La reina de los condenados (24 page)

BOOK: La reina de los condenados
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Jesse contuvo el aliento al contemplarlo. Siempre había sido su preferido, por lo intrincado de sus dibujos, por su tamaño. Al principio, parecía un gran caos de diminutos zurcidos y pedazos cosidos, pero luego, gradualmente, el paisaje boscoso emergía de la miríada de piezas de tela. Lo veías un minuto, y al siguiente había desaparecido. Eso era lo que le había sucedido una y otra vez aquel verano, cuando, ebria de vino, miraba el tapiz, de cerca, de lejos, perdiendo la imagen, luego recobrándola: la montaña, el bosque, un pequeño poblado asentado en un verde valle en la parte baja.

—Lo siento, Maharet —susurró se nuevo. Tenía que irse. Su viaje casi había acabado.

Pero, al desviar la vista, algo en el tapiz de retales captó su atención. Se volvió otra vez, lo estudió de nuevo. ¿Había figuras que nunca había visto? Una vez más era un enjambre de fragmentos cosidos entre ellos. Luego, despacio, emergía la ladera de la montaña, después los olivos y luego los tejados del poblado, no más que chozas amarillas diseminadas por el liso suelo del valle. ¿Las figuras? No pudo encontrarlas. Es decir, hasta que volvió a desviar la vista. Con el rabillo del ojo se hicieron visibles por una fracción de segundo. Dos diminutas figuras abrazándose, ¡dos mujeres pelirrojas!

Poco a poco, casi con cautela, se volvió de nuevo hacia el tapiz. El corazón le daba brincos. Sí, allí. ¿Pero era una ilusión?

Cruzó la sala hasta que estuvo exactamente frente al tapiz. Extendió el brazo y lo tocó. ¡Sí! Cada pequeño ser de trapo tenía un minúsculo par de botones como ojos, y el pelo era hilo rojo, haciendo ondas quebradas y cosido por encima de los blancos hombros.

Se quedó contemplando aquello, medio incrédula. Sin embargo, allí estaban, ¡las gemelas! Y mientras ella permanecía allí, petrificada, la sala empezó a oscurecerse. La última luz se había deslizado tras el horizonte. El tapiz se desvanecía ante sus ojos y se tornaba un ilegible dibujo.

Aturdida, oyó el reloj dar el cuarto. «Llama a la Talamasca. Llama a Londres, a David. Cuéntale algo, cualquier cosa…» Pero era imposible y ella lo sabía. Y le partía el corazón comprender que fuera lo que fuese lo que le sucediera aquella noche, la Talamasca nunca sabría la historia entera.

Se obligó a marchar, a cerrar la puerta tras de sí, a andar por el ancho porche y a bajar por el largo sendero.

No acababa de comprender sus sentimientos, por qué estaba tan emocionada y al borde de las lágrimas. Confirmaba todas sus sospechas, todo lo que sabía. Y no obstante, estaba asustada. Estaba llorando de veras.

«Espera a Maharet.»

Pero no lo podía hacer. Maharet la hechizaría, la confundiría, la alejaría del misterio en nombre del amor. Era lo que había ocurrido aquel verano tiempo atrás. El Vampiro Lestat no ocultaba ya nada. El Vampiro Lestat era la pieza crucial del rompecabezas. Verlo y tocarlo lo confirmaría todo.

El Mercedes biplaza rojo arrancó enseguida. Con una rociada de grava hizo marcha atrás, giró y se lanzó por el estrecho camino sin asfaltar. El techo descapotable estaba sin echar; estaría helada cuando llegase a San Francisco, pero no importaba. Amaba el aire frío en su rostro, amaba conducir deprisa.

El camino se zambulló enseguida en la oscuridad de los bosques. Ni siquiera la luna naciente podía penetrarla. Aceleró hasta llegar a sesenta, sorteando con facilidad los bruscos virajes. Su tristeza se intensificó de pronto, pero ya no hubo más lágrimas. El Vampiro Lestat…, casi allí.

Cuando llegó a la carretera del condado, ya iba a toda velocidad, cantando para sí sílabas que apenas podía oír por encima del viento. La plena noche llegó cuando cruzaba, con el motor bramando, la pequeña ciudad de Santa Rosa y enlazaba con el ancho y ligero fluir de la autopista 101, en dirección sur.

La niebla costera estaba entrando. Convertía en fantasmas las oscuras colinas al este y al oeste. Pero el brillante flujo rojo de las luces posteriores de los vehículos alumbraba la calzada ante ella. Cada vez se sentía más agitada. Una hora para llegar a la Golden Gate. La tristeza la estaba abandonando. Toda su vida había sido una persona confiada, con suerte; y a veces impaciente con la gente más cautelosa que había conocido. Y, a pesar de la sensación de fatalidad que arrastraba aquella noche, de la viva conciencia de los peligros que le aguardaban, sentía que su suerte usual estaría con ella. No estaba asustada.

Había nacido con suerte, según lo veía ella; la habían hallado junto a la carretera, después del accidente de automóvil que había matado a su adolescente madre, embarazada de siete meses: un bebé espontáneamente abortado de la matriz moribunda, y chillando con fuerza para aclarar sus pulmones cuando llegó la ambulancia.

Durante dos semanas, mientras languidecía en el hospital del condado, condenada por horas a la asepsia y frialdad de las incubadoras, no había tenido nombre; pero las enfermeras la habían adorado, llamándola cariñosamente «el gorrión», meciéndola en brazos y cantándole siempre que tenían un momento.

Años más tarde le escribirían, enviándole las instantáneas que habían tomado de ella y contándole pequeñas anécdotas, y esto había amplificado en gran manera la temprana sensación de que había sido querida.

Maharet era quien al final había ido por ella, identificándola como la única superviviente de la familia Reeves de Carolina del Sur y llevándosela a Nueva York a vivir con unos parientes de diferente nombre y condición. Allí iba a crecer en un viejo y lujoso piso de dos plantas, en Lexington Avenue, con María y Matthew Godwin, quienes le dieron no solamente amor sino todo lo que pudiese desear. Una niñera inglesa había dormido en la habitación de Jesse hasta que ésta había tenido doce años.

No podía recodar cuándo se había enterado de que su tía Maharet se había hecho cargo de sus gastos, para que pudiera matricularse en la Universidad y en la Facultad que eligiese. Matthew Godwin era médico; Maria había sido bailarina y profesora; su afecto y dependencia para con Jesse eran sinceros. Era la hija que siempre habían deseado, y aquellos años fueron ricos y felices.

Las cartas de Maharet empezaron antes de que tuviera edad para leer. Eran maravillosas, y, a menudo, iban acompañadas de postales de vivos colores y de curiosas monedas de los diferentes países en donde residía. A los diecisiete años, Jesse tenía un cajón lleno de rupias y de liras. Pero, además y mucho más importante, tenía una verdadera amiga: Maharet. Maharet, que respondía cada palabra que le escribía, y con sentimiento y dedicación.

Fue Maharet quien la inició en la lectura, quien la animó a tomar lecciones de música y de pintura, quien le preparó los viajes a Europa y quien consiguió su admisión en la Universidad de Columbia, donde Jesse estudió Arte y Lenguas Antiguas.

Fue Maharet quien preparó sus visitas navideñas a los primos europeos: los Scartino de Italia, una poderosa familia de banqueros que vivía en una villa en las afueras de Siena, y los Borchart, más humildes, de París, que la recibieron con los brazos abiertos en su superpoblada pero alegre casa.

El verano en que Jesse cumplió los diecisiete años, fue a Viena a conocer a una rama de la familia emigrada de Rusia, jóvenes intelectuales apasionados y músicos, a quienes amó con fervor. Luego fue a Inglaterra para conocer a la familia Reeves, emparentada directamente con los Reeves de Carolina del Sur, que habían emigrado de Inglaterra hacía siglos.

Cuando tuvo dieciocho años, fue a visitar a los primos Petralona en su villa en Santorini, unos griegos ricos y de aspecto exótico. Vivían casi en el esplendor feudal, rodeados de sirvientes campesinos, y se habían llevado a Jesse en un improvisado crucero a bordo de su yate, a Estambul, Alejandría y Creta.

Jesse casi se había enamorado del joven Constantin Petralona. Maharet le había insinuado que el casamiento tendría la bendición de todos, pero que había de decidirlo ella misma. Jesse dio un beso de despedida a su enamorado y voló de nuevo hacia América, la Universidad y la preparación para la primera excavación arqueológica en Iraq.

Pero, durante sus años universitarios, permaneció tan próxima a la familia como siempre. Todos eran tan buenos con ella… Pero es que todos eran buenos con todos. Todos creían en la familia. Eran corrientes las visitas entre las diversas ramas. Frecuentes casamientos entre diferentes miembros de la familia habían creado interminables interrelaciones; en todas las casas de la familia había habitaciones preparadas para parientes que podían dejarse caer en una visita inesperada. Los árboles genealógicos familiares parecían remontarse hasta la prehistoria; se contaban curiosas historias acerca de famosos parientes, muertos trescientos o cuatrocientos años atrás. Jesse había sentido una gran compenetración con toda aquella gente, por más diferentes que parecieran.

En Roma quedó encantada con sus primos, quienes conducían sus relucientes Ferraris a velocidades que cortaban la respiración, con los estéreos a todo volumen, y sólo regresaban a casa de noche, y la casa era un antiguo palacete en donde los grifos no funcionaban y el techo goteaba. Los primos judíos en el sur de California eran un puñado de deslumbrantes músicos, autores y productores que de algún modo habían estado relacionados con el cine y con los grandes estudios por espacio de cincuenta años. Su antigua casa en Hollywood Boulevard era el hogar de una veintena de actores sin trabajo. Jesse podía utilizar el ático siempre que lo desease; la cena se servía a las seis a todos y a cualesquiera de los que entrasen en la casa.

¿Pero quién era aquella mujer, Maharet, que siempre había sido la guía, consejera distante pero vigilante, la que la orientaba en sus estudios con frecuentes y reflexionadas cartas, la que le daba sus directrices personales a las cuales Jesse respondía con tanto provecho y las cuales anhelaba en secreto?

Para todos los primos que Jesse llegó a visitar, Maharet era una presencia palpable, aunque sus visitas fueran tan escasas como notables. Ella era la conservadora de los documentos de la Gran Familia, es decir, de todas las ramas de la Familia, esparcidas bajo muchos nombres distintos por todas partes del mundo. Muchas veces era ella quien reunía a los miembros, la que arreglaba los matrimonios para unir las diferentes ramas y la que invariablemente podía proporcionar ayuda en caso de problemas, ayuda que a veces podía significar la distancia entre la vida y la muerte.

Antes de Maharet, había habido su madre, ahora llamada Vieja Maharet, y, antes de ésta, la tía abuela Maharet, y así sucesivamente hasta que el recuerdo se perdía en los recodos del tiempo. «Siempre habrá una Maharet» era un viejo dicho familiar, pronunciado en italiano con la misma facilidad que en alemán, ruso, yidich o griego. Es decir, una única descendiente de cada generación tomaba el nombre y las obligaciones de conservadora de los documentos; o así lo parecía, ya que, de cualquier forma, nadie salvo la misma Maharet conocía realmente aquellos detalles.

«¿Cuándo te voy a conocer?», le había escrito Jesse muchas veces durante aquellos años. Había coleccionado los sellos que despegaba de los sobres que Maharet enviaba desde Delhi, Río, Méjico, Bangkok, Tokio, Lima, Saigón y Moscú.

Toda la familia era devota de aquella mujer y estaba fascinada por ella, pero entre Jesse y ella había otra relación, secreta y poderosa.

Desde sus tempranos años, Jesse había tenido experiencias «poco corrientes», diferentes a las de las personas que la rodeaban.

Por ejemplo, Jesse podía leer los pensamientos de la gente, de un modo vago, sin palabras. «Sabía» cuando no caía bien a una persona o cuando alguien le estaba mintiendo. Tenía un don innato para los idiomas, ya que con frecuencia comprendía su «espíritu», aunque no conociera el vocabulario.

Y veía fantasmas: gente y edificios que era imposible que estuviesen presentes.

Cuando era muy pequeña, a menudo distinguía la borrosa silueta gris de una casa frente a su ventana, en Manhattan. Sabía que no era real, y al principio fue para ella motivo de risa: la manera como aparecía y desaparecía, a veces transparente, otras sólida como la misma calle, con luces en sus ventanas de cortinas de encaje. Pasaron años antes de que se enterase de que la casa fantasma había sido propiedad del arquitecto Stanford White. Había sido derruida hacía décadas.

Las imágenes humanas que veía no eran tan claramente definidas al principio. Al contrario, eran apariciones breves y fluctuantes que con frecuencia formaban parte de la inexplicable incomodidad que sentía a veces en determinados lugares.

Pero, a medida que fue creciendo, aquellos fantasmas se hicieron más visibles, más duraderos. Una vez, en una oscura tarde lluviosa, la figura traslúcida de una anciana había andado, pausadamente pero directamente, hacia ella, y por fin había pasado a través de ella. En un ataque de histeria, Jesse había huido corriendo a refugiarse en la tienda más próxima, cuyos dependientes llamaron de inmediato a Matthew y María. Una y otra vez, Jesse intentaba describir el rostro ansioso de la mujer, su vista nublada, que parecía por complejo ajena al mundo real que la rodeaba.

Lo más frecuente era que sus amigos no le creyeran cuando describía aquellas apariciones. Sin embargo, quedaban fascinados y le pedían encarecidamente que les repitiera las historias. Aquello dejaba a Jesse con una desagradable sensación de vulnerabilidad. Así pues, intentaba no contar nada a nadie de los fantasmas, aunque, al tiempo de llegar a la temprana adolescencia, viera aquellas almas perdidas con más y más regularidad.

Incluso paseando por entre el denso bullicio de la Quinta Avenida al mediodía, vislumbraba aquellas pálidas y penetrantes criaturas. Una mañana, en el Central Park, cuando Jesse tenía dieciséis años, vio la aparición, clarísima, de un joven sentado en un banco, no lejos de ella. El parque estaba lleno de gente, de ruido; sin embargo, la figura parecía como superpuesta, parecía no formar parte de nada de lo que la rodeaba. Los sonidos en derredor de Jesse empezaron a difuminarse como si la aparición los estuviera absorbiendo. Rezó para que se fuera. Pero, en lugar de ello, el joven se volvió y clavó los ojos en Jesse. Incluso intentó hablarle.

Jesse arrancó a correr y no paró hasta llegar a su casa. Tenía un ataque de pánico. Aquellas cosas la conocían ahora, dijo a Matthew y a Maria. Tenía miedo de salir del piso. Finalmente Matthew le dio un sedante y le dijo que con él podría dormir. Y dejó la puerta de su habitación abierta para aplacar su terror.

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