La reina de los condenados (40 page)

BOOK: La reina de los condenados
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Quería explicarlo, conformarlo con cuidado en palabras audibles, pero el dolor volvió otra vez. Como un hierro candente, el dolor se le clavó en la espina dorsal y corrió hacia sus piernas. Y luego el bendito entumecimiento. Parecía que la habitación, que no podía ver, se oscurecía, y que las lumbres de las lámparas antiguas vacilaban. En el exterior, el bosque susurraba. El bosque se retiraba en las tinieblas. Y el apretón de Mael en su muñeca se aflojó de pronto, pero no porque la hubiese soltado sino porque ella ya no lo podía notar.

—Jesse!

La zarandeó con ambas manos y el dolor fue como el relámpago que resquebraja la noche. Jesse chilló a través de los dientes apretados. Miriam, con la mirada petrificada y callada, observaba airada desde la ventana.

—Mael, ¡hazlo! —gritó.

Con un enorme esfuerzo se incorporó y se sentó en la cama. El dolor no tenía ahora ni forma ni confín; el grito se estranguló en su interior. Pero entonces abrió los ojos, los abrió realmente. En la luz nebulosa, vio la fría y despiadada expresión de Miriam. Vio la alta y encorvada figura de Mael dominando la cama. Y luego se volvió hacia la puerta abierta. Llegaba Maharet.

Mael no lo supo, no se dio cuenta, hasta que ella lo advirtió. Con suaves y sedosos pasos, con su larga falda ondulando y crujiendo sombríamente, Maharet subió las escaleras, avanzó por el pasillo.

¡Oh, después de todos aquellos años, de aquellos larguísimos años! A través de las lágrimas observó a Maharet entrar en la claridad de las lámparas, vio su cara reluciente y el ardiente resplandor de su pelo. Maharet hizo un ademán a Mael para que las dejara a solas.

Luego Maharet se acercó a la cama. Levantó las manos, con las palmas abiertas hacia arriba como en una invitación; y extendió los brazos hacia delante como si fuera a recoger una bebé.

—Sí, hazlo.

—Despídete de Miriam pues, querida.

En los tiempos antiguos, en la ciudad de Cartago existía un terrible culto. El pueblo ofrecía a sus hijos pequeños en sacrificio al gran dios de bronce, Baal. Los pequeños cuerpos eran depositados en los brazos extendidos de la estatua, y luego, por medio de un resorte, los brazos se levantaban y los niños caían en el rugiente horno del vientre del dios.

Después de la destrucción de Cartago, sólo los romanos transmitieron el antiguo relato, y, con el paso de los siglos, los hombres sensatos dejaron de creerlo. Parecía demasiado terrible, la inmolación de aquellos chiquillos. Pero cuando los arqueólogos llegaron con sus palas y empezaron a cavar, encontraron huesos de las pequeñas víctimas en gran abundancia. Desenterraron necrópolis enteras de nada más que de pequeños esqueletos.

Y el mundo supo que la antigua leyenda era cierta; que los hombres y mujeres de Cartago habían llevado a sus hijos al dios, y, en sumisión, habían permanecido ante él mientras" los niños caían chillando al fuego. Era religión.

Ahora, cuando Maharet levantó a Jesse, cuando los labios de Maharet tocaron su garganta, Jesse recordó la vieja leyenda. Los brazos de Maharet eran como los duros brazos metálicos del dios Baal, y, en un ardiente instante, Jesse conoció el indecible tormento.

Pero no fue su propia muerte lo que vio Jesse; lo que vio fue las muertes de los demás, de las almas de los no-muertos inmolados, que se elevaban para alejarse del terror, para huir del dolor físico del fuego que consumía sus cuerpos sobrenaturales. Oyó sus gritos; oyó sus avisos; vio sus caras cuando dejaban la tierra, deslumbrantes mientras aun arrastraban con ellos la marca de su forma humana, de la forma sin la sustancia; sintió que pasaban del sufrimiento a lo desconocido; oyó su canción, que acababa de empezar.

Y luego la visión palideció, se desvaneció, como la música medio oída, medio recordada. Estaba cerca de la muerte; su cuerpo había desaparecido, todo el dolor había desaparecido, toda la sensación de permanencia o de angustia había desaparecido.

Se encontraba en un claro, soleado, mirando a la madre en el altar.

—En la carne —dijo Maharet—. En la carne empieza toda la sabiduría. Cuidado con los que tienen carne. Cuidado con los dioses, cuidado con la idea, cuidado con el demonio.

Luego vino la sangre, se desparramó por cada fibra de su cuerpo; mientras electrificaba sus miembros y su piel la escocía por el calor, volvía a ser piernas y brazos; y, mientras la sangre trataba de fijar su alma a la sustancia para siempre, el hambre hacía que su cuerpo se retorciera.

Yacían abrazadas, ella y Maharet, y la piel dura de Maharet era tan acogedora y sedante que ambas se fundieron en una sola, húmeda y entrelazada, con el pelo enmarañado; y el rostro de Jesse, mientras roía la fuente, mientras los momentos de éxtasis recorrían su cuerpo, se hundía en el cuello de Maharet.

De repente, Maharet se apartó y volvió el rostro de Jesse contra la almohada. La mano de Maharet cubrió los ojos de Jesse, y Jesse sintió los dientes afilados como navajas de afeitar horadar su piel; sintió que le estiraban todo su ser, que se lo arrancaban. Como el silbido del viento, la sensación de ser vaciada, de ser devorada, ¡de ser nada!

—Vuelve a beber, querida mía. —Abrió los ojos, vio la blanca garganta, los blancos pechos; extendió el brazo y tomó la garganta entre sus manos, y esta vez fue ella quien buscó la carne, quien la desgarró. Y cuando la primera gota de sangre llegó a su lengua, atrajo a Maharet y la colocó bajo sí. Maharet se entregaba dócil; suya; los pechos de Maharet contra sus pechos; los labios de Maharet contra su rostro, mientras sorbía su sangre, la sorbía más y más. «Eres mía. Eres completamente mía, totalmente mía.» Entonces todas las imágenes, todas las voces, todas las visiones desaparecieron.

Dormían, o casi dormían, una en los brazos de la otra. Parecía que el placer abandonaba su destello; parecía que iba a sentir de nuevo su respiración; que frotarse en las sedosas sábanas o en la sedosa piel de Maharet volvería a ser posible.

La fragante brisa recorrió la habitación. Un gran suspiro colectivo se alzó del bosque. Miriam ya no existía, ya no existían los espíritus del reino del crepúsculo, atrapados entre la vida y la muerte. Había encontrado su lugar; su lugar eterno.

Al cerrar los ojos, vio que el ser de la jungla se paraba a mirarla. El ser pelirrojo la vio y vio a Maharet en sus brazos; vio el pelo rojo; dos mujeres pelirrojas; y el ser cambió su dirección y se fue hacia ellas.

11. Khayman

Una quietud absoluta, la paz de Carmel Valley. Tan feliz estaba en casa el pequeño grupo, Lestat, Louis, Gabrielle; ¡tan felices de estar juntos! Lestat se había librado de sus ropas sucias y estaba resplandeciente de nuevo con su lustroso «atuendo vampírico» (lo estaba incluso con la capa negra echada al desgaire por encima de un hombro). Y los demás, ¡qué contentos se sentían! La mujer, Gabrielle, deshaciéndose la trenza de pelo amarillo, como distraída, hablando con fluidez apasionada. Y Louis, el humano, callado pero muy emocionado por la presencia de los otros dos, cautivado, por decirlo así, por sus gestos más simples.

 En cualquier otro momento, qué conmovido se habría sentido Khayman ante tal felicidad. Habría deseado tocarles las manos, mirar sus ojos, contarles quién era y lo que había visto; habría deseado estar en su compañía.

Pero ella estaba cerca. Y la noche no había acabado.

El cielo palideció y la ligerísima calidez de la mañana se arrastró por los campos. Las cosas se movían en la luz creciente. Los árboles se agitaban, sus hojas se desenrollaban, aunque fuera muy despacio.

Khayman se hallaba en pie junto al manzano, contemplando los cambios en el color de la sombras; escuchando la mañana. Ella estaba allí, sin duda alguna.

Se ocultaba, al acecho, con todo su poderío en tensión. Pero a Khayman no lo podía engañar. Khayman observaba, esperaba, escuchaba las risas y la charla del pequeño conciliábulo.

En la puerta de la casa, Lestat abrazó a su madre, despidiéndose. Gabrielle salió a las primeras luces del amanecer, con paso vivo, en sus polvorientas y descuidadas ropas caqui, con su tupido pelo amarillo cepillado hacia atrás: la viva estampa de una trotamundos despreocupada. Y el de pelo negro, el apuesto Louis, la acompañaba.

Khayman los observó mientras cruzaban el césped; la mujer se dirigió a campo abierto, hasta la linde de los bosques, donde tenía la intención de dormir bajo la misma tierra, mientras que el varón entró en la fresca oscuridad de una pequeña dependencia. Había tal refinamiento en él, en su forma de deslizarse bajo los maderos del suelo, en el modo de tenderse, como si estuviera en la tumba; en la forma de componer sus miembros, para caer de inmediato en la más completa oscuridad…

Y la mujer; con asombrosa violencia cavó un escondrijo profundo y secreto, y las hojas se volvieron a colocar como si ella nunca hubiera estado allí. La tierra acogió sus brazos extendidos, su cabeza gacha. Se zambulló en los sueños de las gemelas, en las imágenes de la jungla y del río que nunca recordaría.

Cuanto más lejos, mejor. Khayman no quería que muriesen, que ardiesen. Exhausto, apoyó la espalda en el manzano y dejó que la penetrante fragancia de la fruta lo envolviera.

¿Por qué estaba ella allí? ¿Y por qué se ocultaba? Cuando él se abrió, sintió el grave y radiante sonido de su presencia, un sonido muy parecido a un motor del mundo moderno, que despedía un irrefrenable susurro de su poder letal.

Después, Lestat emergió de la casa y se apresuró hacia la guarida que se había construido bajo las acacias, cerca de la ladera de la colina. Descendió por una trampilla, bajó unos peldaños de tierra y entró en una cámara fría y húmeda.

Así pues, paz para todos, paz hasta la noche, cuando haría el papel de portador de malas noticias.

El sol se acercó al horizonte; los primeros rayos refractados hicieron su aparición, lo cual siempre restaba precisión a la vista de Khayman. Fijó la mirada en los colores del huerto, que poco a poco se intensificaban, mientras el resto del mundo perdía sus contornos delimitados y formas definidas. Cerró los ojos un momento, comprendiendo que tenía que entrar en la casa, que debía buscar algún lugar fresco y sombrío donde los mortales no pudieran molestarlo.

Y a la puesta de sol, él estaría esperando a que despertasen. Les contaría todo lo que sabía; les contaría lo de los demás. Con una súbita punzada de dolor, pensó en Mael y en Jesse, a quienes no logró encontrar, como si la tierra se los hubiese tragado.

Pensó en Maharet y quiso llorar. Pero emprendió el camino hacia la casa. El sol caía cálido en su espalda; sentía pesados sus miembros. Mañana por la noche, pasara lo que pasase, no estaría solo. Estaría con Lestat y su cohorte; y si le daban la espalda, buscaría a Armand. Y se dirigiría hacia el norte, hacia Marius.

Primero oyó el sonido; un rugido potente, crepitante. Se volvió, protegiéndose los ojos del sol naciente. Una gran erupción de tierra que surgió del suelo del bosque. Las acacias oscilaron como azotadas por una tormenta, con ramas que se rompían, raíces arrancadas de cuajo, troncos cayendo aquí y allá.

En una oscura ráfaga de viento que henchía los ropajes, la Reina, con inusitada velocidad, emergió de la tierra, con el cuerpo fláccido de Lestat colgando en sus brazos, y se fue hacia el cielo de poniente, en dirección contraria a la aurora.

Khayman, sin poder evitarlo, soltó un fortísimo grito, un grito que resonó en toda la quietud del valle. Así pues, ella había tomado un amante, su amante.

¡Oh, pobre amante, oh, pobre príncipe bello y rubio…!

Pero ahora no había tiempo para pensar ni para actuar, ni para conocer los sentimientos de su propio corazón; se dirigió hacia la casa en busca de refugio; el sol había herido las nubes y el horizonte se había tornado un infierno.

Daniel se agitó en la oscuridad. El sueño parecía elevarse como una manta que hubiera estado a punto de aplastarlo. Vio el fulgor de los ojos de Armand. Oyó el susurro de Armand:

—Ella lo ha cogido.

Jesse gimió en voz alta. Carente de peso, erraba a la deriva en la penumbra. Vio a dos figuras que se elevaban como en una danza: la Madre y el Hijo. Como los santos que ascienden en el fresco de la cúpula de una iglesia. Sus labios formaron las palabras «la Madre».

En su tumba cavada a una gran profundidad, Pandora y Santino dormían abrazados. Pandora oyó el sonido. Oyó el grito de Khayman. Vio a Lestat con los ojos cerrados y la cabeza colgando hacia atrás, subiendo en los brazos de Akasha. Vio los ojos negros de Akasha mirando fijamente el rostro dormido de Lestat. El corazón de Pandora se paró horrorizado.

Marius cerró los ojos. No podía mantenerlos abiertos por más tiempo. Arriba, los lobos aullaban; el viento arreciaba en el tejado acerado de los edificios del complejo. A través de la ventisca, los débiles rayos del sol llegaron, incendiando la nieve atorbellinada; y pudo sentir la sensación embotadora que descendía capa de hielo tras capa de hielo hasta llegar a él y entumecerlo.

Vio la figura dormida de Lestat en los brazos de ella; la vio subir al cielo.

—Ten cuidado con ella, Lestat —susurró en su último aliento consciente—. Peligro.

Khayman se tendió en el fresco suelo enmoquetado y se cubrió el rostro con el brazo. Y el sueño le llegó enseguida, un suave y sedoso sueño de una noche de verano en un lugar encantador, donde el cielo era grande encima de las luces de la ciudad, y todos estaban juntos, esos inmortales cuyos nombres sabía y que ahora conservaba en su corazón.

TERCERA PARTE: Así fue en un principio, es ahora y será siempre…

Escóndeme

de mí.

Llena esos

agujeros con ojos

porque los míos no son

míos. Escóndeme

cabeza y necesidad

porque no soy bueno

tan muerto en vida

tanto tiempo.

Sé ala y

ocúltame

de mi deseo

de ser

pez pescado.

Aquel gusano de

vino

parece dulce y

me produce

ceguera. Y, también

mi corazón esconde

porque tendré, a

este paso, que

comérmelo a tiempo.

STAN RICE

«Caníbal»

Algo de cordero
(1975)

1. LESTAT: EN LOS BRAZOS DE LA DIOSA

No sabría decir cuándo desperté, cuándo recuperé mis sentidos.

Recuerdo tener consciencia de que ella y yo habíamos estado juntos durante largo tiempo, de que yo había estado devorando su sangre con abandono animal, de que Enkil estaba destruido y de que ella sola conservaba el poder original; y de que ella era la causa de que yo viera cosas y comprendiera cosas que me hacían llorar como un niño.

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