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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

La reina sin nombre (62 page)

BOOK: La reina sin nombre
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XXXIX.
Leovigildo

El invierno propició una tregua en la guerra y se habló del regreso de Leovigildo. Los ejércitos godos seguían luchando frente a las tropas bizantinas pero sus embates se estrellaban contra las murallas de Córduba. Los nobles cordobeses, un tiempo favorable a Atanagildo, se habían aliado con los imperiales, y las tropas de los visigodos, con Leovigildo entre ellas, no conseguían vencer a la antigua ciudad hispano romana. Y es que, más cercanos a los conquistadores de oriente, por cultura y religión, que a los godos, los nobles hispano romanos apoyaban a Bizancio.

Las mesnadas de Leovigildo entraron cabalgando por el puente sobre el río Anas. Se aproximaba el invierno y los trigales estaban secos y amarillos. En los campos los labriegos se inclinaban hasta el suelo en la vendimia. Las vides estaban llenas de fruto, aquel año la cosecha era buena. Hermenegildo y Recaredo, al oír las voces del vigía, se encaramaron a la muralla, orgullosos del lucimiento de su padre. Junto a ellos, gritaban Walamir y Claudio.

Leovigildo rodeó el palacio de los baltos, desmontó junto a la puerta y penetró en la casa. Yo le esperaba en el atrio, rodeada de la servidumbre, junto al impluvio que contenía el agua de las últimas lluvias. Los chicos llegaron corriendo y se situaron detrás de mí, firmes y con cara de expectación. Entró el duque y me saludó fríamente, de nuevo sentí aquella antigua angustia ante su presencia. Se acercó a Hermenegildo y a Recaredo que, con admiración, contemplaron sus armas bruñidas y refulgentes. Él se mostró orgulloso del crecimiento de sus hijos. Después Leovigildo se retiró a sus habitaciones y se reunió con los notables de la ciudad.

Al día siguiente, fui convocada ante él. Lucrecia le había informado de mi desobediencia y de las escapadas a la iglesia de Santa Eulalia, durante el tiempo que había estado lejos.

—Señora, me dicen que salís del palacio sin escolta, que además os lleváis a vuestro hijo a un lugar de miseria, que habéis traído a un criado fugado —su voz tomaba un tono cada vez más amenazador— y que acudís a la iglesia de los hispanos. Nosotros somos godos, nobles en la ciudad. No guardáis el decoro ni el sentido de vuestra propia dignidad. Os prohíbo y os ruego que toméis buena cuenta de ello, os prohíbo que salgáis del palacio sin escolta. El siervo fugado deberá volver con su amo.

Me asusté ante sus palabras, conocía muy bien lo duro que podía llegar a ser el que se decía mi esposo.

—No volveré a salir sola —le dije temblando—. No llevaré más a mi hijo conmigo. Pero tened compasión, he pagado el rescate del siervo. Ahora es mío.

—En cualquier caso —dijo con dureza el duque—, ese hombre no es vuestro, será de la casa de Leovigildo, y tendré derecho de hacer con él lo que me plazca.

Continué con voz de súplica pues no quería perder a Lesso.

—Dejadle a mi lado, Leovigildo, el siervo es un hombre del norte al que conocí en mi juventud.

—¿Del norte? ¿Es un montañés?

—Sí.

Al oírme hablar del norte, se detuvo, como si reparase en algo, y dijo:

—Quiero hablar con ese siervo. El rey quiere reiniciar las campañas en el norte. Esta vez no se me escapará el que destroza nuestros campos de la zona del río d'Ouro. Ese que parece interesaros tanto.

Advertí en sus palabras todo el odio que profesaba a aquel al que nunca pudo capturar; después prosiguió para mortificarme:

—Nunca más tendréis tratos con Mássona. En cuanto me ausento de la ciudad, desobedecéis. Ha llegado el momento de tomar medidas consistentes.

Acobardada, le pregunté:

—¿A qué os referís?

—El rey me ha entregado como premio a mis servicios una villa cerca de Toledo. Vuestros hijos tienen la edad de ir a la corte, son ya mayores y pueden ser admitidos como espatarios del rey. Nos iremos de Mérida, vos viviréis en el campo muy cerca de Toledo, pero lejos de vuestros hijos, sobre los que influís negativamente.

La angustia me hizo perder la respiración, y amedrentada exclamé:

—No. ¡No me separéis de mis hijos!

—Ha llegado el momento. Los hijos de los nobles son educados en la corte, no entre mujerzuelas. En cuanto al montañés lo utilizaré en la primavera, el rey quiere reemprender las campañas en el norte… dado el fracaso que ha cosechado en el sur. Me interesa ese individuo que conoce el norte, él sabrá conducirme hacia cierto rebelde al que vos no habéis olvidado.

Gemí, y olvidando cualquier tono protocolario hablé:

—No puedes. No puedes hacer todo eso.

Se acercó a mí, sentí su aliento espeso y el olor a sudor de su cuerpo. Me cogió por los hombros y me zarandeó:

—Sí. Sí que puedo. Hasta ahora has sido libre, haciendo tu voluntad en Mérida. Ahora te quitaré a tus hijos, así sabrás que yo, Leovigildo, soy tu amo y señor.

Después me soltó y apartándose ligeramente de mí, prosiguió:

—Cuando llegue la primavera me llevaré a Hermenegildo a la campaña contra los cántabros, ya tiene edad para luchar, guerreará contra los cántabros y los astures y los odiará. Recaredo será paje en la corte del rey Atanagildo.

Llamaron a la puerta y anunciaron a Lesso. Su cara mostraba turbación ante aquel hombre que tenía fuerza para mandarle matar cuando quisiese. Con un gesto Leovigildo me indicó que nuestra entrevista había finalizado y que yo debía volver a mis aposentos. Al salir de allí, me costaba caminar. A lo lejos se oían las voces de Hermenegildo y Recaredo gritando con otros chicos de su edad.

Esperé a Lesso, inquieta en mis habitaciones, intentando hilar, pero el hilo se deslizaba entre mis dedos por el temblor. Lucrecia, con rostro pletórico, hablaba y hablaba de la corte y del gran Leovigildo, su señor. ¡Cuánto odiaba a aquella mujer! Procuré evadirme de lo que ella decía.

Pasaron dos días antes de que pudiese encontrarme con Lesso a solas para hablar del interrogatorio al que le había sometido Leovigildo. Para evitar el acecho al que Lucrecia me sometía, nos citamos en la zona de las antiguas termas, allí nadie podría oírnos.

—Quiere que le acompañe en primavera a la próxima campaña del norte —dijo Lesso lleno de preocupación—. Ha intentado averiguar si conozco los pasos de las montañas. Ha adivinado que conozco a Aster. Me ha amenazado si no colaboro.

—¿Qué harás?

—Nunca traicionaré a mi gente. Antes morir.

Me di cuenta de la angustia de Lesso. Yo sabía cuánto deseaba regresar a su tierra, pero volver al norte con los enemigos de su pueblo era la mayor desgracia para él.

—Escucha, Lesso… —dije—, cuando estés en el norte, huye, te daré oro y lo utilizarás para escapar. Después, busca a Aster, dile que estoy viva y que no le olvido. Y, por favor, cuida a Hermenegildo.

—Le cuidaré como hijo de quien es.

Entendí que quizás en sus palabras había un doble sentido. Entonces, lloré.

—Cuida de él, cuida de Hermenegildo.

Pasaron los días mientras se hacían los preparativos para la partida a Toledo. Leovigildo levó las tropas y, junto a sus hijos, otros muchos jóvenes que querían conseguir gloria y honores se asociaron a sus huestes. Entre otros, Walamir, Antonio, Faustino y Claudio. Oí a los jóvenes luchar junto a las murallas y bajo el puente. Después se acercaban al lugar donde yo trabajaba, organizando el traslado a la ciudad del Tajo.

—Madre —dijo un día Recaredo—. Hermenegildo ha vencido a Walamir.

—¿No le habrá hecho daño?

—No. Utilizó las artes que Lesso le ha enseñado. Le esperó a pie firme y sin asustarse esquivó los golpes de espada, y cuando él se descuidó, avanzó hasta someterlo.

Supe que la victoria sobre Walamir se había comentado en la ciudad. Hermenegildo había crecido y era fuerte, pero Walamir tenía fama de buen luchador y se había transformado en un muchacho muy alto y robusto, casi un gigante.

Los días transcurrieron deprisa y se aproximaba la partida hacia Toledo. Hubiera querido despedirme de mi buen amigo Mássona, pero Leovigildo me había enclaustrado, prohibiéndome toda salida; sin embargo, antes de partir de Mérida, Mássona se acercó a mi casa. Siguiendo las órdenes de Leovigildo los guardias no le dejaron entrar. Al escuchar su voz en la puerta, me acerqué y ordené a los centinelas que le permitiesen el paso. Comprobé que estaba nervioso y preocupado. Le introduje dentro de la casa y procuré que pasase desapercibido, de lejos vi que Lucrecia me espiaba. Le conduje hacia mis habitaciones, pero antes de llegar giré y me dirigí hacia un lugar alejado y secreto dentro de la casa, las antiguas termas romanas semidestruidas, llenas ahora de grano y provisiones para el invierno. Allí había podido hablar con Lesso, era un lugar intrincado difícil de encontrar. Nos hallábamos aparentemente solos. Por una grieta en la pared de piedra entraba la luz del mediodía que brilló en el cabello canoso de Mássona.

—¿Qué ocurre?

—He tenido una visión. Hace dos noches me desperté intranquilo. Notaba que Dios me llamaba, acudí a la iglesia. Algo me condujo hacia el cofre donde dormía la copa de los celtas, la antigua copa que Juan de Besson nos entregó. Entonces, junto a ella, no lo creerás quizá, me pareció ver a tu antiguo preceptor, Juan de Besson, y oí su voz: «La copa pertenece a los pueblos de las montañas del norte y debe volver a ellos, nunca habrá paz si la copa no regresa al norte.» Entonces desapareció de mi vista. He comprendido que la copa debe regresar al norte. Me han informado de que Leovigildo vuelve hacia allá, que se inicia la guerra. En ella van a morir muchos hombres.

—Lo sé.

—Leovigildo odia a los cántabros. Les odia porque nunca consigue derrotarlos, porque son pueblos orgullosos y porque sabe que tu corazón está en el norte. Con todo lo que dejaste atrás.

—A Leovigildo no le importan mis sentimientos. No me ama.

—Es verdad que no te ama —dijo Mássona—, pero odia que no le obedezcas y que no le admires, su vanidad está herida. Todos adulan al gran duque Leovigildo, menos tú, que le desprecias. Pienso que quiere ir al norte porque sabe que allí hay oro, pero también porque quiere humillar al jefe de los pueblos cántabros que fue tu esposo. En mi visión he comprendido que Leovigildo derrotará a los cántabros antes o después. Son pueblos indisciplinados, paganos, que viven de la rapiña.

Entonces yo protesté:

—Eso no es así. El pueblo de Aster ha sido bautizado y sé que le obedecen. Cultivan la tierra y cazan. Es un pueblo en paz.

—Pero hay otros pueblos en las montañas que no lo hacen así, muchos de ellos aún practican sacrificios humanos. Leovigildo los atacará y les vencerá, porque su ejército es disciplinado y la suerte no acompañará a los sacrificadores. Los cántabros solamente vencerán a los godos si la copa sagrada vuelve a las manos de aquellos que odian los ritos antiguos y creen en el Único Posible. La copa aunará a los pueblos y los acercará a su luz. Entonces todos se congregarán en torno a la casa de Aster y la paz reinará en los valles.

—¿Cómo sabes todo esto?

—Yo he estado en contacto con los celtas, he sido monje de la misma orden a la que perteneció Juan de Besson y conozco el pasado de ese pueblo.

En su voz había una modestia latente, nunca había hablado Mássona de su pasado. Ahora me pareció ver a Enol, en la expresión de los ojos del obispo.

—Aún hay más. Esa copa tiene algo. Algo sublime y especial. Cuando celebro la misa en ella, y bebo el vino del cáliz… mi mente se transporta a un tiempo lejano. Me parece ver una estancia alargada con varios hombres y oír la voz del Señor Jesús. Esa copa es la copa de la Cena, estaba destinada para ello pero procede de los pueblos celtas y debe volver a ellos, para que alcancen la fe del Señor.

—¿Qué podemos hacer? Leovigildo vuelve al norte, atacará en el verano. La copa pertenece a Ongar, sólo estaría segura en el cenobio de Mailoc —dije—. Allí nadie podrá profanarla y Aster sería su salvaguarda. Lesso va al norte con Leovigildo. Él podría llevarla allí.

—La copa no debe caer en manos paganas, acuérdate de lo que ocurrió con Lubbo —dijo Mássona—. No me atrevo a dar la copa a un hombre solo, un siervo en el ejército godo. Sólo la cederé si Mailoc o el propio Aster viene a por ella.

—¿Aster?

—Él vendría a por ti y a por la copa, si sabe que estás aquí. Debes encargar a Lesso que busque a Aster y a Mailoc y les cuente mi visión.

—Hablaré con Lesso.

Oímos ruidos cerca de las termas, aquella conversación era peligrosa para mí. Sigilosamente acompañé a Mássona al portillo en la muralla y me despedí de él, que me abrazó como un padre.

Al fin, hube de abandonar Mérida y lo hice con pesar, allí dejaba a mi buen amigo Mássona y mi labor como sanadora. El viaje duró varios días, atravesamos la Carpetania, sus bosques, poblados de cérvidos y jabalís, no eran muy elevados, estaban cruzados por caminos intrincados como un laberinto. Eran los comienzos del otoño y oí a los ciervos en berrea. Los bosques estaban vivos y el desafío de las cornamentas chocando entre los valles divertía a Hermenegildo y a Recaredo, que a menudo se escapaban para poder ver a los ciervos. Lesso de una lanzada mató un jabalí. Pasados los montes de Toledo poblados de alcornoques, encanas y jara alcanzamos las tierras onduladas de vino y cereal. Los hombres se afanaban en la vendimia. Hice una señal a Lesso y él se acercó al carro donde yo viajaba.

—Esta noche —le dije— retírate a un lado, que yo te buscaré.

Cayó la noche, una noche nublada y oscura. A las mujeres nos hospedaron en la casa de unos labriegos libres y los hombres pernoctaron al raso, alrededor de la hoguera. Pude ver a Lesso que se retiraba tras unos árboles junto a un pozo.

—Antes de partir —le dije— pude hablar con Mássona. Ha tenido una visión, cree, y yo también con él, que la copa debe volver al norte. La copa está en Santa Eulalia. Si consigues escapar de los godos… busca a Aster y dile que debe recuperar la copa.

Le transmití toda la visión de Mássona y le hablé de las propiedades de la copa y de lo que había ocurrido con Lubbo.

—La copa debe regresar a Ongar. Pero no sé cómo vamos a lograrlo.

—Aster sabrá. Habla con Aster y con Mailoc.

Se oyeron ruidos en el campamento. Nos miramos, entonces me abracé a Lesso y me despedí de él.

—No sé si mañana podré decirte adiós, Lesso, viejo amigo, ten cuidado. Cada día, hasta que regreses, te echaré de menos y me acordaré de ti.

Amaneció un día frío y claro. Tras varias leguas de marcha, desde lo alto del camino divisamos la ciudad de Toledo, amurallada y rodeada por el Tajo, que formaba una gran hoz en su derredor. En el esplendor del reino de Atanagildo, Toledo se coronaba de un palacio que dominaba la ciudad, alrededor se aglomeraban las casas blancas y de piedra; entre ellas, las iglesias de piedra estrecha, pero altas y rematadas de cruces y espadañas. Oímos doblar las campanas.

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