La Romana (23 page)

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Authors: Alberto Moravia

Tags: #Narrativa

BOOK: La Romana
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Gisella nunca había comprendido nada de mí, y yo sabía por experiencia que sería en vano tratar de abrirle los ojos. Por eso aprobé con fingida desenvoltura:

—Eso es, precisamente...

Y la dejé en un estado de ánimo mezcla de envidia y de injuriosa admiración.

Comunicó a Astarita mi respuesta y volví a verlo en el mismo bar en el que me encontré por primera vez con Giacinti. Como había dicho Gisella, me amaba aún furiosamente y cuando me vio se puso pálido como un muerto, perdió toda su gallardía y no volvió a abrir la boca. Debía de ser más fuerte que él, y creo que tienen razón ciertas mujeres sencillas del pueblo como, por ejemplo, mi madre, cuando hablando de casos de amor dicen que ciertos hombres han sido embrujados por sus amantes. Sin darme cuenta ni quererlo, había echado una especie de embrujo sobre él, y por mucho empeño que él pusiera en sustraerse a su efecto, no lograba desprenderse de mi influencia. De una vez por todas lo había hecho inferior, dependiente de mí, sometido. Lo había desarmado, paralizado y puesto a mi merced.

Más tarde me explicó que a veces se preparaba a solas para representar el papel frío y desdeñoso que hubiera querido representar conmigo, aprendiéndose incluso las palabras de memoria. Pero después, apenas me veía, la sangre se le iba de las mejillas, una especie de angustia le oprimía el pecho, la mente se le vaciaba y la lengua se negaba a hablar. Hasta mi mirada se le hacía insostenible. Perdía la cabeza y experimentaba un irresistible deseo de ponerse de rodillas ante mí y de besarme los pies.

Realmente no era como los demás hombres. Quiero decir que había en él algo de obsesivo. La noche de nuestro encuentro, después de haber comido juntos en el restaurante, en un silencio tenso y convulso, fuimos a mi casa y allí me rogó que le contara detalladamente, sin omitir nada, mi vida desde el día de la excursión a Viterbo hasta la ruptura con Gino.

—Pero ¿por qué te interesa tanto? —le pregunté, asombrada.

—Así, por ninguna razón... Pero ¿qué te cuesta? No pienses en mí, cuéntamelo, y nada más.

—Por mí —dije encogiéndome de hombros—, si realmente te gusta...

Y con toda minuciosidad, como me había pedido, le conté todo lo sucedido desde el día de la excursión: la explicación que tuve con Gino, cómo seguí los consejos de Gisella, mi encuentro con Giacinti. Tan sólo callé el asunto de la polvera, ni siquiera sé por qué, quizá por no inquietarlo dada su profesión de policía. Me hizo muchas preguntas, sobre todo acerca de mi encuentro con Giacinti. No parecía saciarse de los pormenores como si, más que saber las cosas, quisiera incluso verlas y tocarlas y, en resumen compartirlas. No podría decir cuántas veces me interrumpió con frases como: «¿Y tú que hiciste?», o también: «¿Y qué hizo él?» Y cuando acabé mi relato, me abrazó farfullando:

—Todo ha sido por mi culpa.

—No, no... —repliqué, un poco aburrida—. No ha sido culpa de nadie.

—Sí, ha sido culpa mía... Soy yo quien te ha arruinado... Si no me hubiera portado de aquella manera en Viterbo, todo hubiera sido diferente.

—Esta vez te equivocas —respondí con vivacidad—. A lo sumo, la culpa habrá sido de Gino... Tú no tienes nada que ver... Tú, querido, quisiste poseerme por la fuerza en Viterbo, y las cosas obtenidas por la fuerza no cuentan. Si Gino no me hubiera traicionado, me hubiese casado con él, le habría contado después todo lo ocurrido y las cosas seguirían como si no te hubiese conocido.

—No. Ha sido por mi culpa... Aparentemente, tal vez la culpa sea de Gino, pero en el fondo la culpa es mía.

Parecía bastante aferrado a esta idea de su culpabilidad, pero, según creí entender, no porque sintiera remordimiento, sino al contrario, porque le complacía pensar que me había corrompido y arruinado. Pero decir que le complacía es decir poco: lo excitaba, y tal vez éste era el motivo principal de su pasión por mí. Esto lo entendí después, cuando me di cuenta de que a menudo, en nuestros encuentros, insistía para que le contara con toda clase de detalles cuanto ocurría entre mis amantes circunstanciales y yo. Durante estos relatos, ponía una cara turbada, tirante y atenta, que acababa turbándome a mí y llenándome de vergüenza. Inmediatamente después se echaba sobre mí y mientras me poseía repetía con pasión palabras injuriosas, brutales, obscenas, que no quiero repetir aquí y que parecerían ofensivas incluso a la más depravada de las mujeres.

Nunca he podido comprender cómo podría coordinarse esta actitud suya con la adoración que me profesaba. A mi modo de ver, es imposible amar a una mujer y no respetarla, pero en aquel hombre, el amor y la crueldad parecían mezclarse y el uno prestaba a la otra su propio color y su fuerza. A veces llegué a pensar que esta singular voluptuosidad de imaginarme degradada por su culpa se la sugería su mismo oficio de policía político. Como pude saber, este oficio consistía precisamente en buscar el punto débil de los acusados, a fin de corromperlos y envilecerlos y así convertirlos en seres inocuos para siempre. El mismo Astarita llegó a decirme, no recuerdo en qué ocasión, que siempre que lograba hacer confesar, o doblegar como fuera, a un acusado, experimentaba una satisfacción particular, casi física, semejante a la de la posesión en el amor.

—El acusado es como una mujer —me explicó—. Mientras resiste, mantiene erguida la cabeza, pero una vez que ha cedido, se convierte en un harapo y puedes tenerlo en tus manos cuando quieras y como te parezca.

Y hasta es probable que ese carácter suyo tan cruel fuera innato y que él mismo hubiera elegido aquel oficio precisamente porque tenía aquel carácter y no al contrario.

Astarita no era feliz; más aún, su infelicidad me pareció siempre la más completa e irremediable que había visto, porque no se debía a motivo exterior alguno, sino a una cierta incapacidad o torpeza suya que no conseguí captar. Cuando no me obligaba a contar mis asuntos personales y de mi profesión, solía arrodillarse delante de mí, ponía su cabeza en mi regazo y se quedaba así, a veces hasta una hora, inmóvil. A mí no me tocaba hacer otra cosa que pasarle levemente una mano por la cabeza, como suelen hacer las madres con sus hijos. De vez en cuando, gemía y a veces incluso lloraba. Nunca he amado a Astarita, pero en aquellos momentos me inspiraba mucha compasión porque comprendía que sufría y que no existía medio capaz de aliviar su sufrimiento.

Hablaba con la mayor amargura de su familia: de su mujer, a la que odiaba; de sus hijas, por las que no sentía ningún cariño; de sus padres, que le habían hecho difícil la infancia y, siendo aún inexperto, lo habían obligado a un matrimonio desastroso. Casi nunca aludía a su trabajo. Sólo una vez, con una mueca particular, llegó a decirme:

—En las casas hay muchos objetos útiles, aunque no sean limpios... Yo soy uno de esos objetos, soy el basurero en el que se dejan las inmundicias.

Pero, en general, tuve la sensación de que consideraba su oficio como perfectamente honorable. Tenía un gran sentido del deber y era, según comprendí por la visita que le había hecho en el ministerio y por otras conversaciones con él, un funcionario modelo, celoso, buen guardián de secretos, perspicaz, incorruptible, rígido. Aun perteneciendo a la Policía política, confesaba no entender nada de política.

—Soy una rueda que se mueve con las otras en una máquina —me dijo una vez—. Ellos mandan y yo obedezco.

Astarita hubiera querido verme todas las noches, pero, además de que yo no quería atarme a nadie, como ya he dicho, me aburría y me dejaba incómoda con su convulsa seriedad y sus rarezas, así que, aunque me daba compasión, yo no podía retener cuando me dejaba un sincero suspiro de alivio. Por esta razón procuraba verlo pocas veces, no más de una a la semana. Esta escasez de relaciones contribuyó, desde luego, a mantener despierta y ardiente su pasión por mí. En cambio, si yo hubiera aludido al deseo de vivir con él, como no dejaba de proponerme, se hubiera acostumbrado lentamente a mi presencia y hubiese acabado por verme como era en realidad: una pobre muchacha como tantas otras. Me dio el número de teléfono que tenía sobre su mesa en el ministerio. Era un número secreto, sólo conocido por el jefe del Gobierno, el ministro del Interior, el gobernador Civil y alguna que otra personalidad. Cuando lo llamaba, contestaba inmediatamente, pero en cuanto se daba cuenta de que era yo, su voz, poco antes limpia y tranquila, se enturbiaba y empezaba a balbucear. Realmente estaba sumiso y sojuzgado a mí como un esclavo. Recuerdo que una vez le hice una caricia en la cara sin que él me la pidiera. Inmediatamente me cogió la mano y me la besó con fervor. Después, otras veces, me suplicó espontáneamente que repitiera la caricia. Pero las caricias no se hacen por decreto.

Como he dicho ya, a veces no tenía ganas de ir a la calle en busca de hombres y me quedaba en casa. Tampoco quería estar con mi madre porque, aunque entre las dos por una especie de acuerdo tácito no se hablaba de mi oficio, la conversación iba a parar siempre, entre alusiones y medias palabras, al mismo tema y en esos casos me gustaría haber hablado sin velos y en forma clara. Así, pues, me encerraba en mi habitación, advirtiendo antes a mi madre para que no me molestara y me echaba en la cama. La alcoba daba al patio; ningún ruido llegaba de fuera a través de la ventana cerrada. Dormitaba un rato, me levantaba después y daba vueltas por la habitación, entretenida en alguna pequeña tarea, ya fuera poniendo en orden las cosas o bien quitando el polvo de los muebles. Estas ocupaciones no eran más que estímulos para poner en marcha la máquina de mis pensamientos, para crearme a mi alrededor un ambiente de densa intimidad. Reflexionaba con profundidad progresiva, y al final, casi no reflexionaba en absoluto y me bastaba sentirme vivir después de tantas dispersiones y tan afanosas costumbres.

En aquellas horas de soledad llegaba siempre un momento en el que me sorprendía un intenso extravío. De pronto me parecía percibir con una clarividencia glacial toda mi vida y a mí misma como de una vez. Las cosas que hacía se desdoblaban, perdían su sustancia significativa, se reducían a simples apariencias absurdas e incomprensibles. Me decía a mí misma: «Muchas veces traigo aquí un hombre que sin conocerme me ha esperado en la noche... Cogidos el uno al otro, luchamos sobre esta cama como dos enemigos... Después me da un pedazo de papel con un color y un grabado determinados... El día siguiente cambio ese pedazo de papel por comida, vestidos y cosas semejantes». Pero tales enunciados no eran más que el primer paso en el camino de un extravío más profundo. Servían para barrer de mi alma el juicio que seguía albergando en ella acerca de mi oficio, y me representaba el oficio como una serie de gestos sin sentido, equivalentes a otros gestos de diversos oficios. En seguida, un ruido lejano de la ciudad o el crujido de un mueble en mi habitación, me producían una sensación absurda y casi delirante de mi presencia. Me repetía a mí misma: «Estoy aquí y podría estar en cualquier otro sitio... Y podría estar hace mil años o dentro de otros mil... Y podría ser negra, o vieja, o rubia, o pequeña...» Pensaba que había salido de una tiniebla sin fin y que pronto entraría en otra tiniebla igualmente ilimitada y que este breve paso estaría señalado solamente por actos absurdos y casuales. Entonces comprendía que mi angustia no se debía a las cosas que hacía, sino, más profundamente, al escueto hecho de vivir, que no era ni malo ni bueno, sino sólo doloroso e insensato.

Estas ideas me hacían estremecer de miedo, durante unos momentos. Me estremecía profundamente y sentía como si mis cabellos se revolvieran en su raíz. De pronto, era como si las paredes de la casa, la ciudad y hasta el mundo entero se desvanecieran y yo me hallara suspendida en un espacio vacío, negro y sin límites, y por añadidura suspendida precisamente con aquellos vestidos, aquellos recuerdos, aquel nombre, aquella profesión. Una muchacha llamada Adriana suspendida en la nada. Parecíame que aquella nada era una cosa solemne, terrible e incomprensible y que el aspecto más triste de toda la cuestión era precisamente presentarme en aquella nada con los modales y las apariencias con los que por la noche me presentaba en la cafetería donde me esperaba Gisella. Y no me consolaba la idea de que también los demás se movieran y actuaran de un modo igualmente fútil e inadecuado bajo aquella nada dentro de la nada rodeados de la nada. Sólo me asombraba que no lo notaran y, como sucede cuando muchas personas descubren juntas el mismo hecho, no se comunicaran sus observaciones ni hablaran de ello con más frecuencia.

En aquellos momentos me arrodillaba y me ponía a rezar, tal vez más por una costumbre de la infancia que por clara voluntad y pleno conocimiento. Pero no rezaba con las palabras de las oraciones habituales, que me parecían demasiado largas para mi repentino estado de ánimo. En cambio, me dejaba caer de rodillas con tal violencia que a veces me dolían las piernas durante varios días y oraba brevemente: «Cristo, ten piedad de mí», en voz alta y desesperada. No era realmente una oración, sino una especie de fórmula mágica con la que pensaba disipar mi desaliento y volver a encontrar la realidad de siempre. Después de haber clamado de esta manera, impetuosamente, con toda mi fuerza, me quedaba absorta, con la cara entre las manos, un buen rato. Por último me daba cuenta de que ya no pensaba en nada, que estaba aburriéndome, que era la Adriana de siempre, que me hallaba en mi habitación. Me tocaba el cuerpo, como incrédula de poder encontrarlo intacto y presente y, levantándome, me iba a la cama. Estaba cansada y dolorida, como si todas mis articulaciones se hubieran endurecido, y me dormía inmediatamente.

Pero esos estados de ánimo no influían en nada en mi vida habitual. Seguía siendo la Adriana de cada día, con mi carácter, que por dinero llevaba hombres a casa, acompañaba a Gisella y hablaba de cosas sin importancia con su propia madre y con los demás. A veces se me hacía extraño ser tan distinta en la soledad de cuando estaba acompañada, en mis relaciones conmigo misma y con los demás. Pero no me hacía la ilusión de estar sola y experimentar sentimientos tan violentos y desesperados. Creía que por lo menos una vez al día todos debían sentir la propia vida reducirse a una situación de angustia inefable y absurda. Sólo que a los demás ese conocimiento no les producía ningún efecto visible. Salían después de sus casas como yo, e iban de un lado para otro representando sinceramente sus papeles que no tenían nada de sinceros. Y ese pensamiento me confirmaba en la convicción de que todos los hombres, sin excepción, son dignos de compasión, aunque no sea más que porque viven.

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