La reina de los condenados (55 page)

BOOK: La reina de los condenados
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»Sabíamos que estaba diciendo la verdad, era indudable; pero también había algo que fallaba, como había ocurrido meses antes con las palabras del mensajero del Rey. Nuestras penalidades no habían hecho más que empezar.

»También temíamos que los espíritus nos hubieran abandonado; que tal vez no quisiesen venir a aquella tierra a ayudarnos. No invocábamos a los espíritus, porque invocar y no recibir respuesta… habría sido más de lo que podíamos soportar.

»Llegó el anochecer y la Reina envió a buscarnos; y nos llevaron ante la corte.

»El espectáculo nos abrumó, a pesar de que lo desdeñábamos: eran Akasha y Enkil en sus tronos. La Reina era entonces como es ahora: una mujer de espalda erguida, miembros firmes, con un rostro casi demasiado exquisito para mostrar inteligencia, un ser de atractiva belleza con una dulce voz de soprano. En cuanto al Rey, ahora lo veíamos no como soldado sino como soberano. Llevaba el pelo trenzado y vestía su falda de gala y sus joyas. Sus ojos negros mostraban una gran severidad, como siempre; pero en un momento quedó claro que quien reinaba, y había reinado siempre en aquel país, era Akasha. Akasha tenía el don de la palabra, de la habilidad verbal.

»Nada más llegar, nos dijo que nuestro pueblo había sido castigado justamente por sus abominaciones; y que había sido tratado con misericordia, puesto que todos los comedores de carne humana eran salvajes y la ley decía que debían morir de muerte lenta. Dijo que habían tenido piedad de nosotras porque éramos importantes hechiceras, y que los egipcios querían aprender de nosotras; que querían aprender la sabiduría de los reinos de lo invisible y que nosotras tendríamos que enseñársela.

»Inmediatamente, como si aquellas palabras no hubieran sido más que puro protocolo, se puso a hacernos preguntas. ¿Cuáles eran nuestros espíritus? ¿Por qué había algunos buenos, si eran espíritus? ¿No eran dioses? ¿Cómo conseguíamos hacer llover?

«Quedamos demasiado escandalizadas por lo rudimentario de sus preguntas para poder responder. Nos sentimos molestas por la rudeza de sus modales, y empezamos a llorar de nuevo. Nos volvimos y nos echamos a los brazos una de la otra.

»Y, por el modo de expresarse de aquella mujer, algo más comenzó a hacerse claro para nosotras, algo muy simple. La rapidez de sus palabras, su impertinencia, el énfasis que ponía en ésta o aquella sílaba, todos esos detalles nos evidenciaron que nos estaba mintiendo, pero que ni ella misma sabía que mentía.

«Cerramos los ojos y escrutamos su mentira en profundidad, y vimos la verdad que seguramente ella misma negaría:

»¡Había aniquilado a nuestro pueblo sólo para traernos allí! Había enviado a su Rey y a sus soldados a aquella "guerra santa" sólo porque habíamos rechazado su anterior invitación, y nos quería a su disposición.
Sentía curiosidad por nosotras.

»Era lo que nuestra madre había visto al tomar la tablilla del Rey y la Reina en sus manos. Quizá los espíritus ya lo habían previsto, a su modo. Solamente entonces comprendimos la plena monstruosidad de aquellos hechos.

«Nuestro pueblo había muerto porque nosotras habíamos atraído el interés de la Reina, al igual que atraíamos el interés de los espíritus; nosotras habíamos traído aquel mal sobre todas las cosas.

»¿Por qué los soldados no nos habían tomado simplemente de nuestro pueblo indefenso?, nos preguntábamos. ¿Por qué habían traído la ruina a todo lo que era nuestro pueblo?

«¡Aquello era el horror puro! Se había echado una cobertura moral al propósito de la Reina, una cobertura que ella no podía ver, más que no vería cualquier otra persona.

«Se había auto convencido de que nuestro pueblo debía morir, sí, que su salvajismo lo merecía, a pesar de que no fuesen egipcios y su tierra se hallase muy lejos. Y, oh, ¿no había sido un gran acierto que se apiadaran de nosotras y nos llevasen a Egipto para satisfacer finalmente su curiosidad? Y nosotras, desde luego, deberíamos estar agradecidas y dispuestas a responder sus preguntas.

«Y más en lo hondo, más allá de su engaño, captamos la mente que hacía posibles unas contradicciones semejantes.

»Aquella Reina no tenía auténtica mortalidad, no tenía un verdadero sistema ético para gobernar los actos que realizaba. Aquella Reina era una de tantos humanos que sienten que quizá no hay nada y que no existe razón para pensar que se pueda llegar a saber nunca algo. Pero no podía soportar este pensamiento. Y así se inventaba, día tras día, sus sistemas éticos, intentaba desesperadamente creer en ellos, pero no eran más que coberturas para sus actos, actos que hacía por meras razones pragmáticas. La guerra contra los caníbales, por ejemplo, se derivaba, más que nada, del desagrado que le provocaban tales costumbres. Su gente, los de Uruk, nunca habían comido carne humana; por ello no quería que algo tan repugnante para ella ocurriese a su alrededor; en realidad no había más que eso. Porque en su corazón siempre había un rincón oscuro, lleno de desesperación. Y una gran voluntad para crear significados, porque no existía ninguno.

»Quiero que comprendáis que no era superficialidad lo que veíamos en aquella mujer. Era la creencia juvenil de que con su voluntad podría hacer brillar la luz; de que podía conformar el mundo a sus gustos. Y también veíamos una insensibilidad hacia el dolor de los demás. Sabía que otros sufrían, pero, bien, ¡realmente no podía entretenerse mucho a pensar en ello!

»Al final, incapaces de soportar el alcance de aquella duplicidad evidente, nos volvimos y la estudiamos, porque tendríamos que librar un combate con ella. Aquella Reina no tenía ni veinticinco años, y, en aquella tierra que había deslumbrado con sus costumbres de Uruk, detentaba el poder absoluto. Y era casi demasiado bonita para ser auténticamente bella, porque su belleza eclipsaba cualquier sensación de majestad o de profundo misterio; y su voz aún contenía cierto timbre infantil, un timbre que, por puro instinto, provoca en los demás ternura, un timbre que da una levísima musicalidad a las palabras más simples. Un timbre que nosotras encontramos exasperante.

»Siguió y siguió con sus preguntas. ¿Cómo conseguíamos nuestros milagros? ¿Cómo veíamos en el corazón de los hombres? ¿De dónde provenía nuestra magia y por qué afirmábamos hablar con seres invisibles? ¿Podíamos hablar, por el mismo sistema, con los dioses? ¿Podíamos hacer que sus conocimientos aumentaran o hacer que comprendiera mejor la esencia de lo divino? Estaba dispuesta a perdonarnos nuestro salvajismo si éramos agradecidas, si nos arrodillábamos ante sus altares y exponíamos ante sus dioses y ante ella toda nuestra sabiduría.

»Insistió en sus varios puntos con una tal terquedad que haría reír a una persona sensata.

»Pero eso sublevó la furia más profunda de Mekare. Ella, que siempre había llevado la iniciativa en todo, habló ahora.

»—Parad de hacer preguntas. No decís más que estupideces —soltó—. No tenéis dioses en este reino porque no hay dioses. Los únicos habitantes invisibles del mundo son los espíritus y los espíritus juegan con vos por medio de vuestros sacerdotes y de vuestra religión, como jugarían con cualquier otra persona. Ra, Osiris, son simplemente nombres inventados con los que halagáis y loáis a los espíritus; y, cuando les parece bien, os envían algún pequeño indicio para que os apresuréis a halagarlos un poco más.

»Rey y Reina contemplaron horrorizados a Mekare. Pero Mekare prosiguió:

»—Los espíritus son reales, pero infantiles y caprichosos. Y también peligrosos. Se admiran de nosotros y nos envidian que seamos a la vez espirituales y carnales, lo cual los atrae y los predispone a hacer vuestra voluntad. Las hechiceras como nosotras siempre han sabido cómo utilizarlos; pero se necesita una gran habilidad y un enorme poder para realizarlo, y eso es lo que nosotras tenemos y vos no. Sois estúpidos, y lo que habéis hecho para cogernos prisioneras es una atrocidad. En lo que habéis hecho no hay honestidad alguna. ¡Vivís en la mentira! Pero nosotras no os vamos a mentir.

»Y luego, medio llorando, medio estrangulada por la rabia, Mekare, ante la corte entera, acusó a la reina de hipocresía y de masacrar a nuestro pueblo sencillo simplemente para que pudiéramos ser llevadas ante ella. Nuestro pueblo no había cazado carne humana desde hacía miles de años, dijo a la Corte; y en nuestra captura se profanó un banquete funerario. Toda aquella maldad fue cometida tan sólo para que la Reina de Queme pudiera tener hechiceras con quien hablar, hechiceras a quien hacer preguntas, hechiceras cuyo poder intentaría utilizar en beneficio propio.

»La Corte estaba agitada en un tumulto. Nunca nadie había sido tan irrespetuoso, tan blasfemo, y cosas así. Pero los antiguos señores de Egipto, los que aún estaban irritados por la prohibición del canibalismo sagrado, habían quedado horrorizados ante la profanación del banquete funerario. Y otros, que también temían la ira del cielo por no haberse comido los restos de sus padres, habían quedado mudos de pavor.

»Pero en conjunto fue una gran confusión. Salvando al Rey y a la Reina, quienes estaban extrañamente silenciosos y extrañamente intrigados.

»Akasha no nos respondió nada, pero era claro que algo de nuestra explicación se había sentido como verdadero en las regiones más recónditas de su pensamiento. En sus ojos resplandeció durante un instante una curiosidad impaciente. «¿Espíritus que fingen ser dioses? ¿Espíritus que envidian la carne?» Pero, por lo que se refería a la acusación de haber sacrificado innecesariamente a nuestro pueblo, ni siquiera la consideró. Era el lema de los espíritus lo que la fascinaba, y, en su fascinación, el espíritu estaba divorciado de la carne.

»Permitidme atraer vuestra atención sobre lo que acabo de decir. Era la cuestión de los espíritus lo que la fascinaba; es decir, la idea abstracta; y, en su fascinación, la idea abstracta lo era todo. No creo que pudiese admitir que los espíritus fueran infantiles o caprichosos. Pero sea lo que fuere, ella quería saberlo, y quería saberlo por medio de nosotras. Y por lo que se refería a la destrucción de nuestro pueblo, ¡no le importaba lo más mínimo!

»Mientras tanto, el supremo sacerdote del templo de Ra exigía nuestra ejecución. Y también el sacerdote supremo del templo de Osiris. Éramos perversas; éramos hechiceras; y todo lo que tuviese el pelo rojo debía ser quemado, como se había hecho siempre en Queme. Y, de inmediato, la asamblea repitió aquellas acusaciones. Debíamos ser quemadas. En pocos momentos pareció que había estallado una revuelta en el interior del palacio.

»Pero el Rey ordenó silencio. Nos devolvieron a nuestra celda y nos pusieran una fuerte guardia.

»Mekare, enfurecida, recorría a grandes pasos el limitado suelo de la celda, mientras yo le pedía que no contase nada más. Le recordé lo que los espíritus nos habían dicho: que si íbamos a Egipto, el Rey y la Reina nos harían preguntas, y que si respondíamos la verdad (cosa que haríamos) el Rey y la Reina se encolerizarían y nos matarían.

»Pero era como si hablase con la pared; Mekare no quería escuchar. Andaba por la celda de un lado a otro, golpeándose a intervalos el pecho con el puño. Sentía la angustia que ella sentía.

»—Maldita —decía—. Malvada. —Y luego se sumía de nuevo en el silencio y andaba; al poco volvía a repetir las palabras.

»Sabía que estaba recordando el aviso de Amel, el maligno. Y también sabía que Amel estaba cerca; lo podía oír, lo percibía.

»Sabía que Mekare estaba siendo tentada de invocarlo; y yo sentía que no debía hacerlo. ¿Qué podrían significar sus insignificantes ataques para los egipcios? ¿A cuántos mortales podría inflingir sus picaduras? No conseguiría más que las tormentas de viento o que hacer volar objetos, cosas que nosotras ya sabíamos provocar. Pero Amel oyó aquellos pensamientos, y empezó a sentirse inquieto.

»—Cálmate, demonio —decía Mekare—. ¡Espera hasta que te necesite! —Esas fueron las primeras palabras que le oí dirigir a un espíritu malvado; y me produjeron un escalofrío de horror que me recorrió todo el cuerpo.

»No recuerdo cuándo caímos dormidas. Sólo que poco después de medianoche, Khayman me despertó.

»Al principio creí que era Amel realizando algún truco, y desperté airada. Pero Khayman me indicó con un gesto que me tranquilizara. Se hallaba en una terrible agitación. Llevaba solamente las ropas de dormir e iba descalzo, con el pelo despeinado. Parecía que había estado llorando. Tenía los ojos enrojecidos.

»Se sentó junto a mí.

»—Dime, ¿es cierto lo que contaste de los espíritus? —No me preocupé de decirle que había sido Mekare quien lo había dicho. La gente siempre nos confundía o pensaba que éramos la misma. Me limité a decirle que sí, que era cierto.

»Le expliqué que aquellos entes invisibles siempre habían existido; que ellos mismos nos habían dicho que, por lo que sabían, no existían ni dioses ni diosas. A menudo se habían jactado ante nosotras de los trucos que habían realizado en los grandes templos de Sumer, Jericó o Nínive. De vez en cuando se nos presentaban alardeando de que eran éste o aquel dios. Pero nosotras conocíamos sus personalidades y, cuando los invocábamos por sus antiguos nombres, abandonaban la impostura enseguida.

»Lo que no le dije fue que hubiera deseado que Mekare nunca hubiese dado a conocer aquellos hechos. ¿De que serviría ahora?

»El estaba sentado junto a mí, abatido, escuchándome, escuchando como si hubiera sido un hombre que hubiese vivido toda la vida en la mentira y ahora repentinamente se despertase a la verdad. Ya que había quedado hondamente emocionado al ver a los espíritus provocar el viento en nuestra montaña y ver a los soldados cubiertos por una lluvia de hojas; aquello le había helado el alma. Y esto es lo que siempre produce fe: la mezcla de la verdad y de la manifestación física.

»Pero entonces advertí que soportaba una carga aun más pesada en su conciencia, o en su razón, se podría decir.

»—La masacre de vuestro pueblo fue una guerra santa; no un acto de egoísmo, como has afirmado.

»—Oh, no —le respondí—. Fue un acto egoísta, pura y simplemente; no puedo decirlo de otro modo. —Le conté lo de la tablilla que nos habían enviado por el mensajero, lo que los espíritus nos habían dicho, los temores y la enfermedad de nuestra madre y lo de mi propio poder para ver la verdad bajo las palabras de la Reina, la verdad que ni ella misma era capaz de aceptar.

»Pero ya antes de que hubiera finalizado mi discurso, quedó anonadado de nuevo. Sabía, por sus propias observaciones, que lo que yo estaba diciendo era verdad. Había luchado al lado del Rey en muchas campañas contra pueblos extranjeros. Que un ejército luchara para conseguir sólo ganancias no era nada para él. Había presenciado masacres y ciudades incendiadas; había visto hacer esclavos; había visto hombres que regresaban a casa cargados de botín. Y, aunque no era soldado, comprendía perfectamente aquellos actos.

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