La reina de los condenados (57 page)

BOOK: La reina de los condenados
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»Se hizo un silencio; algo estaba ocurriendo con su expresión; miedo y admiración habían desaparecido; en su mirada había algo frío y desencantado y, en definitiva, maligno.

«Entonces, con el collar de su madre en la mano, se levantó y declaró que todo lo que habíamos dicho eran mentiras. Aquellos con quienes hablábamos eran espíritus malvados, espíritus que buscaban pervertirla a ella y a sus dioses, los cuales velaban por el bien de su pueblo. Cuanto más hablaba, más intentaba convencerse de lo que estaba diciendo, más quedaba prendada de la elegancia de sus creencias, más se rendía ante su lógica. Hasta que finalmente se echó a llorar y se puso a acusarnos; la oscuridad de su interior había sido negada. Evocó las imágenes de sus dioses; evocó su lenguaje sagrado.

»Pero volvió a mirar el collar; y el espíritu maligno, Amel, con una cólera encendida, furioso porque a la Reina no le había gustado aquel regalito y furioso de nuevo con nosotras, nos dijo que le dijésemos que, si nos hacía algún daño, le lanzaría todo objeto, joya, copa de vino, espejo, peine, o cualquier otra cosa que pidiese, imaginase, recordase, desease o echase en falta.

»De no haber estado en aquel peligro me habría reído; era una solución maravillosa para la mente del espíritu; pero era ridicula sin duda, desde un punto de vista humano. Sin embargo, era un mal que no desearía a nadie, en verdad.

»Y Mekare transmitió a Akasha exactamente lo que Amel había dicho.

»—El, que ha podido mostrarte este collar, podrá inundarte de recuerdos penosos —dijo Mekare—. Y no conozco a ninguna hechicera en la Tierra que sea capaz de detenerlo una vez haya empezado.

»—¿Dónde está? —gritó Akasha—. ¡Dejadme ver a este demonio con quien habláis!

»Y, a eso, Amel, inflamado de vanidad y de rabia, concentró todo su poder y arremetió contra Akasha, clamando:

»—¡Yo soy Amel, el maligno, el que pica! —Y levantó alrededor de ella el gran torbellino que había producido alrededor de nuestra madre; sólo que diez veces mayor. Nunca vi una violencia semejante. La misma estancia pareció estremecerse cuando aquel inmenso espíritu se comprimió y penetró en aquel reducido espacio. Pude oír el crujido de las paredes de ladrillo. Y, su bello rostro y sus bellos brazos quedaron recubiertos por completo de pequeñas picaduras y de otros tantos puntos rojos de sangre.

»Con gran desesperación se puso a chillar. Amel estaba en éxtasis. ¡Amel podía hacer cosas extraordinarias! Mekare y yo quedamos aterrorizadas.

»Mekare le ordenó que se detuviera. Y le dedicó montones de zalamerías, y grandes agradecimientos y le dijo que sin lugar a dudas era el más poderoso de todos los espíritus, pero que ahora tenía que obedecerla a ella, tenía que demostrarle su gran sabiduría, al igual que le había mostrado su poder; y que ella le permitiría volver a fustigar en el momento adecuado.

»Mientras, el Rey se precipitó a socorrer a Akasha; Khayman corrió también hacia ella; todos los guardias fueron a ella. Pero, cuando los soldados alzaron sus espadas para herirnos, ella ordenó que nos dejaran. Mekare y yo nos quedamos mirándola fijamente, amenazándola en silencio con el poder del espíritu, porque era lo único que nos quedaba. Y Amel, el maligno, aguardaba suspendido encima de nosotras, llenando el aire con los sonidos más arcanos, la gran risa hueca de un espíritu, que en aquellos instantes parecía llenar el mundo entero.

»De nuevo solas en nuestra celda, no supimos qué hacer o cómo usar aquella pequeña influencia que ahora teníamos sobre Amel.

»Pero, por lo que se refería a Amel, no nos abandonaría. Vociferaba y tronaba en la pequeña celda; hacía que la estera de juncos crujiera, hacía oscilar nuestros vestidos; hacía soplar el viento en la cerrada habitación. Era algo muy desagradable. Pero lo que me asustaba de verdad era oír las cosas de que se jactaba. Que le gustaba extraer sangre; que la sangre lo hinchaba y lo hacía más lento y pesado; pero que tenía un sabor delicioso; y cuando los pueblos del mundo hacían sacrificios de sangre en sus altares, él gustaba de bajar a ellos y sorber aquella sangre. Después de todo, la sangre estaba allí para él, ¿no? Más risas.

»Los demás espíritus se retrajeron en masa ante esto. Mekare y yo lo percibimos. Todos menos los que estaban algo celosos y querían saber qué gusto tenía la sangre y por qué a un espíritu le gustaba tanto una cosa semejante.

»Y luego salió a la luz: aquel odio y aquellos celos por la carne, propios de tantos espíritus malignos, aquella sensación de que nosotros los humanos somos abominaciones porque tenemos tanto cuerpo como alma, lo cual no debería existir en la faz de la tierra. Amel discurseaba acerca de los tiempos en que sólo había montañas, océanos y bosques, y no cosas vivas como nosotros. Nos dijo que tener espíritu en un cuerpo mortal era una maldición.

»Yo ya había oído otras veces esas quejas entre los malvados espíritus; pero nunca les había prestado mucha atención. Por primera vez, yaciendo allí tendida y viendo en mis recuerdos a mi pueblo pasado por las armas, las consideré acertadas, aunque sólo en parte. Pensé, como muchos hombres y mujeres habían pensado antes y han pensado después, que tal vez sea una maldición poseer el concepto de inmortalidad sin tener el cuerpo inmortal.

»O, como tú has dicho, esta misma noche, Marius, como si la vida no valiera la pena ser vivida; como si fuera una broma. En aquel momento sólo tenía una palabra, tinieblas, tinieblas y sufrimiento. Todo lo que yo era ya no importaba; nada de lo que contemplaba podía inducirme a querer vivir.

»Pero Mekare volvió a hablar a Amel, haciéndole saber que prefería, mucho más, ser lo que ella era que lo que era él, errando para siempre sin rumbo ni destino. Y esto desató otra vez las iras de Amel. ¡Le demostraría lo que era capaz de hacer!

»—¡Cuando yo te lo ordene, Amel! —dijo—. Espera a que yo elija el momento. Luego todos los hombres sabrán lo que puedes llegar a hacer. —Y aquel espíritu infantil quedó satisfecho y de nuevo se desparramó por el cielo oscuro.

»Nos tuvieron prisioneras durante tres noches. Los guardias no nos miraban ni se acercaban a nosotras. Ni los esclavos. De hecho, habríamos sufrido hambre de no haber sido por Khayman, el mayordomo real, quien nos llevaba comida en persona.

»Y nos dijo lo que los espíritus ya nos habían contado. Había habido un airado debate; los sacerdotes querían que nos condenaran a muerte. Pero la Reina tenía miedo de matarnos, que nuestra muerte desatara aquellos espíritus contra ella, y que no hubiera manera de expulsarlos. El Rey estaba intrigado por lo que había sucedido; opinaba que se podía aprender más cosas de nosotras; sentía curiosidad por los poderes de los espíritus y por los usos que se les podía destinar. Pero la Reina los temía; la Reina ya había visto demasiado.

»Finalmente nos llevaron ante la Corte, reunida al pleno en el gran atrio descubierto del palacio.

»En el reino el sol estaba en su cenit, y el Rey y la Reina hicieron sus ofrendas al dios sol Ra, como era la costumbre, y fuimos obligadas a contemplarlo. Ver aquella solemnidad no significó nada para nosotras; temíamos que aquellas fuesen las últimas horas de nuestras vidas. Soñé entonces en nuestras montañas, en nuestras cuevas; soñé en los niños que podíamos haber engendrado (preciosos hijos e hijas, algunos de los cuales podrían haber heredado nuestro poder), soñé en la vida que nos había sido arrebatada, en la aniquilación de nuestros amigos y parientes, una aniquilación que pronto podría llegar a ser completa. Agradecí a los poderes existentes que aún pudiera ver el cielo azul encima de mi cabeza y que Mekare y yo aún continuásemos juntas.

»Por fin el Rey habló. Toda su persona exhalaba una terrible tristeza y un agudo cansancio. Él era joven, pero en aquellos momentos tenía algo del alma de un anciano. El nuestro era un gran don, nos dijo, pero era claro que habíamos hecho un mal uso de él y que nadie más podría usarlo ya. Nos acusó de decir mentiras, de dar culto a los espíritus malignos, de practicar la magia negra. Nos habría quemado, dijo, para complacer a su pueblo; pero la Reina y él se compadecían de nosotras. En particular la Reina quería que tuviesen piedad de Mekare y de mí.

»Era una maldita mentira, pero bastó una mirada al rostro de ella para mostrarnos que se había auto convencido de que era verdad. Y, evidentemente, el Rey le creyó. Pero ¿qué importaba? Qué clase de piedad era aquella, nos preguntamos, intentando penetrar en lo más hondo de sus almas.

»Y luego, la Reina nos dijo, con tiernas palabras, que nuestra gran magia le había llevado los dos collares que más amaba en el mundo y que por este solo hecho nos dejaría vivir. O sea, que la mentira que estaba tejiendo crecía y se hacía más intrincada y más distante de la verdad.

»Y entonces el Rey dijo que nos soltaría, pero que primero debía demostrar a la Corte que ya no teníamos poder, con lo cual se apaciguarían los sacerdotes.

»Y, si en cualquier momento un espíritu maligno se manifestaba e intentaba ultrajar a los justos fíeles de Ra y Osiris, nuestro perdón sería revocado y seríamos ejecutadas al instante. Ya que, con toda seguridad, el poder de nuestros espíritus malignos moriría con nosotras. Y habríamos perdido el perdón de la Reina, que apenas merecíamos.

«Naturalmente nos dábamos cuenta de lo que iba a suceder; lo veíamos en el corazón del Rey y de la Reina. Se había llegado a un compromiso. Y nos habían ofrecido como una parte del trato. Cuando el Rey se quitó la cadena y el medallón de oro y lo puso en el cuello de Khayman, supimos que íbamos a ser violadas ante la Corte, violadas como las prisioneras comunes o las esclavas eran violadas en una guerra cualquiera. Y, si invocábamos a los espíritus, moriríamos. Aquella era nuestra posición.

»—De no ser por el amor que profeso a mi Reina —dijo Enkil—, tomaría placer en esas dos mujeres, lo cual es mi derecho; lo haría ante todos vosotros para mostraros que no tienen poder y que no son hechiceras importantes, sino simplemente mujeres; pero será el mayordomo general, Khayman, mi querido Khayman, quien tendrá el privilegio de hacerlo en mi lugar.

»Toda la Corte esperaba en silencio mientras Khayman nos miraba y se preparaba para obedecer la orden del Rey. Lo miramos fijamente, desafiándolo, en nuestra indefensión, a no hacerlo, a no ponernos las manos encima, a no violarnos ante aquellas repulsivas miradas.

»Pudimos sentir su dolor y su agitación interiores. Pudimos sentir el peligro que se cernía sobre él, porque, si desobedecía, moriría, sin duda alguna. Y sin embargo, lo que iba a llevar a cabo era un gran honor; tenía que ultrajarnos, arruinar lo que éramos; y, nosotras, que siempre habíamos vivido bajo la luz del sol y en la paz de nuestras montañas, no sabíamos nada del acto que iba a llevar a cabo.

»Creo que cuando se acercó hacia nosotras pensaba que no podría realizarlo, que un hombre no podía sentir el dolor que él sentía y a la vez excitar su pasión para dar cumplimiento a aquella horrorosa tarea. Pero por entonces yo conocía poco a los hombres, poco sabía de cómo los placeres de la carne pueden combinarse en su interior con el odio y la ira, y de cómo pueden herirnos cuando realizan el acto que las mujeres realizan, con mucha más frecuencia, por amor.

»Nuestros espíritus clamaban contra lo que iba a ocurrir; pero, por nuestras vidas, les ordenamos que se mantuvieran tranquilos. En silencio apreté cariñosamente la mano de Mekare; le hice saber que seguiríamos viviendo cuando aquello hubiese terminado; que seríamos libres; que, después de todo, aquello no era la muerte; y que abandonaríamos aquel miserable pueblo del desierto a sus mentiras y a sus vanas ilusiones; a sus costumbres idiotas; nos iríamos a casa.

»Y entonces Khayman se dispuso a cumplir su deber. Nos desató; cogió a Mekare y la obligó a tenderse de espaldas al suelo, en la estera, le sacó el vestido y la poseyó mientras yo permanecía estupefacta, incapaz de detenerlo; después, yo misma fui sometida al mismo destino.

»Pero en su mente, nosotras no éramos las mujeres a quienes violaba. Como su alma temblaba, como su cuerpo temblaba, alimentaba el fuego de su pasión con fantasías de bellezas sin nombre y medio recordaba momentos para que el cuerpo y el alma fueran uno.

»Y nosotras, evitando mirarlo, cerramos nuestras almas a él y a los mezquinos egipcios que habían cometido aquellos terribles actos contra nosotras; nuestras almas estaban solas e inmaculadas en el interior de nuestros cuerpos; y, a nuestro alrededor, oía lo que era sin duda alguna los sollozos de los espíritus, los tristes, horrorosos sollozos, y, a los lejos, el grave y retumbante trueno de Amel.

»"Sois estúpidas si soportáis esto, hechiceras."

»Caía la noche cuando nos dejaban al borde del desierto. Los soldados nos proporcionaron la comida y la bebida que se nos había concedido. Caía la noche cuando iniciábamos nuestro largo viaje hacia el norte. Nuestro corazón estaba lleno de odio como nunca lo había estado.

»Y vino Amel, mofándose de nosotras, furioso con nosotras; ¿por qué no queríamos que nos vengara?

»—¡Nos perseguirán y nos matarán! —dijo Mekare—. ¡Ahora aléjate de nosotras! —Pero no tuvo ningún efecto. Así que al final intentamos poner a Amel a trabajar en algo en verdad importante—. Amel, queremos llegar a casa vivas. Procúranos vientos frescos y muéstranos dónde podemos encontrar agua.

»Pero aquellas eran cosas que los malos espíritus nunca gustan de hacer. Amel perdió el interés. Y Amel se esfumó. Y caminamos y caminamos a través de los áridos vientos del desierto, codo con codo, intentando no pensar en las leguas de viaje que nos quedaban por delante.

»En aquel largo trayecto nos ocurrieron muchas cosas, demasiado numerosas para contarlas aquí.

»Pero los buenos espíritus no nos habían abandonado; produjeron los vientos refrescantes y nos condujeron a los manantiales donde podíamos encontrar agua y unos pocos dátiles para comer; y realizaron "pequeñas lluvias" para nosotras tantas veces como les fue posible; pero al final ya nos habíamos adentrado demasiado en el desierto para que un fenómeno como aquél fuera realizable; nos estábamos muriendo y sabía que tenía un hijo de Khayman en mis entrañas y quería que mi hijo viviese.

»Fue entonces cuando los espíritus nos condujeron a los pueblos beduinos; ellos nos acogieron y nos cuidaron.

»Me encontré mal y durante días permanecí tumbada cantando para el hijo de mi vientre, y alejando mi malestar y mis peores recuerdos con mis canciones. Mekare yacía tendida junto a mí, abrazándome.

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