La reina de los condenados (53 page)

BOOK: La reina de los condenados
12.32Mb size Format: txt, pdf, ePub

»Pero para la "gran lluvia" se requerían muchos espíritus; y, puesto que algunos de los espíritus parecían aborrecerse mutuamente y aborrecer la cooperación, hacía falta una enorme cantidad de halagos para que accedieran a actuar conjuntamente. Teníamos que salmodiar cánticos, y ejecutar una gran danza. Durante horas trabajábamos en ello; los espíritus iban poco a poco tomando interés en ello, se reunían, se prendaban de la idea y finalmente se ponían manos a la obra.

»Mekare y yo fuimos capaces de realizar la "gran lluvia" solamente tres veces. Pero ¡qué cosa más maravillosa era ver las nubes agruparse en el cielo del valle, ver descender las inmensas sábanas de lluvia cegadora! Todo nuestro pueblo salía corriendo a empaparse bajo el aguacero; la misma tierra parecía hincharse, abrirse, dar gracias.

»La "pequeña lluvia" la hacíamos a menudo; la hacíamos por los demás, la hacíamos por pura alegría.

»Pero era la consecución de la "gran lluvia" lo que realmente extendió nuestra fama por todas partes. Siempre nos habían conocido como las hechiceras de la montaña; pero ahora llegaban a nosotras gentes de las ciudades del lejano norte, de tierras cuyos nombres no conocíamos.

»Los hombres aguardaban, en el pueblo, su turno para subir a la montaña y beber la poción para que nosotras les examináramos los sueños. Esperaban en turno para que les diéramos nuestro consejo, o a veces simplemente para vernos. Y claro está, nuestro pueblo les daba comida y bebida y tomaba lo que le ofrecían en pago de ello, y todo aprovechaba, o así lo parecía. En este sentido, lo que nosotras hacíamos no era muy distinto de lo que hacen los psicólogos en este siglo: estudiábamos las imágenes, las interpretábamos; registrábamos el subconsciente mental en busca de alguna verdad. Los milagros de la "pequeña lluvia" y de la "gran lluvia" meramente reforzaban la fe de los demás en nuestras capacidades.

»Un día, creo que unos seis meses antes de que nuestra madre muriera, llegó una carta a nuestras manos. Un mensajero la había traído de parte del Rey y la Reina de Queme, que era la tierra de Egipto según el nombre que le daban ellos mismos. Era una carta escrita en una tablilla de arcilla, como las que se utilizaban en Jericó y en Nínive; en la arcilla había dibujitos y los inicios de lo que los hombres llamarían posteriormente escritura cuneiforme.

»Claro que no sabíamos leerla; de hecho, nos asustó y creímos que podría tratarse de una maldición. No queríamos tocarla, pero teníamos que hacerlo si queríamos comprender algo de ella, algo que a lo mejor debíamos saber.

»El mensajero dijo que sus soberanos Akasha y Enkil habían oído hablar de nuestro gran poder y que sería un honor para ellos que hiciéramos una visita a su Corte; nos habían enviado una gran escolta para acompañarnos a Queme y nos devolverían a casa con abundantes regalos.

»Las tres sentimos desconfianza en el mensajero. Según lo que sabía él mismo, estaba diciendo la verdad; pero había algo oculto en aquel asunto.

»Así pues, nuestra madre tomó la tablilla de arcilla en sus manos. Inmediatamente percibió algo en ella, algo que pasó a través de sus dedos y que le causó una gran aflicción. Al principio no nos quiso decir lo que había visto; luego nos tomó aparte y nos dijo que el Rey y la Reina de Queme eran malvados, sanguinarios y que despreciaban las creencias de los demás. Y que aquel hombre y aquella mujer serían la causa de una terrible desgracia que nos sobrevendría, no importaba lo que dijera el escrito.

»Luego Mekare y yo tocamos la tablilla y también captamos los presagios del mal. Pero allí había un misterio, una oscura trama, y, atrapado entre la trama del mal, había un ser valiente, que parecía bueno. En resumen, aquello no era un simple complot para raptarnos y conseguir nuestro poder; había algo de genuina curiosidad y respeto.

Finalmente preguntamos a los espíritus, a los espíritus que Mekare y yo apreciábamos más. Se acercaron a nosotros y leyeron la carta, lo cual fue muy fácil para ellos. Afirmaron que el mensajero había dicho la verdad. Pero que, si decidíamos ir a ver al Rey y a la Reina de Queme, un terrible peligro nos aguardaba.

»—¿Por qué? —preguntamos a los espíritus.

»—Porque el Rey y la Reina os van a hacer preguntas —contestaron los espíritus—, y si respondéis diciendo la verdad, lo cual haríais, el Rey y la Reina se enfurecerán con vosotras y os destrozarán.

»Naturalmente, tampoco habríamos ido a Egipto. Nunca abandonábamos nuestra montaña. Pero ahora sabíamos con certeza que no deberíamos marchar nunca de allí. Dijimos al mensajero que, con todos nuestros respetos, nunca dejábamos el lugar donde habíamos nacido, que ninguna hechicera de nuestra familia se había ido nunca de allí y le pedimos que así lo dijera al Rey y a la Reina.

»Y así, el mensajero partió y la vida retornó a su rutina cotidiana.

»Si no fuera porque, varias noches después, llegó a nuestra presencia un espíritu maligno, uno que llamábamos Amel. Era enorme, poderosísimo, y rebosaba de odio; y aquella cosa se puso a danzar en el claro situado frente a nuestra cueva, intentando que Mekare y yo le prestásemos atención diciéndonos que pronto podríamos necesitar sus servicios.

«Estábamos ya muy acostumbradas a las zalamerías de los malvados espíritus; los ponía furiosos que no hablásemos con ellos como hacían otras hechiceras y brujos. Pero sabíamos que aquellos entes no eran de fiar, que eran incontrolables; nunca habíamos estado tentadas de utilizarlos y no pensábamos utilizarlos nunca.

»Este Amel, en particular, estaba enloquecido de furia por nuestro "olvido" de él, según su expresión. Y declaró una y otra vez que era "Amel, el poderoso" y "Amel, el invencible" y que deberíamos mostrarle más respeto. Porque en el futuro podríamos necesitarlo mucho. Podríamos necesitarlo más de lo que imaginábamos, porque la desgracia nos venía al encuentro.

»En aquel punto, nuestra madre salió de la cueva y preguntó a aquel espíritu cuál era la desgracia que veía venir.

»Aquello nos sorprendió en gran manera, porque nuestra madre siempre nos había prohibido hablar con los malos espíritus; y porque, cuando ella les había hablado, siempre había sido para maldecirlos o expulsarlos, o para confundirlos con adivinanzas y preguntas sin respuesta, hasta que se enfadaban, se sentían estúpidos y abandonaban.

»Amel, el terrible, el maligno, el arrollador (cualquier cosa de las que se llamaba a sí mismo: su vanidad era infinita), declaró solamente que nos aguardaba una gran desgracia y que deberíamos ser respetuosas con él si teníamos algo de sensatez. Luego se jactó de todo el mal que había realizado para los hechiceros de Nínive. Se jactó de que podía torturar a las personas, endemoniarlas, e incluso picarlas como si fuera una nube de mosquitos. Podía sacar sangre de los humanos afirmó; y que le gustaba su sabor; y que nos sacaría sangre.

»Mi madre se rió de él.

»—¿Como podrías hacer tal cosa? —le preguntó—. No eres más que un espíritu; no tienes cuerpo; ¡no puedes saborear el gusto de nada! —le espetó. Aquél era el tipo de lenguaje que siempre encolerizaba a los espíritus, porque, como ya he dicho, nos envidian la carne.

»Bien, aquel espíritu, para demostrar su poder, cayó encima de nuestra madre como un vendaval; e inmediatamente sus buenos espíritus salieron a luchar contra él; hubo una terrible agitación en el claro y, una vez pasó y Amel fue expulsado por nuestros espíritus de la guarda, vimos que las manos de nuestra madre estaban llenas de diminutas picaduras. Amel, el maligno, le había sacado sangre, exactamente como había descrito: como si una nube de mosquitos la hubiera atacado con sus pequeñas picaduras.

»Mi madre observó aquellos minúsculos aguijonazos; los buenos espíritus estaban terriblemente furiosos al ver que había sido tratada con tanta maldad, pero ella les ordenó que callaran. En silencio consideró aquel hecho. ¿Cómo pudo haber sido posible? ¿Y cómo el espíritu podría probar la sangre que le había extraído?

»Y entonces fue cuando Mekare explicó su visión: los espíritus tenían infinitesimales núcleos de materia en el centro de sus grandes cuerpos invisibles y era posible que el espíritu hubiese saboreado la sangre por medio de aquellos núcleos. Imaginad, dijo Mekare, la mecha de una lámpara, la pequeñísima punta de la mecha en el interior de la llama. La mecha podría absorber la sangre. Y así ha ocurrido con el espíritu, que parecía ser todo llama, pero que tenía una pequeña mecha en su interior.

»Aunque nuestra madre aparentó burlarse, lo cierto es que no le gustó aquello. Con ironía dijo que en el mundo ya había suficientes maravillas, y que los espíritus malignos con inclinación por la sangre no hacían ninguna falta.

»—Vete, Amel —dijo, y le echó pestes: que era insignificante, que era superficial, que no tenía importancia alguna, que no lo reconocerían en ninguna parte y que podía reventar. En otras palabras, lo que siempre decía cuando quería deshacerse de los espíritus malvados, lo que los sacerdotes dicen incluso ahora, aunque en una forma un poco diferente, cuando intentan exorcizar a un niño que está poseído por el demonio.

»Pero lo que preocupó a nuestra madre, más que los ataques físicos de Amel, fue su aviso, el aviso de que el mal iba a nuestro encuentro. Ahondó la aflicción que había sentido al coger la tablilla egipcia. Sin embargo, no pidió a los buenos espíritus ni consuelo ni consejo. Quizá ella sabía mejor lo que había que hacer. Pero eso nunca lo podré saber. Fuera cual fuera el caso, nuestra madre sabía que algo iba a suceder y era claro que se sentía impotente para evitarlo. Quizá comprendía que, a veces, cuando nos esforzamos para prevenir el desastre, no hacemos más que allanarle el camino.

«Cualquiera que fuera la verdad, al cabo de diez días de los sucesos, enfermó, se debilitó, y al final fue incapaz de hablar.

»Durante meses agonizó, paralizada, en un duermevela. Nosotras permanecíamos sentadas noche y día junto a ella y le cantábamos. Le llevábamos flores e intentábamos leer sus pensamientos. Los espíritus estaban en un terrible estado de agitación a causa de su amor por ella. Hacían soplar el viento en la montaña; arrancaban las hojas de los árboles.

»Todo el pueblo estaba apenado. Luego, una mañana, los pensamientos de nuestra madre tomaron forma de nuevo; pero eran fragmentarios. Vimos campos soleados, flores, imágenes de cosas que había conocido en su infancia; después sólo colores brillantes y poco más.

»Sabíamos que nuestra madre estaba muriendo, y los espíritus también lo sabían. Tratamos de hacer lo mejor para calmarlos, pero algunos de ellos estaban enloquecidos, furiosos. Cuando muriese, su alma se levantaría y pasaría al reino de los espíritus y la perderían para siempre, y durante un tiempo sentirían una pena violenta.

»Por fin ocurrió, como era natural e inevitable. Salimos de la cueva para decir a la gente del pueblo que nuestra madre había partido hacia los reinos superiores. Todos los árboles de la montaña se agitaron por el viento provocado por los espíritus; el aire se llenó de hojas verdes. Mi hermana y yo lloramos; y, por primera vez en mi vida, creo que oí a los espíritus; creo que oí sus gritos y lamentaciones por encima del bramido del viento.

»De inmediato la gente vino a hacer lo que debía hacerse.

«Primeramente nuestra madre fue tendida en una gran losa, como era costumbre, para que todos pudieran venir y presentarle respetos. Iba vestida con la túnica blanca de lino egipcio que tanto quiso en vida, y con todas sus preciosas joyas de Nínive y las sortijas y los collares de hueso que contenían pequeñas reliquias de nuestros antepasados y que pronto pasarían a nosotras.

»Al término de diez horas, y después de que cientos de personas, tanto de nuestro pueblo como de los vecinos, le hubieran dicho el último adiós, preparamos el cadáver para el banquete funerario. Los sacerdotes hubieran hecho aquellos honores a cualquier otro muerto del pueblo. Pero nosotras éramos hechiceras y nuestra madre también lo era; y sólo nosotras podíamos tocarla. Y, en la intimidad y a la luz de lámparas de aceite, mi hermana y yo despojamos a nuestra madre de la túnica y cubrimos por completo su cuerpo de flores y hojas recién arrancadas. Aserramos su cráneo y levantamos la parte superior con mucho cuidado de que la frente permaneciera intacta, sacamos el cerebro y lo colocamos en una bandeja, junto a sus ojos. Luego, con una incisión igualmente cuidadosa, le sacamos el corazón y lo colocamos en otra bandeja. Cubrimos las bandejas con unas pesadas tapas en forma de bóveda, para proteger los órganos.

»Y la gente se acercó y construyó un horno de ladrillos en la losa, de tal forma que recubriera a nuestra madre y a las bandejas colocadas junto a ella; encendieron la hoguera bajo la losa, entre las rocas en que descansaba, y el asado empezó.

»Duró toda la noche. Los espíritus se habían tranquilizado porque el espíritu de nuestra madre se había ido. Y no creo que el cuerpo les importase; lo que hacíamos ahora no importaba, salvo ciertamente para nosotras.

»A causa de que éramos hechiceras y de que nuestra madre también lo había sido, sólo nosotras podíamos compartir su carne. Era toda nuestra, por tradición y derecho. La gente no participaría en el banquete, como podrían haber hecho en cualquier otro caso donde sólo quedasen dos descendientes para cumplir con la obligación. No importaba cuánto tardásemos en consumir la carne de nuestra madre. Y hombres y mujeres del pueblo velarían con nosotras.

»Pero, mientras transcurría la noche, mientras los restos de nuestra madre se cocían en el horno, mi hermana y yo meditábamos acerca del corazón y del cerebro. Nos repartiríamos aquellos órganos, evidentemente, pero lo que nos preocupaba era quién tomaría cada uno; porque teníamos profundas creencias acerca de aquellos órganos y de lo que residía en cada uno.

»Ahora bien, en aquel tiempo y para muchos pueblos, era el corazón lo que importaba. Para los egipcios, por ejemplo, el corazón era la sede de la conciencia. Y era así incluso para las gentes de nuestro pueblo; pero nosotras, como hechiceras, creíamos que el espíritu humano (es decir, la parte espiritual de cada hombre o mujer, que era como los espíritus del aire) residía en el cerebro. Y nuestra creencia de que el cerebro era importante provenía del hecho de que los ojos estaban conectados a él; y los ojos eran los órganos de la vista. Y ver es lo que hacíamos como hechiceras; veíamos en los corazones, veíamos en el futuro, veíamos en el pasado. Vidente, esta era la palabra que en nuestra lengua designaba lo que éramos, lo que «hechicera» significaba.

Other books

Citizens Creek by Lalita Tademy
Hunter Killer by James Rouch
Fool's Errand by Maureen Fergus
How to Love a Princess by Claire Robyns
Reality Check by Niki Burnham
More Than Kisses by Renee Ericson
The Last Debutante by Julia London
Desperate Measures by David R. Morrell