La Romana (28 page)

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Authors: Alberto Moravia

Tags: #Narrativa

BOOK: La Romana
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Al volver a encontrarme en aquella calle, entre todas aquellas cosas conocidas, experimenté un fúnebre sentimiento de inmovilidad que me estremeció profundamente y por un instante tuve la impresión de estar desnuda, como si entre la ropa y mi piel me hubiera pasado un hálito glacial de espanto. La radio de un café dejaba oír la voz apasionada y clamorosa de una mujer que cantaba. Era el año de la guerra de Etiopía y la mujer cantaba Faccettañera.

Naturalmente mi madre no se daba cuenta de estos sentimientos míos, ni yo los dejaba traslucir. Como ya he dicho, tengo un aspecto bondadoso, dulce, flemático y es difícil que los demás adivinen lo que pienso. Pero de pronto me sentí conmovida contra mi voluntad (la voz de la mujer había atacado una canción sentimental), los labios me temblaron y dije a mi madre:

—¿Recuerdas cuando me traías a pasear por esta calle y a mirar los escaparates?

—Sí —contestó ella—. Pero entonces todo costaba menos... Ese bolso, por ejemplo, te lo llevabas a casa por treinta liras.

Pasamos de la tienda de bolsos a la de un platero. Mi madre se detuvo a contemplar las joyas y dijo extasiada:

—Mira ese anillo... ¡Quién sabe lo que costará! Y ese brazalete de oro macizo... Yo no siento gran pasión por los anillos y los brazaletes, pero por los collares sí... Tenía uno de coral, pero tuve que venderlo.

—¿Cuándo?

—Bueno, hace muchos años.

No sé por qué, pensé que, a pesar de las ganancias de mi profesión, todavía no había podido comprarme siquiera un miserable anillo. Y dije a mi madre:

—¿Sabes? He decidido que de ahora en adelante no volveré a llevar a nadie a casa... Se acabó.

Era la primera vez que hablando con mi madre aludía explícitamente a mi oficio. Puso una cara que en aquel momento no comprendí, y dijo:

—Ya te lo he dicho muchas veces... Haz lo que quieras... Si tú estás contenta, yo también estoy contenta. Pero no parecía contenta. Yo continué:

—Habrá que volver a la vida de antes... Tendrás que volver a cortar y coser camisas.

—Lo he hecho tantos años...

—No tendremos el dinero de ahora —insistí un poco cruelmente—. Ahora nos habíamos acostumbrado bien... En cuanto a mí, no sé qué haré.

—¿Qué harás? —preguntó mi madre con esperanza.

—No lo sé —dije—. Volveré a hacer de modelo... o tal vez te ayudaré en tu trabajo.

—¿Y en qué vas a ayudarme? —preguntó en un tono desanimado,

—O puedo ponerme a servir... ¿Qué se le va a hacer?

Mi madre había puesto una cara amarga y triste, como si de pronto hubiese sentido destacarse de ella toda la gordura de los últimos tiempos, como las hojas muertas de los árboles con los primeros fríos del otoño. Con todo, dijo convencida:

—Haz lo que quieras... con tal que estés contenta.

Comprendí que en ella luchaban dos sentimientos opuestos: su amor por mí y su afición a la vida cómoda. Me dio pena y hubiera preferido que tuviese la fuerza de sacrificar decididamente uno de esos dos sentimientos: o todo amor o todo cálculo. Pero esto ocurre pocas veces y nos pasamos la vida anulando los efectos de nuestras virtudes con los de nuestros vicios.

—No estaba contenta antes —dije— y no estaré contenta ahora... Sólo que no puedo seguir más de esta manera.

Después de estas palabras, no dijimos nada más. Mi madre tenía una cara gris y descompuesta; parecía delinearse ya otra vez, bajo la reciente floridez, la antigua y tensa delgadez. Miraba los escaparates con el mismo cuidado, con las mismas prolongadas contemplaciones de poco antes, pero sin ninguna alegría ni ninguna curiosidad, mecánicamente y como pensando en otra cosa. Quizá no veía nada mientras miraba, o ya no veía las cosas expuestas en las tiendas, sino la máquina de coser con su infatigable pedal, con su aguja subiendo y bajando como una loca, los montones de camisas a medio coser sobre la mesa de trabajo, el paño negro en el que se envuelven las piezas ya dispuestas para ser llevadas a los clientes a través de la ciudad. En cambio, yo no tenía esos fantasmas entre mis ojos y los escaparates. Los veía muy bien y pensaba con claridad.

Distinguía detrás de los cristales todos los objetos, uno a uno, con los letreritos de los precios, y me decía que podría no querer, como en efecto no quería, seguir haciendo mi oficio, pero que, en realidad, no podía hacer otra cosa. Aunque dentro de ciertos límites, ahora hubiera podido comprar algunas de aquellas cosas, pero el día en que volviera a trabajar de modelo o en otro empleo semejante, tendría que renunciar para siempre a todo esto y empezaría de nuevo para mí y para mi madre la vida incómoda y avara, llena de deseos reprimidos, de sacrificios inútiles y de ahorros sin resultados. Ahora podría aspirar hasta a tener una joya, si encontraba alguien que me la regalara. Pero si volvía a la vida de antes, las joyas se convertirían para mí en algo tan inaccesible como las estrellas del cielo. Sentí un fuerte disgusto por la vieja existencia que se me presentaba estúpidamente dura y desesperante y, al mismo tiempo, experimenté una viva sensación de absurdo al pensar en los motivos que me impelían a cambiar de vida. Porque un estudiante, por el que me había encaprichado, no había querido saber nada de mí. Porque se me había metido en la cabeza que aquel joven me despreciaba. Porque me hubiera gustado no ser lo que en aquel momento era. Pensé que no era más que orgullo y que no podía, por un simple orgullo, volver a ponerme, y sobre todo poner otra vez a mi madre, en nuestras antiguas y míseras condiciones de vida.

De pronto vi cómo la vida de Giacomo, que por un momento se había acercado a la mía y confundido con ella, se alejaba en otra dirección, mientras yo proseguía por el camino iniciado.

—Si encontrara alguien que me quisiera bien y se casara conmigo, entonces sí, aunque fuese pobre —me dije—, pero por una contrariedad no vale la pena.

Con este pensamiento me llenó el alma una gran tranquilidad hecha de liberación y de dulzura. Era un sentimiento que después he experimentado a menudo, cada vez que, no sólo no he rechazado el destino que la vida parecía imponerme, sino que he salido a su encuentro. Yo era la que era y debía ser aquello y nada más. Podía ser una buena esposa, aunque esto pueda parecer extraño, o bien una mujer que se vende por dinero, pero no una pobrecilla que se afana y sufre penalidades sin otro fin que el de dar satisfacción a su propio orgullo. Reconciliada por fin conmigo misma, sonreí.

Estábamos delante de una tienda de ropa femenina, de prendas de lana y de seda, y mi madre dijo:

—Fíjate qué bonito pañuelo... Uno así me gustaría. Tranquila y serena, levanté la vista y miré al pañuelo que indicaba mi madre. Realmente era un bonito pañuelo, negro y blanco, con un dibujo de pájaros y de ramas. La puerta de la tienda estaba abierta y podía verse el mostrador y, sobre el mostrador, una especie de anaquel con diversos compartimientos llenos de pañuelos por el estilo, revueltos y en desorden.

—¿Te gusta ese pañuelo? —pregunté a mi madre.

—Sí, ¿por qué?

—Pues lo tendrás... pero antes dame tu bolso y toma el mío.

Ella no me comprendía y me miró con la boca abierta. Sin decir palabra, cogí su gran bolso de cuero negro y puse entre sus manos el mío que era mucho más pequeño. Abrí su bolso y lo mantuve abierto con los dedos mientras lentamente, con el paso de quien va a comprar algo, entré en la tienda. Mi madre, que todavía no comprendía, pero tampoco se atrevía a preguntarme nada, me siguió.

—Queríamos ver algunos pañuelos —dije a la dependienta, acercándome al anaquel de los compartimientos.

—Éstos son de seda, éstos de cachemir, estos otros de lana y éstos de algodón —dijo la empleada venteándome los pañuelos debajo de los ojos.

Me acerqué mucho al mostrador, manteniendo el bolso a la altura del vientre, y con una sola mano empecé a examinar los pañuelos, abriéndolos y exponiéndolos a la luz para observar mejor los dibujos y los colores. De los pañuelos blancos y negros había por lo menos una docena, todos iguales. Dejé caer uno al lado de la caja, con un borde fuera del mostrador. Después dije a la dependienta:

—Realmente quería algo más vivo...

—Tenemos un artículo más fino —dijo la dependienta —, pero más caro.

—Enséñemelo.

La empleada se volvió para sacar una caja de los estantes del fondo. Yo estaba ya preparada y, apartándome un poco del mostrador, abrí el bolso. Hacer caer el pañuelo por el borde y apretar de nuevo el vientre contra el mostrador fue cosa de un instante.

La dependienta, entre tanto, había sacado la caja de su sitio. La puso sobre el mostrador y me enseñó otros pañuelos más grandes y más bonitos. Los examiné un buen rato, con calma, haciendo mis observaciones sobre los colores y los dibujos y mostrándoselos a mi madre con ciertas frases de admiración a las que ella, que lo había visto todo y estaba más muerta que viva, contestaba con inclinaciones de cabeza.

—¿Cuánto cuestan? —pregunté por fin.

La muchacha me dijo el precio.

—Tenía usted razón, son demasiado caros, por lo menos para mí —repuse con un tono de desilusión—. De todos modos, gracias.

Salimos de la tienda y empecé a caminar apresuradamente hacia una iglesia cercana, porque temía que la dependienta pudiera darse cuenta del hurto y corriera detrás de nosotras entre la gente. Mi madre, que iba cogida de mi brazo, miraba a todas partes con gesto extraviado y medroso como el borracho que piensa si están embriagadas las cosas que vacilan y se confunden a su alrededor. Me vinieron ganas de reír por su aspecto. No sabía por qué había robado el pañuelo; por lo demás, la cosa no tenía importancia, porque ya había robado la polvera en casa de la dueña de Gino y en estos asuntos sólo cuenta el primer paso. Pero había experimentado nuevamente el placer sensual de la primera vez y me parecía comprender ahora por qué hay tanta gente que roba.

En pocos pasos estuvimos delante de la iglesia, en una bocacalle, y dije a mi madre:

—¿Entramos en la iglesia un momento?

—Como quieras —contestó en voz baja.

Entramos en la iglesia, que era pequeña y blanca, de planta redonda, y parecía, con sus columnas dispuestas alrededor, una sala de baile. Había dos hileras de bancos brillantes por el uso; sobre ellos, desde la linterna de la cúpula, caía una claridad ya mortecina. Levanté los ojos y vi que la cúpula estaba pintada al fresco con unas figuras de ángeles con las alas desplegadas. Me sentí segura porque aquellos ángeles tan bellos y fuertes me protegerían y porque la empleada de la tienda no notaría el hurto antes de la noche. También el silencio, el olor del incienso, la sombra y el recogimiento de la iglesia me tranquilizaron tras el tumulto y las luces demasiado fuertes de la calle. Había entrado de prisa, casi chocando con mi madre, pero inmediatamente me calmé y sentí que se desvanecía todo temor.

Mi madre hizo el gesto de hurgar en mi bolso, que todavía tenía en sus manos. Le tendí el suyo, diciéndole:

—Ponte el pañuelo.

Abrió el bolso y se puso el pañuelo robado. Mojamos los dedos en agua bendita y fuimos a sentarnos en la primera fila de bancos, ante el altar mayor. Me arrodillé y mi madre permaneció sentada, con las manos en el regazo y el rostro sombreado por el pañuelo, que era demasiado grande. Comprendí que estaba turbada, y no pude por menos que comparar mi calma con su turbación. Me sentía en una disposición de ánimo suave y apacible, y aunque sabía haber cometido una acción condenada por la religión, no experimentaba ningún remordimiento y me consideraba más cerca de la religión que cuando no hacía nada reprochable y trabajaba todo el día para ir adelante en la vida. Recordé el estremecimiento de desaliento que acababa de sentir poco antes al ver la calle abarrotada de gente y me sentí confortada por la idea de que había un Dios que veía claramente dentro de mí y sabía que no había nada de malo y que yo, por el simple hecho de vivir, era inocente, como lo eran todos los seres humanos. Sabía que, por esto, Dios no estaba allí para juzgarme y condenarme, sino para justificar mi existencia, que no podía por menos que ser buena, puesto que dependía directamente de él.

Aun rezando mecánicamente, con las palabras de la oración, miraba al altar, más allá de las llamitas de los cirios, entreveía en un cuadro una imagen oscura que me parecía la de la virgen y comprendía que entre la virgen y yo no se trataba de si yo debía comportarme de uno u otro modo sino, más radicalmente, de si debía considerarme animada a vivir o no. Me pareció de pronto que los ánimos partían de la figura oscura tras las velas del altar, en forma de calor repentino que me envolvió del todo. Sí, me animaban a vivir, aunque no comprendiera nada de la vida ni por qué vivía.

Mi madre estaba allí, cabizbaja y aturdida, con aquel pañuelo nuevo que le formaba una especie de pico sobre la nariz, y yo, volviéndome y viéndola, no pude por menos que sonreír con afecto.

—Reza un poco —susurré—. Te hará bien.

Se estremeció, vaciló y después, como de mala gana, se arrodilló y juntó las manos. Yo sabía que mi madre no quería creer en la religión, que todo aquello le parecía una especie de falsa consolación para que estuviese tranquila y olvidase las durezas de la vida. Pero la vi mover mecánicamente los labios y aquel rostro suyo lleno de desconfianza y de mal humor me hizo sonreír otra vez. Hubiera querido tranquilizarla, decirle que había cambiado de idea, que no temiera, que no la obligaría a trabajar otra vez como antes. Había algo de infantil en el mal humor de mi madre, como un niño al que se niega un pastel que se le ha prometido, y éste me parecía el aspecto más importante de su conducta. Porque, de lo contrario, hubiera podido pensar que contaba con mi oficio para gozar sus comodidades y caprichos, lo que, en el fondo, sabía que no era verdad.

Cuando acabó de rezar, se santiguó, pero con despecho y sequedad, como para hacerme notar que lo había hecho por complacerme. Me levanté e hice acción de salir. Entonces se quitó el pañuelo, lo dobló cuidadosamente y volvió a meterlo en el bolso. Volvimos a la Vía Nazionale y me dirigí a una pastelería.

—Ahora tomaremos un aperitivo —dije.

Mi madre contestó inmediatamente:

—No, no. ¿Por qué, si no hay necesidad?

Su voz sonaba al mismo tiempo contenta y temerosa. Siempre hacía lo mismo, siempre temía, por vieja costumbre, que yo gastara demasiado.

—¿Y qué es un vermut? —dije.

Mi madre calló y me siguió a la pastelería.

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