculpas —rogó—. Lo que quise decir era que espero que vuelva.

—Llame al número —insistí yo. Nos miramos fijamente durante un largo momento; luego le ofrecí otra breve sonrisa. Me levanté para despedirme. Miré su escritorio.

—¿Por qué no tengo mi propio fichero? —comenté.

Su rostro se puso pálido un segundo; enseguida se recuperó, de nuevo en una forma que parecía milagrosa.

— ¡Ah, pero usted tiene el libro! —Y señaló hacia el estante en donde se encontraba
Lestat, el vampiro.

—Ah, sí, correcto. Bien, gracias por recordármelo. —Dudé un instante—. Pero, ¿sabe?, insisto en que debería tener mi propio archivo.

—Estoy de acuerdo con usted —contestó—. Lo abriré inmediatamente. Siempre es… sólo una cuestión de tiempo.

Reí con suavidad a pesar mío. Era tan cortés. Le hice una pequeña reverencia a modo de despedida, que reconoció elegantemente.

Entonces pasé junto a él, tan rápido como fui capaz (que era muy rápido), cogí a Louis y partimos enseguida por la ventana, viajando a gran altura del suelo, hasta descender en un tramo solitario de la carretera de Londres.

Allí hacía más frío y era más oscuro; los robles cerraban el claro de luna; me gustó. ¡Amaba la pura oscuridad! Allí estaba yo, con las manos en los bolsillos, contemplando la leve aureola de luz cerniéndose sobre Londres; y riendo para mí mismo con regocijo irrefrenable.

—Oh, ha sido maravilloso; ¡ha sido perfecto! —dije frotándome las manos, luego apreté fuertemente las manos de Louis, que aún estaban más frías que las mías.

La expresión en el rostro de Louis me puso en éxtasis. Me estaba sobreviniendo un verdadero ataque de risa.

—¡Eres un bastardo!, ¿lo sabías? —exclamó— ¿Cómo has podido hacerle una cosa semejante al pobre hombre? Eres un malvado, Lestat. ¡Deberían emparedarte en una mazmorra!

—Oh, vamos, Louis —repuse yo. No podía parar de reír—. ¿Qué esperabas de mí? Además, el hombre es un estudioso de lo sobrenatural. No va a volverse loco de remate. ¿Qué esperabais todos de mí? —Rodeé su hombro con mi brazo—. Venga, vamos a Londres. Hay un largo trecho, pero es temprano. Nunca he estado en Londres. ¿Lo sabías? Quiero ver el West End, Mayfair y la Torre, sí, vayamos a la Torre. ¡Y también quiero alimentarme en Londres! Vamos.

—Lestat, no es tema de broma. Marius se pondrá furiosísimo. ¡Todos se pondrán furiosos!

Mi ataque de risa estaba empeorando. Emprendimos la marcha a buen paso. Era tan divertido andar. Nada podría nunca sustituir el simple acto de andar, el sentir la tierra bajo los pies, con el dulce olor de las chimeneas próximas que salpicaban la negrura; con el olor húmedo y frío del invierno riguroso en los bosques. Oh, era todo muy encantador. Y, cuando llegásemos a Londres, conseguiríamos un abrigo decente para Louis, un elegante abrigo negro, largo, con el cuello de piel, para que pudiera estar tan calentito como lo estaba yo en aquellos momentos.

—¿Oyes lo que te estoy diciendo? —insistió Louis—. No has aprendido nada, ¿no? ¡Eres más incorregible que antes!

Eché a reír de nuevo, indefenso ante el ataque.

Luego, más serenamente, pensé en el rostro de David Talbot y en el momento en que me había retado. Bien, quizá tuviese razón. Volveré. ¿Quién dice que no pueda volver y charlar un poco con él si me viene en gana? ¿Quién lo dice? Pero debería darle sólo un poco de tiempo para meditar en el número de teléfono; y poco a poco perder su temple.

La amargura regresó, y una repentina gran tristeza soporífera, que amenazaba con arrasar mi pequeño triunfo. Pero no lo permitiría. La noche era demasiado hermosa. Y la diatriba de Louis se estaba volviendo cada vez más acalorada y divertida.

—¡Eres un perfecto diablo, Lestat! —iba diciendo—. Eso es lo que eres. ¡Eres el mismo Diablo!

—Sí, lo sé —decía yo. Era tan encantador mirarlo, ver que la rabia lo llenaba de vida—. Adoro oírte decir eso, Louis. Necesito oírtelo decir. No creo que nadie lo diga nunca como tú lo dices. Vamos, dilo otra vez. Soy un perfecto diablo. Dime lo malo que soy. ¡Me hace sentir tan bueno!

BOOK: La reina de los condenados
5.33Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Always by Lynsay Sands
A Case of the Heart by Beth Shriver
Bad to the Bone by Debra Dixon
Doctor Who: The Ark by Paul Erickson
Lark and Termite by Jayne Anne Phillips
Omegasphere by Christopher John Chater