La reina de los condenados (68 page)

BOOK: La reina de los condenados
2.22Mb size Format: txt, pdf, ePub

»Ninguna de las dos quería responder. Nos preguntábamos si la respuesta no sería obvia para ambos soberanos.

»—Destruid vuestro cuerpo —dijo Mekare a la Reina— y el espíritu quedará destruido también.

»El Rey miró a Mekare con incredulidad.

»—¡Que destruya su cuerpo! —Contempló desesperanzadamente a su esposa.

»Pero Akasha se limitó a sonreír con amargura. Aquellas palabras no constituían una sorpresa para ella. Durante un largo momento no dijo nada. Simplemente nos miró con odio palpable; luego se volvió hacia el Rey. Cuando dirigió la vista de nuevo hacia nosotras, formuló la pregunta:

»—Estamos muertos, ¿no? No podemos vivir si el espíritu se va. No comemos; no bebemos, salvo por la sangre que el espíritu ansia; nuestros cuerpos ya no expulsan excrementos; no ha variado ni el más mínimo detalle de nuestro cuerpo desde aquella noche atroz; ya no estamos vivos.

»Mekare no respondió. Yo sabía que los estaba estudiando; esforzándose para ver sus formas no como un humano las vería sino como las vería una hechicera, esforzándose para dejar que la paz y la quietud se posaran alrededor de ellos; así podría observar los minúsculos e imperceptibles aspectos que escapaban a simple vista. Cayó en un trance de contemplación y escucha. Cuando finalmente habló, lo hizo con voz espesa, apagada:

»—El espíritu está trabajando vuestro cuerpo, está trabajando como el fuego trabaja la leña que consume, como el gusano trabaja el cadáver de un animal. Trabaja y trabaja y su trabajo es inevitable; es la continuación de la fusión que ha tenido lugar; por eso el sol lo hiere, porque usa toda su energía para hacer lo que debe hacer, y no puede resistir el calor del sol en su ser.

»—Ni siquiera la brillante luz de una antorcha —suspiró el Rey.

»—A veces ni siquiera la llama de una vela —añadió la Reina.

»—Sí —acordó Mekare, saliendo finalmente del trance—. Estáis muertos —dijo en un murmullo—. ¡Y, sin embargo, estáis vivos! Si las heridas curaron como dijisteis; si resucitasteis al Rey como decís…, entonces podéis haber derrotado a la muerte. Es decir, si evitáis colocaros bajo los ardientes rayos del sol.

»—¡No, esto no puede continuar! —exclamó el Rey—. La sed, no sabéis lo terrible que es la sed.

»Pero la Reina sólo volvió a sonreír con amargura.

»—Ahora esos cuerpos nuestros no están vivos. Son los huéspedes del espíritu maligno. —Su labio tembló al mirarnos—. ¡O esto o somos auténticos dioses!

»—Contestad, hechiceras —dijo el Rey—. ¿Podría ser que ahora fuésemos seres divinos, favorecidos con los dones que sólo los dioses comparten? —Y él sonrió al decirlo; también quería creerlo—. ¿No podría ser que, cuando vuestro espíritu maligno intentaba destruirnos, nuestros dioses hubiesen intervenido?

»Los ojos de la Reina brillaron con una luz malvada. Cuánto le gustaba aquella idea, pero no la creía… no la creía realmente.

»Mekare me miró. Quería que me acercase a ellos y los tocase como ella había hecho. Quería que los mirase como ella había hecho. Había algo más que quería decir, pero no estaba segura de ello. Ciertamente yo poseía poderes de naturaleza instintiva ligeramente superiores a los de ella, pero estaba menos dotada para el lenguaje.

»Avancé; toqué su piel blanca, aunque me repugnaba como ellos me repugnaban por todo lo que nos habían hecho, a nuestro pueblo y a nosotras. Los toqué, me retiré y me quedé mirándolos; y vi el trabajo del que habló Mekare, incluso pude oírlo: el incansable zumbido del espíritu en su interior. Aquieté mi mente; la limpié por completo de todo prejuicio y todo temor y, entonces, cuando la calma del trance se ahondó en mí, me permití hablar.

»—Quiere más humanos —dije. Miré a Mekare. Era lo que ella había sospechado.

»—¡Le ofrecemos todo lo que podemos! —dijo la Reina con un jadeo. Y el rubor de la vergüenza apareció de nuevo, extraordinario en toda su brillantez, en sus palidísimas mejillas. La cara del Rey también enrojeció. Entonces comprendí, como Mekare ya había comprendido, que cuando bebían la sangre sentían éxtasis. Nunca habían conocido un placer semejante, ni en sus lechos, ni en la mesa del banquete ni cuando estaban ebrios de cerveza o vino. Aquello era la fuente de su vergüenza. No era el acto de matar; era aquella monstruosa sensación. Era el placer. ¡Ah, qué par no eran esos dos!

»Pero me habían interpretado mal.

»—No —expliqué—. Quiere a más como vosotros. Quiere entrar en más y crear bebedores de sangre en otros, como hizo con el Rey; es demasiado inconmensurable para permanecer contenido en sólo dos reducidos cuerpos. La sed sólo será soportable cuando creéis a más, porque compartirán la carga con vosotros.

»—¡No! —exclamó la Reina—. Esto es impensable.

»—¡Seguro que no puede ser tan simple! —declaró el Rey—Ambos fuimos creados en el mismo instante atroz, cuando nuestros dioses combatían contra el espíritu maligno. Decididamente, cuando nuestros dioses combatieron y vencieron.

»—No lo creo así —dije yo.

»La Reina preguntó:

»—¿Quieres decir que, si alimentamos a otros con nuestra sangre, también quedarán infectados de este modo? —Ahora recordaba cada detalle de la catástrofe. Su esposo que se moría, sin pulso ya, y la sangre que goteaba en su boca.

»"¡Pero no tengo sangre suficiente para hacer tal cosa! —exclamó—. ¡Sólo soy lo que soy! —Y pensó en la sed y en todos los cuerpos que habían servido para aplacarla.

»Y comprendimos el hecho evidente: que había succionado la sangre de su esposo antes que él la hubiera bebido de ella. De este modo el contagio pudo llevarse a cabo. Además, ayudó el hecho de que el Rey estuviera al borde de la muerte, siendo así más receptivo, con su espíritu que se sacudía para liberarse del cuerpo, a punto de quedar atrapado en los invisibles tentáculos de Amel.

»—No creo lo que decís —proclamó el Rey—. Los dioses no lo habrían permitido. Somos el Rey y la Reina de Queme. Carga o bendición, esta magia estaba destinada a nosotros.

»Transcurrió un momento de silencio. Luego volvió a hablar, con total sinceridad.

»—¿Nos os dais cuenta, hechiceras? Es el destino. Estábamos destinados a invadir vuestra tierra y con ello a traer a este espíritu maligno aquí, para que esta transformación pudiera tener lugar. Sufrimos, es cierto, pero ahora somos dioses; es un fuego sagrado; y debemos dar gracias por lo que nos ha ocurrido.

»Intenté impedir que Mekare hablase. Apreté su mano con fuerza. Pero ellos ya sabían lo que quería decir. Sólo los irritaba su convicción.

»—Con toda probabilidad podía haberle ocurrido a cualquiera —dijo—; en condiciones similares, en un hombre o una mujer debilitados y moribundos, el espíritu hubiera podido encontrar su asidero.

»Nos miraron fijamente, silenciosamente. El Rey sacudió la cabeza. La Reina miró hacia otra parte, con desdeño. Después el Rey murmuró:

»—Si es así, ¡habrá otros que quieran tomarlo de nosotros!

»—Oh, sí —susurró Mekare—. Si los hace inmortales, muchos lo querrán, seguro que sí. Porque, ¿quién no quiere vivir para siempre?

»Ante eso, el rostro del Rey quedó transfigurado. Se puso a andar a grandes zancadas de un lado para otro de la estancia. Miró a su esposa, que tenía la vista fija y ausente de uno que se ha vuelto loco, y le dijo, con mucho cuidado:

»—Entonces ya sabemos lo que tenemos que hacer. ¡No podemos crear una raza de tales monstruos! ¡Lo sabemos!

»Pero la Reina se llevó las manos a los oídos y se puso a chillar. Empezó a sollozar y finalmente a rugir en su agonía, mientras sus dedos se crispaban formando zarpas y levantaba la vista hacia el techo.

»Mekare y yo retrocedimos hasta los límites de la habitación, y nos abrazamos fuertemente. Mekare se puso a temblar y a llorar y yo sentí que las lágrimas me inundaban los ojos.

»—¡Vosotras sois las causantes! —bramó la Reina; yo nunca había oído una voz alcanzar un tal volumen. Y, entonces, enloquecida, empezó a romper todo lo que alcanzó en el aposento; y vimos la fuerza de Amel en su interior, porque hacía cosas que ningún humano puede realizar. Lanzó los espejos al techo; los muebles dorados quedaron hechos astillas bajo sus puñetazos—. ¡Malditas seáis en el inframundo, entre demonios y bestias inmundas para siempre! —nos maldijo—. Por lo que nos habéis hecho. Abominaciones. Hechiceras. ¡Vosotras y vuestro demonio! Dijisteis que no nos lo habíais enviado. Pero en vuestros corazones lo hicisteis. ¡Nos enviasteis este espíritu maligno! Y leí en vuestros corazones, como lo estoy leyendo ahora, que nos deseasteis mal.

»Pero entonces el Rey la abrazó; la silenció, la besó y ahogó los sollozos en su pecho.

»Al final Akasha se desasió de él. Y nos miró fijamente, con los ojos inyectados de sangre.

»—¡Mentís! —gritó—. Mentís como vuestros espíritus mintieron antes que vosotras. ¿Pensáis que algo así podía ocurrir si no estaba destinado a que ocurriera? —Se volvió hacia el Rey—. Oh, ¿no te das cuenta?, hemos sido unos estúpidos al escuchar a esas simples mortales, ¡que no tienen los poderes que nosotros poseemos! Ah, somos divinidades jóvenes y debemos esforzarnos por conocer los designios del cielo. Y es evidente que nuestro destino está claro; lo vemos en los dones que poseemos.

»No replicamos a lo que había dicho. Me pareció, al menos por unos breves y preciosos momentos, que era una suerte si ella podía creer estupideces semejantes. Porque lo único que yo podía creer era que Amel, el maligno, Amel, el idiota, el obtuso, el imbécil, había tropezado casualmente con aquella desastrosa fusión, y esto lo pagaría el mundo entero. La advertencia de mi madre me vino a la memoria. Y entonces me asaltaron tales pensamientos (deseos de destruir al Rey y a la Reina) que tuve que cubrirme la cabeza con las manos, sacudirme, y tratar de limpiar mi mente, a menos que quisiese enfrentarme a su ira.

»Pero, sea como sea, la Reina no nos estaba prestando atención, salvo para chillar a sus guardias que nos hiciesen prisioneras de inmediato y que a la noche siguiente seríamos juzgadas ante toda la Corte.

»Nos asieron con brusquedad; y, mientras ella daba órdenes con los dientes apretados y miradas sombrías, los guardias nos arrastraron violentamente y nos echaron, como dos vulgares presas, a una celda sin luz.

»Mekare me abrazó y en susurros me dijo que hasta que el sol saliese no debíamos pensar en nada que nos pudiese reportar daños: debíamos cantar las viejas canciones que conocíamos y pasear a un lado y otro de la celda para evitar soñar sueños que pudiesen ofender al Rey y a la Reina. Mekare estaba mortalmente aterrorizada.

»Verdaderamente nunca la había visto tan asustada. Mekare era la que estaba siempre dispuesta a clamar encolerizada, mientras que yo me retraía imaginando las cosas más terribles.

»Pero cuando llegó la aurora, cuando estuvo segura de que los malignos Rey y Reina se había retirado a su refugio secreto, explotó en lágrimas.

»—Yo lo hice, Maharet —me dijo—. Yo lo hice. Yo envié a Amel contra ellos. Intenté no hacerlo; pero Amel lo leyó en mi corazón. Fue como dijo la Reina.

»Sus recriminaciones parecían no tener fin. Fue ella quien había hablado con Amel; ella quien le había dado fuerzas, lo había hinchado y había mantenido su interés; Mekare había deseado que su ira cayese sobre los egipcios y él lo había advertido.

»Traté de consolarla. Le dije que nadie podía controlar los sentimientos del corazón, que Amel había salvado nuestras vidas una vez; que nadie podía imaginarse aquellas terribles fatalidades, aquellas inesperadas desviaciones del curso normal de la vida; que debíamos desechar toda culpabilidad y mirar sólo al futuro. ¿Cómo podíamos salir libres de allí? ¿Cómo podíamos hacer que esos monstruos nos soltasen? Nuestros buenos espíritus ya no los atemorizarían; no había ninguna posibilidad; debíamos pensar; debíamos hacer un plan; teníamos que hacer algo.

»Por fin, lo que secretamente esperaba, sucedió; Khayman hizo su aparición. Estaba aún más delgado y exhausto que antes.

»—Creo que estáis sentenciadas, mis pelirrojas —nos dijo—. El Rey y la Reina se encuentran en un dilema por las cosas que les habéis dicho; antes de amanecer fueron al templo de Osiris a rezar. ¿No podíais darles alguna esperanza de salvación? ¿Alguna esperanza de que su horror tendría fin?

»—Khayman, hay una esperanza —susurró Mekare—. Pongo a los espíritus por testigos; no digo que debas hacerlo, sólo respondo a tu pregunta. Si quieres poner fin a esto, pon fin al Rey y a la Reina. Encuentra su escondrijo y deja que el sol caiga sobre ellos, el sol que sus nuevos cuerpos no pueden soportar.

»Pero él volvió la espalda, aterrado ante la perspectiva de tal traición. Miró atrás por encima del hombro, suspiró y dijo:

»—Ah, mis queridas hechiceras. ¡Qué horrores he presenciado! Y, sin embargo, no me atrevo a realizar una cosa semejante.

»El transcurrir de las horas era una agonía para nosotras, puesto que, con toda seguridad, seríamos ejecutadas. Pero ya no nos reprochábamos las cosas que habíamos dicho o hecho. Tendidas en la oscuridad, abrazadas, volvimos a cantar las canciones de nuestra infancia; cantamos las canciones de nuestra madre; pensé en mi pequeña hija y traté de ir con ella, de elevarme espiritualmente del lugar donde me hallaba y acercarme a ella; pero sin la poción para el trance me fue imposible llevarlo a cabo. Yo nunca había aprendido una tal destreza.

»Llego el crepúsculo. Y pronto oímos a la multitud cantar los himnos; el Rey y la Reina se aproximaban. Los soldados vinieron por nosotras. Fuimos llevadas al patio abierto del palacio, como tiempo atrás. Allí estaba aquel Khayman que nos había apresado y que nos había deshonrado; delante de los mismos espectadores nos llevaron, otra vez con las manos atadas.

»Sólo que ahora era de noche y las antorchas ardían con luz menguada bajo los arcos del patio; y una claridad de mal augurio oscilaba en las flores de loto doradas de las columnas y en las siluetas pintadas que decoraban los muros. Al fin, el Rey y la Reina subieron al estrado. Y los que allí estaban reunidos cayeron de rodillas. Los soldados nos obligaron a postrarnos en aquella postura sumisa. La Reina dio un paso adelante y empezó a hablar.

»Con voz temblorosa contó a sus súbditos que nosotras éramos hechiceras monstruosas y que habíamos desatado, en su reino, el espíritu maligno que había atormentada a Khayman y que había tratado de atacar a los mismos Rey y Reina con su terrible maldad. Pero, ved, el gran dios Osiris, el más antiguo de todos los dioses, más fuerte incluso que el dios Ra, había abatido aquella fuerza diabólica y había elevado al Rey y a la Reina a la gloria celestial.

Other books

Rogue by Mark Walden
Dissident Gardens by Jonathan Lethem
Masters of Horror by Lee Pletzers
The Key of the Chest by Neil M. Gunn
Billion Dollar Cowboy by Carolyn Brown
The Darkness Gathers by Lisa Unger
Galilee Rising by Jennifer Harlow