La Romana (24 page)

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Authors: Alberto Moravia

Tags: #Narrativa

BOOK: La Romana
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Segunda Parte
Capítulo I

Ahora Gisella y yo, más que amigas éramos socias. Verdad es que no nos poníamos de acuerdo en cuanto a los lugares de reunión, pues Gisella prefería los restaurantes y los locales de lujo y yo los cafés más humildes e incluso la calle, pero habíamos decidido una especie de acuerdo incluso para esta diferencia de gustos: íbamos por riguroso turno a los sitios preferidos por cada una. Una noche, después de haber cenado en vano en el restaurante, volvíamos juntas a casa cuando me di cuenta de que un coche nos seguía. Se lo dije a Gisella y aun me atreví a añadir que podríamos dejarnos abordar. Gisella estaba aquella noche de pésimo humor porque había tenido que pagar la cena sin provecho alguno y desde hacía algún tiempo estaba pasando verdadera estrechez. Me contestó de mala manera:

—Ve tú... Yo me voy a dormir.

Entre tanto, el coche se había acercado a la acera y caminaba lentamente a nuestro lado. Gisella iba junto al muro y yo por el borde de la calzada. Miré a hurtadillas y vi que en el coche iban dos hombres. Pregunté a Gisella en voz baja:

—¿Qué hemos de hacer? Si no vienes tú también, yo no hago nada.

—Yo no voy. Ve tú... ¿Acaso tienes miedo?

Ella lanzó a su vez una ojeada de través al coche y, por un momento, pareció vacilar, malhumorada.

—No, pero sin ti no voy —respondí.

Ella movió la cabeza, echó otra ojeada al coche que todavía iba lentísimo a nuestro lado y, como resignándose de pronto, contestó:

—Está bien, pero sigue como si tal cosa y vamos adelante... Aquí, en el Corso, no me gusta.

Caminamos todavía unos cincuenta metros, seguidas siempre por el automóvil. Entonces Gisella dobló una esquina y las dos nos metimos por una calleja oscura transversal, en una estrecha acera a espaldas de una vieja pared tapizada de carteles publicitarios. Oímos cómo el coche tomaba la misma dirección y después, con los faros encendidos, se nos plantó delante, envolviéndonos en un haz de luz blanca. Era como si aquella claridad nos desnudara, clavándonos a la húmeda pared entre los carteles descoloridos y arrancados en parte. Nos detuvimos. Gisella, irritada, me dijo en voz baja:

—¿Qué modales son éstos? ¿Es que ya no nos miraron bastante en el Corso? Estoy a punto de irme a casa.

—No, no —dije apresuradamente, como suplicando.

Yo misma ignoraba por qué, pero me interesaba muchísimo conocer a los dos hombres del automóvil.

—¿Qué te importa, al fin y al cabo? Todos hacen más o menos lo mismo.

Gisella se encogió de hombros y al mismo tiempo los faros trazaron un círculo, se apagaron y el coche se detuvo junto a la acera, delante de nosotras. El que conducía sacó por la ventanilla una cabeza rubia y rosada y dijo con voz sonora:

—Buenas noches.

—Buenas noches —respondió Gisella, conteniéndose.

—¿Dónde vais tan solitas las dos? —siguió el otro—. ¿Podemos acompañaros?

A pesar del tonillo irónico, como de quien sabe que tiene gracia, eran las frases rituales que he oído centenares de veces.

Todavía envarada, Gisella contestó:

—Depende...

También ella decía siempre las mismas cosas.

—Bueno, bueno —insistió el del coche—. ¿De qué depende?

—¿Cuánto pensáis darnos? —replicó Gisella acercándose y poniendo una mano sobre la portezuela.

—¿Cuánto queréis?

Gisella dijo una cantidad.

—Vaya, sois caras —canturreó el hombre—. Sois verdaderamente caras.

Pero parecía dispuesto a aceptar. Su compañero, cuyo rostro yo no veía aún, se inclinó y le dijo algo al oído, pero el rubio movió los hombros y volviéndose hacia nosotras añadió:

—Está bien... Subid.

El compañero abrió la portezuela, descendió, volvió a subir a la parte posterior. Una vez dentro, abrió desde dentro la portezuela y me invitó con un gesto a subir a su lado. Gisella se instaló junto al rubio. Éste se volvió hacia ella y preguntó:

—¿Adónde vamos?

—A casa de Adriana —contestó Gisella.

Y dio mi dirección.

—Muy bien —dijo el rubio—. Vamos a casa de Adriana.

Habitualmente, cuando me encontraba con esta clase de hombres todavía desconocidos, lo mismo en un coche que en otro lugar, me mantenía inmóvil y silenciosa esperando que ellos me hablaran o hicieran algo. Sabía por experiencia que los hombres son impacientes cuando se trata de tomar la iniciativa y que no necesitan en absoluto que se les anime. También aquella noche me quedé muda y quieta mientras el coche corría por las calles de la ciudad. De mi vecino, a quien la disposición de los puestos en el automóvil designaba como mi amante de turno, sólo veía las manos largas, delgadas y blancas, posadas sobre las rodillas. Tampoco él hablaba ni se movía y mantenía la cabeza echada hacia atrás, en la sombra. Pensé que debía de ser tímido y de pronto sentí simpatía por él. También yo había sido tímida y cualquier timidez me conmovía porque me llevaba a pensar cómo era yo misma antes de mis relaciones con Gino. En cambio, Gisella hablaba. Gustábale, mientras podía hacerlo, conversar con cierto distanciamiento y una especie de educación, como si fuera una señora de charla con hombres que la respetan. De pronto, le oí preguntar:

—¿Es suyo este coche?

—Sí —respondió su compañero—. Todavía no lo he empeñado.

Te gusta, ¿eh?

—Es muy cómodo —comentó Gisella con suficiencia—. Pero prefiero el «Lancia». Es más rápido y tiene mejor suspensión. Mi novio tiene un «Lancia».

Era verdad. Ricardo poseía un «Lancia». Sólo que nunca había sido novio de Gisella y hacía tiempo que no se veían. El rubio se echó a reír y dijo:

—Tu novio tendrá un «Lancia» de dos ruedas.

Gisella tenía un carácter puntilloso y por cualquier tontería se enfadaba. Preguntó, resentida:

—Vamos a ver. ¿Por quiénes nos toma?

—¡Yo qué sé! Dígame quiénes son —dijo el rubio—. No quisiera dar pasos en falso.

Otra idea fija en Gisella era la de hacerse pasar ante sus amantes circunstanciales por lo que no era: bailarina, mecanógrafa o dama de excelentes costumbres. Y no se daba cuenta de que aquellas pretensiones contrastaban bastante con el hecho de que se dejara abordar con tanta facilidad y planteara inmediatamente la cuestión del dinero:

—Somos dos bailarinas de la «Compañía Caccini» —dijo calmosamente—. No estamos acostumbradas a que nos invite el primero que se presente, pero como la compañía todavía no se ha formado, esta noche íbamos a dar un paseo... Yo no quería aceptar, pero mi amiga ha insistido porque le parecíais dos personas distinguidas... Si mi novio llegara a enterarse de esto, pobre de mí.

El rubio volvió a reír:

—Desde luego, somos dos personas muy distinguidas, pero vosotras sois dos putas de la calle... ¿Y qué hay de malo en eso?

Mi compañero habló por primera vez y dijo:

—Déjalo de una vez, Giancarlo.

Yo no dije nada. No me gustaba oírme llamar de aquel modo, sobre todo por la maligna intención que había en ello, pero, en fin de cuentas, era la verdad. Gisella dijo:

—Ante todo, no es verdad... Y usted es un bellaco.

El rubio no dijo nada. Pero aminoró la marcha y detuvo el coche junto a la acera. Estábamos en una calle secundaria, desierta y poco iluminada, entre dos hileras de casas. El rubio se volvió a Gisella:

—Vamos a ver... ¿Y si te echara del coche?

—Haga la prueba —dijo Gisella echándose atrás.

Era muy belicosa y no temía a nadie.

Entonces mi compañero se inclinó hacia el asiento delantero y pude verle la cara. Era moreno, con el cabello despeinado sobre la alta frente, los ojos superficiales y grandes, oscuros y brillantes, la nariz recortada, la boca sinuosa y una fea barbilla doblada hacia adentro. Era muy delgado y en el cuello le sobresalía la nuez. Dijo al rubio:

—¡Acabarás de una vez!

Pero lo dijo sin exasperación, o al menos así me lo pareció, y aunque con fuerza, sin una participación directa, como quien se mete voluntariamente en un asunto que ni le va ni le viene. Su voz no era muy fuerte ni muy masculina y se notaba que podría desviarse fácilmente al falsete.

—¿Y a ti qué te importa? —dijo el otro volviéndose.

Lo dijo en un tono particular, como si ya estuviera arrepentido de su brutalidad y no le disgustara la intervención de su amigo. Éste prosiguió:

—No comprendo qué maneras son ésas... Las hemos invitado, han confiado en nosotros y ahora les decimos insolencias.

Se volvió hacia Gisella:

—No le haga caso, señorita... Tal vez ha bebido un poco de más... Puedo asegurarle que su intención no ha sido ofenderla.

El rubio inició un gesto de protesta, pero el otro lo detuvo poniéndole una mano en el brazo y diciéndole en tono perentorio:

—Te digo que has bebido y que no tenías intención de ofenderla... Y ahora, vamos.

—Yo no he venido para que me insulten —empezó Gisella con voz insegura.

También parecía agradecida al moreno por su intervención. Él le dio la razón:

—Naturalmente, ninguno de nosotros quiere que se le insulte... Es natural.

El rubio los miraba con una cara estúpida. Su rostro era colorado y lleno de hinchazones irregulares, como manchado, con unos ojos redondos azules y una boca grande y roja, de expresión glotona y desenfrenada. Miró a su amigo, que con cierta gracia daba unas palmadas suaves en el hombro de Gisella, después la miró a ella y por último, inesperadamente estalló en una carcajada.

—Palabra de honor que no entiendo nada —exclamó—. ¿Dónde estamos? ¿Por qué discutimos? Ni siquiera recuerdo cómo ha empezado todo esto... En vez de estar alegres, nos peleamos... Palabra de honor que es para volverse loco.

Reía de buena gana y sin dejar de reír se volvió hacia Gisella y le dijo:

—Anda, guapa... no me mires con esa cara... En el fondo somos el uno para el otro.

Gisella intentó sonreír y dijo:

—Realmente, también a mí me parecía...

El rubio prosiguió, con una voz chillona y riendo a mandíbula batiente:

—Yo tengo el mejor carácter de este mundo, ¿no es verdad Giacomo? Soy un verdadero santo... Lo que pasa es que hay que saber tomarme... Esto es todo... Y ahora, ¿me das un beso?

Se inclinó sobre Gisella y la ciñó por la cintura con un brazo. Ella echó la cabeza hacia atrás y dijo:

—Espera.

Sacó del bolso un pañuelo, se lo pasó por los labios quitándose el carmín y después, compungida, le dio un beso seco en la boca. Mientras Gisella lo besaba, el rubio fingía burlonamente con las manos que se sofocaba. Se separaron en seguida y el rubio volvió a poner en marcha el automóvil con un gesto enfático.

—Caramba... Juro que de ahora en adelante no volveré a darle un solo motivo de queja... Seré muy fino, muy distinguido y serio y la autorizo para que me dé un pescozón si no me porto bien.

El coche se puso en marcha.

Durante el resto del trayecto, el rubio siguió hablando y riendo fuertemente y de vez en cuando, con peligro de nuestras vidas, levantaba las manos del volante y gesticulaba animadamente. En cambio, mi compañero había vuelto a la sombra y al silencio después de su breve intervención. Yo sentía ahora por él una viva simpatía y una animada curiosidad, y cuando ahora, pasado tanto tiempo, vuelvo a pensar en ello, comprendo que fue en aquel momento cuando me enamoré de él o, por lo menos, empecé a atribuirle todas las cosas que amaba y que hasta entonces no había tenido. Después de todo, el amor quiere ser completo y no una mera satisfacción de los sentidos, y yo seguía buscando aquella perfección que antes me había parecido poder atribuir a Gino. Tal vez era la primera ocasión, no ya desde que hacía aquel oficio, sino de toda mi vida, que encontraba una persona como él, es decir, con aquellos modales y aquella voz. El grueso pintor para el que había posado la primera vez se le parecía en cierto modo, pero era más frío y más seguro de sí, y por lo demás, con sólo que él lo hubiese querido, me habría enamorado de él. Aunque de distinta manera, su voz y sus actitudes despertaban en mi alma los mismos sentimientos que experimenté durante mi primera visita a la villa de los amos de Gino. Lo mismo que entonces me gustaban especialmente el orden, el lujo, la limpieza de la villa y me parecía que no valía la pena vivir sino en casa como aquélla, así su voz y sus gestos educados y razonables, y lo que dejaban suponer de él, me inspiraban una atracción apasionada y convencida. Al mismo tiempo experimentaba un intenso deseo de los sentidos y deseaba ser acariciada por aquellas manos y besada por aquella boca, y comprendía que, en un instante ignorado, se había producido en mí aquella mezcla vehemente e inefable de aspiraciones antiguas y de placer presente que es propia del amor y revela infaliblemente su nacimiento. Pero también tenía mucho miedo de que él se diera cuenta de estos sentimientos y huyera de mí. Impulsada por este temor, tendí una mano hacia la suya y procuré que me la estrechara. Pero bajo mis dedos que torpemente trataban de meterse entre los suyos y enlazarse con ellos, sus manos permanecían inmóviles. Me sentí invadida por una gran turbación, no queriendo retirar mi mano y, al mismo tiempo, sintiendo que debía retirarla en vista de su inmovilidad. Después, al dar bruscamente la vuelta a una bocacalle, el coche nos echó al uno contra el otro, fingí perder el equilibrio y me dejé caer con la frente sobre sus rodillas. El tuvo un sobresalto y no se movió. Sentí con placer cómo corría el coche, cerré los ojos y, como hacen los perros, presioné con mi cabeza entre sus manos hasta separarlas, las besé e intenté pasármelas por la cara en una caricia que hubiera deseado afectuosa y espontánea. Comprendí que había perdido la cabeza y oscuramente me asombraba de que semejante turbación hubiera sido provocada por unas simples palabras dichas con cortesía. Pero él no concedió la caricia que tan humildemente le suplicaba y, al cabo de un rato, retiró las manos. Casi al mismo tiempo se detuvo el automóvil.

El rubio saltó a tierra y con burlona cortesía ayudó a Gisella a salir. También salimos nosotros; abrí el portal de casa y entramos. Por la escalera nos precedió el rubio junto con Gisella. Era bajo y grueso, con unos vestidos que parecían ir a estallar, pero no era decididamente gordo. Gisella resultaba más alta que él. A mitad de la escalera, se rezagó un poco, quedó un peldaño más abajo que Gisella, y cogiendo el borde de la falda de ésta lo levantó, dejándole al descubierto los muslos blancos ceñidos por las ligas y parte de las nalgas, que eran pequeñas y enjutas.

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