La reina de los condenados (27 page)

BOOK: La reina de los condenados
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Jesse nunca había vuelto a ver a Maharet.

Sus cartas llegaban con la misma asiduidad de siempre, llenas de afecto, preocupación, consejos. Pero nunca más iba a haber otra visita. Nunca más fue invitada a la casa del bosque de Sonoma.

En los meses siguientes, Jesse había sido colmada de presentes: una bellísima y antigua casa en Washington Square, en Greenwich Village, un coche nuevo, un embriagador aumento en los ingresos, y los usuales billetes de avión para visitar a los miembros de la familia de todo el mundo. Por fin, Maharet financió una parte sustancial del trabajo arqueológico de Jesse en Jericó. En realidad, con el paso de los años, Maharet proporcionó a Jesse todo lo que deseó y pudo desear.

A pesar de todo, aquel verano había causado una profunda herida a Jesse. Una vez, en Damasco, había soñado con Mael y había despertado llorando.

Estaba en Londres, trabajando en el Bristish Museum, cuando empezó a revivir con plena fuerza los recuerdos. Nunca supo lo que los había despertado. Quizás el efecto de la admonición de Maharet («Olvidarás») simplemente se había disipado. Un anochecer, en Trafalgar Square, había visto a Mael, o a un hombre que se le parecía mucho. El hombre, que se encontraba a unas decenas de metros de ella, la había estado mirando. Ella se dio cuenta cuando sus miradas se cruzaron. No obstante, cuando ella había levantado la mano para saludarlo, él había dado media vuelta y se había alejado sin el más leve síntoma de haberla reconocido. Jesse había echado a correr en un intento de alcanzarlo; pero había desaparecido como si nunca hubiera estado allí.

Aquello la había dejado dolorida y frustrada. Pero, tres días después, había recibido un regalo anónimo, un brazalete de plata trabajada. Era una antiquísima reliquia celta, como luego descubrió, y casi seguro que de valor incalculable. ¿Podría Mael haberle enviado aquella joya, preciosa, encantadora? Quiso creerlo así.

Agarrando firmemente el brazalete con la mano, sintió la presencia de Mael. Recordó aquella noche, hacía años, cuando habían hablado de los fantasmas perturbados. Sonrió. Era como si él estuviera allí, presente, abrazándola, besándola. Cuando escribió a Maharet, le contó lo del regalo. A partir de entonces, siempre llevó el brazalete.

Jesse llevaba un diario de los recuerdos que le venían a la memoria. Anotaba sueños, fragmentos de recuerdos que veía sólo fugazmente. Pero esto no lo mencionó en las cartas a Maharet.

Tuvo un idilio en su estancia en Londres. Acabó mal, y se sintió muy sola. Fue entonces cuando la Talamasca entró en contacto con ella y el curso de su vida cambió para siempre.

Jesse había estado viviendo en una antigua casa de Chelsea, no lejos de donde una vez había vivido Osear Wilde. James McNeill Whistler también había formado parte de la vecindad, y también Bram Stoker, autor de
Drácula.
Jesse amaba aquel lugar. Pero, sin saberlo, la casa que había alquilado había sido habitada por fantasmas durante muchos años. Jesse observó varios fenómenos extraños durante los primeros meses. Eran apariciones débiles, fluctuantes, del tipo de las que se ven a menudo en tales lugares: ecos (como los había llamado Maharet) de las personas que habían vivido allí años antes. Jesse no hacía caso de ellos.

Sin embargo, cuando una tarde un reportero la abordó, explicándole que estaba escribiendo una historia de la casa encantada, ella le contó, sin darle demasiada importancia, lo que había visto. Fantasmas muy corrientes para un sitio como Londres: una anciana llevando un jarrón de la despensa, un hombre en levita y sombrero de copa que aparecía poco más de un segundo en las escaleras…

Aquello bastaba para un artículo más bien sensacionalista. Jesse había hablado demasiado, sin duda. Le adjudicaron poderes psíquicos y la llamaron «médium natural», porque Jesse veía aquellas apariciones desde siempre. Un pariente de la familia Reeves, de Yorkshire, la llamó para reírse un poco de ella con motivo del artículo. Jesse también opinó que era divertido. Pero, aparte de eso, era un tema que no le preocupaba demasiado. Estaba muy enfrascada en sus estudios en el British Museum. Simplemente, no tenía ninguna importancia.

Luego, la Talamasca, después de haber leído el artículo, la llamó.

Aaron Lightner, un caballero a la antigua, de pelo canoso y modales exquisitos, pidió a Jesse que fueran a comer juntos. En un Rolls Royce, viejo pero muy cuidado, Jesse y él fueron conducidos a través de Londres hasta un pequeño y elegante club privado.

Con toda seguridad, era el más extraño de los encuentros que Jesse había tenido nunca. De hecho, le recordaba al verano de hacía mucho tiempo, no porque coincidieran en algún sentido, sino porque ambas experiencias eran completamente diferentes a todo lo que antes le había ocurrido a Jesse.

Lightner tenía cierto encanto romántico, según la opinión de Jesse. Tenía todo su pelo, que era canoso y lo llevaba peinado con esmero, y vestía un impecable traje hecho a medida, de
tweed
de Donegal. Era el único hombre que había visto en su vida que se apoyase en un bastón con incrustaciones de plata.

Rápido y complacido, explicó a Jesse que era un «detective psíquico», que trabajaba para una «orden secreta llamada Talamasca», cuyo único propósito era recoger datos de las experiencias «paranormales» y conservar los datos recogidos para el estudio de tales fenómenos. La Talamasca tendía la mano a las personas con poderes paranormales. Y, a veces, a los que poseían unas capacidades extremadamente patentes, les ofrecía formar parte de la orden, les ofrecía un puesto en la «investigación psíquica», lo cual, en realidad, era más una verdadera vocación que un trabajo, ya que la Talamasca exigía plena dedicación además de lealtad y obediencia a sus reglas.

Jesse casi se echa a reír. Pero al parecer, Lightner estaba preparado para su escepticismo. Tenía algunos «trucos», que siempre utilizaba en entrevistas de presentación. Así pues, para completo asombro de Jesse, se las apañó para mover varios objetos de la mesa sin tocarlos. Un poder sencillo, dijo él, que servía como «tarjeta de presentación».

Jesse, al contemplar con ojos atónitos cómo el salero bailaba adelante y atrás por la mera volición de Lightner, quedó demasiado aturdida para hablar. Pero la sorpresa real llegó cuando Lightner le confesó que lo sabía todo acerca de ella. Sabía de dónde venía, dónde había estudiado. Sabía que había visto espíritus de pequeña. Ella había llamado la atención de la orden hacía ya años; la información había llegado por medio de los «canales ordinarios», y se había abierto una ficha para Jesse. Pero no tenía que sentirse ofendida.

Tenía que comprender que la Talamasca, en sus investigaciones, procedía con el máximo respeto por el individuo. La ficha contenía sólo informes acerca de rumores de cosas que Jesse había contado a sus vecinos, profesores y compañeros de escuela. Jesse podría ver la ficha en cualquier momento que lo desease. Aquél era, de siempre, el sistema de la Talamasca. Al final, se intentaba el contacto con los sujetos sometidos a observación. La información se ofrecía al sujeto, y, por lo demás, era estrictamente confidencial.

Jesse disparó a Lightner una implacable andanada de preguntas. Pronto quedó claro que sabía mucho acerca de ella, pero que no sabía nada de nada de Maharet y de la Gran Familia. Y fue aquella combinación de conocimiento y desconocimiento lo que cautivó a Jesse. Una sola mención del nombre de Maharet y habría vuelto la espalda a la Talamasca para siempre, porque Jesse era leal a la Gran Familia. Pero a la Talamasca sólo le importaban las habilidades de Jesse. Y, Jesse, a pesar de los consejos de Maharet, siempre les había dado también mucha importancia.

Además, la historia de la Talamasca probó ser en sí misma poderosamente atractiva. ¿Decía la verdad aquel hombre? ¿Una orden secreta, cuya existencia se remontaba al año 758, una orden con documentos de brujas, brujos, médiums y videntes de espíritus, que retrocedía hasta aquel remoto período? Aquello la deslumbró tal como los documentos de la Gran Familia la habían deslumbrado años atrás.

Y Lightner soportó con gracia otro asalto de ininterrumpidas preguntas. Tenía profundos conocimientos de historia y de geografía, quedó clarísimo. Hablaba con fluidez y precisión acerca de la persecución de los cataros, de la abolición de la Orden de los Caballeros Templarios, de la ejecución de Grandier, y de una docena de otros «acontecimientos» históricos. En definitiva, Jesse no logró confundirlo. Muy al contrario, él se refirió a antiguos «magos» y «brujos» de quien ella nunca había oído hablar.

Aquel anochecer, cuando llegaron a la Casa Madre en las afueras de Londres, el destino de Jesse ya estaba decidido. No salió de la Casa Madre durante una semana y, cuando lo hizo, fue sólo para cerrar definitivamente su piso de Chelsea y regresar a la Talamasca.

La Casa Madre era un descomunal edificio de piedra, construido en el siglo XV y adquirido por la Talamasca hacía «sólo» doscientos años. Aunque las suntuosas bibliotecas y salas revestidas de panales de madera, junto con las molduras y frisos de yeso, habían sido producto del siglo XVIII, el comedor y la mayoría de las habitaciones estaban datadas en el período elisabetiano.

Jesse quedó prendida al instante de aquella atmósfera, del solemne mobiliario, de las chimeneas de piedra, de los relucientes suelos de roble. Y los silencios y educados miembros de la orden, al darle la bienvenida con entusiasmo y luego regresar a sus discusiones o a la lectura de los periódicos de la tarde, sentados en el vasto salón público iluminado cálidamente, también cautivaron a Jesse. La riqueza total del lugar era abrumadora. Daba solidez a las afirmaciones de Lightner. Y uno se sentía bien allí. Psíquicamente bien. Allí la gente era lo que decía que era.

Pero fue la biblioteca lo que más la sobrecogió y la retrotrajo al trágico verano de cuando otra biblioteca y sus antiguos tesoros le fueron cerrados. En la biblioteca de la Talamasca había incontables volúmenes que narraban juicios a brujas, encantamientos de casas, investigaciones acerca de duendes, casos de posesión, de psicoquinesis, reencarnación, etc. También, bajo el edificio, había museos, cuartos abarrotados de objetos misteriosos relacionados con eventos paranormales. Había sótanos en donde nadie podía entrar, excepto los miembros más antiguos de la orden. Deliciosa la perspectiva de secretos revelados sólo al cabo de un cierto período de tiempo.

—Siempre hay tanto trabajo por hacer —había dicho Aaron como por casualidad—. Todos estos documentos antiguos, ¿ves?, están en latín, pero ya no podemos exigir a los nuevos miembros que lean y escriban en latín. En la época actual, está simplemente fuera de lugar. Y esos almacenes, ¿ves?, la información sobre la mayoría de estos objetos no ha sido revisada en cuatro siglos…

Naturalmente, Aaron sabía que Jesse leía y escribía no sólo en latín, sino en griego, egipcio antiguo, y también en sumerio antiguo. Lo que no sabía era que Jesse, allí, había encontrado un sustituto a los tesoros de su verano perdido. Había encontrado otra «Gran Familia».

Aquella noche enviaron un coche al piso de Chelsea a recoger la ropa de Jesse y cualquier otra cosa que pudiera necesitar. Su nuevo aposento estaba en la esquina sudoeste de la Casa Madre, un cuarto pequeño y acogedor, de techo artesonado y con un hogar Tudor.

Jesse nunca querría dejar aquella casa, y Aaron lo sabía. El viernes de aquella misma semana, sólo tres días después de su llegada, fue recibida en la orden como novicia. Se le ofrecieron unos impresionantes honorarios, un despacho privado contiguo a su habitación, un conductor a pleno tiempo y un coche antiguo y cómodo. Dejó su trabajo en el British Museum tan pronto como le fue posible.

Las reglas y ordenanzas eran simples. Pasaría dos años haciendo prácticas a jornada completa, y viajaría donde y cuando fuera necesario con los demás miembros, por todo el mundo. Podía hablar de la orden a los de su familia o a sus amigos, por supuesto. Pero todos los temas, contenidos de archivos y demás detalles interrelacionados debían permanecer como confidenciales. Y nunca debía intentar publicar nada acerca de la Talamasca. De hecho, nunca debía llegar a una «mención pública» de la Talamasca. Las referencias a misiones específicas debían siempre omitir nombres y lugares, y en general ser vagas.

Su principal trabajo sería en los archivos, traduciendo y «adaptando» antiguas crónicas y documentos. Y en los museos trabajaría, al menos un día a la semana, clasificando los diferentes objetos de artesanía y reliquias. Pero, en todo momento, las tareas de campo (investigaciones de encantamientos y cosas por el estilo) pasarían por delante de las investigaciones de despacho.

Transcurrió un mes antes de que hablara de su decisión a Maharet. Y en su carta se sinceró por completo. Amaba a aquella gente y su trabajo. Era evidente que la biblioteca le recordaba el archivo familiar de Sonoma y los días que habían sido tan felices para ella. ¿Comprendía Maharet?

La respuesta de Maharet la dejó atónita. Maharet ya sabía lo que era la Talamasca. En realidad, Maharet parecía conocer con todo detalle la historia de la Talamasca. Dijo sin rodeos que admiraba mucho los esfuerzos de la orden, sobre todo durante la caza de brujas de los siglos XV y XVI, para salvar de la hoguera a los inocentes.

«Seguro que te han contado lo de su "expreso de medianoche", por medio del cual sacaban a muchos acusados de los pueblos y aldeas, donde podían haber sido quemados, y les daban refugio en Ámsterdam, una ciudad iluminada, donde ya no se creía en las mentiras y las idioteces acerca de la era de la brujería.»

A Jesse no le habían contado todavía nada de ello, pero pronto confirmaría todos los detalles. Sin embargo, Maharet tenía sus reservas sobre la Talamasca.

«Tanto como yo admiro su compasión por los perseguidos de todas las épocas, tú tienes que comprender que yo crea que sus investigaciones no sirvan para mucho. Para aclararlo: espíritus, fantasmas, vampiros, hombres-lobo, brujas, entes que desafían cualquier descripción, pueden existir todos, y la Talamasca puede pasar otro milenio estudiándolos, pero ¿qué diferencia provocará en el destino de la raza humana?

»Sin duda alguna, en un pasado lejano, ha habido individuos que tenían visiones y que hablaban con los espíritus. Y tal vez, como las brujas, hechiceros y shamanes, estas personas tenían algún valor para sus tribus o naciones. Pero hay religiones complejas y extravagantes que han sido basadas en tales experiencias simples y engañosas, dando nombres míticos a entes vagos y creando un enorme vehículo para creencias amañadas y supersticiosas. Estas religiones, ¿no han hecho más mal que bien?

»Permite que te sugiera que, sea cual sea la interpretación de la Historia, hemos sobrepasado, y con mucho, el momento en que el contacto con los espíritus podía ser de alguna utilidad. Puede que una justicia cruda pero inexorable esté impregnando el escepticismo de muchos individuos, por lo que se refiere a fantasmas, médiums y cosas parecidas. Lo sobrenatural, sea cual sea su forma de existir, no debería interferir en la historia humana.

»En resumen, pongo en tela de juicio que, excepto para el consuelo de unas pocas almas confundidas aquí y allá, la Talamasca recopile documentos y cosas que sean de alguna importancia, o que deban serlo. La Talamasca es una organización interesante. Pero no puede llevar a cabo grandes empresas.

»Te quiero. Y respeto tu decisión. Pero espero, por tu propio bien, que te canses de la Talamasca y regreses muy pronto al mundo real.»

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