—Ahora os toca a vosotros.
—¿Por qué? —pregunté, alarmada—. ¿Qué tenemos que ver nosotros?
—Sí, sí, haced la prueba.
Noté que Astarita me pasaba el brazo alrededor de la cintura y traté de librarme diciendo:
—No quiero.
—¡Uf, qué aburrida eres! —gritó Gisella—. Pero si es un juego, sólo un juego...
—Pues yo no quiero.
Ricardo reía y también incitaba a Astarita para que me obligara a besarlo.
—Astarita, si no la besas no vuelvo a mirarte a la cara.
Pero Astarita estaba serio y casi me daba miedo. Era evidente que para él no se trataba de un juego.
—Déjeme en paz —dije, volviéndome a él.
Astarita me miró y miró a Gisella interrogadoramente, como esperando que lo animara.
—¡Duro, Astarita! —gritó Gisella, que parecía más empeñada que él mismo, con una actitud que —oscuramente— noté cruel y despiadada.
Astarita me ciñó con más fuerza por la cintura atrayéndome hacia él. Ahora ya no se trataba de un juego; quería abrazarme a toda costa. Sin decir una sola palabra, intenté librarme, pero él era muy fuerte y, por mucho que yo lo empujara con las manos, sentía que poco a poco iba acercando su cara a la mía. Pero aun así no hubiera logrado besarme de no haber acudido Gisella en su ayuda. De pronto, dando un grito agudísimo de júbilo, Gisella se levantó, se puso detrás de mí y me cogió los brazos sujetándomelos. Yo no la veía, pero podía sentir su furia en las uñas metidas en mi carne y en su voz que repetía entre risas, con acento quebrado, furioso y cruel:
—¡Ya, Astarita, ahora es el momento!
Astarita estaba encima de mí. Intenté en lo posible volver la cara, único movimiento que en aquellas circunstancias me era posible hacer, pero él me cogió la barbilla con una mano y volvió mi rostro hacia el suyo; después, me besó en la boca, con fuerza y durante un buen rato.
—¡Ya está! —chilló Gisella, triunfante.
Y volvió a su sitio, muy contenta.
Astarita me dejó. Irritada y dolorida dije:
—No volveré a salir con vosotros.
—¡Oh, Adriana! —bromeó Ricardo—. ¡Por un beso!
—¡Astarita está todo manchado de carmín! —exclamó Gisella—. ¡Qué diría Gino si entrara ahora!
Era verdad. Astarita tenía la boca manchada de carmín y aquella mancha escarlata en su rostro amarillo y triste me pareció ridícula.
—¡Ea! —gritó Gisella—. Haced las paces... Tú, quítale el carmín con tu pañuelo. Si no, ¿qué va a pensar el camarero cuando entre?
Tuve que hacer de tripas corazón y con una punta de mi pañuelo, mojado en mi propia saliva, fui quitando el carmín de la cara fúnebre e inmóvil de Astarita. E hice mal en mostrarme blanda otra vez, porque en cuanto volví a guardar el pañuelo, él intentó volver a cogerme por la cintura.
—Déjeme —le dije.
—¡Oh, Adriana! —suplicó.
—Pero, ¿qué te importa? —intervino Gisella—. A él le gusta y a ti no te hace nada... Además, ahora que lo has besado, bien puedes dejarle que lo haga...
Y cedí una vez más. Nos quedamos juntos, él con el brazo alrededor de mi cuerpo y yo rígida y reservada. Entró el camarero con el segundo plato. Mientras comía, aunque Astarita seguía ciñéndome, se me pasó el mal humor. La comida era muy buena y sin notarlo bebí todo el vino que Gisella no cesaba de servirme. Después del segundo plato, siguió la fruta y el dulce. Era un postre excelente y yo no estaba acostumbrada a comerlo así y cuando Astarita me ofreció su parte no tuve el valor de rechazarla y me la comí también. Gisella, que también había bebido mucho, comenzó a hacer mil zalemas a Ricardo, metiéndole en la boca gajos de mandarina y acompañando de un beso cada gajo. Yo me notaba embriagada, pero no en una forma desagradable, sino con mucho placer y el brazo de Astarita ya no me molestaba. Gisella, cada vez más caprichosa y excitada, se levantó y fue a sentarse en las rodillas de Ricardo. No pude menos que reírme al ver a Ricardo dar un fingido grito de dolor, como si Gisella lo hubiera aplastado con su peso. De pronto, Astarita, que hasta entonces había permanecido inmóvil, limitándose a ceñirme la cintura con el brazo empezó a besarme rápidamente en el cuello, en el pecho y en las mejillas. Esta vez no protesté, ante todo, porque estaba demasiado bebida para luchar y después porque era como si aquel hombre estuviera besando a otra persona, hasta tal punto yo no sentía nada con aquellas expansiones y permanecía quieta y rígida como una estatua. En mi embriaguez me parecía estar fuera de mí misma, en algún rincón de la sala, observando con indiferente curiosidad de espectadora la furiosa pasión de Astarita. Pero los demás tomaron esa indiferencia mía por complacencia y Gisella me gritó:
—¡Bravo, Adriana, así se hace!
Hubiera querido contestarle, pero, ignoro por qué, cambié de idea y, tomando mi vaso lleno de vino, lo alcé y exclamé con voz clara y sonora:
—Estoy borracha.
Lo vacié de un trago. Creo que los demás aplaudieron. Astarita dejó de besarme y, mirándome fijamente, me dijo en voz baja:
—Vamos allí.
Me di cuenta de que Gisella y Ricardo habían dejado de reír y hablar y nos miraban. Gisella dijo:
—¡Ánimo, muévete! ¿Qué esperas?
De pronto, me pareció que la embriaguez se me había pasado. En realidad, estaba embriagada, pero no tanto como para no darme cuenta del peligro que me amenazaba.
—No quiero —dije.
Y me puse de pie.
Astarita también se levantó y cogiéndome por un brazo intentó arrastrarme hacia la puerta. Los otros dos empezaron a incitarlo:
—¡Duro, Astarita!
Astarita me arrastró hasta cerca de la puerta, aunque yo me debatía. Después, de un empujón, me liberé y corrí hacia la puerta que daba a la escalera. Pero Gisella fue más rápida que yo.
—¡No, simpática, no! —gritó.
Se levantó rápidamente de las rodillas de Ricardo y de una carrera llegó antes que yo a la puerta, dio vuelta a la llave y la quitó de la cerradura.
—No quiero —repetí con voz asustada deteniéndome ante la mesa.
—Pero ¿qué te importa? —gritó Ricardo.
—¡Estúpida! —dijo con dureza Gisella empujándome hacia Astarita—. ¡Anda, acaba de una vez! ¡Cuánta tontería!
Comprendí que, a pesar de su testarudez y de su crueldad, Gisella no se daba cuenta de lo que hacía. Aquella especie de trampa que me había tendido debía de parecerle algo alegre y gratamente ingenioso. También me sorprendió la indiferencia y la alegría de Ricardo, a quien sabía bueno e incapaz de cometer una acción que le pareciera malvada.
—¡No quiero! —dije otra vez.
—¡Vaya! —insistió Ricardo—. ¿Qué hay de malo en ello?
Gisella seguía empujándome, solícita y excitada, y diciendo:
—No te creía tan tonta. Entra de una vez... ¿Qué esperas?
Hasta entonces Astarita no había dicho palabra, inmóvil como una piedra junto a la puerta de la alcoba, fijos los ojos en mí. Después vi que abría la boca como para hablar. Lenta, confusamente, como si las palabras tuvieran una consistencia pegajosa y a duras penas se le despegaran de los labios, dijo:
—Ven, o le diré a Gino que has venido con nosotros y que has hecho el amor conmigo.
Comprendí que haría lo que estaba diciendo. Porque si uno puede equivocarse sobre el sentido de unas palabras, no es posible errar acerca del tono de una voz. Desde luego, hablaría con Gino y para mí terminaría todo antes de empezar. Hoy pienso que habría podido rebelarme. Quizá debatiéndome o gritando con violencia le hubiera convencido de la inutilidad del chantaje y de la venganza. Pero también es posible que no hubiera servido de nada porque su deseo era mucho más fuerte que mi repugnancia. Me sentí vencida de una vez y más que en rebelarme pensé en evitar el escándalo con el que me amenazaban. En realidad, había llegado desprevenida a aquel momento, lleno el ánimo de los proyectos para el porvenir, a los que no quería renunciar en modo alguno. Y lo que entonces me sucedió de una manera tan cruda creo que ocurre también de diversos modos a quienes tienen ambiciones por modestas que sean, por las que tarde o temprano tienen que pagar un elevado precio, y sólo los abandonados y quienes han renunciado a todo pueden esperar no verse obligados a pagarlo.
Pero al mismo tiempo que aceptaba mi destino experimenté un dolor consciente y agudo. Y una repentina clarividencia, como si el camino de mi vida, habitualmente tan oscuro y tortuoso, se abriera de pronto ante mis ojos recto y clarísimo, me reveló en un instante todo lo que iba a perder a cambio del silencio de Astarita. Los ojos se me llenaron de lágrimas y, cubriéndome el rostro con un brazo empecé a llorar. Comprendí que no lloraba por rebeldía, sino por una última resignación, y de hecho, aun entre lágrimas, sentí que mis pies me llevaban hacia Astarita. Gisella me conducía del brazo repitiéndome:
—Pero ¿por qué lloras...? Como si fuera la primera vez.
Oí que Ricardo se reía y, sin verlos, sentí los ojos de Astarita fijos en mí mientras iba hacia él lentamente, llorando. Después noté su brazo alrededor de mi cintura y cómo la puerta de la alcoba se cerraba a nuestras espaldas.
No quería ver nada. Todo lo que ocurría era ya demasiado. Así mantuve obstinadamente el brazo sobre los ojos por más que Astarita intentara retirarlo. Supongo que hubiera deseado portarse como cualquier amante en semejantes circunstancias, es decir, doblegándome a sus deseos lentamente y por grados casi insensibles. Pero mi obstinación en mantener el brazo sobre el rostro lo forzó a ser más brutal y rápido de lo que él mismo hubiera querido. Así, tras haberme hecho sentar al borde del lecho y haber intentado inútilmente aplacarme, me derribó sobre la almohada y se echó sobre mí. De la cintura abajo, todo mi cuerpo me pesaba como el plomo y lo sentía inerte. Nunca un abrazo fue soportado con mayor tolerancia y menos participación. Pero dejé de llorar casi de pronto, y cuando él cayó sobre mi pecho jadeando, me quité el brazo con que me cubría los ojos y los abrí en la oscuridad.
Estoy convencida de que Astarita me amaba en aquel momento todo lo que un hombre puede amar a una mujer y, desde luego, más que Gino. Recuerdo que, con un gesto convulso y apasionado, muy suyo, no cesaba de pasarme la mano una y otra vez por la frente y las mejillas mientras todo su cuerpo se estremecía con violencia y murmuraba palabras de amor. Pero mis ojos estaban secos y muy abiertos, y mi cabeza, limpia ya de la embriaguez, estaba poseída por una frialdad lúcida y vertiginosa. Dejaba que Astarita me hablara y me acariciara mientras seguía el hilo de mis pensamientos. Volvía a ver mi propia alcoba, tal como la había arreglado con los muebles nuevos que aún no había acabado de pagar y experimentaba una especie de consuelo amargo y tenaz. Ahora, me decía, nada ni nadie me podría impedir casarme y vivir la vida a que aspiraba. Pero, al mismo tiempo, sentía que mi ánimo había cambiado irremediablemente y que, donde antes había tan frescas e ingenuas esperanzas, había ahora una seguridad nueva y una resolución firme. De una vez para siempre me sentía mucho más fuerte, aunque con una fortaleza triste y exenta de amor.
Por último dije, hablando por primera vez desde que entráramos en la alcoba:
—Será hora de volver con los otros.
Él me preguntó en voz baja:
—¿Estás enfadada conmigo?
—No.
—¿Me odias?
—No.
—Te amo mucho —murmuró.
Y volvió a cubrirme de besos rápidos y furiosos la cara y el cuello. Dejé que se desahogara y repetí:
—Debemos irnos.
—Tienes razón —respondió.
Y apartándose de mí empezó a vestirse en la oscuridad, según me pareció. Yo me arreglé los vestidos como pude, me puse de pie y encendí la lámpara de la cabecera. A la luz amarilla se mostró a mis ojos una habitación tal como la había hecho imaginar el olor a cerrado y a espliego: un techo bajo y vigas blanqueadas, unas paredes cubiertas de papel de Francia y unos muebles viejos y macizos. En un rincón había un lavabo de pie de mármol, con dos palanganas y dos jarras adornadas con flores verdes y rosa y un gran espejo con marco dorado. Fui al lavabo, eché agua en una de las palanganas y con una punta mojada de la toalla me limpié los labios descoloridos por los besos de Astarita y los ojos, todavía colorados por el llanto. El espejo, desde su fondo arañado y herrumbroso, me devolvía mi propia imagen dolorida y por un momento me quedé mirándome, con el alma llena de compasión y de asombro. Después me rehice, ordené mi cabello lo mejor que pude y me volví hacia Astarita. Estaba esperándome junto a la puerta y cuando vio que yo estaba lista la abrió evitando mirarme y volviéndome la espalda. Apagué la luz y lo seguí. Fuimos acogidos festivamente por Gisella y Ricardo, que seguían con el mismo humor alegre y despreocupado con que los habíamos dejado. Antes no habían entendido mi dolor y ahora no comprendieron mi nueva serenidad. Gisella gritó:
—Menudo tipo de inocente eres tú... No querías, no querías, pero al parecer te has conformado pronto y bien... Bueno, si te gustaba, has hecho bien, pero no valía la pena hacer tantas historias.
La miré. Me parecía extrañamente injusto que fuera ella precisamente la que me había empujado a ceder y hasta me había sujetado por los brazos para que Astarita me besara a su gusto. ¡Y ahora me reprochaba mi complacencia! Ricardo, con su grosero sentido común, observó:
—Pero tú no tienes lógica, Gisella... Antes tanto insistir, y ahora casi vas a decirle que ha hecho mal.
—¡Naturalmente! —repuso Gisella con dureza—. Si no quería, ha hecho muy mal... Por ejemplo, si yo no quisiera, ni con toda la fuerza del mundo podrías obligarme tú...
Y mirándome con ojos atentos y disgustados, añadió:
—Pero ella quería. Ya los vi en el coche mientras veníamos. Por eso digo que no debía hacer tantas historias.
Yo seguía callada, admirando la perfección de una crueldad tan despiadada y tan inconsciente al mismo tiempo. Astarita se acercó a mí e intentó torpemente cogerme una mano. Pero lo rechacé y fui a sentarme al extremo de la mesa.
—¡Vaya, Astarita! —gritó Ricardo estallando en una carcajada—. Parece que venís de un funeral.
En realidad, aunque a su manera, Astarita, con su lúgubre y mortificada seriedad, mostraba comprenderme mejor que los otros.
—Siempre jugáis —gruñó.
—Bueno, ¿acaso tendríamos que llorar? —gritó Gisella—. Ahora os toca a vosotros tener paciencia, como antes la tuvimos nosotros... A cada uno un poco. Vamos, Ricardo.