La reina de los condenados (6 page)

BOOK: La reina de los condenados
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STAN RICE

de «Cuatro días en otra ciudad»

Algo de cordero (1975)

1. LA LEYENDA DE LAS GEMELAS

Dilo

en rítmica

continuidad.

Detalle a detalle,

las criaturas vivientes.

Dilo,

como es debido, el ritmo

sólido en la forma.

Mujer. Brazos levantados. Fruta sombría

STAN RICE

de «Elegía»

Muchacho blanco
(1976)

Llámala por mí —dijo él—. Dile que he tenido los sueños más extraños de mi vida, que he soñado con las gemelas. ¡Tienes que llamarla!

Su hija no quería hacerlo. Observaba cómo él hojeaba con dificultades la agenda. Sus manos le eran enemigas ahora, decía a menudo. A los noventa y uno, apenas podía sostener un lápiz o volver una página.

—Papá —respondió ella—, esta mujer ya debe de estar muerta.

Todo el mundo que había conocido estaba muerto. Había sobrevivido a sus colegas; había sobrevivido a sus hermanos y hermanas, había sobrevivido incluso a dos de sus hijos. De un modo trágico, había sobrevivido a las gemelas, porque ahora ya nadie leía su libro. A nadie le interesaba la «leyenda de las gemelas».

—No, llámala —dijo—. Tienes que llamarla. Dile que he soñado con las gemelas. Que las he visto en el sueño.

—¿Por qué querría saberlo, papá?

Su hija cogió la pequeña agenda de direcciones y pasó las hojas. Toda esa gente muerta, muerta hacía mucho tiempo. Los que habían viajado con su padre en tantas expediciones, los editores y fotógrafos que habían colaborado con él en su libro. Incluso sus enemigos, que decían que había malgastado su vida, que su investigación no le había llevado a ninguna parte; incluso los más injuriosos, los que le habían acusado de trucar las fotografías y de mentir acerca de las cuevas, cosas que su padre nunca había hecho.

¿Por qué debería estar viva, la mujer que había patrocinado sus expediciones mucho tiempo atrás, la rica mujer que le había enviado tanto dinero durante tantos años?

—¡Tienes que pedirle que venga! Dile que es importantísimo. Tengo que describirle lo que he visto.

¿Que venga? ¿Hacer un viaje a Río de Janeiro sólo porque un viejo tenía extraños sueños? Su hija encontró la página, y sí, allí estaban el nombre y el número. Y una fecha junto a ellos, solamente dos años antes.

—Vive en Bangkok, papá. —¿Qué hora sería en Bangkok? No tenía ni idea.

—Vendrá a verme. Sé que lo hará.

Cerró los ojos y se apoyó en la almohada. Ahora era pequeño, estaba como encogido. Pero cuando abría los ojos, era su padre quien la miraba, a pesar de la piel apergaminada y amarillenta, a pesar de las pecas oscuras en el dorso de sus manos arrugadas, a pesar de la calvicie.

Pareció escuchar por un momento la música, la voz suave de El Vampiro Lestat, que les llegaba desde la habitación de ella. Bajaría el volumen si le molestaba para dormir. No era muy aficionada a los cantantes de rock americano, pero éste en particular le gustaba bastante.

—¡Dile que tengo que hablar con ella! —dijo de repente, como si volviera en sí.

—De acuerdo, papá, si tú lo quieres. —Apagó la luz de la mesita de noche—. Vuelve a dormirte.

—No pares hasta encontrarla. Dile…, ¡las gemelas! Que he visto a las gemelas.

Pero cuando ya se iba, la volvió a llamar con uno de aquellos súbitos gemidos que siempre la asustaban. Con la luz del pasillo pudo ver que señalaba los libros de la pared del fondo.

—Tráemelo —le dijo. Luchaba para volver a sentarse.

—¿El libro, papá?

—Las gemelas, las fotografías…

Bajó el viejo volumen, se lo llevó y se lo puso en el regazo. Apiló las almohadas para que quedara más alto y volvió a encender la luz.

Le dolió sentirlo tan ligero al levantarlo; le dolió ver cómo tenía que hacer grandes esfuerzos para ponerse las gafas de montura plateada. El cogió el lápiz con una mano, a punto de tomar notas, como siempre había hecho, pero se le cayó y ella lo recogió y volvió a ponérselo en la mesa.

—¡Ve a llamarla! —dijo.

Ella asintió. Pero se quedó allí, por si la necesitaba. La música de su estudio sonaba más fuerte ahora; era una de las canciones más raucas y más metálicas. Pero él parecía no prestarle atención. Con mucha delicadeza, ella le abrió el libro y volvió las páginas buscando el primer par de ilustraciones en color: una llenaba la página izquierda y la otra la derecha.

¡Qué bien conocía aquellas imágenes! ¡Qué bien se recordaba a sí misma de pequeña, haciendo la larga ascensión al Monte Carmelo, donde él la había conducido por la oscuridad seca y polvorienta, con su linterna levantada para revelarle los relieves pintados en el muro!

—Aquí, las dos figuras, ¿las ves, ves a las mujeres pelirrojas?

Al principio, le había costado distinguir las toscas figuras en el débil rayo de luz de la linterna. Por eso fue mucho más fácil estudiar luego lo que el primer plano de la cámara reveló tan nítido.

Pero ella nunca olvidaría aquel primer día, cuando le había enseñado cada pequeña imagen de la secuencia; las gemelas danzando bajo la lluvia que caía, en diminutas rayitas, de un garabato de nube; las gemelas arrodilladas a cada lado de un altar donde yacía un cuerpo como si durmiera o estuviera muerto; las gemelas hechas prisioneras y en pie ante un tribunal de figuras severas; las gemelas huyendo. Y luego las viñetas ruinosas de las cuales nada se podía interpretar; y por fin una sola de las gemelas llorando y sus lágrimas cayendo como diminutas rayitas, como la lluvia, de unos ojos que también eran un par de rayitas negras.

Estaban esculpidas en la roca, con el pigmento añadido: naranja para el pelo, yeso blanco para las vestiduras, coloreado de verde para las plantas que crecían a su alrededor, y de azul para el cielo que cubría sus cabezas. Seis mil años habían pasado desde su creación en la oscuridad de la cueva.

Y no menos antiguos eran los relieves casi idénticos en una gruta formada en una roca, situada a gran altitud en la ladera del Huayna Picchu, en la otra parte del mundo.

También había realizado aquel viaje con su padre, un año después, cruzando el río Urubamba y subiendo a través de las junglas del Perú. Con sus propios ojos había visto a las dos mismas mujeres en un estilo notablemente similar, aunque no el mismo.

De nuevo en la pared lisa estaban las escenas de la mansa lluvia, de las gemelas pelirrojas en su alegre danza. Y luego la escena del lúgubre altar encantadoramente detallado. En el altar yacía el cuerpo de una mujer, y las gemelas sostenían en sus manos dos bandejas pequeñas, cuidadosamente dibujadas. Soldados caían sobre la ceremonia blandiendo las espadas. Las gemelas eran hechas prisioneras y lloraban. Y luego llegaba el tribunal hostil y la conocida huida. En otra imagen, borrosa pero aún discernible, las gemelas sostenían, entre las dos, a un niño, un pequeño fardo con puntos por ojos y un escaso mechón de pelo rojo; luego, como aparecían de nuevo soldados amenazadores, confiaban su tesoro a otros.

Y finalmente, una gemela, entre el exuberante follaje de la jungla, con los brazos levantados como si quisiera alcanzar a su hermana, con el pigmento rojo de su pelo fijado a la roca con sangre seca.

¡Qué bien recordaba su entusiasmo! Había compartido el éxtasis de su padre: había encontrado a las gemelas en dos mundos completamente distantes, en aquellas antiguas imágenes, ocultas en las cuevas montañosas de Palestina y del Perú.

Parecía un acontecimiento extraordinario para la Historia, nada podía haber parecido tan importante. Luego, un año después, se descubrió una cerámica en un museo de Berlín que contenía las mismas figuras, arrodilladas, con la bandeja en las manos ante el féretro de roca. Era un objeto tosco, sin documentación. Pero, ¿qué importaba? La habían fechado, con los métodos más fiables, en el 4000 a. C.; y allí había, sin error posible, en un lenguaje más reciente traducido del antiguo sumerio, aquellas palabras que significaban tanto para todos ellos:

LA LEYENDA DE LAS GEMELAS

Sí, tan terriblemente significativo había parecido todo. Las bases para el trabajo de toda una vida, hasta que presentó su investigación.

Se rieron de él. O no le hicieron caso. No era creíble, una tal conexión entre el Viejo y el Nuevo Mundo. ¡Desde luego no de seis mil años de antigüedad! Lo relegaron a, la «facultad de los locos», junto a los que hablaban de antiguos astronautas, de la Atlántida y del reino perdido de Mu.

¡Cuánto había discutido, conferenciado, suplicado que le creyeran, que viajasen con él a las cuevas para que lo vieran con sus propios ojos! ¡Cuántas veces había expuesto muestras del pigmento, los informes de los laboratorios, los detallados estudios de las plantas de las imágenes e incluso de las vestimentas blancas de las gemelas.

Otro hombre habría abandonado. Todas las universidades y fundaciones le habían vuelto la espalda. No tenía ni dinero siquiera para mantener a sus hijos. Trabajó como profesor para ganarse el pan de cada día, y, por las noches, escribió a los museos de todo el mundo. ¡Y se encontró una tablilla de arcilla, repleta de dibujos, en Manchester, y otra en Londres, y las dos representaban a las gemelas! Con dinero prestado viajó para fotografiar aquellos objetos de artesanía. Escribió artículos acerca de ellas para oscuras publicaciones. Continuó sus investigaciones.

Entonces llegó ella, la callada y excéntrica mujer que lo había escuchado, que había mirado sus materiales y que le había proporcionado un antiguo papiro, hallado en el presente siglo en una cueva del Alto Egipto; contenía exactamente las mismas imágenes y las palabras «La Leyenda de las Gemelas».

—Un regalo —le había dicho. Y después le había comprado la cerámica del museo de Berlín. También adquirió las tablillas de Inglaterra.

Pero el descubrimiento del Perú fue lo que la fascinó más. Le dio grandes sumas de dinero para regresar a Sudamérica y continuar su trabajo.

Durante años había investigado cueva tras cueva en busca de más indicios, hablado con los lugareños acerca de sus viejos mitos y leyendas, examinado ciudades en ruinas, templos, incluso antiguas iglesias cristianas en busca de piedras tomadas de capillas paganas.

Pero transcurrieron décadas y no encontró nada.

Al final, había sido su ruina. Incluso ella, su patrocinadora, le había dicho que desistiese. No quería que perdiese toda su vida en ello. Debía dejarlo a personas más jóvenes. Pero él no quiso escuchar. ¡Era su descubrimiento! ¡La Leyenda de las Gemelas! Y ella continuó firmando cheques para él y él prosiguió hasta que fue demasiado viejo para escalar montañas y para abrirse paso a machetazos por la jungla.

En los últimos años, dio conferencias muy de tarde en tarde. No pudo interesar a los nuevos estudiantes en aquel misterio, ni siquiera cuando enseñaba el papiro, la cerámica, las tablillas. Después de todo, aquellos objetos no encajaban realmente en ninguna parte, no pertenecían a ningún período definido. Y las cuevas, ¿podía encontrarlas alguien ahora?

Pero su patrocinadora había sido leal. Le había comprado una casa en Río, había creado un fondo para él, que sería para su hija a su muerte. Ella había pagado con su dinero la educación de su hija y muchas otras cosas. Era extraño que viviesen con tanto desahogo. Era como si, después de todo, hubiese tenido éxito en su obra.

—Llámala —repitió. Empezaba a sentirse agitado, sus manos vacías raspaban las fotografías. De hecho, su hija no se había movido aún. Permanecía tras su hombro mirando las imágenes, mirando las figuras de las gemelas.

—De acuerdo, padre. —Y lo dejó con el libro.

Al día siguiente, ya caída la tarde, su hija entró a darle un beso. La enfermera le dijo que había estado llorando como un niño. El abrió los ojos cuando su hija le apretó cariñosamente la mano.

—Sé lo que les hicieron —dijo él—. ¡Lo he visto! Fue sacrilegio lo que hicieron.

Su hija trató de calmarlo. Le dijo que había llamado a la mujer. Que la mujer estaba en camino.

—No estaba en Bangkok, papá. Se había mudado a Birmania, a Rangún. Pero conseguí dar con ella allí y estuvo muy contenta de tener noticias tuyas. Dijo que partiría en pocas horas. Quiere saber lo que soñaste.

Era tan feliz. ¡Ella venía! Cerró los ojos y volvió a hundir la cabeza en la almohada.

—Los sueños volverán a empezar, cuando oscurezca —susurró—. La tragedia entera volverá a empezar.

—Papá, descansa —dijo ella—. Hasta que ella venga.

En algún momento de la noche murió. Cuando su hija entró, ya estaba frío. La enfermera aguardaba instrucciones. Él tenía la mirada apagada, con las pestañas entrecerradas de los muertos. El lápiz le había caído en la colcha y tenía arrugado en su mano derecha un pedazo de papel (la guarda de su precioso libro).

Ella no lloró. Durante un momento, no hizo nada. Recordó la cueva de Palestina, la linterna. «¿Las ves, ves a las dos mujeres?»

Con toda suavidad, cerró sus ojos y besó su frente. Había algo escrito en el pedazo de papel. Levantó sus dedos fríos y yertos, sacó el papel y leyó las cuatro palabras que había garabateado con su temblorosa mano parecida a una araña:

«EN LAS JUNGLAS… ANDANDO.»

¿Qué podría significar?

Y ya era demasiado tarde para contactar con la mujer. Probablemente, llegaría en algún momento de la noche. Todo aquel viaje…

Bueno, le daría el papel, si le servía, y le contaría las cosas que le había dicho de las gemelas.

2. LA BREVE Y FELIZ VIDA DE BABY JENKS Y LA BANDA DEL COLMILLO

La Hamburguesa Asesina

se sirve aquí.

No hace falta que esperes

a las puertas del Cielo

por una muerte ácima.

Puedes ser un perdido

en esta misma esquina.

Mayonesa, cebollas, predominio de la carne.

Si quieres comerla,

tienes que cebarla.

—Volverás.

—Seguro.

STAN RICE

de «Suite Tejana»

Algo de cordero
(1975)

Baby Jenks apretó su Harley hasta los cien por hora; el viento helaba sus blancas manos desnudas. Tenía catorce años el verano pasado, cuando se lo hicieron, o sea, cuando la convirtieron en una de los Muertos, y, como «peso muerto», hacía cuarenta y dos kilos como máximo. Desde que había ocurrido, no se había cepillado el pelo —no tenía que hacerlo—, y ahora sus dos pequeñas trenzas rubias volaban hacia atrás por encima de los hombros de su chaqueta de cuero negro, impulsadas por la fuerza del viento. Inclinada hacia delante, con las comisuras de su boquita de piñón echadas para abajo y cara de pocos amigos, tenía un aspecto de niña traviesa y terriblemente astuta. Sus grandes ojos azules lucían inexpresivos.

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