La reina de los condenados (12 page)

BOOK: La reina de los condenados
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Pero ahora había de partir. Sus pensamientos rebosaban de ira, de nuevos resentimientos. Marius la necesitaba. «Peligro.» La alarma llegó de nuevo, más intensa que nunca, porque la sangre hizo de ella un receptor más poderoso. Pero parecía no provenir de una única voz. Más bien parecía una voz común, el lejano toque de corneta de un saber colectivo. Tenía miedo.

Permitió que su mente se vaciara a la par que las lágrimas nublaban su visión. Levantó las manos, sólo las manos, con delicadeza. Y comenzó su ascenso. En silencio y con rapidez, tan invisible a los ojos mortales como quizá el mismo viento.

Muy por encima del templo, su cuerpo hendió una niebla suave y extendida. El grado de luz la asombró. Por todas partes blancura rutilante. Y debajo, el almenado paisaje de picos rocosos y de cegadores glaciares descendiendo en la dulce sombra de los valles y bosques inferiores. Agrupados y dispuestos como nidos, aquí y allá aparecían racimos de luces parpadeantes: el puntillado irregular de pueblos y ciudades. Podía haberse quedado mirándolo una eternidad. Pero, al cabo de pocos segundos, una capa ondulante de nubes lo oscureció todo. Y se quedó sola con las estrellas.

Las estrellas: duras, relucientes, abrazándola como si ella misma fuera una de ellas. Pero las estrellas no pedían nada, en realidad; ni a nadie. Sintió terror. Luego, una pena abismal; no muy diferente al gozo, en definitiva. No más lucha. No más tristeza.

Escrutó el espléndido techo de constelaciones, aminoró su ascenso y extendió ambas manos hacia el oeste.

El amanecer estaba nueve horas tras ella. Y empezó su viaje alejándose de él, siguiendo con la noche de su camino hacia la otra parte del mundo.

4. LA HISTORIA DE DANIEL, EL FAVORITO DEL DIABLO, O EL MUCHACHO DE
CONFESIONES DE UN VAMPIRO

¿Quiénes son esas sombras que esperamos y creemos

que algún atardecer vendrán en limusinas

desde el Cielo?

La rosa,

empero, sabe

que no tiene garganta

y no puedo decirlo.

Mi mitad mortal ríe.

El código y el mensaje no son lo mismo.

¿Y qué es un ángel

sino un fantasma travestido?

STAN RICE

de «Del Cielo»

Cuerpo de trabajo
(1983)

Era un joven delgado y alto, de pelo ceniciento y ojos violeta. Vestía una sucia y sudada camisa gris y pantalones téjanos, y, con el helado viento que soplaba a lo largo de Michigan Avenue a las cinco, tenía frío. Mi nombre era Daniel Molloy. Tenía treinta y dos años, aunque aparentaba menos; aquella especie de rostro juvenil era como el de un sempiterno estudiante, no como el de un hombre. Murmuraba en voz alta para sí mismo y andaba.

—Armand, te necesito. Armand, el concierto es mañana por la noche. Y algo terrible va a ocurrir, algo terrible…

Tenía hambre. Habían pasado treinta y seis horas desde que había tomado el último bocado. No había nada en la nevera de la pequeña y sucia habitación de su hotel; y, además, lo habían echado aquella misma mañana por no haber pagado la cuenta.

Luego recordó el sueño que hacía días que tenía, el sueño que hacía su aparición cada vez que cerraba los ojos, y no quiso comer de ninguna manera.

Vio a las gemelas del sueño. Vio el cuerpo asado de la mujer, ante ellas, con el pelo chamuscado y la piel crispada. El corazón de la mujer, reluciente como una fruta madura, se hallaba en una bandeja junto a ella. El cerebro, en otra bandeja; era exactamente igual a un cerebro cocido.

Armand sabría algo acerca de ello, tenía que saberlo. No era un sueño corriente aquél. Seguro que tenía algo que ver con Lestat. Y Armand vendría pronto.

Dios, se encontraba débil, delirante. Necesitaba algo, una copa al menos. En su bolsillo no había dinero, sólo un viejo y arrugado cheque por los derechos de autor del libro
Confesiones de un Vampiro,
que había «escrito» bajo seudónimo hacía más de doce años.

Aquél sí que era otro mundo, cuando recorría como joven reportero con su magnetófono todos los bares, intentando llegar a los despojos nocturnos de la sociedad para que le contasen algunas verdades. Bien, una noche, en San Francisco, encontró un tema magnífico para sus investigaciones. Y, de repente, la luz que guiaba su vida corriente se apagó.

Ahora era una ruina de hombre, andando demasiado aprisa bajo el encapotado cielo nocturno de Chicago, en pleno octubre. El domingo anterior había estado en París; y el viernes antes de eso, en Edimburgo. Antes de Edimburgo había estado en Estocolmo, y antes…, ya no lo podía recordar. El cheque de los derechos de autor había tropezado con él en Viena, pero no sabía cuánto tiempo hacía de eso.

En todos esos lugares infundía temor a los que se cruzaban con él. Lestat, el vampiro, tenía una frase ideal para aquello en su autobiografía: «Uno de esos pesados mortales que ha visto espíritus… ¡Ese soy yo!»

¿Dónde estaba el libro,
Lestat, el Vampiro?
Ah, alguien se lo había quitado en el banco del parque, aquella tarde, mientras Daniel dormía. Bien, que se quede con él. El mismo Daniel también lo había robado, y ya lo había leído tres veces.

Pero si lo tuviera, podría venderlo, quizás obtener lo suficiente para una copa de brandy que lo reconfortase. ¿Y cuál era, en aquellos momentos, su valor neto, el valor de aquel hambriento y enfriado vagabundo que andaba arrastrando los pies por Michigan Avenue, odiando el viento que lo helaba a través de sus ropas sucias y gastadas? ¿Diez millones? ¿Cien millones? No lo sabía. Armand lo sabría.

«¿Quieres dinero, Daniel? Lo conseguiré para ti. Es más simple de lo que crees.»

Mil quinientos kilómetros al sur, Armand esperaba en su isla privada, la isla que, en realidad, pertenecía únicamente a Daniel. Y si sólo tuviera una moneda de veinticinco centavos ahora, una sola moneda, la podría introducir en un teléfono público y comunicar a Armand que quería regresar a casa. Y del mismísimo cielo descendería alguien a buscarlo. Siempre ocurría. O bien el gran avión de la habitación de terciopelo, o el pequeño, de techo bajo y sillas de cuero. ¿Le dejaría alguien, en aquella calle, un cuarto de dólar a cambio de un pasaje de avión para Miami? Probablemente no.

«¡Armand, ahora! Quiero estar a salvo contigo cuando Lestat suba al escenario mañana por la noche.»

¿Quién le haría efectivo el cheque? Nadie. Eran las siete, y las tiendas de lujo de Michigan Avenue estaban en su mayoría cerradas, y no podía identificarse, porque anteayer, no sabía cómo, le había desaparecido la cartera. Tan deprimente era aquel crepúsculo invernal, gris y reverberante, con el cielo hirviendo en silencio de nubes bajas y plúmbeas. Incluso las tiendas habían tomado un aspecto siniestro poco corriente, con sus duras fachadas de mármol o granito, con la riqueza interior brillando como reliquias arqueológicas bajo cristales de museo. Al arreciar el viento, al sentir el primer aguijonazo de la lluvia, hundió las manos en los bolsillos para calentarlas y agachó la cabeza.

En realidad, el cheque le importaba un comino. No podía imaginarse marcando los números de un teléfono. Nada de allí le parecía real, ni siquiera el frío. Sólo el sueño le parecía real, y la sensación de un desastre inminente, sensación de que el vampiro Lestat había desencadenado, de algún modo, algo que ni él mismo podría nunca llegar a controlar.

Comer de un cubo de basura, si tuviera que comer, dormir en cualquier parte, incluso en un parque. Nada de eso importa. Pero acabaría congelado si se tumbaba otra vez al aire libre, y, además, la pesadilla regresaría.

Ahora aquel sueño regresaba cada vez que cerraba los ojos. Y cada vez era más largo, más detallado. ¡Las gemelas pelirrojas eran tan delicadas, tan bellas! No quería oírlas gritar.

La primera noche, en la habitación del hotel, no le había prestado atención. Sin sentido. Se había enfrascado de nuevo en la lectura de la autobiografía de Lestat, echando una ojeada de vez en cuando a los video-clips que ponían en la pequeña tele en blanco y negro que iba con el alquiler del cuartucho.

Había quedado fascinado por la audacia de Lestat; y, sin embargo, ¡la mascarada como estrella de rock era tan simple! Ojos penetrantes, brazos y piernas delgados pero poderosos, y una sonrisa equívoca, sí. Pero, en realidad, nadie lo podría decir. ¿O sí podría? Nunca había puesto los ojos en Lestat.

Pero era un experto con Armand, ¿no?; había estudiado todos y cada uno de los detalles del rostro y del cuerpo juveniles de Armand.

¡Ah, que delirante placer había sido leer acerca de Armand en las páginas de Lestat, preguntándose todo el tiempo si los mordaces insultos de Lestat y sus excelentes análisis habrían enfurecido a Armand!

Mudo de fascinación, Daniel, en el canal MTV, había mirado el video-clip que retrataba a Armand como el maestro de la asamblea de los viejos vampiros del cementerio de París; allí presidía rituales demoníacos hasta que Lestat, el iconoclasta del siglo dieciocho, había destruido las Viejas Leyes.

Armand debía de haber aborrecido ver su historia privada expuesta crudamente en imágenes relampagueantes, mucho más irrespetuosas que la historia más meditada, escrita por la mano de Lestat. Armand, cuyos ojos escrutaban siempre a los seres vivientes que lo rodeaban, que rechazaba incluso hablar de los no-muertos. Pero era imposible que no lo supiese.

Y todo ofrecido a las multitudes, como el antropólogo que, al regresar del ritual sagrado, publica, en barata edición de bolsillo, su reportaje, vendiendo así los secretos de la tribu por un puesto en la lista de los más leídos.

Dejemos pues que los dioses demoníacos guerreen entre ellos. Este mortal ha estado en la cima de la montaña donde cruzan las espadas. Y ha regresado. Lo han echado.

A la noche siguiente, el sueño había retornado con la claridad de una alucinación. Sabía que él no podría haberlo inventado. Nunca había visto gente como aquélla, nunca había visto aquellas joyas rústicas, fabricadas con huesos y maderas.

El sueño había vuelto tres noches después. Daniel había estado mirando un vídeo del rock de Lestat, quizá por quinceava vez: era el que trataba de los padres de los vampiros, de los antiquísimos e inamovibles Padre y Madre egipcios, de Los Que Deben Ser Guardados:

Akasha y Enkil,

somos tus hijos,

pero, ¿qué nos dais?

¿Es vuestro silencio

un don mejor que la verdad?

Y entonces Daniel soñaba. Y las gemelas estaban a punto de comenzar el banquete. Repartirían los órganos de las bandejas de barro. Una tomaría el cerebro; la otra, el corazón.

Había despertado con una sensación de urgencia, de temor. «Algo terrible va a ocurrir, algo nos va a ocurrir a todos…» Aquélla fue la primera vez que lo había relacionado con Lestat. Y había querido coger el teléfono. En Miami eran las cuatro de la madrugada. ¿Por qué diablos no lo había hecho? Armand habría estado sentado en una terraza de la villa, observando la incansable flotilla de barcas que iban y venían de la Isla de la Noche. «¿Sí, Daniel?» Aquella voz sensual, hipnótica. «Tranquilízate y dime dónde estás, Daniel.»

Pero Daniel no había llamado. Habían pasado seis meses desde que había partido de la Isla de la Noche y se suponía que aquel período le habría hecho bien. Había renunciado de una vez por todas al mundo de limusinas y de aviones particulares, de armarios licoreros repletos de vinos de raras cosechas y de armarios roperos llenos de trajes de corte exquisito, y de la callada y sobrecogedora presencia de su amante inmortal que le proporcionaba todas las posesiones terrenales que pudiera desear.

Pero ahora hacía frío y no tenía techo ni dinero, y estaba asustado.

«Sabes donde estoy, demonio. Sabes lo que ha hecho Lestat. Y sabes que quiero regresar a casa.»

¿Qué diría a esto Armand?

«Pero yo no lo sé, Daniel. Yo escucho. Intento saber. Yo no soy Dios, Daniel.»

«No importa. Sólo ven, Armand. Ven. Es oscuro y hace frío en Chicago. Y, mañana por la noche, El Vampiro Lestat cantará sus canciones en un escenario de San Francisco. Y algo horroroso va a ocurrir. Ese mortal lo sabe.»

Sin aminorar el paso, Daniel introdujo la mano bajo el cuello de su harapienta y sudada camisa y palpó el pesado relicario de oro que llevaba siempre consigo (el amuleto, como lo llamaba Armand con su inconfesado pero irreprimible gusto por lo teatral), que contenía el frasquito con la sangre de Armand.

Y si nunca hubiera probado aquel líquido, ¿tendría aquel sueño, aquella visión, aquel presagio de fatalidad?

La gente se volvía para mirarlo; de nuevo hablaba para sí mismo, ¿no? Y el viento hacía que suspirara más fuerte. Por primera vez, en todos aquellos años, sintió la necesidad imperiosa de reventar el relicario y abrir el frasco, de saborear aquella sangre que le quemaba la lengua. «Armand, ¡ven!»

Aquel mediodía, el sueño lo había visitado en su forma más alarmante.

Había estado sentado en un banco del pequeño parque cerca de Water Tower Place. Alguien había dejado allí un periódico; lo abrió y vio el anuncio: MAÑANA POR LA NOCHE: CONCIERTO EN VIVO DE EL VAMPIRO LESTAT EN
san
FRANCISCO. La televisión por cable transmitiría el concierto a las diez, hora de Chicago. ¡Qué bien para los que aún vivían a cubierto, podían pagar la cuenta y tenían electricidad! Había querido reírse de ello, deleitarse con ello, disfrutar con ello, con Lestat asombrándolos a todos. Pero un escalofrío había recorrido su cuerpo, convirtiéndose en una herida profunda e irritante.

¿Y si Armand no lo supiera? Pero las tiendas de discos de la Isla de la Noche debían de tener
El Vampiro Lestat
en sus escaparates. Los salones elegantes debían de estar ambientados por sus canciones fantasmales, hipnotizantes.

Hasta el momento, a Daniel no se le había ocurrido irse a California por su cuenta. Seguramente podría poner en marcha algún milagro, procurarse el pasaporte del hotel, entrar en un banco con él para identificarse… Rico, sí, muy rico, este pobre muchacho mortal…

¿Pero cómo podría pensar en algo tan deliberado? El sol le había calentado la cara y los hombros mientras había estado tendido en el banco. Dobló el periódico para hacerse una tosca almohada.

Y allí estaba el sueño que había estado esperando agazapado todo el tiempo…

Mediodía en el mundo de las gemelas: el sol cayendo como una cascada en el claro. Silencio, salvo por el canto de los pájaros.

Y las gemelas arrodilladas muy quietas, juntas, en el polvo. Unas mujeres tan pálidas, de ojos verdes, de cabello largo, rizado y de un rojo cobrizo. Vestían ropas delicadas, vestidos de lino blanco que habían hecho su camino desde los mercados de Nínive, comprados por la gente del poblado en honor a sus poderosas hechiceras, a quienes los espíritus obedecían.

El banquete funerario estaba dispuesto. Habían retirado las paredes que conformaban el horno y se habían llevado los ladrillos de barro; y el cuerpo había quedado caliente y humeante en la losa; los jugos amarillentos rezumaban de donde la piel crispada se había agrietado, una masa negra y desnuda tapada sólo con una capa de hojas cocidas. Daniel se sintió horrorizado.

Pero aquel espectáculo no horrorizaba a ninguno de los presentes, ni a las gemelas ni a la gente del poblado que estaba arrodillada esperando a que empezara el banquete.

El banquete era el derecho y el deber de las gemelas. Era su madre, el cuerpo carbonizado en la losa. Y lo que era humano debía quedar con los humanos. Un día y una noche podía durar el banquete, pero todos permanecerían velando hasta que finalizase.

Ahora una corriente de excitación recorre la muchedumbre situada alrededor del claro. Una de las gemelas levanta la bandeja en donde reposa el cerebro, junto con los ojos, y la otra hace una señal de asentimiento con la cabeza y toma la bandeja que contiene el corazón.

Y así el reparto está hecho. El redoblar del tambor crece, aunque Daniel no puede ver al tamborilero. Lento, rítmico, brutal.

«Dejemos que el banquete empiece.»

Pero el espantoso grito llega, en el mismo momento en que Daniel sabía que llegaría. «¡Detén a los soldados!» Pero no puede. Todo aquello ha sucedido en alguna parte, de eso está ahora bien seguro.

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