La reina de los condenados (32 page)

BOOK: La reina de los condenados
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¡Ah, sí, había tocado aquella piedra! Había mirado en los ojos de Mael; había sentido el apretón de la mano de Santino. ¡Había visto el cuadro pintado por Marius en el sótano de la Talamasca!

Cuando cerró los ojos para dormir, vio a Maharet en la terraza de la villa de Sonoma. La luna estaba alta, por encima de las cumbres de las secoyas. Y la cálida noche parecía llena de presagios y peligros. Eric y Mael estaban allí. Y también otros que no había visto nunca, excepto en las páginas del libro de Lestat. Todos de la misma tribu; ojos incandescentes, pelo reluciente, piel sin poros, de una materia que resplandecía. En su brazalete plateado había seguido miles de veces los antiquísimos símbolos celtas de dioses y diosas a quienes los druidas hablaban desde sus bosques sagrados, como aquel en que Marius había sido hecho prisionero. ¿Cuántos eslabones necesitaba para unir aquellas ficciones esotéricas al inolvidable verano?

Uno más, sin duda alguna. El mismísimo vampiro Lestat, en San Francisco, donde podría verlo y tocarlo; éste sería el eslabón final. Entonces, en aquel momento preciso, sabría la respuesta a todo.

El reloj continuaba con su tictac. La lealtad de Jesse a la Talamasca moría en la cálida quietud. No podría contarles ni una palabra de aquello. Era así de trágico; la habían cuidado con esmero y no habían esperado nada a cambio; nunca lo habrían sospechado.

La tarde perdida. Allí estaba de nuevo. Bajando al sótano de Maharet por la escalera de caracol. ¿No podría abrir de un empujón la puerta? «Mira. Ve lo que viste entonces.» Algo no tan horrible a primera vista; simplemente los que conocía y quería, dormidos en la oscuridad, dormidos. Pero Mael yace en el suelo frío como si estuviera muerto y Maharet está sentada, apoyada en la pared, erguida como una estatua. ¡Tiene los ojos abiertos!

Despertó con un sobresalto, con la cara encendida, en su habitación, ahora fría y semioscura.

—Miriam —dijo en voz alta. Poco a poco el pánico cedió. Se había acercado más, aterrorizada. Había tocado a Maharet. Fría, yerta. ¡Y Mael muerto! El resto era tiniebla.

Nueva York. Estaba tumbada en la cama, con el libro en las manos. Y Miriam no venía a ella. Se puso en pie, y, cruzando la habitación, se acercó a la ventana.

Frente a ella, en medio de la sucia penumbra de la tarde, se levantaba la alta y estrecha casa fantasma de Stanford White. La contempló hasta que la voluminosa imagen se fue desvaneciendo poco a poco.

Desde la cubierta del disco, apoyada encima del tocador, el vampiro Lestat le sonreía.

Cerró los ojos, y percibió a la pareja trágica de Los Que Deben Ser Guardados. Rey y Reina indestructibles en su trono egipcio, a quienes el vampiro Lestat cantaba sus himnos desde las radios, las máquinas de discos y los pequeños casetes que la gente llevaba colgados en la cintura. Vio la cara de Maharet brillando en las sombras. Alabastro, la piedra que siempre está llena de luz.

Llegaba el crepúsculo, muy deprisa, como sucede en el otoño tardío, y la tarde apagada se diluía en el estridente resplandor del anochecer. El tráfico rugía por la calle abarrotada, resonando hacia arriba por las paredes de los edificios. ¿Había otro lugar en que el tráfico sonase tan fuerte como en Nueva York? Apoyó la frente contra el cristal. La casa de Stanford era sólo visible por el rabillo del ojo. En su interior, había figuras moviéndose.

Al día siguiente, por la tarde, Jesse partió de Nueva York en el viejo biplaza de Matt. Le pagó el coche a pesar de sus protestas. Sabía que no lo podría devolver nunca. Luego abrazó a sus padres, y, como al paso, les expresó todas las cosas simples y sinceras que siempre había querido decirles.

Aquella mañana, había enviado una carta urgente a Maharet, junto con las dos novelas de «vampiros». Le contaba que había dejado la Talamasca, que iba al oeste a escuchar el concierto de El Vampiro Lestat y que quería hacer una visita a la villa de Sonoma. Tenía que ver a Lestat, era de crucial importancia. ¿Encajaría su vieja llave en la cerradura de la casa de Sonoma? ¿Le daba permiso Maharet para detenerse allí?

Fue durante la primera noche, en Pittsburgh, cuando soñó con las gemelas. Vio a dos mujeres arrodilladas ante el altar. Vio el cuerpo asado dispuesto para ser devorado. Vio a una gemela levantar la bandeja con el corazón; a la otra, con la bandeja del cerebro. Luego los soldados, el sacrilegio.

Cuando llegó a Salt Lake City, había soñado tres veces con las gemelas. Había visto cómo las violaban en una escena horrorosa, terrorífica. Había, visto a un bebé nacido de una de las hermanas. Había visto al bebé oculto cuando de nuevo perseguían y hacían prisioneras a las gemelas. ¿Las habían matado? No podía decirlo. El pelo rojo la atormentaba.

Sólo cuando llamó a David desde una cabina telefónica a pie de carretera supo que había otros que habían tenido aquellos sueños; personas con poderes psíquicos y médiums de todo el mundo. Una y otra vez, se los había relacionado con El Vampiro Lestat. David ordenó que regresara a casa inmediatamente Jesse intentó explicárselo con calma. Iba a ver en persona el concierto de Lestat. Tenía que ir. Había más por contar, pero ahora era demasiado tarde. David tenía que intentar perdonarla.

—No lo hagas, Jessica —dijo David—. Lo que está ocurriendo no es una simple cuestión de documentos y archivos. Tienes que volver, Jessica. La verdad es que te necesitamos. Te necesitamos desesperadamente. Es inconcebible que intentes esta «visión» por ti sola; Jesse, escucha lo que te digo.

—No puedo volver, David. Siempre te he querido. Os he querido a todos. Pero dime, y es la última pregunta que te hago: ¿Cómo no puedes venir tú mismo?

—Jesse, no me estás escuchando.

—David, la verdad. Dime la verdad. ¿Has creído alguna vez en ellos? ¿O siempre ha sido una cuestión de objetos de artesanía, archivos y pinturas de sótanos, cosas que se pueden ver y tocar? Ya sabes a lo que me refiero, David. Piensa en el sacerdote católico, cuando pronuncia las palabras de la consagración, en la misa. ¿Cree realmente que Cristo está en el altar? ¿O simplemente es una situación de cálices, de vino consagrado y de un coro cantando?

¡Oh, que mentirosa había sido al ocultarle tantas cosas y ahora insistirle tanto! Pero la respuesta de él no la decepcionó.

—Jesse, lo has comprendido mal. Sé lo que son esas criaturas. Siempre lo he sabido. Nunca he albergado la más pequeña duda. Y por eso mismo, ningún poder en la Tierra podría inducirme a asistir al concierto. Eres tú quien no quiere aceptar la verdad. ¡Tienes que verlo para creerlo! Jesse, el peligro es real. Lestat es exactamente lo que hace profesión de ser, y allí habrá otros de su calaña, incluso más peligrosos, otros que pueden localizarte por lo que eres y tratar de hacerte daño. Date cuenta de esto y haz como te digo. Ven a casa ahora mismo.

¡Qué momento más crudo y doloroso! Él ponía todas sus fuerzas para alcanzarla, y ella sólo le estaba diciendo adiós. David había dicho otras cosas, había dicho que le contaría «la historia entera», que le abriría los archivos, que todos la necesitaban en relación con aquel mismo tema.

Pero la mente de Jesse estaba errando a la deriva. Ella no podía contarle su «historia entera», qué lástima. De nuevo, se sintió en un estado de sopor; era la pesadilla que la amenazaba al colgar el teléfono. Vio las bandejas, el cuerpo en el altar, la madre de las gemelas. Sí, su madre. Hora de dormir. El sueño quiere entrar. Y luego continuar.

Autopista 101. Las siete treinta y cinco. Veinticinco minutos para el concierto.

Acaba de cruzar el puerto de montaña en Waldo Grande y allí estaba el milagro de siempre: la gran silueta ininterrumpida de San Francisco desparramándose a lo largo de las colinas, más allá del negro barniz del mar. Las torres de la Golden Gate surgían ante ella, la fría brisa de la bahía helaba sus manos desnudas que aferraban el volante.

¿Sería puntual El Vampiro Lestat? Era de risa pensar en una criatura inmortal teniendo que llegar puntual. Bien, ella sí sería puntual; el viaje había casi finalizado.

Y toda la aflicción por David, Aaron y los que había amado se había desvanecido. Tampoco sentía pena por la Gran Familia. Sólo gratitud por todo. Pero quizá David tuviera razón. Quizá no había aceptado la fría y aterrorizadora verdad de la cuestión, quizá simplemente se había dejado deslizar en el reino de los recuerdos y de los fantasmas, de las pálidas criaturas que constituían la exacta materia de los sueños y de la locura.

Andaba a pie hacia la casa de Stanford White, y ya no importaba quién viviera allí. Sería bien recibida. Habían estado tratando de decírselo desde que podía recordar.

SEGUNDA PARTE: La noche de Halloween

Poca cosa hay

de más valor en nuestro tiempo

que comprender

el talento de la Sustancia.

[…]

Una abeja, una abeja viva,

en el cristal de la ventana, intentando salir, sentenciada,

no puede comprender.

STAN RICE

Poema sin título

de
El progreso del cerdo
(1976)

1. DANIEL

Vestíbulo alargado y curvo; la muchedumbre era como un líquido chapoteando contra los muros de color indefinido. Adolescentes con disfraz de Halloween cruzaban como un torrente las puertas principales; se formaban colas para adquirir pelucas amarillas, capas de satén negro («¡Colmillos a cincuenta centavos!»), programas glaseados. Caras blancas visibles por todas partes. Ojos y bocas pintados. Y aquí y allí bandas de hombres y mujeres cuidadosamente ataviados con auténticas ropas del siglo XIX, con maquillaje y peinado exquisitos.

Una mujer de terciopelo lanzaba al aire capullos de rosa, por encima de su cabeza. Sangre pintada corría caras cenicientas abajo. Risas.

Podía oler la crema de maquillaje, y la cerveza, tan ajenos ahora a sus sentidos; atrofiados. Los corazones que latían a su alrededor producían un grave y delicioso retumbar en los delicados tímpanos de sus oídos.

Debió de haber soltado una carcajada, ya que sintió el agudo pellizco de los dedos de Armand en el brazo.

—¡Daniel!

—Lo siento, jefe —susurró. De todas formas, nadie les estaba prestando la más mínima atención, todos los mortales a la vista iban disfrazados; y, ¿quienes eran Armand y Daniel sino dos jóvenes pálidos corrientes que se movían por entre los apretujones, con suéteres negros, pantalones téjanos, el pelo parcialmente oculto bajo una gorra de marinero de lana azul y los ojos tras gafas oscuras—. Así pues, ¿éste es el trato? ¿No puedo reírme a gusto, en especial ahora que todo es tan divertido?

Armand estaba distraído; escuchando de nuevo. A Daniel no podía entrarle en la cabeza estar asustado. Ahora tenía lo que quería. ¡Y vosotros no, hermanos y hermanas!

Antes, Armand le había dicho: «Te cuesta mucho aprender». Esto fue durante la cacería, la seducción, la matanza, la inundación de sangre en su corazón glotón. Pero, después de la torpe angustia del primer asesinato, del asesinato que lo había sacado de la temblorosa culpabilidad y lo había llevado al éxtasis en segundos, había llegado a ser natural siendo antinatural, ¿no? La vida en un bocado. Había despertado sediento.

Hacía treinta minutos, habían cazado a dos pequeños y exquisitos vagabundos en las ruinas de una escuela abandonada, junto al parque, donde los niños vivían en barracas de madera, sacos de dormir, andrajos y latitas de Sterno para cocinar la comida que robaban de los vertederos de Haight-Ashbury. Ninguna protesta aquella vez. No, sólo la sed y la creciente (siempre creciente) sensación del perfeccionamiento y de la inevitabilidad de este perfeccionamiento, la memoria sobrenatural del sabor puro. Rápido. Sin embargo, había sido un arte excelente con Armand, nada de las prisas de la noche anterior, cuando el tiempo había sido un elemento crucial.

Armand había acechado en silencio fuera de la construcción, escrutando, aguardando a «los que querían morir»; era como le gustaba hacerlo; en silencio, los llamaba, y ellos salían. Y la muerte tenía una seriedad propia. Tiempo antes había intentado enseñar aquel truco a Louis, según había dicho, pero Louis lo había considerado desagradable.

Y, en verdad, los querubines vestidos de tejano habían salido dando la vuelta por una puerta lateral, como hipnotizados por la música del Flautista de Hamelín. «Sí, venís, sabíamos que vendríais…» Voces apagadas y monótonas los recibían mientras los conducían hacia las escaleras y hacia un salón hecho con matas del ejército colgadas de cuerdas. Morir en aquella pocilga con el barrido de los faros de los coches atravesando las rendijas del contrachapado de madera.

Bracitos cálidos alrededor del cuello de Daniel; hedor de hachís en el pelo de ella; apenas podía soportarlo, el baile, sus caderas contra él. Luego hundía los colmillos en la carne. «Me quieres, sabes que me quieres», había dicho ella. Y él había respondido «sí» con la conciencia tranquila. ¿Siempre será así de bueno? Con la mano, él le agarró la barbilla, empujándole la cabeza hacia atrás, y luego, la muerte, como un puño bajando por el cuello, hacia sus entrañas, el calor expandiéndose, inundando su espinazo y su cerebro.

La había dejado caer. Demasiado y demasiado poco. Había clavado las uñas en la pared un instante, pensando que también debería ser de carne y sangre, y, que si fuera de carne y sangre, podría poseerla. Luego, qué dolor saber que ya no tenía más hambre. Estaba lleno y saciado y la noche esperaba, como algo hecho de luz pura, y la otra estaba muerta, acurrucada como un bebé durmiendo en el suelo mugriento, y Armand, refulgiendo en la oscuridad, sólo se dedicaba a observar.

Después de aquello, deshacerse de los cadáveres había sido duro de veras. La noche anterior lo había llevado a cabo sin que lo viera, mientras lloraba. La suerte del principiante. Esta vez Armand dijo «ni rastro significa ni rastro». Así que juntos habían bajado a enterrarlos en el suelo del sótano, en el cuarto del viejo horno, colocando de nuevo con cuidado los adoquines en su lugar. Fue un trabajo muy duro, incluso para su fuerza. ¡Qué asqueroso tocar el cadáver así! Sólo por un instante, en su mente parpadeó la pregunta
¿quienes eran?
Dos seres caídos en un pozo. Ya no existían, ahora ya no tenían destino. ¿Y la niña abandonada la noche anterior? ¿La estarían buscando por alguna parte? Él se había echado a llorar. Lo había oído, había levantado un brazo y había tocado las lágrimas de sus ojos.

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