La reina de los condenados (72 page)

BOOK: La reina de los condenados
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Los otros tres muros, muy oscuros, parecían estar cubiertos por una fina malla de alambre negro, hasta que uno se percataba de que lo que tenía ante sí era un inacabable sarmiento dibujado en tinta, que llenaba cada pulgada de pared entre el suelo y el techo, creciendo de un único tronco situado en una esquina y extendiéndose en un millón de ramitas retorcidas, con cada ramita rodeada de incontables nombre escritos con cuidada caligrafía.

Marius, al darse la vuelta, al pasar la mirada del mapa punteado de lucecitas al denso y delicado dibujo del árbol familiar, respiró hondo. Armand esbozó una leve y triste sonrisa, mientras Mael sonreía con un matiz burlón, aunque estaba realmente sorprendido.

Los demás se quedaron mirando en silencio; Eric había conocido esos secretos; Louis, el más humano de todos, tenía lágrimas en los ojos. Daniel contemplaba con franca maravilla. Mientras Khayman, con los ojos apagados como por la tristeza, miraba el mapa como si no lo viera, como si aún mirara en las profundidades del pasado.

Gabrielle asintió lentamente; emitió un leve sonido de aprobación, de placer.

—La Gran Familia —dijo en un simple reconocimiento mientras miraba a Maharet.

Maharet asintió.

Señaló el gran, extenso, mapa del mundo a sus espaldas, que recubría el muro de mediodía.

Jesse siguió la vasta procesión de lucecitas intermitentes que se movían por él, iniciando el recorrido desde Palestina, esparciéndose por toda Europa, entrando en África y en Asia y por fin había llegado a los continentes del Nuevo Mundo. Incontables lucecitas de distintos colores parpadeaban; y Jesse, al recorrer lentamente con la mirada aquel panel comprendió la gran amplitud que alcanzaba. También vio los viejos nombres de los continentes, países y mares, escritos en tinta dorada en la lámina de cristal que cubría la ilusión tridimensional de montañas, llanuras y valles.

—Esta es mi descendencia —dijo Maharet—, la descendencia de Miriam, que fue mi hija y la hija de Khayman, y de mi familia, cuya sangre estaba en mí y en Miriam, trazada por la vía matrilineal, como podéis ver, durante seis mil años.

—¡Asombroso! —musitó Pandora. También ella estaba triste, casi al borde de las lágrimas. Qué belleza más melancólica, grandiosa y remota poseía, y sin embargo, con reminiscencias de una calidez que había existido en ella, de una forma natural, sobrecogedora. Aquella revelación pareció herirla, recordarle lo que había perdido hacía mucho tiempo.

—No es sino una familia humana —dijo Maharet con dulzura—. A pesar de lo cual no hay nación en la tierra que no contenga algún pedacito de ella; y la descendencia de los varones, sangre de nuestra sangre, incontables, existe seguramente igual de numerosa para todos los que conocemos de nombre. Muchos que fueron a los yermos de la gran Rusia y penetraron en China y Japón y otras regiones nebulosas están perdidos para este registro. Como muchos cuya pista perdí durante el transcurso de los siglos por razones varias. ¡Sin embargo, sus descendientes están aquí! No hay pueblo, raza o país que no tenga a alguien de la Gran Familia, La Gran Familia es árabe, judía, inglesa, india, mongol, es japonesa y china. En suma, la Gran Familia es la familia humana.

—Sí —susurró Marius. Singular era ver la emoción en su rostro, el levísimo rubor de color humano de nuevo, y la sutil luz en sus ojos, desafiando siempre toda descripción—. Una familia y todas las familias —dijo. Se acercó al enorme mapa y no pudo resistir el levantar las manos mientras lo contemplaba, mientras estudiaba el recorrido de las luces que se desplazaban por el terreno cuidadosamente moldeado.

Jesse sintió que la envolvía la atmósfera de aquella noche de tantos años atrás; luego, no pudo explicarse cómo aquellos recuerdos parpadearon un instante y se desvanecieron, como si ya no importasen más. Ella estaba allí con todos los secretos; ella estaba otra vez en la sala.

Se aproximó más al fino y oscuro grabado de la pared. Observó la miríada de diminutos nombres escritos en tinta negra; retrocedió y desde cierta distancia siguió el progreso de una rama, una rama delgada y delicada, que subía lentamente hacia el techo dejando a su paso cientos de otras bifurcaciones y desviaciones.

Y, por entre la deslumbrante niebla de todos sus sueños (realizados ahora), pensó con gran amor en aquellas almas que formaban la Gran Familia y que ella había conocido; en todo el misterio de la herencia y de los lazos de sangre. El momento fue eterno; para ella calmo; no veía las caras blancas de su nueva especie, las espléndidas formas inmortales atrapadas en su quietud misteriosa.

Algo del mundo real aún estaba vivo para ella ahora, algo que le evocaba admiración, pena y quizá el mejor amor que nunca fue capaz de sentir; y por un momento pareció que la existencia natural y la sobrenatural eran iguales en su misterio. Eran iguales en su poder. Todos los milagros de los inmortales no podrían nublar aquella simple y vasta crónica. La Gran Familia.

Su mano se levantó como si tuviera vida propia. Y, cuando la luz se reflejó en el brazalete de plata que aún llevaba en la muñeca, apoyó la mano en el muro, con los dedos extendidos. Un centenar de nombres quedaron cubiertos por la palma de su mano.

—Esto es lo que ahora está amenazado —dijo Marius, con la voz aplacada por la tristeza y la vista aún en el mapa.

La sorprendió que una voz pudiera ser a la vez tan potente y tan suave. No, pensó. Nadie hará daño a la Gran Familia. ¡Nadie hará daño a la Gran Familia!

Se volvió hacia Maharet; Maharet la estaba mirando. Aquí estamos, pensó Jesse, en los extremos opuestos de este sarmiento, Maharet y yo.

Un dolor terrible se expandió en el interior de Jesse. Ser barrida de todo lo real había sido irresistible, pero pensar que todas las cosas reales podían ser barridas era insoportable.

Durante sus largos años en la Talamasca, cuando había visto espíritus y fantasmas agitados, y duendes que eran capaces de aterrorizar a sus confundidas víctimas, y clarividentes hablando en lenguas desconocidas, siempre había sabido que, de ningún modo, lo sobrenatural nunca podría superponerse a lo natural. ¡Maharet había tenido toda la razón! Irrelevante, sí, irrelevante e inerme… ¡incapaz de intervenir!

Pero ahora aquello iba a cambiar. Lo irreal se había hecho real. Era absurdo permanecer en aquella extraña sala, entre aquellas rígidas e imponentes figuras y decir «Esto no puede suceder». Esa cosa, eso llamado la Madre, podía alcanzar, desde detrás del velo que durante tanto tiempo la había mantenido apartada de los ojos mortales, a un millón de almas humanas.

¿Qué veía Khayman cuando ahora la miraba, como si la comprendiera? ¿Veía a su hija, en Jesse?

—Sí —dijo Khayman—. Mi hija. Y no temas. Mekare vendrá. Mekare dará cumplimiento a la maldición. Y la Gran Familia proseguirá.

Maharet suspiró.

—Cuando supe que la Madre se había levantado, no advertí lo que sería capaz de hacer. Abatir a sus hijos, aniquilar la maldad que había salido de ella, de Khayman, de mí y de todos los que, por causa de la soledad, hemos compartido este poder… ¡un poder que realmente no podía evitar poner en duda! ¿Qué derecho tenemos a vivir? ¿Qué derecho tenemos a ser inmortales? Somos accidentes; somos horrores. Y, aunque quiero mi vida, avaramente, la quiero con tanto ardor como siempre la quise, no puedo decir que esté mal que ella haya matado a tantos…

— ¡Matará a más! —dijo Eric desesperadamente.

—Pero es la Gran Familia lo que ahora cae bajo su amenaza —dijo Maharet—. ¡Es su mundo, de ellos! Y Akasha quiere poseerlo. A menos que…

—Mekare vendrá —dijo Khayman. La sonrisa más simple animó su rostro—. Mekare dará cumplimiento a su maldición. Yo hice a Mekare lo que es, para que la cumpliera. Ahora es nuestra maldición.

Maharet sonrió, pero su expresión fue harto diferente a la de la alegría. Una expresión triste, indulgente y curiosamente fría—. Ah, que creas en una tal determinación, Khayman.

—¡Todos moriremos, todos nosotros! —exclamó Eric.

—Tiene que haber un modo de matarla —dijo Gabrielle fríamente—, pero sin matarnos a nosotros. Tenemos que pensarlo, estar preparados, tener alguna clase de plan.

—No puedes cambiar la profecía —susurró Khayman.

—Khayman, si algo hemos aprendido —repuso Marius— es que no hay destino. Y, si no hay destino, no existe profecía. Mekare viene aquí a cumplir lo que prometió cumplir; puede que sea lo único que sepa o lo único que pueda hacer, pero eso no significa que Akasha no pueda defenderse contra Mekare. ¿No crees que la Madre sabe que Mekare se ha levantado? ¿No crees que la Madre ha visto y ha oídos lo sueños de sus hijos?

—Ah, pero las profecías tienen un modo de cumplirse por sí solas —repuso Khayman—. Aquí está la magia de la cuestión. Así lo entendíamos en las épocas antiguas. El poder de los hechizos es el poder de la voluntad; bien se podría decir que en aquellos tiempos oscuros éramos todos grandes genios de la psicología, que uno podía ser muerto por el poder del propósito de otro. Y los sueños, Marius, los sueños no son sino parte de un gran propósito.

—No hables de ello como si ya fuera una cosa hecha —dijo Maharet—. Tenemos otra herramienta. Podemos utilizar la razón. Esta criatura ahora habla, ¿no? Entiende lo que se le dice. Quizás podamos hacer que varíe sus intenciones…

—¡Oh, estás loca, estás loca de remate! —exclamó Eric—. ¿Vas a hablar con el monstruo que recorre el mundo incendiando a su progenie? —A cada minuto que pasaba estaba más asustado—. ¿Qué sabe ese ser de la razón, ese ser que inflama a las mujeres a levantarse contra sus hombres? Ese ser sabe de la masacre, la muerte, la violencia, que es lo único que siempre ha sabido, como tu historia nos ha mostrado claramente. Maharet, nosotros no cambiamos. ¡Cuántas veces me lo has dicho! Nos acercamos más y más a la perfección de lo que estamos destinados a ser.

—Nadie de nosotros quiere morir, Eric —dijo Maharet pacientemente. Pero de repente algo la distrajo.

En el mismo momento, Khayman también lo sintió. Jesse estudió a ambos con atención, intentando descifrar lo que estaba viendo. Entonces se dio cuenta de que Marius también había experimentado un cambio sutil. Eric estaba petrificado. Mael, para sorpresa de Jesse, la miraba fijamente.

Estaban oyendo algún sonido. Esto lo reveló la manera en que movían sus ojos; la gente escucha con los ojos; sus ojos bailan mientras absorben el sonido e intentan localizar la fuente.

De súbito Eric dijo:

—Los jóvenes deberían ir enseguida al sótano.

—No serviría de nada —replicó Gabrielle—. Además, yo quiero estar presente. —Esta aún no podía oír el sonido, pero lo estaba intentando.

Eric se dirigió a Maharet:

—¿Vas a permitir que nos destruya, a uno tras otro?

Maharet no respondió. Volvió la cabeza muy lentamente y fijó la vista en el rellano.

Después, Jesse oyó el sonido por sí misma. Ciertamente, los oídos humanos no podían percibirlo; era el equivalente auditivo a la tensión sin vibración, una tensión que recorría su cuerpo como recorría cada partícula de sustancia en la sala. Era un sonido que inundaba y desorientaba; y, aunque podía ver que Maharet hablaba a Khayman y que Khayman le respondía, no oía lo que se estaban diciendo. Ingenuamente se llevó las manos a los oídos. Con el rabillo del ojo vio que Daniel también había hecho el mismo gesto, pero ambos sabían que no era de ninguna utilidad.

De pronto pareció que el sonido detenía el tiempo; retenía el péndulo del devenir. Jesse perdía el equilibrio; se apoyó de espaldas en la pared y contempló el mapa que tenía enfrente, como si quisiera sostenerse en él. Miró el tenue flujo de lucecitas saliendo de Asia Menor y desparramándose hacia el norte y hacia el sur.

Una turbulencia nebulosa, inaudible, llenó la sala. El sonido se había desvanecido pero el aire resonaba con un silencio ensordecedor.

En lo que parecía un sueño sin sonido, vio la figura del vampiro Lestat aparecer en la puerta; vio que se lanzaba a los brazos de Gabrielle, vio que Louis se acercaba a él y lo abrazaba. Y luego vio al vampiro Lestat que la miraba a ella, y Jesse captó la imagen fugaz del banquete funerario, las gemelas, el cadáver en el altar. ¡Lestat no sabía lo que significaba! No lo sabía.

Este hecho la sorprendió. El momento culminante en el escenario le vino de nuevo a la memoria, el momento en que, al separarse, Jesse advirtió que él se había esforzado por comprender una imagen fugaz.

Luego, cuando los demás se separaron de Lestat, otra vez con abrazos y besos (incluso Armand se había acercado a él con los brazos abiertos), él le dedicó una sonrisa sutilísima.

—Jesse —pronunció.

Miró al resto de los reunidos, a Marius, a aquellos rostros fríos y cansados. Y qué blanca era la piel de Lestat, qué completamente blanca; sin embargo, el ardor, la exuberancia, la agitación casi infantil, eran las mismas de siempre.

CUARTA PARTE: La reina de los condenados

i.

Alas remueven el polvo iluminado por el sol

de la catedral donde

el Pasado está enterrado

en mármol hasta el mentón.

STAN RICE

de «Poema al meterse en la cama: amargura»

Cuerpo de trabajo
(1983)

ii.

En el reluciente verdor del seto,

de la hiedra

y de las fresas no comestibles,

las azucenas son blancas, remotas, extremas.

¡Si fueran nuestros guardianes!

Son bárbaras.

STAN RICE

de «Fragmentos griegos»

Cuerpo de trabajo
(1983)

Estaba sentada en la cabecera de la mesa, esperándolos; tan quieta, tan plácida, con el vestido magenta que en la luz del fuego proporcionaba a su piel un profundo fulgor carnal.

El contorno de su rostro quedaba dorado por el resplandor de las llamas, y el cristal oscuro de la pared la reflejaba vivamente, como un espejo perfecto, como si la imagen fuera lo real, flotando en el exterior, en la noche transparente.

Temiendo. Temiendo por ellos y por mí. Y, extrañamente, por ella misma. El presagio era como un escalofrío. Para ella. Para la que podía destruir todo lo que yo siempre amé.

En la puerta, me volví y besé de nuevo a Gabrielle. Sentí que su cuerpo se desplomaba en el mío un instante; luego su atención se centró en Akasha. Cuando tocó mi rostro sentí el leve temblor en sus manos. Miré a Louis, a mi aparentemente frágil Louis con su aparentemente invencible compostura; y a Armand, el chico con cara de ángel. En definitiva, aquellos a quienes uno ama no son otra cosa que… aquellos a quienes uno ama.

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