La reina de los condenados (46 page)

BOOK: La reina de los condenados
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Por lo que se refería a Pandora, al mirarla, la vio viva y mortal, vio a la mujer impaciente, de clara inocencia, que había llegado a él hacía eternidades, en las calles negras y nocturnas de Antioquía, suplicándole que la hiciese inmortal; y no el remoto y melancólico ser que ahora permanecía sentado inmóvil, en su simples ropas bíblicas, contemplando, a través del muro de cristal que tenía, la galaxia que se desvanecía tras las nubes crecientes.

Incluso Eric, emblanquecido por los siglos y levemente radiante, retenía, como la misma Maharet, un aire de gran sentimiento humano, que una elegancia seductoramente andrógina hacía más llamativo.

El hecho era que Marius nunca había presenciado una asamblea semejante; una reunión de inmortales de todas las edades, desde el recién nacido hasta el más viejo; y cada uno dotado de inconmensurables poderes y debilidades, incluido el delirante joven que Armand había creado tan habilidosamente con toda la inagotable virtud de su sangre virgen. Marius dudaba que un tal «conciliábulo» se hubiese congregado alguna vez.

¿Y cómo encajaba él en la escena, él, que había sido el de más edad en su propio universo controlado con tanto cuidado, en el cual los antiguos habían sido dioses silenciosos? Los vientos le habían limpiado la sangre seca que se le había pegado en la cara y en la melena, larga hasta los hombros. Su larga capa negra estaba húmeda de las nieves de las cuales venía. Y, mientras se acercaba a la mesa, mientras esperaba con cierta altivez a que Maharet le ofreciera asiento, se le ocurrió que su propia apariencia era tanto más monstruosa que la de los demás, con sus ojos azules, y fríos por la animosidad que ardía en su interior.

—Por favor —le dijo ella cortésmente. Le señaló la silla vacía de madera situada ante él, un lugar de honor, quedaba claro, a los pies de la mesa; es decir, si se concedía que ella se sentaba a la cabecera.

Cómoda lo era, no como muchos de los muebles modernos. Su respaldo curvado le proporcionó una agradable sensación al sentarse, y pudo reposar la mano en el brazo, lo cual también era bueno. Armand se adjudicó la silla vacante a su derecha.

Maharet se sentó en absoluto silencio. Apoyó sus manos con los dedos entrelazados en la madera pulida ante sí. Inclinó la cabeza como si quisiera poner orden a sus pensamientos antes de empezar.

—¿Nosotros somos todo lo que queda? —inquirió Marius—. Aparte de la Reina, del príncipe travieso y… —Se interrumpió.

Una oleada de callada confusión recorrió a los demás. La gemela muda, ¿dónde estaba? ¿Cuál era el misterio?

—Sí —respondió Maharet sobriamente—. Aparte de la Reina, del príncipe travieso y de mi hermana. Sí, somos los únicos que quedamos. O los únicos que quedamos que cuentan.

Hizo una pausa como para dejar que las palabras hicieran su pleno efecto. Sus ojos recorrieron los rostros de toda la asamblea.

—Muy lejos —dijo—, puede haber otros, viejos que han preferido quedar al margen. U otros que ella aún caza, que ya están sentenciados. Pero nosotros somos lo que queda en términos de destino o decisión. O de intención.

—Y mi hijo —dijo Gabrielle. Su voz fue cortante, llena de emoción y de sutil indiferencia por los presentes—. ¿No habrá nadie entre vosotros que me diga lo que ella le ha hecho y dónde esta? —Pasó la mirada de la mujer a Marius, con desesperación—. Seguro que alguien de vosotros tiene poder suficiente para saber dónde está.

Su parecido con Lestat conmovió a Marius. Era de ésta que Lestat había recibido su fuerza, sin duda alguna. Pero había una frialdad en ella que Lestat nunca comprendería.

—Está con ella, como te dije —respondió Khayman, con voz profunda y calma—. Pero la Madre no nos permite saber más que eso.

Gabrielle no lo creía, evidentemente. En ella había un deseo de huir, de marchar de allí, de irse sola. Nada podía haber obligado a los demás a alejarse de aquella mesa. Pero Gabrielle no se había comprometido con la reunión, era claro.

—Permitid que explique eso —dijo Maharet—, porque es de la mayor importancia. La Madre es muy hábil en esconderse, desde luego. Pero nosotros, los de los primeros siglos, nunca hemos sido capaces de comunicarnos en silencio como la Madre o el Padre, o entre nosotros. Se trata de que estamos demasiado cerca de la fuente del poder que nos hace lo que somos. Somos sordos y ciegos a las mentes de otro viejo, igual que ocurre entre los maestros y los novicios que hay entre vosotros. Sólo con el paso del tiempo y con la creación de más y más bebedores de sangre se adquiere el poder de comunicarse en silencio, como hemos hecho con los mortales a lo largo de siglos.

—Entonces Akasha no te podría encontrar —dijo Marius—. Ni a ti ni a Khayman, si no estuvierais con nosotros.

—Así es. Tiene que ver a través de vuestras mentes o no puede ver. Y así nosotros tenemos que verla a través de las mentes de otros. Exceptuando, por supuesto, cierto sonido que oímos de tanto en tanto, cuando se aproxima un poderoso, un sonido que tiene que ver con un gran derroche de energía, y con la respiración y la sangre.

—Sí, aquel sonido —murmuró Daniel—. Aquel sonido atroz, trepanador.

—¿Pero no existe algún lugar donde nos podamos esconder de ella? —preguntó Eric—. ¿Los de nosotros que pueden oír y ver? —Fue la voz de un hombre joven, claro está, y con un acento marcado e indefinible, cada palabra entonada con gran belleza.

—Ya sabes que no existe tal lugar —respondió Maharet haciendo gala de gran paciencia—. Pero perdemos el tiempo hablando de escondernos. Estáis aquí porque ella no os puede matar o porque no quiere hacerlo. Dejémoslo así. Debemos seguir.

—O porque no ha acabado aún —dijo Eric con fastidio—. ¡Su mente infernal no ha tomado aún una decisión acerca de quién tiene que morir y de quién tiene que vivir!

—Creo que aquí estáis seguros —dijo Khayman—. Ha tenido su oportunidad con cada uno de los presentes, ¿no es así?

Pero aquello era el quid de la cuestión, se percató Marius. No estaba del todo claro que la Madre hubiese tenido su oportunidad con Eric, porque Eric viajaba, aparentemente, en compañía de Maharet. Eric fijó los ojos en Maharet. Hubo un brevísimo intercambio silencioso, pero no fue telepático. Lo que quedó claro para Marius era que Maharet había creado a Eric, sabía con certeza si Eric era ahora lo bastante fuerte para la Madre. Maharet suplicaba calma.

—Pero puedes leer la mente de Lestat, ¿no? —dijo Gabrielle—. ¿No puedes descubrirlos a los dos por medio de él?

—No siempre puedo salvar una distancia pura, enorme —respondió Maharet—. Si quedaran otros bebedores de sangre que pudiesen recoger los pensamientos de Lestat y reexpedírmelos a mí, bien, entonces claro que podría encontrarlo al instante. Pero, por lo que sabemos, esos bebedores de sangre no existen. Y Lestat siempre ha tenido gran pericia para ocultar su presencia; es algo natural en él. Siempre es así con los fuertes, con los que son autosuficientes y agresivos. Esté donde esté ahora, se cierra a nosotros por acto reflejo.

—Ella lo ha raptado —dijo Khayman. Extendió el brazo por encima de la mesa y reposó su mano en la de Gabrielle—. Ella nos lo va a revelar todo cuando esté dispuesta. Y, si mientras tanto decide dañar a Lestat, no hay absolutamente nada que nosotros podamos hacer.

Marius casi rió. Parecía que para aquellos viejos las afirmaciones de verdad absoluta fuesen un consuelo; ¡qué curiosa combinación de vitalidad y pasividad eran! ¿Había sido así en los albores de la historia escrita? ¿Cuando la gente percibía lo inevitable, permanecía en una inmovilidad absoluta y lo aceptaba? Le costaba comprenderlo.

—La Madre no hará daño a Lestat —dijo a Gabrielle, a todos—. Lo ama. Y en lo esencial es un tipo de amor corriente. No le va a hacer daño porque no quiere hacérselo a sí misma. Y ella conoce, al igual que nosotros, todos sus trucos, con toda seguridad. Lestat no va a ser capaz de provocarla, aunque probablemente sea lo bastante estúpido para intentarlo.

Gabrielle hizo un ligero asentimiento con la cabeza, con un rastro de sonrisa triste. Era su opinión comprobada que Lestat podía provocar finalmente a quien fuera, si se le daba suficiente tiempo y oportunidades; pero se guardó aquella opinión para sí misma.

No estaba ni consolada ni resignada. Apoyó bien la espalda en la silla de madera y fijó la mirada más allá de ellos, como si ya no existieran. No se sentía unida a aquel grupo; no se sentía unida a nadie si no era a Lestat.

—De acuerdo pues —dijo ella con frialdad—. Responde a la pregunta crucial. Si destruyo al monstruo que se ha llevado a mi hijo, ¿moriremos todos?

—¿Y cómo diablos vas a destruirla? —interrogó Daniel asombrado.

Eric soltó una risita burlona.

Gabrielle lanzó una mirada condescendiente a Daniel. En Eric no pareció fijarse. Volvió la vista de nuevo hacia Maharet.

—Bien, ¿es verdad el viejo mito? Si me cargo a esa perra, hablando vulgarmente, ¿también me cargo al resto?

Se oyeron unas leves risitas en la reunión. Marius meneó la cabeza. Pero Maharet le hizo una sonrisa de reconocimiento a la vez que asentía.

—Sí. Ya lo probaron en los primeros tiempos. Lo probaron muchos estúpidos que no lo creían. El espíritu que habita en ella nos anima a todos. Destruye al huésped y destruyes el poder. Los jóvenes morirán primero; los viejos se consumirán lentamente; los más viejos a lo mejor lo resistirán. Pero ella es la Reina de los Condenados y los Condenados no pueden vivir sin ella. Enkil era sólo su consorte y por eso no tiene relevancia alguna que lo haya liquidado y se haya bebido su sangre hasta la última gota.

—La Reina de los Condenados —masculló Marius por lo bajo. Había habido una extraña inflexión en la voz de Maharet al pronunciar aquella expresión, como si los recuerdos se hubiesen removido en su interior, dolorosamente, de una manera atroz; recuerdos que el paso del tiempo no había difuminado. Como no estaban difuminados los sueños. De nuevo notó la sensación de rigidez y severidad de aquellos antiquísimos seres, para quienes tal vez el lenguaje (y todos los pensamientos gobernados por el lenguaje) no había sido innecesariamente complejo.

—Gabrielle —dijo Khayman, pronunciando el nombre exquisitamente—. No podemos ayudar a Lestat. Tenemos que aprovechar ese tiempo para hacer un plan. —Se volvió hacia Maharet—. Los sueños, Maharet. ¿Por qué los sueños han venido a nosotros, ahora? Eso es lo que todos deseamos saber.

Hubo un silencio prolongado. Todos los presentes habían sabido, de una forma u otra, algo de aquellos sueños. A Gabrielle y a Louis sólo los habían afectado un poco; de hecho, tan ligeramente que Gabrielle, antes de aquella noche, no les había prestado ninguna atención, y Louis, temeroso por Lestat, los había echado de su mente. Incluso Pandora, quien confesó no tener conocimiento personal de ellos, había hablado a Marius del aviso de Azim. Santino los había catalogado de trances hórridos, de los cuales él no podía escapar.

Marius sabía ahora que habían sido un hechizo dañino para los jóvenes, para Jesse y Daniel, y casi tan crueles como habían sido para él.

Pero Maharet no respondía. El dolor en sus ojos se había intensificado; Marius lo percibió como una vibración sin sonido. Percibió los espasmos en los minúsculos nervios.

Se inclinó ligeramente hacia delante y cruzó las manos encima de la mesa.

—Maharet —dijo—. Es tu hermana quien nos envía los sueños. ¿No es así?

No hubo respuesta.

—¿Dónde está Mekare? —insistió.

Silencio otra vez.

Notó el dolor en el interior de ella. Y lo lamentó, hondamente, lamentó una vez más haber hablado con tanta brusquedad. Pero si él tenía que ser de alguna utilidad allí, debía forzar las cosas hasta llegar a una conclusión. Pensó de nuevo en Akasha en la cripta, aunque no supo por qué. Recordó la sonrisa en el rostro de ella. Pensó en Lestat, con ganas de protegerlo desesperadamente. Pero Lestat ahora era sólo un símbolo. Un símbolo de sí mismo. De todos.

Maharet lo miraba de la manera más extraña, como si él fuera un misterio para ella. Miró a los demás. Finalmente habló:

—Fuisteis testigos de nuestra separación —dijo—. Todos vosotros. Lo visteis en sueños. Visteis la turba rodeándonos, a mí y a mi hermana; visteis como nos separaban a la fuerza; que nos colocaban en ataúdes de roca, Mekare incapaz de gritar porque le habían cortado la lengua y yo incapaz de verla por última vez porque me habían arrancado los ojos.

»Pero yo veía a través de las mentes de los que nos herían. Sabía que nos llevaban a orillas del mar. A Mekare hacia el oeste y a mí hacia el este.

»Diez noches erré en la balsa de troncos y brea, encerrada viva en un ataúd de roca. Y, finalmente, cuando la balsa se hundió y el agua levantó la tapa del ataúd, quedé libre. Ciega, hambrienta, nadé hasta la costa y robé, al pobre mortal que primero encontré, los ojos para ver y la sangre para vivir.

»Pero ¿Mekare? Hacia el gran océano occidental había sido echada, a las aguas que corrían hacia el fin del mundo.

»Y, desde aquella primera noche en adelante, la busqué; la busqué por Europa, por Asia, por las junglas del sur y las tierras heladas del norte. Siglo tras siglo la busqué; por fin, crucé el océano occidental, cuando lo hicieron los mortales, para seguir mi búsqueda también por el Nuevo Mundo.

»Nunca encontré a mi hermana. Nunca encontré a un mortal o a un inmortal que la hubiera visto o que hubiera oído su nombre. Luego, en este siglo, en los años posteriores a la segunda gran guerra, en las altas montañas selváticas del Perú, un arqueólogo solitario descubrió la indiscutible evidencia de la presencia de mi hermana en las paredes de una cueva poco profunda: pinturas realizadas por mi hermana, figuras de trazo simple y pigmento rudimentario que contaban la historia de nuestras vidas juntas, los sufrimientos que ya conocéis.

»Pero, seis mil años antes, aquellos dibujos ya habían sido grabados en la roca. Y hace seis mil años que mi hermana fue separada de mí. Nunca se encontró otra evidencia de su existencia.

»Sin embargo nunca he abandonado la esperanza de encontrar a Mekare. Siempre he sabido, como sólo puede saber una gemela, que aún anda por la Tierra, que no estoy sola aquí.

»Y ahora, en estas últimas diez noches, por primera vez he tenido pruebas de que mi hermana continúa conmigo. Ha venido a mí por medio de los sueños.

»Esos sueños son los pensamientos de Mekare; las imágenes de Mekare; el dolor y el rencor de Mekare.»

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