La reina de los condenados (39 page)

BOOK: La reina de los condenados
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Armand lo apartó con suavidad del camino. Gente asustada pasaba como si fuera empujada por el viento. Sintió que caía. Pero Armand lo sostuvo. Pasaron al otro lado de la verja, hacia los cálidos apretujones de los mortales, escabullándose por entre los que miraban desde la valla la avalancha.

Cientos de personas huían aún. Sirenas, ásperas y discordantes, ahogaban sus gritos. Un camión de bomberos tras otro rugieron hacia la entrada, abriéndose paso entre los mortales dispersados. Pero esos sonidos eran leves y distantes, aún estaban apagados por el ruido sobrenatural, ya en retroceso. Armand se agarró a la valla, con los ojos cerrados, la frente apretada contra el metal. La valla tembló, como si sólo ella pudiera oír aquel ruido como lo oían ellos.

El ruido se desvaneció.

Cayó un silencio helado. El silencio posterior al impacto, el silencio del vacío. Y aunque el pandemónium proseguía, ya no los alcanzaba.

Estaban solos; los mortales se disolvían, se arremolinaban, se alejaban. Y el aire arrastraba otra vez aquellos sobrenaturales gritos errabundos como el oropel ardiendo; muriendo…, pero ¿dónde?

Al cruzar la avenida, se situó a la altura de Armand. Sin prisas. Y emprendieron su camino por un oscuro callejón lateral, pasaron por delante de casas de estuco sucio y de tenduchas, dejaron atrás carteles de neón caídos y pisaron pavimentos agrietados.

Caminaron y caminaron. La noche se enfrió y se tranquilizó en su entorno. El sonido de las sirenas era remoto, ahora casi sonaba lúgubre.

Al salir a un ancho bulevar de luces chillonas, apareció un inmenso y pesado tranvía, inundado de luz verdosa. Parecía un fantasma, avanzando hacia ellos a través del vacío del silencio. Sólo unos pocos pasajeros mortales y tristes escrutaban desde detrás de los cristales manchados y sucios de las ventanillas. El conductor conducía como adormecido.

Armand levantó la vista, cansadamente, como si sólo quisiera verlo pasar. Y, para total asombro de Daniel, el tranvía paró ante ellos.

Subieron a bordo juntos, sin fijarse en la máquina expendedora, y se dejaron caer sentados, codo con codo, en el largo banco recubierto de cuero. El conductor no volvió ni un instante la cabeza del parabrisas que tenía ante él. Armand se apoyó contra la ventanilla y contempló estupidizado el suelo de caucho negro. Su pelo estaba despeinado y tenía la mejilla manchada de hollín. El labio inferior le colgaba ligeramente. Perdido en sus pensamientos, parecía inconsciente de sí mismo.

Daniel miró a los sombríos mortales; la mujer con cara de caballo y con una raja como boca lo escrutaba recelosa; el borracho, sin cuello, que roncaba sobre su pecho; y la adolescente de cabeza pequeña, de pelo como cuerdas y con el dolor marcado en las comisuras de sus labios, que sostenía en su regazo a un bebé gigantesco de piel como chicle. Sí, había algo horrible y fuera de lugar en cada uno de ellos. Y allí, el muerto en el asiento trasero, con los ojos a media asta y la saliva seca en su barbilla. ¿Sabía alguien de los presentes que estaba muerto? La orina debajo de él hedía al evaporarse.

Las propias manos de Daniel parecían muertas, lívidas. El conductor, al mover la palanca, parecía un cadáver con un brazo vivo. ¿Era aquello una alucinación? ¿El tranvía hacia el infierno?

No. Sólo un tranvía como cualquiera del millón que había tomado en su vida, un tranvía en que los cansados y los desarrapados circulaban por las calles de la ciudad en las horas tardías. Sonrió de pronto, estúpidamente. Iba a echarse a reír, pensando en el hombre muerto del asiento trasero, en aquella gente que viajaba, en la apariencia que daba la luz a cada uno de ellos, pero de pronto lo inundó una sensación de temor.

El silencio lo turbaba. El lento balanceo del tranvía lo turbaba; el desfile de sórdidos hogares tras las ventanillas lo turbaba; la vista del rostro indiferente de Armand y de su mirada vacía eran insoportables.

—¿Regresará a por nosotros? —preguntó. No podía aguantarlo más.

—Ella sabía que estábamos allí —respondió Armand, con los ojos sin brillo y la voz sorda—. Nos ha pasado por alto.

9. Khayman

Se había retirado hasta la alta ladera herbosa, y el frío Pacífico quedaba más allá.

Ahora era como un panorama; la muerte a cierta distancia, perdida entre las luces; los gemidos de las almas sobrenaturales, finos como un vaho, entretejidos con las voces más oscuras, más ricas de la ciudad humana.

Los demonios habían perseguido a Lestat, y habían provocado que el Porsche se saliese de la autopista. Lestat había salido del accidente dispuesto a pelear; pero el fuego había azotado de nuevo, dispersando o destruyendo a los que lo habían rodeado.

Después había quedado solo con Louis y Gabrielle, y había accedido a retirarse, sin saber qué o quién lo había protegido.

Y la Reina, de quien el trío no sabía nada, perseguía, por ellos, a sus enemigos.

Por encima de los tejados, su poder viajaba, aniquilando a los que habían huido, a los que habían tratado de esconderse, y a los que habían permanecido indecisos, confusos y angustiados, cerca de sus compañeros caídos.

La noche apestaba a sus cuerpos quemados; aquellos gimoteantes fantasmas no habían dejado nada en el pavimento vacío excepto sus ropas chamuscadas. Más abajo, bajo los faroles de la zona de aparcamientos, ahora libres, los hombres de la ley buscaban, en vano, cadáveres; los bomberos buscaban, en vano, a quien prestar asistencia. Los jovencitos mortales lloraban sin consuelo.

Las pequeñas heridas recibían tratamiento; los histéricos eran narcotizados y alejados del lugar con suavidad. ¡Tan eficientes eran los servicios en esta época de abundancia! Mangueras gigantes limpiaban el pavimento. Pero no quedaba ninguna evidencia. Ella había destruido a sus víctimas por completo.

Y ahora se marchaba de la sala, para seguir su búsqueda en los refugios más ocultos de la ciudad. Su poder vaciaba rincones y entraba por puertas y ventanas. Y en algún lugar aparecería una pequeña llamarada, repentina, como de una cerilla de azufre al encenderse, y luego nada.

La noche se apaciguaba. Los bares y las tiendas bajaban sus persianas, como párpados que se cierran en la oscuridad creciente. El tráfico se aclaraba en las calzadas.

En las calles de North Beach, cazó al viejo, al que sólo había querido ver el rostro de ella; y lo quemó lentamente, mientras se arrastraba por la acera. Sus huesos se convirtieron en cenizas, el cerebro, en sus últimos momentos, fue una gran brasa refulgente. A otro lo cazó en una elevada azotea, de tal modo que cayó como una estrella fugaz encima de la parpadeante ciudad. Cuando todo hubo terminado para él, sus ropas vacías emprendieron el vuelo como papel oscuro.

Y hacia el sur iba Lestat, hacia su refugio en Carmel Valley. Triunfante, ebrio del amor que sentía por Louis y Gabrielle, hablaba de viejos tiempos y de nuevos sueños, indiferente a la carnicería definitiva.

—Maharet, ¿dónde estás? —susurró Khayman. La noche no le dio respuesta. Si Mael estaba cerca, si Mael oía la llamada, no daba signos de ello. Pobre, desesperado Mael, que había salido corriendo al espacio abierto después del ataque a Jessica. Mael, que ahora también podía estar destruido. Mael, contemplando indefenso cómo la ambulancia se le llevaba a Jesse.

Khayman no lograba hallarlo.

Peinó las colinas punteadas de luces, los profundos valles en donde el latir de los corazones era como un susurro.

—¿Por qué he sido testimonio de tales hechos? —preguntó—. ¿Por qué los sueños me han traído aquí?

Se detuvo a escuchar el mundo mortal.

Las radios parloteaban de culto al diablo, de revueltas, de fuegos por doquier, de alucinaciones masivas. Se quejaban del vandalismo y de la juventud alocada. Pero era una gran ciudad a pesar de su pequeñez geográfica. La mente racional ya había encasillado la experiencia y ya la había olvidado. Miles de personas no se enteraron. Otras revisaban lenta y cuidadosamente en su memoria las cosas extraordinarias que habían presenciado. El Vampiro Lestat era una estrella de rock, humana y nada más, y su concierto una previsible, pero incontrolable, escena de histeria.

Quizás era parte de los designios de la Reina abortar tan suavemente los sueños de Lestat. Exterminar a sus enemigos de la capa de la Tierra ante la frágil cobertura de prejuicios humanos podría producir un daño irreparable. Si era así, ¿castigaría finalmente a la criatura?

Ninguna respuesta llegó a Khayman.

Sus ojos de desplazaron por encima del terreno adormecido. La niebla oceánica había entrado, depositándose en hondas capas rosadas por debajo de las cimas de las colinas. Ahora, en las primera horas pasada la medianoche, el paisaje tenía la dulzura de un cuento de hadas.

Haciendo acopio de su poder más fuerte, buscó dejar los límites de su cuerpo y enviar su visión fuera de sí mismo, como el errabundo
ka
de los egipcios muertos, para ver a quienes la Madre podría haber perdonado la vida, para acercarse a ellos.

—Armand —dijo en voz alta. Y luego las luces de la ciudad se hicieron más débiles. Sintió la calidez y la iluminación de otro lugar, y Armand estaba allí, ante él.

El y su novicio, Daniel, habían llegado sanos y salvos a la mansión donde dormirían bajo el suelo de sótano sin ser atacados. Tambaleándose, el joven bailaba recorriendo las grandes y suntuosas habitaciones, con la mente llena de los ritmos y de las canciones de Lestat. Armand contemplaba la noche, con su juvenil cara tan impasible como siempre. ¡Vio a Khayman! Vio que estaba inmóvil en una lejana colina, pero lo sintió tan cerca, que casi pudo tocarlo. Silenciosamente, y sin verse, se estudiaron el uno al otro.

Pareció que la soledad de Khayman era más de lo que Armand podía soportar; pero los ojos de éste no manifestaron emoción, ni confianza, ni bienvenida.

Khayman continuó viajando, sacando de sí fuerzas todavía más poderosas, elevándose más y más arriba en su búsqueda, tan lejos de su cuerpo que por un momento ni siquiera lo pudo localizar. Fue hacia el norte, llamando los nombres de Santino, de Pandora.

En una asolada llanura de nieve y hielo los vio, dos figuras negras en la inacabable blancura: los ropajes de Pandora recibían el azote del viento, sus ojos estaban llenos de lágrimas sanguinolentas mientras buscaba la borrosa silueta de la casa de Marius. Estaba contenta de tener a Santino a su lado, aquel inverosímil explorador con su elegante vestimenta de terciopelo negro. La larga noche sin sueño durante la cual Pandora había dado la vuelta al mundo la había dejado con todos los miembros exhaustos, y estaba casi a punto de desplomarse. Toda criatura debía dormir, debía soñar. Si no se tumbaba pronto en algún lugar oscuro, su mente no podría combatir las voces, las imágenes, la locura. No quería subir al aire otra vez, y además Santino no podía realizar tales cosas; así pues, andaba junto a él.

Santino se pegaba a ella, sintiendo sólo la fuerza de ella, con su corazón encogido y dolorido por los distantes pero ineludibles gritos de los que la Reina había aniquilado. Sintiendo el suave roce de la mirada de Khayman, tiró de su capa negra y se arropó el rostro. Pandora no percibió nada.

Khayman viró y se alejó. Lo hería verlos tocarse, verlos juntos.

En la mansión de la colina, Daniel abrió el cuello de una rata viva y coleando y dejó que la sangre fluyera en una copa de cristal.

—Un truco de Lestat —dijo contemplándola en la luz. Armand estaba sentado junto al fuego, observando el rojo rubí de sangre en la copa mientras Daniel se la llevaba a los labios.

Khayman se dirigió de nuevo hacia la noche, errando de nuevo muy alto, lejos de la ciudad, trazando una gran órbita.

«Mael, respóndeme. Hazme saber dónde estás.» ¿También le había lanzado la Madre su feroz rayo frío? ¿O se lamentaba tanto por Jesse que no oía ni nada ni a nadie? Pobre Jesse, deslumbrada por los milagros, abatida por un novato en un abrir y cerrar de ojos sin que nadie pudiese evitarlo.

«¡La hija de Maharet, mi hija!»

Khayman sentía miedo por lo que pudiera ver, tenía miedo de lo que no osaba intentar cambiar. Quizás ahora el druida era demasiado fuerte para él; el druida se ocultaba, y ocultaba a su protegida de todas las miradas y de todas las mentes. O eso, o la Reina se había salido con la suya y todo había acabado.

10. Jesse

Qué tranquilo aquí. Yacía en una cama dura y blanda, y sentía su cuerpo esponjoso como una muñeca de trapo. Podía levantar la mano, pero le volvía a caer, y aún seguía sin ver nada, excepto objetos en cierta manera fantasmal que podían haber sido ilusiones.

Por ejemplo, las lámparas a su alrededor: antiguas lámparas de arcilla de forma pisciforme y cargadas con aceite. Despedían un espeso y aromático olor que se esparcía por la habitación. ¿Era su capilla ardiente?

Volvió de nuevo el pavor de estar muerta, encerrada en la carne, pero desligada de ella. Oyó un curioso sonido, ¿qué era? Unas tijeras cortando. Le recortaban las puntas de su pelo; y aquella sensación viajó hacia su cuero cabelludo. La sintió incluso en los intestinos.

Un minúsculo pelo solitario fue arrancado súbitamente de su rostro; uno de esos pelos molestos, fuera de lugar, que las mujeres odian tanto. La estaban arreglando para el ataúd, ¿no? ¿Quién si no se preocuparía tanto, quién levantaría ahora su mano e inspeccionaría sus uñas tan cuidadosamente?

Pero el dolor llegó de nuevo, como una descarga eléctrica que descendiera por su espalda; y gritó. Gritó en voz alta, en aquella habitación donde había estado sólo horas antes, en aquella misma cama de chirriantes cadenas.

Oyó un jadeo de alguien que estaba cerca de ella. Intentó ver, pero sólo distinguió otra vez las lámparas. Y una figura borrosa junto a la ventana. Miriam observaba.

—¿Dónde? —preguntó él. Estaba sobresaltado, intentando captar la visión. ¿No había ocurrido ya antes aquello?

—¿Por qué no puedo abrir los ojos? —preguntó. Él podría mirar siempre, pero nunca vería a Miriam.

—Tus ojos están abiertos —contestó. Qué pura y tierna sonaba su voz—. No puedo darte más, a menos que te lo dé todo. No somos de los que curan, somos de los que matan. Es hora de que me digas lo que quieres. Aquí no hay nadie que pueda ayudarme.

«No sé lo que quiero. ¡Lo único que sé es que no quiero morir! No quiero dejar de vivir.» Qué cobardes somos, pensó ella, qué mentirosos. Una gran tristeza fatalista la había acompañado durante toda la noche, pero ¡siempre había tenido la secreta esperanza de aquello! No sólo para ver, para saber, sino para formar parte de…

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