La reina de los condenados (16 page)

BOOK: La reina de los condenados
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Aunque, al cabo de seis meses, trocaba la afición a las películas por las cámaras de vídeo y se ponía a filmar sus propias películas. Arrastraba a Daniel por toda Nueva York, entrevistando a los noctámbulos callejeros. Grababa cintas de él mismo recitando poesía en italiano o latín, o simplemente posando con los brazos cruzados, una reluciente presencia blanca, escabullándose del enfoque y volviendo a él en una eterna nebulosa luz bronceada.

Luego, en alguna parte, de alguna manera, en un lugar desconocido para Daniel, Armand grabó una larga cinta de él mismo yaciendo en el ataúd durante su sueño letárgico de las horas diurnas. A Daniel le resultaba imposible mirarlo. Armand permanecía sentado durante horas ante el lentísimo film, observando cómo su propio pelo, cortado al alba, crecía lentamente encima del satén mientras permanecía tendido, inmóvil y con los ojos cerrados.

Lo siguiente fueron los ordenadores. Llenaba disco tras disco de anotaciones secretas. Alquiló apartamentos adicionales en Manhattan para albergar sus procesadores de textos y máquinas de videojuegos.

Finalmente desvió su atención hacia los aviones.

Daniel había sido un viajero empedernido toda su vida, había huido de Armand por todas las ciudades del mundo, y, ciertamente, él y Armand habían tomado aviones juntos. No había nada nuevo en ello. Pero lo de ahora era una exploración concentrada; tenían que pasarse la noche entera en el aire. Volar a Boston, luego a Washington, después a Chicago, luego otra vez de vuelta a Nueva York no fue algo inhabitual. Armand lo observaba todo: viajeros, azafatas; hablaba con los pilotos; se repantigaba en las profundas butacas de primera clase escuchando el rugido de los motores. En especial le encantaban los
jets
de dos pisos. Tuvo que intentar aventuras más largas, más osadas: hasta Puerto Príncipe o San Francisco, o Roma, o Madrid o Lisboa: no importaba, mientras lo pusieran a salvo en tierra antes del amanecer.

Al alba, Armand, como quien dice, desaparecía. Daniel no había de saber nunca dónde dormía Armand. Pero no importaba, porque Daniel, al despuntar el día, estaba muerto de agotamiento. Ya hacía cinco años que no veía la luz del mediodía.

Muchas veces, Armand aparecía en la habitación de Daniel antes de que éste despertase. El café estaría subiendo, la música en marcha (Vivaldi o cualquier pianista de cabaret, a Armand le gustaban igualmente) y Armand pasearía habitación arriba habitación abajo, esperando a que Daniel se levantase.

—Venga, amor, esta noche vamos al ballet. Quiero ver a Baryshnikov. Y, después, al Village. ¿Recuerdas aquella banda de jazz que me encantó el verano pasado? Bien. Pues han regresado. Vamos, tengo hambre, querido. Debemos irnos.

Y como Daniel se hiciera el perezoso, Armand lo empujaba a la ducha, lo enjabonaba, lo enjuagaba, lo secaba de pies a cabeza; luego lo afeitaba con tanta delicadeza como un barbero a la antigua y después de seleccionar muy a conciencia en el armario de su ropa sucia y descuidada, lo vestía.

Daniel adoraba el contacto de aquellas manos relucientes y duras recorriendo su piel; era como si llevaran guantes de satén. Y los ojos pardos que parecían arrancar a Daniel de sí mismo; ¡ah!, el delicioso vértigo, la certeza de ser arrastrado hacia el fondo, de ser arrebatado de todo lo físico y de que las manos se cerrarían en su garganta con suavidad y los dientes perforarían su piel.

Cerraba los ojos; su cuerpo se calentaba poco a poco, y, cuando la sangre de Armand tocaba sus labios, ardía. Volvía a oír los suspiros distantes, los gritos… ¿Eran de almas en pena? Parecía que allí había una gran continuidad luminosa, como si los sueños se entretejieran de repente y adquirieran una importancia vital, pero todo se escabullía de nuevo…

Una vez se había lanzado a Armand, lo había agarrado con todas sus fuerzas y había intentado desgarrarle la piel del cuello. Armand había demostrado mucha paciencia, haciendo el corte para él y dejándole cerrar su boca durante el más largo de los tiempos (sí, éste) y luego apartándolo de sí con toda dulzura.

Daniel era incapaz de dominar sus decisiones. Daniel vivía sólo en dos estados alternos: miseria y éxtasis, unidos por el amor. Nunca sabía cuando recibiría la sangre. Ya no sabía si las cosas tenían un aspecto diferente a causa de la sangre (los claveles contemplándolo desde sus jarrones, los rascacielos patentes y visibles como plantas surgidas de simientes de acero en una sola noche), o a causa de que estaba enloqueciendo.

Luego llegó la noche en que Armand dijo que estaba dispuesto a hacer su entrada en serio en el siglo veinte, que ya conocía lo suficiente de él. Deseaba riquezas «incalculables». Deseaba una vastísima morada llena de los objetos que había aprendido a apreciar. Y yates, aviones, coches…, millones de dólares. Quería que Daniel se comprase cualquier cosa que pudiera desear.

—¿Qué quieres decir con millones? —se había burlado Daniel—. Tiras los vestidos después de usarlos, alquilas apartamentos y olvidas dónde están. ¿Sabes qué es un código postal, o un impuesto de lujo? Soy yo el que compra todos los malditos billetes de avión. Millones. ¿Cómo vamos a conseguir millones? Roba otro Maserati y, por Dios, que estamos perdidos.

—Daniel, tú eres para mí un regalo de parte de Louis —dijo Armand con gran ternura—. ¿Qué haría yo sin ti? Lo has entendido todo al revés. —Tenía los ojos muy abiertos, como un niño—. Quiero estar en el centro vital de las cosas, igual que años atrás en París, en el Teatro de los Vampiros. Seguramente lo recuerdas. Quiero ser un cáncer en el mismo centro del mundo.

Daniel había quedado estupidizado por la velocidad de los acontecimientos.

Todo había empezado con un tesoro descubierto en aguas de Jamaica. Armand había alquilado un bote para mostrar a Daniel dónde debían iniciarse las operaciones de salvamento. Al cabo de pocos días, habían descubierto un galeón español en el fondo del mar, cargado con lingotes de oro y joyas. Lo siguiente fue un hallazgo arqueológico consistente en varias figurillas aztecas de valor incalculable. Otros dos barcos naufragados fueron localizados en rápida sucesión. Un pedazo de tierra en Sudamérica, conseguido a un precio ridículo, les hizo dueños de una productiva mina de esmeraldas, no explotada en muchos años.

Adquirieron una mansión en Florida, yates, lanchas rápidas y un avión, pequeño, pero con un interior exquisitamente amueblado.

Y ahora debían ir vestidos como príncipes para todas las ocasiones. El mismo Armand supervisaba las medidas para los trajes, camisas y zapatos hechos especialmente para Daniel. Escogía las telas para confeccionar una tanda inacabable de cazadoras, pantalones, batas, pañuelos de seda. Naturalmente, para climas más fríos, Daniel debía tener abrigos de visón; para Montecarlo, esmóquines y gemelos de oro, e incluso una larga capa de ante negro, que Daniel, con su «estatura del siglo veinte», luciría con gran elegancia.

A la puesta de sol, cuando Daniel despertaba, ya tenía la ropa a punto. Que el cielo lo ayudase si cambiaba un solo artículo, desde el pañuelo de hilo hasta los calcetines negros de seda. La cena le esperaba en el grandioso comedor con ventanas que daban a la piscina. Armand estaba sentado ya en su escritorio del despacho adyacente. Había trabajo por hacer: mapas que consultar, más riqueza que obtener.

—Pero ¿cómo lo haces? —le había preguntado Daniel, mientras observaba cómo Armand tomaba notas: escribía instrucciones para las nuevas compras.

—Si uno puede leer la mente de los hombres, puede obtener absolutamente todo lo que desea —había respondido Armand cargado de paciencia. ¡Ah!, aquella voz suave y razonable, aquel rostro confiado y de una ingenuidad casi infantil, aquel pelo castaño que siempre le caía tapándole el ojo un poco como al descuido, aquel cuerpo que sugería tanto la serenidad humana, la soltura física.

—Dame a mí lo que quiero —había exigido Daniel.

—Te estoy dando todo lo que nunca podrías ni soñar.

—Sí, pero, no lo que he pedido, ¡no lo que deseo!

—Sé vivo, Daniel —un débil susurro y un beso—. Deja que, desde lo más profundo de mi corazón, te diga que la vida es mucho mejor que la muerte.

—No quiero estar vivo, Armand. Quiero vivir para siempre; entonces seré yo quien te diga a ti si la vida es mejor que la muerte.

El hecho era que la riqueza lo enloquecía, hacía que sintiera más intensamente su mortalidad. Navegando por la cálida corriente del Golfo con Armand, bajo un claro cielo nocturno rociado de numerosísimas estrellas, desesperaba por poseer todo aquello para siempre. Con una mezcla de amor y de odio, miraba cómo Armand conducía sin esfuerzo la embarcación. ¿De veras dejaría Armand que él muriese?

El juego de la obtención de riquezas continuaba.

Picassos, Degas, Van Goghs, eran unos de los pocos cuadros robados que Armand recuperaba sin explicación alguna y los pasaba a Daniel para reventas o recompensas. Desde luego que los últimos propietarios no se atrevían a hacer ningún paso para recuperarlos, en el caso de haber sobrevivido a las silenciosas visitas nocturnas a los santuarios del arte donde esos tesoros robados habían sido exhibidos. A veces no existía un título de propiedad claro de la obra en cuestión.

De las subastas se llevaban millones. Pero incluso esto no era suficiente.

Perlas, rubíes, esmeraldas, tiaras de diamantes, todo se lo llevaba a Daniel.

—No te preocupes, son robados, nadie los reclamará. —Y a los salvajes traficantes de narcóticos de la costa de Miami, Armand se lo robaba todo y cualquier cosa: armas, maletas llenas de dinero, incluso las lanchas.

Daniel contemplaba con ojos desorbitados los fajos y fajos de billetes verdes, mientras las secretarias los contaban y los envolvían para ingresarlos en cuentas codificadas de bancos europeos.

Con frecuencia, Daniel veía a Armand salir solo «a la caza» por las cálidas aguas meridionales: un joven en suave camisa negra de seda y pantalones negros, tripulando una lancha rápida sin luces, con el viento azotando su largo pelo sin cortar. Un enemigo tan mortal. En algún lugar, lejos de allí, fuera del alcance de la vista desde tierra, encuentra a sus contrabandistas y ataca: el pirata solitario, muerto. Las víctimas, ¿eran lanzadas a las profundidades, con el pelo ondulado quizás un momento mientras la luna aún los iluminaba para que pudieran dar una última mirada a lo que había sido su ruina? ¡Qué chico! Y ellos que creían que eran los malos…

—¿Me dejarías ir contigo? ¿Me dejarías ver cuando lo haces?

—No.

Al fin, habían acumulado suficiente capital; Armand estaba preparado para la acción de verdad.

Ordenó a Daniel que realizara compras sin pedir consejo ni dudar: una flota de cruceros, una cadena de restaurantes y hoteles. Cuatro aviones particulares estaban ahora a su disposición. Armand tenía ocho teléfonos.

Y luego llegó el sueño final: la Isla de la Noche, la propia y personal creación de Armand, con sus cinco deslumbrantes plantas de teatros, restaurantes y tiendas. Él mismo dibujó los proyectos para los arquitectos que había elegido. Les dio interminables listas de los materiales que deseaba emplear, de las telas, de las esculturas para las fuentes, incluso de las flores, de los árboles plantados en macetas.

¡Admirad! ¡La Isla de la Noche! Desde la puesta de sol hasta el amanecer, los turistas la abarrotaban, turistas traídos barca tras barca de los muelles de Miami. La música tocaba continuamente en los salones, en las pistas de baile. Los ascensores de cristal nunca detenían su vuelo al cielo; estanques, canales, cascadas brillantes en medio de lechos de flores húmedas, frágiles.

En la Isla de la Noche se podía comprar de todo: diamantes, Coca-Cola, libros, pianos, loros, diseño moderno, muñecas de porcelana. Las cocinas más delicadas del mundo a disposición de cualquiera. En los cines se proyectaban cinco películas en una noche. Allí había el
tweed
inglés y el cuero español. Seda india, alfombras chinas, plata de ley, helados de cucurucho o azúcar en algodón, objetos de marfil y zapatos italianos.

O se podía vivir cerca, en lujo secreto, saliendo y entrando disimuladamente y a voluntad del torbellino.

—Todo esto es tuyo, Daniel —dijo Armand, paseando con calma por las espaciosas y aireadas habitaciones de su propia Villa de los Misterios, que ocupaba tres plantas (y sótanos, prohibidos para Daniel), ventanas abiertas al ardiente paisaje nocturno de Miami, a las difusas y altas nubes planeando por el cielo.

Magnífica era la hábil mezcolanza de lo viejo y lo nuevo. Puertas corredizas de ascensores que se abrían a enormes habitaciones rectangulares, llenas de tapices medievales y candelabros antiguos; pantallas gigantes de televisión en cada estancia. Pinturas renacentistas llenaban la alcoba de Daniel, cuyo suelo de parquet estaba recubierto de alfombras persas. Lo mejor de la escuela veneciana rodeaba a Armand en su despecho enmoquetado de blanco y lleno de resplandecientes ordenadores, interfonos y monitores. Los libros, las revistas, los diarios, llegaban de todo el mundo.

—Ésta es tu casa, Daniel.

Y así había sido, y Daniel la había amado, tenía que admitirlo; y lo que había amado aún más había sido la libertad, el poder y el lujo que estaban a su servicio en cualquier parte adonde fuera.

Armand y él habían viajado, de noche, a los confines de la selva de América Central para ver la ruinas mayas; habían escalado por la ladera del Anapurna para vislumbrar su distante cima bajo la luz de la luna. Habían paseado juntos por las calles bulliciosas de Tokio, por Bangkok, El Cairo y Damasco, por Lima, Río y el Katmandú. De día, Daniel nadaba en las comodidades de los mejores hoteles y paradores; de noche, deambulaba sin miedo junto a Armand.

De vez en cuando, sin embargo, la ilusión de la vida civilizada se hacía añicos. A veces, en algún lugar muy lejano, Armand percibía la presencia de otros inmortales. Explicaba que había lanzado su escudo protector alrededor de Daniel, pero quedaba preocupado. Daniel tenía que permanecer a su lado.

—Conviérteme en lo que tú eres y no te preocupes más.

—No sabes lo que dices —había respondido Armand—. Ahora eres uno entre los miles de millones de humanos y pasas inadvertido. Si te convirtieras en uno de nosotros, serías un faro en la oscuridad.

Daniel no quería aceptarlo.

—Te localizarían sin error —continuaba Armand. Estaba furioso, aunque no con Daniel. El hecho era que le disgustaba enormemente hablar de los no-muertos—. ¿No sabes que los viejos se dedican a destruir a los más jóvenes a la primera oportunidad que se les presenta? —le había preguntado—. ¿No te lo explicó tu querido Louis? Es lo que hago en los lugares donde nos establecemos algún tiempo: los limpio de jóvenes, de sabandijas. Pero no soy invencible. —Hizo una pausa como si estuviera meditando en si debía continuar o no. Luego prosiguió—: Soy como cualquier bestia salvaje. Tengo enemigos que son más viejos y más fuertes que yo y que podrían destruirme, si les viniera en gana. Estoy seguro.

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