Read La reina de los condenados Online
Authors: Anne Rice
Maharet los condujo por una serie de grandes habitaciones amuebladas, dispuestas para ser utilizadas. El lugar, a pesar de estar abierto a la naturaleza, tenía aspecto de una ciudadela; las vigas del techo eran enormes; los hogares, todos en rugientes llamas, no eran más que losas colocadas en el suelo.
Tan parecidas a las antiguas salas de audiencia de Europa, en la Baja Edad Media, cuando las rutas romanas habían quedado en ruinas, la lengua latina olvidada y las primitivas tribus guerreras se habían alzado de nuevo. Al final los celtas habían salido triunfantes. Fueron los que conquistaron Europa; los castillos feudales no fueron más que campamentos celtas; incluso en los modernos estados, las supersticiones celtas sobrevivían por encima de la razón romana.
Pero las instalaciones del lugar lo llevaron a rememorar tiempos todavía más anteriores. Hombres y mujeres habían vivido en las ciudades construidas de aquel modo antes de la invención de la escritura; en habitaciones de yeso y madera; entre telas tejidas a mano u objetos de metal batido artesanalmente.
Le gustó mucho. «Ah, el idiota de cerebro otra vez! —pensó—; que pudiera gustarle algo en momentos como aquellos…» Pero los edificios construidos por inmortales siempre lo habían intrigado. Y aquella era una casa para ser estudiada con atención, una casa que se llegaba a conocer después de largo tiempo transcurrido.
Ahora cruzaron una puerta de acero que los llevó al interior de la misma montaña. El olor a tierra viva lo envolvió. Y sin embargo andaban a través de nuevos pasillos de metal, entre paredes de cinc. Oyó los generadores, los ordenadores y los dulces zumbidos eléctricos que lo hicieron sentirse tan seguro como en su propia casa.
Subieron por unas escaleras de hierro. Volvían y revolvían una y otra vez sobre sí mismas; Maharet los conducía arriba y arriba. Luego, unas paredes más rudimentarias mostraron las entrañas de la montaña, sus profundas vetas de arcilla y rocas de colores. Pequeños helechos crecían allí; pero ¿por dónde les llegaba la luz? Por un tragaluz de muy arriba, en el techo. Una pequeña puerta al cielo. Levantó la vista, agradecido, hacia el diminuto destello de luz azul.
Finalmente salieron a un ancho rellano y entraron en un pequeño cuarto a oscuras. Había una puerta abierta que daba a una sala mucho más espaciosa, donde los demás aguardaban; pero lo único que Marius pudo ver en aquel momento fue el brillante impacto de la luz que arrojaba el fuego distante, y que le hizo desviar la mirada.
Alguien lo estaba esperando en aquel pequeño cuarto, alguien cuya presencia había sido incapaz, excepto por los métodos más ordinarios, de detectar. Una figura que ahora estaba tras él. Y, mientras Maharet entraba en la estancia mayor, tomando a Pandora, Santino y Mael consigo, Marius comprendió lo que iba a suceder. Para hacerle frente mejor, aspiró con lentitud y cerró los ojos.
Qué trivial pareció toda su amargura; pensó en aquél cuya existencia había sido, durante siglos, sufrimiento ininterrumpido, cuya juventud, con todas sus necesidades, había sido verdaderamente eternizada; en aquél a quien no había logrado salvar o perfeccionar. Cuántas veces al año no había soñado en aquel encuentro, que nunca había tenido valor para llevar a término; y ahora, en aquel campo de batalla, en aquel tiempo de ruina y de agitación, iban a encontrarse por fin.
—Amor mío —musitó. Se sintió fustigado, como anteriormente, cuando había echado a volar por encima de los yermos, más allá del reino de las calladas nubes. Nunca había pronunciado palabras con más sinceridad—. Mi hermoso Amadeo —dijo.
Y extendió el brazo y sintió el contacto de la mano de Armand.
Blanda aquella carne antinatural, blanda como si fuera humana, y fresca y tan suave. Ahora no pudo evitarlo. Estaba llorando. Abrió los ojos a la figura aniñada que estaba ante él. ¡Oh, que expresión! De tanta aceptación, de tanta entrega. Luego abrió los brazos.
Siglos atrás, en un palazzo de Venecia, había intentado captar en pigmentos imperecederos la cualidad de aquel amor. ¿Cuál había sido la lección? ¿Que en todo el mundo no hay dos almas que puedan abrigar el mismo secreto, el mismo don de devoción o de abandono? ¿Que en un niño de la calle, un niño herido, había encontrado una mezcla de tristeza y de grácil simplicidad que rompería su corazón para siempre? ¡Éste lo había comprendido! ¡Éste lo había amado como nadie nunca lo había amado!
A través de las lágrimas, vio que no había recriminación por el gran experimento que había salido mal. Vio el rostro que había pintado, ahora un poco ensombrecido por lo que ingenuamente llamamos sabiduría; y vio el mismo amor en que había confiado tanto en aquellas noches perdidas.
Sólo con que hubiera tiempo, tiempo de buscar la quietud del bosque (algún lugar cálido, recluido entre las encumbradas secoyas), y allí, hablar horas y horas, sin prisas, durante largas noches. Pero los demás esperaban; y así, aquellos momentos fueron los más preciosos y los más tristes.
Estrechó a Armand en sus brazos. Besó los labios de Armand y su largo pelo suelto, vagabundo. Pasó sus manos con avidez por los hombros de Armand. De Armand miró la delgada mano blanca que sostenía entre las suyas. Todos los detalles que había intentado inmortalizar en la tela; todos los detalles que había conservado en la muerte.
—¿Están esperando, no? —preguntó—. No nos van a permitir más que unos instantes.
Armand asintió sin pensarlo. Y en voz baja, apenas audible, dijo: —Serán suficientes. Siempre supe que nos volveríamos a encontrar. —¡Oh, los recuerdos que despertó aquel timbre de voz! El palazzo con sus techos artesonados, las camas recubiertas de terciopelo rojo. La figura de aquel muchacho subiendo a toda prisa por la escalera de mármol, con la tez roja por el viento invernal del Adriático, sus ojos pardos encendidos—. Incluso en los momentos de más grave peligro —prosiguió la voz— sabía que nos encontraríamos antes de ser libres para morir.
—¿Libres para morir? —repitió Marius interrogativamente—. Siempre somos libres para morir, ¿no? Ahora bien, lo que hemos de tener es el valor para hacerlo, si en efecto es lo que hay que hacer.
Armand pareció meditar sobre esto un momento. Y el leve distanciamiento que emergió en su rostro atrajo de nuevo la tristeza de Marius.
—Sí, es cierto —dijo.
—Te quiero —susurró de pronto Marius, tan apasionadamente como podría haberlo hecho un mortal—. Siempre te he querido. Desearía poder creer en algo más que en el amor, en estos momentos; pero no puedo.
Un pequeño ruido los interrumpió. Maharet se había acercado a la puerta.
Marius deslizó su brazo y envolvió los hombros de Armand. Hubo un último momento de silencio y entendimiento entre ambos. Y luego siguieron a Maharet hacia una inmensa sala, situada cerca de la cima de la montaña.
Todo era de cristal, excepto la pared tras él y la distante chimenea de hierro que colgaba del techo, encima del fuego inflamado. No había otra luz excepto la de las llamas y, hacia arriba y a lo lejos, las puntiagudas hojas de las monstruosas secoyas y el templado cielo del Pacífico con sus vaporosas nubes y sus diminutas y temerosas estrellas.
Pero aún era bello, ¿no? Aunque no fuera el cielo de la bahía de Nápoles o el que se podía contemplar desde la ladera del Anapurna o desde un navio a la deriva en medio del mar ennegrecido. Era belleza su mera extensión, y ¡pensar que sólo momentos antes había estado allí arriba, errando en la oscuridad, a la vista sólo de sus compañeros de viaje o de las mismas estrellas! Recuperó de nuevo la alegría, como cuando había mirado el pelo rojo de Maharet. No sentía pena como cuando pensaba en Armand, ahora junto a él; sólo alegría, impersonal e intrascendente. Una razón para seguir vivo.
De pronto se le ocurrió que no era muy bueno para la amargura o el rencor, que no tenía la resistencia necesaria para tales sentimientos y que si quería recobrar su dignidad lo mejor que podía hacer era recomponerse rápidamente.
Fue recibido por una risita, amistosa, discreta; quizás un poco borracha, la risa de un novicio que carecía de sentido común. Sonrió en reconocimiento, lanzando una mirada al divertido, a Daniel, Daniel, el muchacho anónimo de
Confesiones de un Vampiro.
Pronto quedó sorprendido de que fuera hijo de Armand, el único hijo que Armand había hecho en su vida. Aquella criatura, aquel ser exuberante y embriagado, fortalecido con todo lo que Armand tuvo que darle, había empezado con buen pie para emprender la Senda del Mal.
Dio un vistazo rápido a los demás que se reunían alrededor de la mesa oval.
A su derecha y a cierta distancia se sentaba Gabrielle, con su pelo rubio peinado en una trenza que le colgaba por la espalda y los ojos llenos de no disimulada angustia; y junto a ella, Louis, incauto y pasivo como siempre, contemplando a Marius calladamente, como si fuera su objeto de investigación científica, o lo estuviese admirando, o ambas cosas; luego venía su querida Pandora, con su rizado pelo pardo, suelto encima de los hombros, aún salpicado de diminutas gotas de escarcha ya líquida. Por último, Santino, que se sentaba a su derecha, con el rostro compuesto de nuevo, con sus ropas de terciopelo negro de corte elegante, limpias de polvo.
A su izquierda se sentaba Khayman, otro de los viejos, que participó su nombre silenciosa y generosamente; en realidad era un ser horripilante, con el rostro aún más liso que el de Maharet. Marius se encontró con que no podía sacarle la vista de encima. Los rostros de la Madre y del Padre nunca lo habían sobresaltado tanto, aunque también poseían aquellos ojos de color negro y aquel pelo azabache. Era la sonrisa, ¿no? La expresión abierta y afable, inmanente en aquel rostro, a pesar de todos los esfuerzos del tiempo para erosionarla. La criatura aparentaba ser un místico o un santo, y sin embargo era un despiadado asesino. Festines recientes de sangre humana habían ablandado su piel (sólo un atisbo) y le habían proporcionado un ligero rubor en las mejillas.
Mael, despeinado y desarreglado como siempre, había tomado la silla de la izquierda de Khayman. Y, después de él, venía otro de los viejos, Eric, quien, según los cálculos de Marius, pasaba de los tres mil años, esquelético y engañosamente frágil en apariencia, quizá de treinta años de edad al morir. Sus suaves ojos pardos miraban pensativos a Marius. Sus trajes confeccionados a mano eran exquisitas copias de los que vendían ya hechos en las tiendas y que visten los hombres de negocios hoy en día.
Pero ¿qué era aquel otro ser, el que se sentaba a la derecha de Maharet, el que se sentaba justo frente a Marius, en el extremo opuesto? Contemplar a aquel ser le produjo una sacudida. La otra gemela, fue su primera y precipitada conjetura al fijarse en los ojos, verdes, y en el pelo, de un rojo cobrizo.
Pero aquel ser aún vivía ayer, seguro. Y no podía encontrar explicación a su fuerza, a su frígida blancura, a su mirada penetrante dirigida a él, al sobrecogedor poder telepático que emanaba de ella (una cascada de imágenes oscuras y pulcramente delineadas que parecían escapar de su control). Ella veía con una extraña precisión el cuadro de su Amadeo, rodeado por ángeles de alas negras, rezando arrodillado, el cuadro que había pintado siglos antes. Un escalofrío recorrió la espalda de Marius.
—En el sótano de la Talamasca —murmuró él—. ¿Mi cuadro? —Rió, con rudeza malévola—. ¡Así pues, está allí!
La criatura estaba asustada; no había sido su intención revelar sus pensamientos. Protectora para con la Talamasca, y confusa, hasta llegar a la desesperación, se retrajo en sí misma. Su cuerpo pareció empequeñecer y, sin embargo, doblar su poder. Un monstruo. Un monstruo de ojos verdes y huesos delicados. Nacido ayer, sí, justo lo que se había imaginado; había tejidos vivos en su interior. De repente lo comprendió todo acerca de ella. Se llamaba Jesse y había sido creada por Maharet. Era una descendiente humana auténtica de la mujer; y ahora se había convertido en una novicia de la antigua madre. El alcance de este hecho lo asombraba y lo atemorizaba un poco.
La sangre que corría por las venas de la joven tenía una potencia inimaginable para Marius. Ella había saciado su sed; no obstante, ni siquiera estaba muerta del todo.
Pero tenía que parar aquello, tenía que parar aquella apreciación despiadada y detallada hasta la indiscreción. Después de todo, lo estaban esperando a él. Pero no pudo evitar preguntarse dónde, en nombre de Dios, se encontraban sus propios descendientes mortales, la semilla de los nietos y nietas que tanto había querido siendo vivo. Durante unos pocos cientos de años, en verdad, había seguido su rastro; pero al final ya no podía reconocerlos; ya ni podía reconocer la misma Roma. Y había dejado que todo cayese en las tinieblas, como Roma se había hundido en las tinieblas. Pero casi seguro que hoy en día existían seres, de los que pisaban la tierra, en cuyas venas corría sangre de aquella antigua familia.
Siguió con la vista fija en la joven pelirroja. ¡Cómo se parecía a su gran madre! Alta, pero de huesos delicados; hermosa pero severa.
Allí había algún gran secreto, alguna importante relación con el linaje, con la familia…
Vestía suaves ropajes oscuros, muy similares a los de la vieja; sus manos eran inmaculadas; no llevaba perfume ni maquillaje.
Todos eran magníficos a su modo particular. El alto y fornido Santino estaba elegante con su negro sacerdotal, con sus brillantes ojos negros y su boca sensual. Incluso el desaliñado Mael tenía una presencia salvaje y abrumadora cuando clavaba su feroz mirada en la vieja, con su clara mezcolanza de amor y odio. La faz angélica de Armand quedaba fuera de toda descripción; y el muchacho, Daniel, una aparición de pelo ceniciento y de relampagueantes ojos violeta.
¿Existía alguien feo a quien se hubiese dado la inmortalidad? ¿O simplemente la magia oscura extraía belleza de cualquier sacrificio que echase a la hoguera? Pero seguro que Gabrielle había sido encantadora en vida, con el mismo valor de su hijo pero sin resquicio de su impetuosidad; y Louis, ah, bien, Louis, desde luego había sido elegido por sus exquisitos pómulos, por la profundidad de sus ojos verdes. Había sido elegido por la empedernida actitud de estimación pesimista, que ahora revelaba. Aparentaba un ser humano perdido entre ellos, con el rostro suavizado con color y sentimiento; con su cuerpo curiosamente indefenso; con sus ojos maravillados y tristes. Incluso Khayman tenía una innegable perfección de rostro y forma, terrorífico por el efecto de conjunto que había llegado a producir.