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Authors: Alberto Moravia

Tags: #Narrativa

La Romana (12 page)

BOOK: La Romana
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—Pero os aconsejo... —dijo Ricardo levantándose.

Estaba borracho como una cuba y no sabía qué quería aconsejarnos.

—¡Vamos, vamos!

Salieron a su vez del comedor y Astarita y yo nos quedamos solos. Estábamos sentados cada uno a un extremo de la mesa. Un rayo de sol que entraba por la ventana iluminaba brillantemente los platos en desorden y llenos de cáscaras de fruta, los vasos a medio vaciar y los cubiertos sucios. Pero la expresión de Astarita, aunque el sol le diera en la cara, seguía siendo triste y oscura. Había satisfecho su deseo, pero seguía experimentando (y se veía en las miradas que me lanzaba) la misma borrascosa intensidad de los primeros momentos de nuestro encuentro. En aquel instante sentí compasión por él, a pesar del daño que me había hecho. Comprendí que había sido muy desgraciado antes de poseerme y que ahora, aun después de haberme poseído, seguía siendo igualmente desdichado. Antes sufría porque me deseaba, y ahora, porque yo no correspondía a su amor.

Pero la piedad es el peor enemigo del amor. Si lo hubiera odiado, es posible que él hubiese podido esperar que un día llegara a quererlo. Pero no lo odiaba, sino que sentía compasión por él, y me daba cuenta de que nunca me inspiraría más que un sentimiento de frialdad y de repugnancia.

En silencio permanecimos largo rato en aquella estancia llena de sol, esperando el regreso de Gisella y Ricardo. Astarita fumaba sin descanso, encendiendo un cigarrillo con la colilla del anterior y, aun fumando, me dirigía, entre las nubes de humo con que rabiosamente se envolvía, las miradas elocuentes de quien quisiera hablar y no se atreve a hacerlo. Me había sentado al lado de la mesa, con las piernas cruzadas, y ponía toda mi mente en un solo deseo: marcharme. No me sentía cansada ni avergonzada; a lo sumo hubiera preferido estar sola para reflexionar a mi gusto acerca de lo ocurrido. En ese gran deseo de marcharme mi cabeza vacía se distraía continuamente en fútiles observaciones: la perla que Astarita llevaba en la corbata, el dibujo del papel de la pared, una mosca que paseaba por el borde de un vaso, una manchita de tomate que, comiendo la pasta asciutto me había hecho en la blusa, y me irritaba contra mí misma por no encontrarme en condiciones de pensar en cosas más serias. Pero esa futilidad me vino bien cuando Astarita, tras un larguísimo silencio, venciendo por fin su timidez, me preguntó con voz sofocada:

—¿En qué piensas?

Reflexioné un momento y contesté con sencillez:

—Tengo una uña rota y estaba preguntándome cuándo y dónde me la habré roto.

Era verdad, pero él puso una cara amarga e incrédula y desde aquel momento pareció renunciar definitivamente a dirigirme la palabra.

Por fin volvieron Gisella y Ricardo, un poco ajetreados, pero tan alegres y despreocupados como antes. Se extrañaron de encontrarnos tan callados y tan serios, pero ya era tarde y a ellos hacer el amor, al revés que a Astarita, les surtía el efecto de un tranquilizante. Gisella se mostró incluso afectuosa conmigo, sin la excitación y la crueldad que había manifestado antes y después del chantaje de Astarita, y a punto estuve de pensar que ese chantaje había sido para ella, aquel día, un condimento nuevo y sensual para sus insípidas relaciones con Ricardo. En la escalera, Gisella me abrazó por la cintura y murmuró:

—¿Por qué pones esa cara? Si estás preocupada por lo de Gino, puedes estar tranquila. Ni yo ni Ricardo hablaremos con nadie.

—Estoy cansada —mentí.

No soy rencorosa, y bastó el brazo de Gisella alrededor de mi cintura para disipar mi resentimiento.

—También yo estoy cansada —repuso—. Me ha dado mucho viento en la cara...

Y al cabo de un rato, deteniéndose en la puerta del restaurante, mientras los dos hombres se adelantaban hacia el coche, murmuró:

—No estarás enfadada conmigo por lo ocurrido...

—Imagínate —contesté—. ¿Qué tienes que ver en todo eso?

Y así, después de haber exprimido de su intriga el jugo de las diversas satisfacciones que se había prometido, quería asegurarse también de que yo no conservaba ningún rencor contra ella. Creí entenderla bien, y precisamente por eso, porque temía que ella comprendiera que la había entendido y se ofendiera, quise disipar sus dudas y mostrarme afectuosa. Volví el rostro hacia ella y le besé una mejilla añadiendo:

—¿Por qué iba a estar enfadada contigo? Tú siempre has pensado que debería dejar a Gino e ir con Astarita.

—Esto es —aprobó con énfasis—. Y sigo pensándolo... pero tengo miedo de que nunca me lo perdones.

Parecía ansiosa, y yo, por un curioso contagio, estaba aún más ansiosa que ella temiendo que adivinara mis verdaderos sentimientos.

—Se ve que no me conoces —repuse con simplicidad—. Ya sé que tú querrías que dejara a Gino, porque me quieres y te disgusta que no vele por mis propios intereses. Y puede ser que tengas razón.

Tranquilizada por esta última mentira, me cogió por el brazo y me dijo en un tono de conversación confidencial y tranquila:

—Tienes que comprenderme. Astarita o cualquier otro, pero no Gino. Si supieras lo que siento ver cómo una chica tan guapa como tú pierde así el tiempo... Pregúntaselo a Ricardo... No hago más que hablarle de ti todo el día.

Como de costumbre, hablaba sin trabas y yo procuraba asentir a todo lo que decía. Así llegamos al coche. Volvimos a ocupar los mismos sitios de antes y nos pusimos en marcha.

Ninguno de los cuatro habló durante el viaje de regreso. Astarita seguía mirándome, aunque con más mortificación que deseo. Sus miradas ya no me molestaban y no sentía, como por la mañana, el deseo de hablar y de mostrarme cortés con él. Respiraba a gusto el aire que me daba en la cara por la ventanilla abierta y, maquinalmente, controlaba en los hitos de la carretera la distancia que nos separaba de Roma. Pero de pronto sentí que la mano de Astarita rozaba la mía y noté que intentaba dejar en la palma de mi mano algo, como un papel. Asombrada, pensé que, no atreviéndose a hablarme, había recurrido al sistema de las cartas para comunicarse conmigo. Pero, bajando los ojos, vi que era un billete de Banco doblado en cuatro.

Me miraba fijamente, mientras intentaba hacerme cerrar los dedos sobre el billete. Por un momento tuve la idea de arrojárselo a la cara. Pero al mismo tiempo me di cuenta de que habría realizado un acto externo inspirado más por un ánimo de imitación que por un profundo impulso del alma. Me asombró el sentimiento que experimenté en aquel momento y después, siempre que he recibido dinero de los hombres, no he vuelto a experimentarlo con tanta claridad ni tan intensamente. Era un sentimiento de complicidad y de acuerdo sensual como ninguna de sus caricias había logrado inspirarme en la alcoba del restaurante. Un sentimiento, digo, de sujeción inevitable que, de una sola vez, me reveló todo un aspecto de mi carácter que yo ignoraba. Sabía, desde luego, que debía rechazar aquel dinero, pero al mismo tiempo me daba cuenta de que deseaba aceptarlo. Y no tanto por avidez como por el nuevo placer que el ofrecimiento despertaba en mi alma.

Aun habiendo decidido aceptarlo, insinué el gesto de rechazar el billete, y aun este gesto fue instintivo, sin sombra alguna de cálculo. Astarita insistió, sin dejar de mirarme a los ojos, y entonces pasé el billete de la mano derecha a la izquierda. Me invadía una extraña sensación, sentía su ardor en el rostro y la turbación en la respiración.

Si Astarita hubiera podido adivinar en aquel momento mis sentimientos, habría podido pensar que lo amaba. Pero nada era menos verdadero. Eran sólo el dinero y la forma y el motivo por el que se me daba lo que ocupaba con tanta fuerza mi mente. Sentí cómo Astarita me cogía la mano y se la llevaba a los labios. Dejé que la besara y después la retiré. No volvimos a mirarnos hasta la llegada a Roma.

Una vez en la ciudad nos separamos todos como fugitivos, como si cada uno de nosotros supiera haber cometido un delito y le urgiera sólo ir a esconderse. Y en realidad algo muy semejante a un delito lo habíamos cometido todos aquel día: Ricardo por tontería, Gisella por envidia, Astarita por concupiscencia y yo por inexperiencia. Gisella me citó para el día siguiente, para ir a posar, Ricardo me deseó las buenas noches y Astarita no supo hacer otra cosa que estrechar silenciosamente mi mano, serio y turbado. Me habían acompañado hasta mi casa y, a pesar del cansancio y el remordimiento que sentía, recuerdo que no pude por menos de experimentar una sensación de vanidad complacida cuando bajé de aquel hermoso automóvil ante mi portal, bajo las miradas de la familia del ferroviario, nuestros vecinos, que nos observaban desde la ventana.

Fui a encerrarme en mi habitación y por primera vez examiné el dinero. Descubrí que no era uno, sino tres billetes de mil, y por un momento, sentada en el borde de la cama, casi me sentí feliz. Aquel dinero, no sólo bastaba para pagar los últimos plazos de los muebles, sino también para comprar alguna otra cosa que necesitaba. Era más dinero del que nunca había tenido y no me cansaba de mirar y tocar los billetes. Mi antigua pobreza me hacía aquel espectáculo más que agradable, incluso increíble. Tuve que mirar un buen rato los billetes, como había mirado mis muebles, para convencerme definitivamente de que me pertenecían.

Capítulo V

El sueño de aquella noche, largo y profundo, borró, o por lo menos me lo pareció, el recuerdo de la aventura de Viterbo. El día siguiente desperté tranquila y decidida a perseguir con la constancia habitual mis aspiraciones a una vida normal y familiar. Gisella, a la que vi aquella misma mañana, fuese por remordimiento, o más probablemente por astuta discreción, no aludió a la excursión, cosa que le agradecí. Pero me sentía ansiosa ante la perspectiva de mi próximo encuentro con Gino. Aunque estaba convencida de no tener ninguna culpa, pensaba que me sería necesario mentir y esto me disgustaba, pues, además, yo estaba segura de que no podría mentir porque era la primera vez y hasta entonces había sido siempre sincera con él. Es verdad que le había ocultado mi nuevo contacto con Gisella, pero este subterfugio tenía motivos tan inocentes que nunca lo consideré una mentira, sino a lo sumo, un repliegue al que me había visto obligada por su irracional antipatía por Gisella.

Me sentía tan inquieta que cuando nos encontramos aquel mismo día tuve que contenerme a duras penas para no estallar en lágrimas, decirle todo lo que había ocurrido y pedirle perdón. La historia de la excursión a Viterbo me pesaba en el alma y experimentaba un fuerte deseo de liberarme de ella contándosela a alguien. Si Gino hubiera sido otro y yo supiera que era menos celoso, se lo habría contado todo sin duda alguna y con toda seguridad nos hubiéramos amado más que antes y me sentiría protegida y unida a él con lazos más fuertes incluso que los del amor. Como de costumbre, nos hallábamos en el coche, por la mañana, detenidos en el sitio habitual fuera de la ciudad. Gino notó mi preocupación y me preguntó:

—¿Qué te pasa?

Yo pensé: «Ahora se lo digo todo, aunque me eche del coche y tenga que volver a pie a Roma». Pero no tuve valor y le pregunté:

—¿Me quieres?

—¡Y me lo preguntas!

—¿Me querrás siempre? —insistí con los ojos llenos de lágrimas.

—Siempre.

—¿Y nos casaremos pronto?

Pareció fastidiado por mi insistencia.

—Palabra de honor —respondió—, pero cualquiera diría que no te fías de mí... ¿Acaso no hemos decidido casarnos en Pascua?

—Sí, es verdad.

—¿No te he dado ya dinero para la casa?

—Sí.

—Pues, ¿qué? ¿Soy o no soy un hombre de honor? Cuando digo una cosa, la hago... Apuesto a que es tu madre la que te mete esas ideas...

—No, no, mi madre nada tiene que ver —respondí alarmada—. Y dime, ¿viviremos juntos?

—Natural.

—¿Y seremos felices?

—Dependerá de nosotros.

—¿Viviremos juntos? —pregunté otra vez, incapaz de escapar de aquel círculo cerrado de ansiedad.

—¡Uf! Ya me lo has preguntado y te he contestado.

—Perdóname —dije—. Pero es que a veces me parece imposible.

Y sin poder contenerme me eché a llorar. Él quedó bastante asombrado de mis lágrimas y mostraba una turbación que parecía llena de remordimiento y cuyos motivos sólo más tarde vería claros.

—¿Por qué tienes que llorar?

Yo, en realidad, lloraba por la amargura y la angustia de no poder contarle cuanto había ocurrido y dejar así libre mi conciencia del peso del remordimiento. Lloraba también por la mortificación de sentirme indigna de él, tan bueno y tan perfecto.

—Tienes razón —dije por fin con un esfuerzo—. Soy una tonta.

—No digas eso... Pero no veo qué motivos hay para llorar. A mí me quedaba aquel peso en el alma. Y cuando hube dejado a Gino aquella misma tarde me fui a una iglesia para confesarme. No me confesaba desde hacía casi un año. Todo aquel tiempo confiaba en poder hacerlo en cualquier momento y esto parecía bastarme.

Había dejado de confesarme desde mi primer beso a Gino. Me daba cuenta de que mis relaciones con Gino eran pecado según la religión, pero, sabiendo que íbamos a casarnos, no experimentaba ningún remordimiento y pensaba que me absolverían una vez por todas antes de la boda.

Me dirigí a una pequeña iglesia del centro de la ciudad, que abría sus puertas a espaldas de un cine y al lado de un escaparate de medias. Todo estaba en penumbra, excepto el altar mayor y una capilla lateral dedicada a la Virgen. Era una iglesia muy desordenada y sucia. Las sillas de paja desvencijadas y dejadas en desorden por los fieles, más que en una iglesia hacían pensar en alguna aburrida reunión de la cual la gente se había alejado con verdadero alivio.

Una luz débil que caía desde la linterna de la cúpula parecía desvelar el polvo del suelo y los blancos desconchados del enlucido amarillo y veteado que en las columnas imitaba el mármol. Los innumerables «ex-votos» de plata en forma de corazones llameantes colgados uno junto al otro en las paredes daban una sensación de melancólica quincallería. Pero había en el aire un antiguo olor de incienso que me reanimó. Siendo niña había aspirado aquel olor, y los recuerdos que suscitaba en mi memoria eran todos inocentes y agradables. Así me pareció hallarme en un sitio familiar, y aunque era la primera vez que entraba, creí que había ido siempre a aquella iglesia.

Antes de confesarme quise ir a la capilla lateral en la que había entrevisto una imagen de la Virgen. Desde el día de mi nacimiento había sido consagrada a la Virgen y hasta mi madre decía que me parecía a ella con mi cara de facciones regulares y mis negros ojos grandes y dulces. Siempre había amado a la Virgen porque tiene al Niño en brazos y porque a ese Niño, una vez hombre, lo mataron, y ella, que lo trajo al mundo y lo amó como se ama a un hijo, sufrió mucho viéndolo colgado de una cruz. A veces pensaba que la Virgen, que había sufrido tanto, era la única que podía comprender mis dolores y de niña no quería rezar más que a ella, como la única que estaba en condiciones de entenderme. Además me gustaba la Virgen porque era tan diferente de mi madre, tan serena y tranquila, ricamente vestida, con aquellos ojos que me miraban con afecto, y me parecía que mi verdadera madre era ella y no la que me chillaba continuamente y siempre andaba ajetreada y mal vestida.

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