La reina de los condenados (60 page)

BOOK: La reina de los condenados
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Me desnudaron de mis ropas. Una sensación fascinante. Nunca nadie me había hecho algo igual. No desde que había sido vivo, y sólo siendo un niño pequeño. Me hallaba en la nube de vapor del baño, observando aquellas pequeñas manos y sintiendo los pelos erizados en todo mi cuerpo; sintiendo la adoración en los ojos de las mujeres.

A través del vapor me miré al espejo (a la pared que era un espejo, en realidad) y, por primera vez, desde que aquella siniestra odisea había empezado, contemplé mi figura. Durante unos instantes el impacto fue mayor de lo que pude soportar. «Eso no puedo ser yo.»

Estaba mucho más pálido de lo que había imaginado. Con suavidad aparté a las mujeres de mí y me acerqué a la pared espejo. Mi piel tenía un lustre nacarado y mis ojos eran aun más brillantes, reuniendo todos los colores del espectro y mezclándolos en una luz glacial. Sin embargo, no me parecía a Marius. No me parecía a Akasha. ¡Las arrugas continuaban en mi rostro!

En otras palabras, la sangre de Akasha me había cebado, pero todavía no me había alisado la piel. Yo había conservado mi expresión humana. Y lo más singular era que el contraste hacía que todas esas arrugas fuesen mucho más visibles. Incluso los diminutos pliegues de los nudillos de mis dedos estaban más marcados que antes.

Pero, ¿qué consuelo constituía eso cuando, más que nunca, destacaba, sorprendía, era diferente a un ser humano? En cierto sentido, era peor que aquel primer momento, doscientos años atrás, cuando una hora después de mi muerte me había mirado en un espejo y había tratado de encontrar mi humanidad en lo que estaba viendo. Ahora sentía el mismo miedo.

Estudié mi reflejo: mi pecho era como el torso de mármol de un museo, aquella blancura. Y el órgano, que no necesitamos, en posición, como dispuesto para lo que nunca más volvería a saber hacer o a querer hacer, mármol, un Príapo en la puerta de entrada.

Aturdido, miré a las mujeres, que ahora se acercaban; gargantas de cisne, pechos encantadores, miembros húmedos, oscuros. Miré cómo con sus manos recorrían todo mi cuerpo. Para ellas yo era bello, cierto.

Allí, en medio del vapor que se elevaba, el olor de su sangre era más intenso. Pero en realidad no tenía sed. Akasha me había llenado, pero la sangre estaba atormentándome, un poco. No, bastante.

Quería su sangre, pero no tenía nada que ver con la sed. La quería del mismo modo que un hombre puede querer un vino de solera, aunque haya bebido agua. Sólo que el deseo era aumentado por veinte, treinta o cien. De hecho, era tan poderoso el deseo que me imaginaba que las poseía a todas, que desgarraba sus tiernas gargantas una tras otra, que dejaba sus cadáveres tendidos en el suelo.

No, aquello no iba a tener lugar, razoné. La cualidad penetrante y peligrosa de aquel anhelo me hacía venir ganas de llorar. «¡Qué ha hecho de mí!» Pero yo ya lo sabía, ¿no? Sabía que ahora era tan fuerte que ni veinte hombres a la vez hubieran podido tumbarme. Y pensar en lo que yo podría hacerles a ellos. Si quería, podía ascender, cruzar el techo y quedar libre de todo esto. Podía hacer cosas en las que nunca había soñado. Probablemente ya tenía el don del fuego; podía incendiar, de la misma manera que ella podía incendiar lo que fuera, de la manera que Marius decía que podía. Sólo una cuestión de fuerza, eso era todo. Y vertiginosos niveles de conciencia, de entrega…

Las mujeres estaban besándome. Besaban mis hombros. Simplemente una encantadora sensación, minúscula, la suave presión de sus labios en mi piel. No pude evitar sonreír y, con mucho cariño, las abracé y las besé, hociqueando sus calientes cuellecitos y sintiendo sus pechos contra el mío. Estaba rodeado por aquellas maleables criaturas, estaba envuelto en suculenta carne humana.

Entré en la profunda bañera y dejé que me bañaran. El agua caliente chapoteaba contra mí, estaba deliciosa, llevándose con toda facilidad la suciedad que nunca nos queda realmente adherida; nunca nos penetra. Levanté la cara hacia el techo y dejé que me peinaran el pelo bajo el agua caliente.

Sí, muy agradable todo. Y, sin embargo, nunca me había sentido tan solo. Me hundía en aquellas sensaciones hipnotizantes; flotaba. Porque, en realidad, no había nada más que pudiera hacer.

Cuando hubieron acabado, elegí los perfumes que deseaba y les mandé que se deshicieran del resto. Les hablé en francés, pero parecieron comprender igualmente. Luego me vistieron con las ropas que seleccioné de entre las que me presentaron. Al amo de la casa le gustaban las camisas de hilo, hechas a mano; a mí me iban algo grandes de talla. Y también le gustaban los zapatos hechos a mano, que eran más o menos de mi medida.

Elegí un traje de seda gris (un tejido finísimo), de corte moderno, desenvuelto. Y joyas de plata. El reloj de plata del hombre y sus gemelos, que llevaban diminutos diamantes incrustados. E incluso un pequeño broche también de diamantes para la estrecha solapa de la chaqueta. Pero me sentía raro con todas aquellas ropas; era como poder notar la superficie de la piel y sin embargo no notarla. Y había aquella sensación de algo ya conocido. Doscientos años atrás. Las viejas preguntas mortales. ¿Por qué diablos está ocurriendo esto? ¿Cómo puedo llegar a dominarlo?

Por un instante me pregunté: ¿Era posible no preocuparse por lo que ocurriese? ¿Permanecer apartado y observarlas como criaturas extrañas, cosas de las que me alimento? ¡Había sido arrebatado cruelmente de su mundo! ¿Dónde estaba la vieja amargura, la vieja excusa para la crueldad sin límite? ¿Por qué siempre se había centrado en cosas tan insignificantes? No es que una vida sea insignificante. ¡Oh, no, nunca, ninguna vida! En realidad, éste era el punto esencial. ¿Por qué yo, yo que podía matar con tal abandono, me retraía ante la perspectiva de ver sus preciosas tradiciones arrasadas?

¿Por qué el corazón me subía a la garganta? ¿Por qué estaba llorando en mi interior, yo mismo como algo mortal?

Quizás a algún otro diablo le habría gustado; algún retorcido e inconsciente inmortal podría haberse burlado de sus visiones (las de ella), y sin embargo haberse deslizado en el vestido de un dios con tanta facilidad como yo me había deslizado en aquel baño perfumado.

Pero nada podría darme aquella libertad, nada. Las libertades que me daba ella no significaban nada para mí; su poder no era, en definitiva, sino un grado más del que todos poseíamos. Y lo que poseen todos nunca ha facilitado la contienda; más bien la ha convertido en una agonía, por más que se gane o se pierda.

No podía ocurrir, la subyugación de un siglo a una sola voluntad; el propósito tenía que ser desbaratado de una forma u otra, y sólo con que consiguiera mantener la calma, encontraría la clave.

Sin embargo, los mortales se habían infligido ya tantos horrores entre ellos; hordas bárbaras habían arrasado continentes enteros, destruyendo todo lo que encontraban a su paso. ¿Acaso ella era meramente humana en sus delirios de conquista y dominio? No importaba. ¡Tenía medios no humanos para ver sus sueños hechos realidad!

Echaría a llorar de nuevo si ahora no paraba de buscar la solución; y las pobres y tiernas criaturas que me rodeaban sufrirían más daño y quedarían más confusas que nunca.

Cuando me llevé las manos al rostro, no se alejaron de mí. Me cepillaban el pelo. Escalofríos recorrieron mi espalda. Y el suave palpitar de la sangre en sus venas de pronto fue ensordecedor.

Les dije que quería estar solo. No podía soportar más la tentación. Y podía haber jurado que sabían lo que yo deseaba. Lo sabían y se rendían ante ello. Salada carne oscura tan cerca de mí. Demasiada tentación. Cualquiera que fuese el caso, obedecieron instantáneamente, y un poco con temor. Salieron de la habitación en silencio, retrocediendo, como si fuese impropio darse la vuelta y echar a andar.

Miré la esfera del reloj. Pensé que era algo muy divertido que yo llevase un reloj que marcaba la hora. Pero de repente me enfureció. ¡Y el reloj se rompió! El cristal se hizo añicos; una lluvia de piececitas salió volando de la caja de plata reventada. La correa se partió y el reloj cayó de mi muñeca y fue a parar al suelo. Diminutos y brillantes engranajes desaparecieron en la alfombra.

—¡Dios mío! —susurré en una exhalación. No obstante, ¿por qué no, si podía reventar una arteria o un corazón? Pero la cuestión estaba en controlar aquello, dirigirlo, no dejar que escapara así.

Alcé los ojos y al azar elegí un pequeño espejo, el que estaba en el tocador, el del marco de plata. Pensé «rómpete», y explotó en centelleantes fragmentos. En la vacía quietud pude oír los pedazos que chocaban contra la pared y la parte superior del tocador.

Bien, aquello era útil, muchísimo más útil que el poder para matar a gente. Miré fijamente el teléfono situado a un lado del tocador. Me concentré, dejé que el poder se concentrase; luego, conscientemente lo dominé y lo dirigí para que empujase el teléfono con lentitud por el cristal que cubría la mesa. Sí. Muy bien. Los frasquitos se tambalearon y cayeron como si yo los estuviera empujando. Luego lo paré; pero no pude volver a ponerlos en pie. No podía cogerlos. Oh, pero un momento, ¡sí!, ¡podía! Imaginé una mano levantándolos. Ciertamente el poder no obedecía aquella imagen en sentido literal; pero yo la utilicé para organizar el poder. Levanté todos los frasquitos. Recogí el que había caído al suelo y lo puse de nuevo en su lugar.

Estaba temblando, pero sólo un poquito. Me senté en la cama para meditar sobre aquello, pero sentía demasiada curiosidad para pensar con calma. Lo importante que había que comprender era esto: era físico, era energía. Y no era más que la prolongación de los poderes que ya poseía. Por ejemplo, ya al principio, en las primeras semanas después de que Magnus me hubiera creado, logré, una vez, mover a una persona, a mi querido Nicolás, con quien había estado discutiendo: lo desplacé por la habitación como si lo hubiera atizado con un puño invisible. En aquellos momentos yo había estado furiosísimo; posteriormente no fui capaz de repetir el pequeño truco. Pero era el mismo poder; la misma característica verificable y mensurable.

«No eres dios», me dije. Pero este aumento del poder, esta nueva dimensión, como dicen con tanto acierto en este siglo… Hummm…

Miré hacia el techo y decidí que quería subir lentamente, tocarlo y, con las manos, recorrer el friso de yeso que rodeaba el cable de la araña. Sentí un vacío en el estómago, y advertí que flotaba por debajo del techo. Y mi mano, sí, parecía que mi mano atravesara el yeso. Descendí un poco y contemplé la panorámica de la habitación.

¡Buen Dios, había subido sin llevarme el cuerpo conmigo! El cuerpo continuaba allí sentado, en un costado de la cama. Yo me estaba mirando a mí mismo, a la parte superior de mi cabeza. Yo (es decir, mi cuerpo) permanecía allí sentado, inmóvil, como soñando, contemplando. «Regresa.» Y allí estaba de nuevo, gracias a Dios, y mi cuerpo estaba bien; levanté la vista hacia el techo e intenté entender lo que había sucedido.

Bien, ya sabía lo que había sucedido. Akasha me había contado cómo su espíritu podía viajar fuera de su cuerpo. Los mortales siempre lo han hecho, o así lo afirman. Los mortales han escrito sobre este viaje invisible desde tiempos antiquísimos.

Ya casi lo había logrado cuando había intentado ver en el interior del templo de Azim, «ve allí a ver». Ella me había detenido porque, al abandonar mi cuerpo, éste había empezado a caer. Y, mucho antes de eso, había habido un par de veces… Pero en general, nunca había creído todas las historias mortales.

Ahora sabía que también podía realizar ese vuelo. Pero ciertamente no quería hacerlo de forma involuntaria. Tomé la decisión de volver a subir hasta el techo, pero esta vez con mi cuerpo, ¡y se realizó de inmediato! Estábamos arriba juntos, apretando el yeso: esta vez mi mano no lo atravesó. Muy bien.

Regresé abajo y decidí probar de nuevo con la otra forma. «Ahora sólo en espíritu.» La sensación de vacío en el estómago volvió; eché una ojeada a mi cuerpo y subí hasta atravesar por completo el techo del palacio. Me encontré viajando por encima del mar. Y las cosas aparecieron totalmente diferentes; no estaba seguro de que aquello fuera el auténtico cielo o el auténtico mar. Era más parecido a un nebuloso concepto de ambos, lo cual no me gustó nada, ni pizca. No, muchas gracias. ¡A casa ahora! ¿Debería atraer mi cuerpo a mí? Lo intenté, pero no ocurrió nada en absoluto, lo cual, en realidad, no me sorprendió. Aquello era una especie de alucinación. La verdad era que no había salido de mi cuerpo; debería aceptar aquel hecho.

¿Y Baby Jenks? ¿Y las cosas maravillosas que Baby Jenks había visto al ascender? ¿Habían sido alucinaciones? Nunca lo sabría, ¿no?

«¡Regresa!»

Estaba sentado al costado de la cama, muy cómodo. Me levanté y caminé al azar unos breves minutos, simplemente observando las flores, la curiosa forma en que los pétalos despedían la luz de la lámpara y lo oscuros que parecían los tonos rojos; y cómo la luz dorada se reflejaba en las superficies de los espejos y todas las demás cosas encantadoras.

De repente, la gran masa de detalles que me envolvió me abrumó; la extraordinaria complejidad de una sola habitación me aturdió.

Prácticamente me desplomé en la silla de junto a la cama. Me apoyé en el terciopelo y escuché los latidos de mi corazón. Ser invisible, dejar mi cuerpo. ¡Lo odié! ¡No volvería a hacerlo nunca jamás!

Entonces oí risas, débiles, suaves, risas. Comprendí que Akasha estaba allí, en algún lugar a mis espaldas, junto al tocador, quizá.

Al oír su voz, al notar su presencia, experimenté una gran oleada de alegría. De hecho quedé sorprendido de lo intensas que eran estas sensaciones. Quería verla, pero aún no me moví.

—Viajar sin el cuerpo es un poder que compartes con los mortales —dijo—. Siempre están realizando este truco de viajar fuera de sus cuerpos.

—Lo sé —dije deprimido—. Pueden quedárselo. Lo que me gustaría es volar con mi cuerpo.

Volvió a reír; la suave, cariñosa risa que había oído en mis sueños.

—En los viejos tiempos —dijo—, los hombres iban al templo a realizarlo; bebían las pociones que les daban los sacerdotes; y viajando por los cielos los hombres contemplaron los grandes misterios de la vida y de la muerte.

—Lo sé —repetí—. Siempre pensé que estaban bebidos, o que llevaban un colocón, como se dice actualmente.

—Eres un maestro en brutalidad —murmuró—. Tus respuestas a las cosas son tan inmediatas…

—¿Eso es brutal? —interrogué. Capté de nuevo el olor de los fuegos que ardían en la isla. Mareo. «Dios mío.» Y aquí estamos, charlando, como si no ocurriera nada, como si no hubiéramos infestado su mundo con esos horrores…

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