La reina de los condenados (42 page)

BOOK: La reina de los condenados
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Pero, ¿dónde estaba? Entonces la vi, lejos, lejos de mí, en el otro extremo de la sala. Una diminuta figura en la entrada de la torre. Ahora apenas podía distinguir sus rasgos faciales, aunque podía ver tras ella el hueco negro que dejaba la puerta abierta.

Eché a andar hacia ella.

—No —dijo—. Ya es hora de que utilices la fuerza que te he dado. Simplemente, ¡ven!

No me moví. Tenía la mente clara. Tenía la visión clara. Y sabía lo que ella quería decir. Pero tenía miedo. Yo siempre había sido el veloz corredor, el saltador, el que hacía acrobacias. La velocidad sobrenatural que confundía a los mortales, eso no era nuevo para mí. Pero ella pedía un logro diferente. Yo tenía que dejar el lugar donde me encontraba y situarme en el mismo instante junto a ella, con una velocidad que ni yo mismo podría trazar. Requería una entrega total, intentar una proeza semejante.

—Sí, entrégate —dijo ella amablemente—. Ven.

Durante un tenso momento, me quedé simplemente mirándola, con su blanca mano que resplandecía apoyada en el canto de la puerta rota. Y tomé la decisión de estar a su lado. Fue como si un huracán me hubiera arrebatado, fragoroso y de fuerzas desatadas. ¡Ya estaba allí! Sentí que me estremecía de pies a cabeza. La piel de mi cara me dolió un poco, pero ¡qué importaba! Miré en sus ojos y sonreí.

Era hermosa, tan hermosa. La diosa de largo y trenzado pelo negro. Impulsivamente la tomé en mis brazos y la besé, besé sus fríos labios y sentí que cedían ante mí solo un poco.

Entonces, la blasfemia de aquel acto me sacudió. Era como cuando la había besado en la cripta. Quise decir algo como disculpa, pero de nuevo estaba contemplando su garganta, hambriento de sangre. Me torturaba saber que podía beberla y saber quién era ella; ella, que podía haberme destruido en un segundo con nada más que el deseo de verme morir. Así había actuado con los demás. El peligro me provocaba emoción, oscura emoción. Cerré mis dedos en torno a sus brazos, sentí que su carne cedía, aunque sólo ligeramente. La volví a besar, una y otra vez. Y en los besos sentí el sabor de la sangre.

Se apartó de mí y puso un dedo en mis labios. Luego tomó mi mano y me hizo cruzar la puerta de la torre. La luz de las estrellas caía por el techo roto, decenas de metros por encima de nosotros, y cruzaba un agujero abierto en el suelo del cuarto más alto.

—¿Ves? —dijo ella—. El cuarto de arriba sigue allí. Las escaleras han desaparecido. Es imposible llegar al cuarto. Salvo para ti y para mí, príncipe mío.

Lentamente empezó a subir. Sin quitarme los ojos de encima mientras ascendía; la rara seda de su vestido ondulaba sólo ligeramente. Contemplé con asombro como ella se elevaba más y más, con la capa agitada como por una débil brisa. Atravesó la abertura y se quedó en el mismo borde.

¡Decenas de metros! Para mí era imposible hacerlo…

—Ven a mí, príncipe mío —dijo, y su dulce voz viajó por el vacío—. Haz como has hecho antes. Hazlo rápido, y, cómo a menudo dicen los mortales, no mires hacia abajo. —Risa susurrada.

Supongamos que consigo subir una quinta parte de la altura total (un buen salto, la altura, diría yo, de un edificio de cuatro plantas, lo cual era bastante fácil para mí, pero también era mi límite): vértigo. No era posible. Desorientación. ¿Cómo habíamos llegado allí?

De nuevo todo daba vueltas. La veía, pero era un ensoñación y las voces empezaban a hacer acto de presencia. No quería perder aquel momento. Quería permanecer conectado con el tiempo en una serie de momentos encadenados, comprenderlo en mis propios términos.

—¡Lestat! —murmuró—. Ahora. —Qué acto más tierno, su delicado gesto indicándome que fuera rápido.

Hice lo mismo que había hecho antes; la miré y decidí que al instante debería encontrarme a su lado.

El huracán de nuevo, el aire azotándome; lancé mis brazos hacia arriba y combatí la resistencia. Creo que vi el agujero en las tablas rotas cuando lo crucé. Y ya estaba allí, temblando, aterrorizado por la posibilidad de caer.

Se oía como si estuviera riendo; pero creo que tan sólo estaba enloqueciendo un poco. En realidad, llorando.

—Pero ¿cómo? —dije—. Tengo que saber cómo lo hice.

—Tú mismo sabes la respuesta —contestó ella—. Lo intangible que te anima tiene muchísima más fuerza que antes. Te ha movido como siempre te ha movido. Tanto si das un paso como si emprendes un vuelo, simplemente es una cuestión de grados de intensidad.

—Quiero probar otra vez —dije yo.

Sonrió con mucha suavidad, pero espontáneamente.

—Fíjate en este cuarto —dijo—. ¿Lo recuerdas?

Asentí.

—Cuando era joven, pasaba aquí la mayor parte del tiempo —respondí. Me alejé de ella. Vi montones de muebles decaídos: los pesados bancos y taburetes que una vez habían llenado nuestro castillo, artesanía medieval tan rudimentaria y tan maciza que era casi indestructible, como los árboles caídos en el bosque que permanecen allí durante siglos, los puentes sobre ríos, con los troncos recubiertos de musgo. Así que la carcoma no se había comido por completo aquellos objetos. Incluso los viejos cofres resistían, y una armadura. Oh, sí, la vieja armadura, fantasma de la gloria pasada. Y en el polvo vi un levísimo tinte de color. Tapices, pero estaban totalmente arruinados.

Debían de haber trasladado allí aquellas cosas durante la revolución, para conservarlas en lugar seguro; después las escaleras se habían derrumbado.

Me acerqué a una de las ventanas pequeñas y estrechas y observé el paisaje. Muy a lo lejos, reposando en la ladera de la montaña, aparecían las luces eléctricas de un pueblecito, dispersas, pero allí estaban. Un coche se hacía camino por la estrecha carretera. Ah, el mundo moderno, tan cerca y sin embargo tan lejos. El castillo era el fantasma de sí mismo.

—¿Por qué me has traído aquí? —le pregunté—. Es tan doloroso ver esto, más doloroso que cualquier otra cosa.

—Mira allí, a aquella armadura —dijo—. Y a lo que hay en sus pies. ¿Recuerdas las armas que llevaste contigo el día en que saliste a matar a los lobos?

—Sí. Las recuerdo.

—Vuelve a mirarlas. Yo te daré nuevas armas, armas infinitamente más poderosas, con las cuales a partir de ahora matarás por mí.

—¿Matar?

Di una mirada al cofre de las armas. Parecían oxidadas, inservibles; salvo por la vieja espada, la mejor, la que había sido de mi padre, que había heredado de su padre, quien la había obtenido de su padre y así sucesivamente, hasta remontarse a los tiempos de San Luis. La espada del señor, la que yo, el séptimo de los hijos, había tomado aquella madrugada, tan lejana, para salir como un príncipe medieval a matar lobos.

—Pero ¿a quién mataré? —pregunté.

Se acercó a mí. Qué dulce era su cara: rebosaba inocencia. Juntó las cejas; sólo por un instante apareció en su frente aquel pliegue vertical de carne. Luego volvió a quedar lisa.

—Quiero que me obedezcas sin dudar —dijo con amabilidad—. La comprensión ya llegará luego por sí sola. Pero éste no es tu sistema.

—No —confesé—. Nunca he sido capaz de obedecer a nadie, al menos durante mucho tiempo.

—Tan temerario —comentó sonriendo.

Abrió con gracia la mano derecha y, casi de súbito, sostuvo la espada. Me pareció haber percibido que el arma se desplazaba hacia ella, como un imperceptible cambio en la atmósfera, nada más. Me quedé contemplándola, la vaina, decorada con joyas y la gran empuñadura de bronce, que evidentemente tenía la forma de una cruz. El cinto aún colgaba de la vaina, el cinto que había comprado para el arma un verano de muchos años atrás, aquel cinto de piel curtida y acero trenzado.

Era un monstruo de arma, que tanto servía para golpear como para cortar como para clavar. Recordaba su peso, recordaba cómo me había dejado el brazo dolorido al abatirla una y otra vez contra el ataque de los lobos. A menudo, en el combate, los caballeros manejaban tales armas con ambas manos.

Pero ¿qué sabía yo de tales batallas? No había sido caballero. Había ensartado un animal con aquella arma. Mi único momento de gloria mortal y… ¿qué me había proporcionado? La admiración de un maldito chupador de sangre que había decidido hacerme su heredero. Colocó la espada en mis manos.

—Ahora no pesa, príncipe mío —dijo—. Eres inmortal. Un auténtico inmortal. Tienes mi sangre. Y usarás tus nuevas armas para mí, tal como una vez usaste esta espada.

Al tocar la espada, un violento temblor recorrió mi cuerpo; era como si el arma contuviese un recuerdo latente de lo que ella misma había presenciado; de nuevo vi a los lobos; me vi en el ennegrecido bosque helado, en pie, dispuesto a matar.

Y me vi un año más tarde en París, muerto, inmortal; un monstruo, y con motivo de aquellos lobos. «Matalobos», me había llamado el vampiro. ¡Me había elegido de entre el redil de los comunes porque había aniquilado a los malditos lobos! ¡Y qué orgullosamente había vestido sus pieles por las calles invernales de París!

¿Cómo podía sentir aún ahora aquella amargura? ¿Prefería estar muerto y enterrado en el cementerio del pueblo? De nuevo miré por la ventana a la ladera de la montaña cubierta de nieve. ¿No estaba ocurriendo lo mismo? Era amado por lo que había sido en aquellos tempranos años irreflexivos, mortales. De nuevo pregunté:

—Pero ¿a quién o qué voy a matar?

Ninguna respuesta.

Volví a pensar en Baby Jenks, aquella cosita miserable, y en todos los bebedores de sangre que ahora estaban muertos. Yo había deseado una guerra con ellos, una pequeña guerra. Y todos estaban muertos. Todos los que habían respondido al grito de batalla, muertos. Vi la casa de la congregación de Estambul, ardiendo; vi a uno de los viejos que ella había cazado y quemado muy despacito; vi a uno que había luchado con ella y que le había lanzado una maldición. Yo lloraba otra vez.

—Sí, te he quitado el público —dijo—. He incendiado la arena del circo en donde buscabas el éxito. ¡Te he robado la batalla! Pero ¿no te das cuenta? Te ofrezco cosas mucho mejores a las que nunca has aspirado. Te ofrezco el mundo, príncipe mío.

—¿Y cómo?

—Deja de verter lágrimas por Baby Jenks, y por ti mismo. Piensa en los mortales por los que deberías llorar. Imagínate a todos los que han sufrido durante los largos y tristes siglos; las víctimas del hambre, de las privaciones y de la violencia sin límite. Víctimas de la interminable injusticia y del interminable guerrear. ¿Cómo puedes llorar por una raza de monstruos, los cuales, sin guía ni propósito, representaban el papel del diablo con todo mortal con quien se cruzaban?

—Lo sé. Comprendo…

—¿Sí? ¿O simplemente te retractas de tales actos para representar tus juegos simbólicos? Símbolo del mal en tu música rock. Eso no es nada, príncipe mío, nada de nada.

—¿Por qué no me matas como a los demás? —pregunté, beligerante, miserable. Agarré la empuñadura de la espada con la mano derecha. Me imaginé que aún podría ver la sangre seca de lobo en la hoja. Liberé la espada de la funda de cuero. Sí, sangre de lobo— No soy mejor que los demás, ¿verdad? —dije—. ¿Por qué has perdonado a algunos?

El miedo me frenó de pronto. El terrible miedo por Gabrielle y Louis y Armand. Por Marius. Incluso por Pandora y Mael. Miedo por mí mismo. No existe nada en la creación que no luche por la vida, incluso si no hay justificación verdadera. Quería vivir; siempre lo he querido.

—Desearía que me amaras —susurró ella tiernamente. Una voz así. En un sentido era como la voz de Armand; una voz que, cuando te hablaba, se podía acariciar. Te arrastraba consigo—. Y por eso voy a tomarme mi tiempo contigo —prosiguió. Puso sus manos en mis brazos y me miró a los ojos—. Quiero que comprendas. ¡Eres mi instrumento! Y también lo serán los demás, si son sensatos. ¿No te das cuenta? Todo se ha realizado bajo un propósito: tu venida, mi despertar. Porque ahora las esperanzas de los milenios pueden ser por fin llevadas a cabo. Fíjate en aquel pueblo, en este castillo en ruinas. Esto podría ser Belén, mi príncipe, mi salvador. Y juntos realizaremos los sueños más perdurables del mundo.

—Pero ¿cómo podrá ser? —pregunté. ¿Sabía ella lo asustado que estaba? ¿Sabía que sus palabras me conducían del simple miedo al pavor puro? Seguro que sí.

—Ah, eres tan fuerte, tan principesco —dijo—. Pero estás destinado a mí, con toda certeza. Nada te vence. Temes y no temes. Durante un siglo he observado cómo sufrías, he observado cómo te debilitabas y finalmente descendías al interior de la tierra para dormir; y luego te vi despertar, la exacta imagen de mi resurrección.

Inclinó la cabeza como si escuchara sonidos muy distantes. Las voces alzándose. Yo también las oía, tal vez porque ella las oía. Oí el sonoro estrépito. Y, luego, molesto, aparté las voces de mí.

—Tan fuerte —dijo—. No te pueden arrastrar hacia ellas, las voces, pero no menosprecies este poder; es tan importante como cualquier otro de los que posees. Te dedican plegarias, al igual que siempre las han dedicado a mí.

Comprendía lo que quería decir. Pero yo no quería escuchar sus plegarias; ¿qué podía hacer por ellos? ¿Qué tenían que ver las plegarias con lo que yo era?

—Durante siglos han sido mi único consuelo —prosiguió—. Durante horas, durante semanas, durante años, he escuchado; en los primeros tiempos me parecía que las voces que oía habían tejido un sudario para hacer de mí una muerta y enterrada. Luego aprendí a escuchar con más atención. Aprendí a seleccionar una voz de entre muchas, a elegir un hilo de entre el conjunto. Sólo escucharía aquella voz y, a través de ella, conocería el triunfo y la ruina de un alma única.

La observaba en silencio.

—Después, con el paso de los años, adquirí más poder; a dejar mi cuerpo, invisiblemente, e ir al único mortal cuya voz escuchaba, para ver a través de los ojos del mortal. Entraba en el cuerpo de éste o de aquél. Andaba en la luz del sol y en la oscuridad; sufría; tenía hambre; conocía el dolor. A veces entraba en los cuerpos de los inmortales; entré en el cuerpo de Baby Jenks. A menudo me introducía en Marius. Egoísta, vano Marius, Marius que confunde la codicia con el respeto, que todavía se siente deslumbrado por las decadentes creaciones de un estilo de vida tan egoísta como él mismo. Oh, no sufras así. Lo quería. Lo quiero ahora; ha cuidado de mí. Mi guardián. —Su voz fue amarga, pero sólo un instante—. Pero más a menudo penetraba en uno de entre los pobres y desdichados. Era la crudeza de la vida auténtica lo que ansiaba.

Se interrumpió; sus ojos estaban nublados; juntó las cejas y las lágrimas brotaron de sus ojos. Yo conocía el poder del que hablaba, pero sólo en parte. Quería consolarla, pero cuando alargué los brazos para abrazarla, con un gesto me indicó que me quedara quieto.

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