La reina de los condenados (59 page)

BOOK: La reina de los condenados
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Luego Marius fue hacia el interior de la casa.

Aún le quedaba tal vez una hora para que el sol lo obligase a dormir y, aunque estaba cansado, no la desperdiciaría. La encantadora y fresca fragancia del bosque lo sobrecogía. Oía los pájaros y el claro gorgoteo de un riachuelo profundo.

Entró en la gran sala de la morada de paredes de adobe, donde el fuego se había ido apagando en el hogar del centro. Se encontró frente a un tapiz gigante que cubría casi media pared.

Poco a poco comprendió lo que estaba viendo: la montaña, el valle y las diminutas figuras de las gemelas, juntas, en el claro verde bajo el sol ardiente. El ritmo pausado del habla de Maharet le vino a la memoria, junto con el leve destello de las imágenes que sus palabras habían sugerido. ¡Qué inmediato era el claro inundado de sol, y qué diferente parecía ahora de los sueños! ¡Nunca los sueños lo habían acercado tanto a aquellas mujeres! Y ahora las conocía, conocía esta casa.

Qué misterio era, aquella mezcolanza de sentimientos, donde la pena rozaba con algo que era innegablemente positivo y bueno. El alma de Maharet lo atraía; amaba su particular complejidad y deseaba poder decírselo de algún modo.

Luego fue como si despertara de pronto; advirtió que se había olvidado de sentir amargura, de sentir dolor, durante un ratito. A lo mejor su alma estaba cicatrizando más deprisa de lo que la suponía capacitada.

O quizás era tan sólo que había estado pensando en los demás: en Maharet, y antes de ésta en Louis y en que Louis necesitaba creer. Bien, diablos, Lestat casi seguro que era inmortal. De hecho, se le ocurrió el punzante y ácido pensamiento de que Lestat quizá sobreviviría a todo, incluso si él, Marius, no sobrevivía.

Pero aquella era una simple suposición de la cual podía abstenerse. ¿Dónde estaba Armand? ¿Se había enterrado ya Armand? Si solamente pudiera ver a Armand ahora…

Descendió hacia la puerta del sótano, pero algo lo distrajo. A través de una puerta abierta vio a dos figuras, muy probablemente las figuras de las gemelas del tapiz. Pero no: eran Maharet y Jesse, cogidas del brazo ante una ventana que daba al este, contemplando, inmóviles, cómo la luz se hacía más brillante en los oscuros bosques.

Un violento escalofrío lo sobresaltó. Una serie de imágenes inundaron su mente y tuvo que apoyarse en el marco de la puerta para mantener el equilibrio. No era la jungla, ahora; a lo lejos había una carretera, serpenteando en dirección norte, cruzando una tierra yerma, calcinada. Y la criatura se había detenido, sacudida. Pero ¿qué la había detenido? ¿Una imagen de dos mujeres pelirrojas? Oyó que los pies iniciaban sus implacables pisadas de nuevo; vio los pies llenos de tierra como si fueran sus pies, las manos llenas de tierra como si fueran sus manos. Y luego vio el cielo incendiado y soltó un fuerte gemido.

Cuando volvió a levantar la vista, Armand lo estaba abrazando. Y, con los ojos nublados, Maharet le imploraba que le dijera lo que acababa de ver. Lentamente, la estancia tomó vida a su alrededor, el agradable mobiliario y las figuras inmortales junto a él, que pertenecían a ella y sin embargo no pertenecían a nada. Cerró los ojos y volvió a abrirlos.

—Ha alcanzado nuestra longitud —dijo él—, pero está a kilómetros al este. Allí el sol acaba de salir con una fuerza abrasadora. —¡Lo había sentido, el ardor letal! Pero ella había ido a enterrarse; eso también lo había sentido.

—Pero está muy al sur de aquí —le dijo Jesse. Qué frágil parecía en la oscuridad traslúcida, con sus largos y delgados dedos cogiéndose los enveses de sus esbeltos brazos.

—No tan lejos —dijo Armand—. Y se mueve a gran velocidad.

—Pero ¿en qué dirección va? —preguntó Maharet—. ¿Viene hacia nosotros?

No esperó una respuesta. Y no pareció que ellos pudieran dársela. Levantó la mano para protegerse los ojos como si el dolor que sentía ahora allí fuese intolerable; acercó a Jesse hacia sí, la besó repentinamente y deseó felices sueños a los demás.

Marius cerró los ojos; intentó volver a ver la figura que había vislumbrado antes. Las vestimentas, ¿qué eran? Una pieza tosca, echada por encima del cuerpo como el poncho de un campesino, con una abertura en forma de raja para la cabeza. Atado a la cintura, sí, lo había percibido. Intentó ver más pero no pudo. Lo que había sentido era poder, ilimitable poder e incontenible ímpetu y casi nada más que eso.

Al volver a abrir los ojos, la mañana resplandecía en la sala a su alrededor. Armand estaba arrimado a él, abrazándolo aún; sin embargo Armand parecía hallarse solo, parecía que nada lo perturbaba; sus ojos se movieron sólo un poquito para mirar al bosque, que ahora parecía sitiar la casa y acechar en cada ventana, como si se hubiera arrastrado hasta el mismo borde del porche.

Marius besó la frente de Armand. Y luego hizo exactamente lo que hacía Armand.

Observó cómo se iluminaba poco a poco la habitación; observó cómo la luz llenaba los cristales de las ventanas; observó cómo los bellísimos colores iban tomando brillo en el vasto tejido del tapiz gigante.

5. LESTAT: EL PRÍNCIPE DE LOS CIELOS

Cuando desperté todo estaba tranquilo, y el aire era limpio y cálido, con olor a mar.

Me sentía totalmente confundido respecto a la hora. Pero sabía, por la ligera pesadez de cabeza, que no había dormido en todo el día. También que no me hallaba en ningún recinto protector.

Habíamos estado siguiendo la noche alrededor del mundo, tal vez; o a lo mejor habíamos deambulado al azar durante las horas de oscuridad; y es que quizá Akasha no necesitaba dormir en absoluto.

Yo lo necesitaba, era evidente. Pero sentía demasiada curiosidad para no querer estar despierto. Y sentía, con franqueza, una gran miseria. También había estado soñando en sangre humana.

Me hallaba en una espaciosa habitación, con terrazas al oeste y al norte. Podía oler el mar y podía oírlo; sin embargo el aire tenía una fragancia dulce y estaba bastante calmo. Poco a poco fui examinando toda la habitación.

Muebles valiosos y antiguos, muy probablemente italianos (delicados pero adornados), se mezclaban con lujos modernos en todo rincón de la estancia. La cama donde estaba tumbado tenía un dosel de columnas doradas y los cortinajes que de él colgaban eran de tela de gasa; la cama estaba cubierta de almohadones blandísimos y las sábanas eran de seda pura. Una gruesa alfombra blanca ocultaba el antiguo suelo.

Había un tocador repleto de frascos relucientes y objetos plateados, y un curioso y anticuado teléfono blanco. Sillas de terciopelo, un monstruoso aparato de televisión y un equipo estereofónico de música de alta fidelidad; y mesitas lacadas por todas partes, sembradas de periódicos, ceniceros, botellas de vino.

Hacía menos de una hora que allí había vivido alguien; pero ahora esa gente estaba muerta. En realidad, mucha gente estaba muerta en aquella isla. Mientras continuaba tendido, embebiéndome en la belleza que me rodeaba, en mi mente vi el pueblo de donde habíamos marchado hacía algunas horas. Vi la suciedad, los techos de hojalata, el fango. Y ahora estaba tumbado en la cama de aquella mansión, o así lo parecía.

Y allí también había muerte. Nosotros la habíamos traído.

Salté de la cama, salí a la terraza y, por encima de la baranda de piedra, miré hacia la blanca playa. No se veía tierra al horizonte, sólo el mar ondulado. La espuma, como de encaje, que dejaban las olas al retirarse, brillaba en el claro de luna. Me hallaba en algún antiguo palacete batido por los elementos, construido probablemente cuatro siglos atrás, atestado de vasos de cerámica y de querubines, y de paredes repletas de frescos: un lugar bellísimo. Luces eléctricas enviaban sus haces de rayos a través de las persianas de las otras habitaciones. En la terraza que quedaba debajo, había una pequeña piscina.

Al frente, allí donde la playa se curvaba hacia la izquierda, vi otra elegante mansión, excavada en los acantilados. La gente también había muerto allí. Nos encontrábamos en una isla griega, estaba seguro; el mar era el mar Mediterráneo.

Escuché y oí gritos que provenían de la tierra a mis espaldas, del otro lado de la cresta de las colinas. Matanza de hombres. Me apoyé en el marco de la puerta. Intenté parar el frenesí de los latidos de mi corazón.

Una súbita memoria de la carnicería en el templo de Azim me estrujó el corazón: una visión fugaz de mí mismo andando por entre el rebaño humano, usando la invisible espada para horadar la carne sólida. Sed. ¿O era simplemente deseo? De nuevo vi aquellos miembros destrozados; cuerpos consumidos en la sacudida final, rostros manchados de sangre.

«Yo no lo hice, no pude haberlo…» Pero lo hice.

Y ahora podía oler los fuegos ardiendo, fuegos como los del patio de Azim, donde quemaban los cadáveres. El hedor me produjo náuseas. De nuevo me volví hacia el mar y aspiré una gran bocanada de aire limpio. Si las dejaba, las voces venían, voces de toda la isla, y de otras islas y de tierras próximas, también. Podía notarlo, el clamor, al acecho, esperando. Tenía que hacerlo retroceder.

Luego oí ruidos más inmediatos. Mujeres en aquella antigua casa. Se acercaban a la alcoba. Me volví justo a tiempo y vi cómo las dos hojas de la puerta se abrían de par en par, y las mujeres, vestidas con simples blusas y faldas, y pañuelos en la cabeza, entraron en la estancia.

Formaban una abigarrada mezcla de todas las edades, incluyendo jóvenes bellezas y viejas matronas y aun algunas criaturas muy frágiles, de piel oscurecida y arrugada, y pelo blanco como la nieve. Llevaban jarrones de flores consigo; los colocaron por todas partes. Después, una de las mujeres, una vacilante figura esbelta de hermoso y largo cuello, avanzó con una atractiva elegancia natural y empezó a encender la gran cantidad de luces.

Olor de su sangre. ¿Cómo podía ser tan fuerte y seductora, la sangre, cuando no sentía sed?

Luego se agruparon en el centro de la habitación y se quedaron mirándome, como si hubieran caído en un trance. Yo estaba en la terraza, observándolas; enseguida comprendí lo que veían. Veían mi traje desgarrado, los harapos de un vampiro (chaqueta negra, camisa blanca y capa), todo manchado de sangre.

Y mi piel, que había cambiado sensiblemente. Era más blanca, más horrorosa a la vista, claro. Y mis ojos debían de haber sido más brillantes, o quizás era que sus ingenuas reacciones me engañaban. ¿Cuándo habían visto a uno de nosotros?

Sea como fuere, todo parecía una especie de sueño, aquellas mujeres inmóviles con sus ojos negros y sus rostros más bien sombríos (incluso las robustas tenían rostros más bien lúgubres), allí reunidas, con la mirada fija en mí, y cayendo de rodillas una tras otra. Ah, de rodillas. Suspiré. Tenían la expresión delirante de los que contemplan lo extraordinario; estaban ante una visión, y lo más irónico era que, para mí, la visión eran ellas.

Con ciertas reticencias, leí sus pensamientos.

Habían visto a la Santa Madre. En eso se había convertido ahora. La Madona, la Virgen. Había descendido a sus pueblos y les había dicho que matasen a sus hijos y a sus esposos; incluso los bebés varones habían sido sacrificados. Y lo habían hecho ellas, o lo habían presenciado; y ahora flotaban, eran arrastradas, por una ola de fe y júbilo. Eran testigos de milagros; la misma Santa Madre les había hablado. Era la antigua Madre, la Madre que siempre había morado en las grutas de la isla, incluso antes de Cristo, la Madre de quien, de tanto en tanto, se descubrían estatuillas desnudas bajo tierra.

En su nombre habían derribado las columnas de los templos en ruinas, los que los turistas iban a visitar; habían incendiado la única iglesia de la isla; habían roto sus ventanas con palos y piedras. Los antiquísimos retablos de la iglesia habían ardido. Las columnas de mármol, fragmentadas, habían caído al mar.

¿Y yo? ¿Qué era yo para ellas? No era simplemente un dios. No era sólo el elegido de la Santa Madre. No, era algo más. Me sentí perplejo estando allí, acorralado por sus miradas; sentí repugnancia por sus convicciones, a la vez que fascinación y temor.

Temor no de ellas, claro, sino de todo lo que estaba ocurriendo. De aquella deliciosa sensación de ver a los mortales admirándome, admirándome como cuando había aparecido en el escenario. Mortales adorándome y sintiendo mi poder después de años de permanecer oculto, mortales que venían a mí para adorarme. Mortales como aquellas pobres criaturas que llenaban el sendero de las montañas. Habían adorado a Azim, ¿no? Habían ido allí a morir.

Pesadilla. ¡Tengo que darle la vuelta, tengo que detenerlo, tengo que evitar aceptarlo o aceptar cualquier aspecto de ello!

Es decir que podía comenzar a creer que yo era realmente… Pero ya sé lo que soy, ¿no? Y ésas son mujeres pobres e ignorantes; mujeres para quienes los aparatos de televisión y los teléfonos son milagros, son mujeres para quienes cualquier cambio es una forma de milagro… ¡Y mañana despertarán y verán lo que han hecho!

Pero ahora nos envolvió una sensación de paz, a las mujeres y a mí. El olor familiar de las flores, el hechizo. Y en silencio dentro de sus mentes, las mujeres recibían instrucciones.

Hubo cierta agitación; dos de ellas se pusieron en pie y entraron en el cuarto de baño de al lado: uno de aquellos inmensos cuartos de baño de mármol que los ricos italianos y griegos parecen amar. El agua caliente brotaba a chorro; el vapor salía por las puertas abiertas.

Otras mujeres se habían dirigido a los armarios en busca de ropa limpia. Fuera quien fuese el pobre diablo propietario del palacete, el pobre diablo que había dejado el cigarrillo en el cenicero y las leves marcas digitales grasientas en el teléfono blanco, había sido muy rico.

Un par de mujeres avanzó hacia mí. Querían conducirme al baño. No hice nada. Sentí su contacto: cálidos dedos humanos que me tocaban y la concomitante sorpresa y excitación en ellos al notar la peculiar textura de mi carne. Esos contactos enviaron un poderoso y delicioso escalofrío a mi espinazo. Ellas me miraban con sus bellísimos ojos negros y líquidos. Tiraban de mí con sus cálidas manos; querían que las acompañase.

De acuerdo. Accedí a que me llevaran. Baldosas de mármol blanco, dorados grifos de formas esculturales; un esplendor romano a la antigua, si uno se fijaba bien, con esplendorosos frascos de jabón y de perfumes llenando por completo las repisas de mármol. Y la inundación de agua caliente en la bañera (o estanque), con surtidores de agua sembrándola de burbujas, todo era muy atractivo; o podría haberlo sido en otro momento.

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