La reina de los condenados (9 page)

BOOK: La reina de los condenados
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Bien, aquello ya tenía el aspecto de algo que conocía. Sí, era el Central West End o como se llamara; giró a la derecha y tomó la calle vieja cuyas aceras lucían grandes árboles de hojas refrescantes. El paisaje le recordó otra vez a su madre, la hierba verde, las nubes. Un pequeño sollozo en su garganta.

¡Si no se sintiera tan jodidamente sola! Pero entonces vio las rejas; sí, aquella era la calle. Killer le había dicho que los Muertos nunca olvidan nada. Que su cerebro era como un pequeño ordenador. Quizá fuese cierto. Aquellas eran las rejas, grandes rejas de barrotes de hierro, abiertas de par en par y abrazadas por hiedra verde oscura. «Supongo que nunca cierran una "propiedad privada".»

Aminoró la velocidad hasta poner la moto a marcha lenta. Demasiado ruido para aquel oscuro valle de mansiones. Alguna bruja podría llamar a la poli. Tuvo que bajar de la moto y llevarla con las manos, caminando. No tenía las piernas lo bastante largas para hacerlo desde encima. Pero así estaba bien. Le gustó andar por encima de aquellas hojas muertas. Le gustó todo en aquella calle silenciosa.

«Chico, si yo fuera un vampiro de la gran ciudad, también viviría aquí», pensó, y luego a lo lejos, al final de la calle, vio la casa de reunión, vio las paredes de ladrillo y los arcos blancos de estilo árabe. ¡Su corazón palpitó a toda marcha!

¡Quemada!

Al principio no lo creía. Luego vio que era cierto, sí, cierto: grandes franjas de negro en los ladrillos y las ventanas reventadas; no quedaba en ellas ni un cristal. ¡Hostia puta! Se iba a volver loca. Se acercó con la moto un poco más, mordiéndose el labio tan fuerte que pudo percibir el gusto de su propia sangre. ¡Fíjate! ¿Quién cono lo estaba haciendo? El césped y los árboles estaban rociados de minúsculos fragmentos de cristal, de tal forma que el lugar tenía una especie de brillantez que probablemente los humanos no se podrían explicar. A ella le pareció como una decoración navideña, pero en pesadilla. Y el olor asfixiante a madera chamuscada flotaba en el aire.

Iba a llorar. Se iba a poner a chillar. Pero entonces oyó algo. No fue un auténtico sonido, sino cosas como las que Killer le había enseñado a escuchar. ¡Había un tío Muerto en el interior!

No podía creer en su suerte, y le importaba un rábano lo que pudiera ocurrirle: iba a entrar. Sí, había alguien dentro. El sonido era realmente débil. Avanzó unos pasos más, haciendo crujir estrepitosamente —le pareció— las hojas caídas. No había luz, pero algo se movía en el interior, y ese algo sabía que ella se acercaba. Cuando Baby Jenks se detuvo, con el corazón que le palpitaba alocadamente, asustada y ansiosa por entrar, alguien salió al porche principal, un Muerto que la miró fijamente.

—Ruguemos al Señor —susurró ella. Pero quien apareció no era ningún capullo en un traje de conjunto, no. Era un tío joven, quizá no más de dos años mayor que ella cuando se lo hicieron, y tenía un aspecto muy especial. Para empezar, tenía el cabello canoso, un cabello cortito, rizado, realmente guay, y aquello daba siempre un aspecto de puta madre a un chico joven. Era alto, debía llegar al metro ochenta, y delgado, un tipo realmente elegante, de la manera en que lo veía ella. Su piel era tan blanca que parecía hielo, y vestía una camisa de cuello vuelto, de color marrón oscuro, de una tela muy suave y una chaqueta y pantalones de piel de marca, nada de piel de segunda categoría. Realmente estupendo aquel tío, y más mono que cualquier tío Muerto de la Banda del Colmillo.

—¡Entra! —le dijo entre dientes—. Date prisa.

—Ella subió las escaleras como volando. El aire aún estaba impregnado de partículas de ceniza, que la molestaron a los ojos y la hicieron toser. Medio porche había caído. Con mucho cuidado, avanzó por el vestíbulo. Quedaban algunas escaleras, pero el techo que se extendía por encima estaba abierto de par en par. Y la araña de luces había caído y era un estropicio lleno de hollín. Asustaba de verdad el lugar, era como una casa encantada.

El tío Muerto estaba en el salón, o en lo que quedaba de él, apartando a patadas las cosas quemadas y buscando algo entre ellas, entre muebles y cosas, totalmente frenético por lo que parecía.

—Baby Jenks, ¿no? —dijo, lanzándole una falsa y rara sonrisa, llena de dientes perlados (incluyendo sus pequeños colmillos), y sus ojos grises relampagueando—. Estás perdida, ¿no?

Tope, otro maldito lector de pensamientos como Davis. Y además con acento extranjero.

—Sí, ¿y qué? —respondió ella. Y fue realmente sorprendente: cazó su nombre como si se tratara de una pelota que él le hubiera lanzado: Laurent. ¡Bueno!, era un nombre con clase, y parecía francés.

—Quédate donde estás, Baby Jenks —dijo. El acento también era francés… o algo parecido—. Éramos tres en esta casa, y dos han quedado incinerados. La policía no puede detectar los restos, pero tú lo sabrás si los pisas, y no te va a gustar.

Joder! Y estaba diciendo la verdad, porque había uno allí, al fondo del vestíbulo, no era broma. Parecía un traje a medio quemar, allí tendido, formando vagamente la silueta de un hombre; y, seguro, lo podía decir por el olor, había habido un tío Muerto dentro del traje; ahora sólo quedaban las mangas, las perneras de los pantalones y los zapatos. En medio de todo, había una especie de masa pegajosa, que se parecía más a grasa y polvo que a cenizas. Era curioso: la manga de la camisa salía correctamente de la manga de la americana. Quizá también había sido un traje de conjunto.

Se estaba mareando. ¿Se podía uno marear cuando estaba Muerto? Quería salir de allí. Porque, ¿y si lo que había provocado aquello volvía? ¿Inmortal?, ¡y un cuerno!

—No te muevas —le dijo el otro Muerto—, nos vamos a ir enseguida que acabe.

—Como ahora mismo, ¿vale? —propuso ella. Estaba temblando de pies a cabeza, maldita sea. ¡Eso era a lo que se referían cuando hablaban del sudor frío!

El había encontrado una caja de hojalata y estaba sacando todo el dinero no quemado de su interior.

—Eh, tío, yo me largo —dijo ella. Sentía que algo rondaba por allí, algo que no tenía que ver con el fardo de grasa que yacía en el suelo. Pensó en las casas de reunión incendiadas de Dallas y Oklahoma City y en el modo en que la Banda del Colmillo había desaparecido. El tío ése lo sabría todo, pensó ella. El rostro de él se suavizó, se volvió otra vez precioso. Tiró la caja y fue hacia ella tan deprisa que aún la asustó más.

—Sí,
ma chere
—dijo con una voz realmente maravillosa—. Todas las casas de reunión, exactamente. La Costa Este ha sido incendiada como luces de un circuito. Las casas de París o de Berlín no responden.

Él la cogió por el brazo y se dirigieron a la puerta principal.

—¿Quién cono lo hace? —preguntó ella.

—¿Quién cono lo sabe,
chériet
Destruye las casas, los bares de vampiros, cualquier proscrito que encuentra. Tenemos que salir de aquí. Pon en marcha la moto.

Pero ella tuvo que pararse. Allí fuera había algo. Baby Jenks estaba al borde del porche. Algo. Tenía miedo de salir y tenía miedo de volver a entrar en la casa.

—¿Qué ocurre? —le preguntó él en un susurro.

¡Qué oscuro era el lugar, con los descomunales árboles y las casas, que parecían todas embrujadas! Ella podía oír algo, algo realmente bajo como…, como la respiración de alguien. Algo así.

— ¡Baby Jenks! ¡Ponla en marcha ya!

—Pero, ¿adonde vamos? —preguntó ella. Aquello, lo que fuera, era casi un sonido.

—Al único lugar donde podemos ir. A él, querida, al vampiro Lestat. ¡Está allí, en San Francisco, esperando, sin daño alguno!

—¿Sí? —respondió ella escrutando la calle oscura—. Sí, muy bien, hacia el vampiro Lestat. «Sólo diez pasos hasta la moto. Cógela, Baby Jenks.» —El estaba dispuesto a irse sin ella—. ¡No, no hagas eso, maldito hijo de perra! ¡No tocarás mi moto!

Pero ahora sí era un sonido, ¿no? Baby Jenks no había oído nunca nada semejante. Y cuando uno está Muerto, oye muchísimas cosas. Oye trenes a kilómetros de distancia y la gente que habla en los aviones que vuelan por encima de su cabeza.

El tío Muerto lo oyó. No: ¡la oyó a ella oyéndolo!

—¿Qué es? —susurró. Jesús, estaba aterrorizado. Y entonces lo oyó también por él mismo.

La arrastró escaleras abajo. Ella tropezó y casi cayó, pero él la ayudó a ponerse en pie y la colocó encima de la moto.

El ruido se estaba haciendo realmente intenso. Llegaba en pulsaciones, como música. Y ahora era tan fuerte que ella ni siquiera pudo oír lo que el tío Muerto le estaba diciendo. Baby Jenks hizo girar la llave, giró el puño del mando de gas de la Harley, y el Muerto subió a la moto tras ella; pero Jesús!, el ruido, no podía ni pensar. ¡No podía siquiera oír el motor de la moto!

Baby Jenks miró hacia abajo, intentando ver qué hostias estaba pasando, ya que no podía notar si estaba en marcha. Luego miró hacia arriba y supo que estaba mirando hacia la cosa que producía el ruido. Estaba en la oscuridad, tras los árboles.

El tío Muerto saltó de la moto, y se puso a balbucear en dirección a aquello, como si lo pudiera ver. Pero no, con la mirada buscaba a su alrededor como un loco hablando consigo mismo. Pero ella no podía oír ni una palabra. Baby Jenks sólo sabía que aquello estaba allí, que los estaba observando, ¡y el chalado de tío Muerto estaba gastando saliva!

Baby Jenks ya no estaba encima de la Harley. Ésta había caído. El ruido se detuvo. Luego oyó un agudo silbido en sus oídos.

—¡… lo que quieras! —decía el Muerto junto a ella—. ¡Lo que quieras! Sólo dilo y lo haremos. Somos tus esclavos. —Luego echó a correr, casi tumbó a Baby Jenks, llegó a la moto y la levantó.

—¡Eh! —le gritó ella. Pero en el mismo momento en que se abalanzaba hacia él, ¡el tío estalló en llamas! Y gritó.

Y entonces ella también gritó. Gritó y gritó. El Muerto en llamas giró y se revolcó por el suelo, como una girándula. Y detrás de ella, la casa de reunión explotó. Sintió el ardor en su espalda. Vio materiales volando por el aire. El cielo pareció iluminarse como en el punto del mediodía.

«¡Oh, dulce Jesús, déjame vivir, déjame vivir!»

Por una fracción de segundo, creyó que el corazón le había reventado. Quería mirar hacia abajo para ver si su pecho se había partido y su corazón vomitaba sangre como un volcán vomitaría lava líquida, pero entonces el calor estalló en el interior de su cabeza y ¡zum!, ella desapareció.

Ascendió arriba y arriba, a través de un túnel negro, y luego, muy arriba, se quedó flotando, mirando hacia abajo la escena en su conjunto.

Oh, sí, exactamente igual que antes. Y allí estaba, aquello que los había exterminado, una figura blanca en el bosquecillo. Y allí, en la calzada, estaban las ropas del tío Muerto humeando. Y su propio cuerpo, el de Baby Jenks, consumiéndose por el fuego.

A través de las llamas pudo distinguir la pura silueta negra de su propio cráneo y sus huesos. Pero ya no la asustó. Ni siquiera le pareció curioso.

Era la figura blanca lo que la asombraba. Se asemejaba a una estatua, como la Santísima Virgen María de la iglesia católica. Miraba los centelleantes hilos plateados que parecían salir de la figura en todas direcciones, hilos que formaban una especie de luz danzarina. Y, al ascender más, vio que los hilos plateados se extendían, entretejiéndose con otros hilos hasta tramar una red gigante que recubría todo el mundo. Y por todas partes de la red había Muertos atrapados, como indefensas moscas en una telaraña. Diminutos puntos luminosos palpitaban y estaban conectados con la figura blanca; aquel espectáculo era casi bello, pero triste. Oh, las pobres almas de todos los Muertos y las Muertas atrapados en la materia indestructible incapaces de envejecer o de morir.

Pero ella era libre. La red estaba lejos de ella ahora. ¡Veía tantas y tantas cosas!

Como si hubiera miles y miles de personas muertas flotando por allí también, en una gran capa nebulosa y grisácea. Algunas estaban perdidas, otras luchaban mutuamente y otras estaban mirando hacia donde habían muerto, tan miserables, como si no supieran o no quisieran creer que habían muerto. Incluso había un par de ellas que intentaban hacerse ver y oír por los vivos; pero en vano.

Baby Jenks sabía que estaba muerta. Ya le había ocurrido antes. Atravesaba aquella lóbrega guarida de gente errabunda y triste. Seguía su propio camino. Y la miserable vida que llevó en la Tierra le dio lástima. Pero ahora aquello no era lo importante.

La luz brillaba de nuevo, la magnífica luz que había vislumbrado la primera vez que estuvo a punto de morir. Se dirigió a ella, entró en ella. Aquello era verdaderamente bello. Nunca había visto tales colores, tal radiación, nunca había oído la música pura que escuchaba ahora. No había palabras para describirla; estaba más allá de ningún lenguaje que pudiera saber. ¡Y aquella vez, nadie la devolvería a la Tierra!

Porque, quien se estaba acercando a ella, para cogerla y ayudarla… ¡era su propia madre! Y su madre no la soltaría.

Nunca había sentido tal amor por su madre; pero es que ahora estaba inmersa en amor; luz, color, amor…: eran completamente indivisibles.

«¡Ah!, aquella pobre Baby Jenks», pensó mientras miraba hacia la Tierra por última vez. Pero ella ya no era Baby Jenks. No, en absoluto.

3. LA DIOSA PANDORA

Una vez teníamos las palabras.

Buey y halcón. Arado.

Había claridad.

Salvajes como cuernos

curvos.

Vivíamos en estancias de roca.

Colgábamos nuestro pelo de las ventanas y por él subían los hombres.

Un jardín tras las orejas, los rizos.

En cada colina, un rey

de esa colina. Por la noche se tiraba de los hilos

de los tapices. Los hombres desenmarañados gritaban.

Todas las lunas se revelaban. Teníamos las palabras.

STAN RICE

de «Una vez las palabras»

Muchacho blanco
(1976)

Era muy alta; iba vestida de negro, y embozada hasta los ojos; con sus largas zancadas se movía a una velocidad inhumana por el sendero recubierto de nieve traicionera. En el aire enrarecido de la cordillera del Himalaya, la noche de diminutas estrellas era casi clara; muy a lo lejos, más allá de su poder para estimar la distancia, surgía la maciza ladera plegada del Everest, visible en todo su esplendor por encima de la corona de blancas nubes turbulentas. Cada vez que lo contemplaba, sentía que se le cortaba la respiración, y no solo a causa de su belleza, sino porque aparecía tan lleno de significado, aunque allí no existiera ningún significado auténtico.

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