La reina de los condenados (13 page)

BOOK: La reina de los condenados
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No es un sueño, es una visión. Y él no está allí. Los soldados asaltan el claro, la reunión de la gente del pueblo se disuelve, las gemelas bajan las bandejas y se lanzan a las vísceras humeantes. Pero es locura.

Los soldados las arrancan de donde están sin apenas esfuerzo; levantan la losa, cae el cuerpo, rompiéndose en pedazos; y el cerebro y el corazón ruedan por el polvo. Las gemelas gritan y gritan.

Pero la gente también grita: los soldados los aniquilan en su huida. Los muertos y los moribundos atestan los senderos de las montañas. Los ojos de la madre han caído de la bandeja al suelo y, junto con el corazón y el cerebro, son pisoteados.

Una de las gemelas, mientras le sujetan los brazos a la espalda, clama venganza a los espíritus. Y vienen, vienen. Es un torbellino. Pero no basta.

«¡Que acabe el sueño!…» Pero Daniel no puede despertar.

Quietud. Una humareda llena el aire. Nada queda en pie en donde el poblado había vivido durante siglos. Los ladrillos yacen desparramados por el suelo, la artesanía de arcilla hecha añicos, todo lo que puede arder ha sido quemado. Niños degollados yacen desnudos en el suelo mientras llegan las moscas. Nadie asará aquellos cuerpos, nadie consumirá aquella carne. Se perderán para la humanidad, con todo su poder y su misterio. Los chacales se aproximan ya. Y los soldados se han ido. ¿Dónde están las gemelas? Las oye llorar, pero no puede verlas. Una gran tempestad retruena por encima del estrecho sendero que baja serpenteando por el valle y se dirige al desierto. Los espíritus provocan los truenos. Los espíritus provocan la lluvia.

Sus ojos se abrieron. Chicago, Michigan Avenue, mediodía. El sueño se había desvanecido como una luz que se apaga. Sentado allí, temblaba, sudaba.

Una radio había estado sonando junto a él. Lestat cantando con su voz fantasmal y lóbrega acerca de Los Que Deben Ser Guardados.

Madre y Padre.

Guardad vuestro silencio,

guardad vuestros secretos,

pero los que tenéis lengua

cantad mi canción.

Hijos e Hijas

de las Tinieblas,

levantad vuestras voces,

haced un coro,

haced que el cielo nos oiga.

Venid juntos,

hermanos y hermanas,

venid a mí.

Se había levantado y había echado a andar. Entró en Water Tower Place, tan parecida a la Isla de la Noche, con sus atrayentes tiendas, música y luces inacabables, cristales resplandecientes.

Ya eran casi las ocho y había estado andando sin parar, huyendo de dormir, huyendo del sueño. Estaba lejos de cualquier música y de cualquier luz. ¿Cuánto duraría la próxima vez? ¿Descubriría si estaban vivas o muertas? Bellezas mías, mis pobres bellezas…

Se detuvo, dando la espalda por un momento al viento, escuchando las campanadas de algún lugar, avistando un sucio reloj encima de la barra de una casa de comidas; sí, en la Costa Oeste, Lestat se había levantado. ¿Quién está con él? ¿Está Louis allí? Y el concierto, a ya casi veinticuatro horas. ¡Catástrofe! «Armand, por favor.»

El viento se lanzó a ráfagas, lo empujó por la acera unos pocos pasos y lo dejó temblando. Tenía las manos heladas. ¿Había experimentado alguna vez en su vida aquel frío? Con obstinación, cruzó Michigan Avenue con los peatones, por el paso cebra, y se detuvo ante el escaparate de grueso cristal de una librería, donde pudo ver expuesto el libro
Lestat, el Vampiro.

Seguro que Armand lo había leído, devorando cada palabra con aquella horrible, misteriosa forma que tenía de leer, volviendo página tras página sin descanso, disparando los ojos a las palabras, hasta que había acabado el libro; luego lo echaba a un lado. ¿Cómo una criatura podía brillar con tal belleza y sin embargo provocar una tal…? ¿Qué era?, ¿repulsión? No, Armand nunca le había causado repugnancia, tenía que admitirlo. Lo que siempre había sentido era un deseo arrebatador, y vano.

Una joven entró en el calor de la tienda y cogió un ejemplar del libro de Lestat; después se quedó mirando a Daniel por el cristal del escaparate. El aliento de éste creó un halo de vapor en la superficie vítrea que tenía a centímetros de su rostro. «No te preocupes, querida, soy rico. Podría comprar la tienda entera con todos sus libros y regalártela. Soy dueño y señor de mi propia isla; soy el favorito del Diablo; el cual me concede todos los deseos. ¿Quieres cogerte a mi brazo?»

Hacía horas que había oscurecido en la costa de Florida. La Isla de la Noche estaba ya abarrotada de gente.

A la puesta de sol, las tiendas, los restaurantes, los bares (en cinco plantas de pasillos ricamente enmoquetados) habían abierto sus anchísimas puertas de una sola lámina de cristal. Las escaleras metálicas plateadas habían iniciado su zumbido de grave vibración. Daniel cerró los ojos y se imaginó las paredes de cristal surgiendo por encima de las terrazas del puerto. Casi podía oír el estentóreo bramido de las fuentes danzantes, ver los largos y estrechos lechos de narcisos y tulipanes floreciendo eternamente fuera de estación, oír la hipnótica música que retumbaba como un corazón palpitante en las entrañas del conjunto.

Y Armand deambulaba probablemente por las salas de iluminación menguada de la villa, sólo a unos pasos de los turistas y de los comerciantes, pero aislado de ellos por puertas de acero y muros blancos: un extenso palacio de ventanales largos como paredes y anchos balcones sobre la blanca arena. El vasto salón, solitario, aunque muy cerca del alboroto sin fin, presentaba su fachada a las parpadeantes luces de la playa de Miami.

O quizás había cruzado una de las puertas ocultas que daban a la galería pública. «Para vivir y respirar entre los mortales», según su expresión, en aquel universo seguro y autónomo que él y Daniel habían creado. ¡Cuánto amaba Armand las cálidas brisas del Golfo, la primavera interminable de la Isla de la Noche!

Las luces no se apagarían hasta el alba.

—Envía a alguien por mí, Armand. ¡Te necesito! Sabes que quieres que regrese a casa.

Naturalmente, había ocurrido así una y otra vez. No se necesitaban extraños sueños o que Lestat reapareciera, bramando como Lucifer desde cintas y filmes.

Todo iba bien durante meses, mientras Daniel se sentía obligado a mudarse de ciudad a ciudad, a batir el asfalto de Nueva York o Chicago o Nueva Orleans. Luego, la súbita desintegración. Se había percatado de que hacía cinco horas que no se había movido de la silla. O había despertado de repente en una cama asquerosa, de sábanas usadas, asustado, incapaz de recordar el nombre de la ciudad donde se hallaba o donde había estado los días anteriores. Luego llegaba el coche para él, luego el avión que lo llevaba a casa.

¿No lo provocaba Armand? ¿No lo empujaba, de una forma u otra, a aquellos períodos de alienación? ¿No drenaba, por medio de algún truco de magia negra, todas las fuentes de sostén de Daniel hasta que éste recibía con inmenso alivio la aparición del chofer familiar, el chofer que lo llevaba al aeropuerto, el hombre a quien nunca sorprendía el aspecto de Daniel, su rostro sin afeitar, sus ropas sucias?

Cuando al fin Daniel alcanzaba la Isla de la Noche, Armand lo negaba.

—Has vuelto a mí porque tú has querido, Daniel —decía siempre Armand, tranquilo, con el rostro radiante, los ojos llenos de amor—. Ya no existe nada para ti, Daniel, excepto yo. Ya lo sabes. La locura espera afuera.

—La misma historia de siempre —respondía una y otra vez Daniel. Y todo el lujo, tan embriagador, camas blandas, música, la copa de vino en su mano… Las habitaciones estaban siempre llenas de flores; la comida que anhelaba llegaba en bandejas de plata.

Armand yacía repantigado en su enorme sillón de orejas, de terciopelo negro, frente a la televisión: Ganímedes en pantalones blancos y camisa blanca de seda, mirando las noticias, las películas, las grabaciones que había hecho de sí mismo recitando poesía, las idiotas tele comedias, el teatro, los musicales, el cine mudo.

—Entra, Daniel, siéntate. No esperaba que volvieras tan pronto.

—Maldito hijo de perra —decía Daniel—. Me querías aquí y aquí me has traído. No podía comer, dormir, nada, sólo deambular y pensar en ti. Tú lo has hecho.

Armand sonreía, a veces incluso reía. Armand tenía una risa bella, rica, que expresaba con elocuencia tanto el agradecimiento como el humor. Tenía un aspecto y una voz mortales cuando reía.

—Cálmate, Daniel. Tu corazón va a estallar. Me asusta. —Un levísimo fruncimiento de la lisa frente, la voz un momento más grave por la compasión—. Dime qué es lo que quieres, Daniel, y lo conseguiré para ti. ¿Por qué sigues huyendo?

—Mentiras, cabrón. Di que querías que viniese. Me atormentarás hasta la eternidad, ¿no?, y luego contemplarás mi muerte y descubrirás que es interesante, ¿no? Era cierto lo que decía Louis. Contemplas cómo mueren tus esclavos mortales: no significan nada para ti. Observarás cómo cambian los colores de mi rostro al morir.

—El mismo lenguaje de Louis —decía Armand paciente—. Por favor, no me hagas citas de ese libro. Preferiría morir antes que verte morir, Daniel.

—¡Entonces dámela! ¡Maldito seas! La inmortalidad que ata, que abraza como tus brazos.

—No, Daniel, porque también preferiría morir antes que hacerlo.

Pero, aunque Armand no provocara la locura que devolvía a Daniel a casa, seguramente siempre sabía dónde estaba Daniel. Podía oír la llamada de Daniel. La sangre los mantenía unidos, tenía que ser así: eran las preciosas gotitas de ardiente sangre sobrenatural. Sólo había las suficientes para despertar los sueños de Daniel, y la sed de eternidad, para hacer que las flores del papel pintado cantaran y bailaran. Fuera lo que fuese, Armand siempre podía encontrarlo, de eso no tenía la menor duda.

En los primeros años, antes del intercambio de sangre, Armand había perseguido a Daniel con la perfidia de una arpía. No había habido lugar en la Tierra donde Daniel pudiera esconderse.

Horroroso y atormentador había sido su inicio en Nueva Orleans, doce años atrás, cuando Daniel había entrado en una antigua casa en ruinas del Garden District y había sabido de inmediato que era la guarida del vampiro Lestat.

Diez días antes de partir de San Francisco, después de la entrevista (que duró toda la noche) con el vampiro Louis, había experimentado en su propia piel la definitiva confirmación del terrorífico cuento que le había contado. Con un repentino abrazo, Louis había demostrado a Daniel su sobrenatural poder de succión hasta el límite de la muerte. Las punzadas del mordisco habían desaparecido, pero el recuerdo había dejado a Daniel casi al borde de la locura. Enfebrecido, a veces delirante, no había logrado viajar más de algunos cientos de kilómetros por día. En baratos moteles de carretera, donde se obligaba a tomar alimento, había hecho duplicados de las cintas de la entrevista, una a una, enviando las copias a un editor neoyorquino; de este modo, el libro ya estaba en prensa y él no había alcanzado aún las puertas de la casa de Lestat.

Pero la publicación del libro había sido un asunto secundario, un acontecimiento relacionado con los valores de un mundo nebuloso y distante.

Tenía que buscar al vampiro Lestat. Tenía que sacar de su guarida al inmortal que había hecho a Louis, al inmortal que dormitaba en algún lugar de aquella vieja ciudad bella, decadente y húmeda, esperando a que quizá Daniel lo despertara, que lo sacara a la luz del siglo que lo había aterrorizado y lo había empujado a esconderse bajo tierra.

Casi seguro, era lo que Louis quería. ¿Por qué, si no, habría proporcionado a un mensajero mortal tantas pistas acerca de cómo encontrar a Lestat? Sin embargo, algunos detalles eran pistas falsas. ¿Había habido ambivalencia por parte de Louis? En el registro público, Daniel había encontrado el título de la propiedad, la calle y el número, bajo el nombre inconfundible: Lestat de Lioncourt.

La verja de hierro ni siquiera estaba cerrada, y, una vez que se había abierto paso por entre la exuberante y silvestre vegetación del jardín, había logrado romper con toda facilidad la cerradura oxidada de la puerta principal.

Entró sólo con la ayuda de una pequeña linterna de bolsillo. Pero había luna llena y estaba alta, y brillaba con su blanca luz a través de las ramas del roble. Había visto con toda claridad las filas y filas de libros apilados hasta el techo, que llenaban todas las paredes de todas las habitaciones. Ningún humano podría haber realizado una tarea tan metódica. Y luego, en la habitación de arriba, se había arrodillado en la espesa capa de polvo que cubría la alfombra apolillada y había encontrado el reloj de oro en donde estaba escrito el nombre de Lestat.

¡Ah!, qué momento más emocionante, el momento en que el péndulo llega a su punto culminante de demencia creciente y se lanza en su oscilación a una nueva pasión… ¡Seguiría hasta el fin de la Tierra a aquellos seres pálidos y fatales cuya existencia había sólo vislumbrado!

¿Qué había deseado en aquellas primeras semanas? ¿Esperaba poseer los espléndidos secretos de la vida misma? Seguramente aquel conocimiento no le proporcionaría ninguna meta para una existencia ya colmada de desencanto. No, quería que le arrebataran todo lo que había amado alguna vez. Anhelaba el sensual y violento mundo de Louis.

Maldad.
Ya no tenía miedo.

Quizás ahora era como el explorador perdido que, abriéndose paso a través de la jungla, tropieza de repente con el muro del templo legendario, con sus estatuas llenas de lianas y telarañas colgantes: ya no le importa vivir para contar la historia, ha contemplado la verdad con sus propios ojos.

Pero si pudiera abrir la puerta un poco más, captaría la plena magnificencia. ¡Si lo dejaban entrar! Quizá lo único que quería era vivir para siempre. ¿Podría alguien echárselo en cara?

Se había sentido bien y a salvo en solitario en la vieja casa en ruinas de Lestat, con las rosas silvestres trepando por la ventana rota y la cama de dosel, un mero esqueleto de telas amadas.

«Cerca de ellos, cerca de su preciosa oscuridad, de su encantadora, devoradora, penumbra.» ¡Cuánto había amado la desesperanza que inspiraba la casa, las molduradas sillas con las insinuaciones de figuras talladas, los pedazos de terciopelo y las larvas comiéndose los últimos restos de la alfombra!

Pero la reliquia; ¡ah!, la reliquia lo era todo, ¡el reluciente reloj de oro que llevaba un nombre inmortal!

Al cabo de unos minutos, ya había abierto el armario; las levitas negras cayeron hechas harapos nada más tocarlas. Botas enmohecidas y retorcidas reposaban en los estantes de cedro.

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