La Rosa de Alejandría (25 page)

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Authors: Manuel Vázquez Montalban

Tags: #novela negra

BOOK: La Rosa de Alejandría
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Le pedía que hablase y Ginés tenía la boca llena de la nada que le enviaban los pulmones y el cerebro, ni una idea, ni una imagen, ni una palabra, ni siquiera aire.

—¿No tiene nada que decirme, Ginés?

Negó con la cabeza.

—Nada especial.

—¿Está usted seguro?

—Eso creo.

—A veces es mejor hablar a tiempo.¿Qué le espera a usted en Barcelona, Ginés? ¿Quién?

—Pues… Espero que lo de siempre. La misma persona de siempre.

—¿Seguro?

—¿Quién puede estar seguro?

—Usted. Usted es el más indicado para estar seguro de lo que dice.

La mano del capitán voló sobre el oficial y Ginés cerró los ojos cuando la sintió sobre una de sus rodillas.

—Puedo pretextar avería y desviarme a las Azores. A veces es posible huir de un mal destino.

La mano del capitán era una presencia viscosa que le provocaba un temblor interior que trataba de no exteriorizar.

—En Barcelona no le espera nada bueno.

—Es imprescindible que vuelva.¿Según usted qué me espera?

—Una mujer, ¿no? ¿No es eso lo que le espera?

—Eso es. Se trata de mi vida privada. Tengo derecho a equivocarme.

—Si usted fuera a tirarse por la borda yo trataría de impedirlo.

No podía soportar más la situación y se puso en pie, cogió la cajita de las vitaminas y balbució urgencias olvidadas que el capitán escuchó con los ojos sabios y la tranquilidad de un animal más poderoso que su presa.

—Estamos en el punto justo en el que aún es posible hacer virar el barco hacia las Azores.

—¿Qué iba a hacer yo en las Azores? Mi vida pasa por Barcelona.

—Mañana será tarde.

Ginés aguantaba ahora la mirada del capitán, pero sabía que ninguno de los dos iba a llamar las cosas por su nombre. Le invadió la irritación de la presa ante la prepotencia incontestable de la rapiñadora y se contempló a sí mismo arrojando la caja de pastillas contra la cara del capitán, en un movimiento lento, de ensueño y al fondo de un pasillo de violencia el rostro alarmado de la “Niña de la Venta”, al que dio la espalda para salir y tratar de regatear las sornas de sus compañeros, apoyados en el quicio del camarote de Basora y buscar en su propia madriguera la normalidad del pulso y la racionalidad de lo hecho y lo por hacer. Pero el camarote parecía achicado hasta el límite de lo irrespirable y bajó a cubierta para comprobar los límites de su cárcel. El mar no importaba. El cielo era la noche y las estrellas mentían la posibilidad de la huida.La cárcel flotante avanzaba, y al tratar de contraponer al destino la imagen de un pasado de salvación, reaparecía el Trópico en sordina de Trinidad, la fallida solidaridad de Gladys, la avaricia pobre del taxista hindú ordeñándole como a una vaca extranjera y estúpida. Y ése era el único pasado posible. Lo inmediatamente anterior le asqueaba hasta el vómito. Y antes, antes sólo le quedaban vivencias de juventud inútil que ya sabía destinada al fracaso. ¿Qué sabía Tourón? ¿Lo sabía por sí mismo o su nombre, Ginés Larios Pérez, ya era una consigna telegráfica?

—Sólo quiero despedirme de ti, Encarna. Tal vez sólo eso.

Se apercibió que estaba excitando el sentido de la autocompasión. Se sonrió a sí mismo y gritó por encima del estridente mar:

—¡Tranquilos, que ya llego!

38

Dejar el coche al pie de la entrada, tirar la bolsa de viaje dentro del cuartucho donde colgaban los trajes que esperaban su verano, ducharse y tirarse en la cama para romper el cuatro que se había apoderado de su esqueleto, era un objetivo obsesivo desde que pagó el último peaje valenciano y cruzó la raya imaginaria de la autopista catalana. Se dormía y tuvo que parar dos veces para tomar café y hacer respiratorias profundas, pero ahora estaba en condiciones de dormir, tras la sorpresa de las cosas familiares recuperadas y un breve proyecto de llamadas telefónicas, las escasas amarras que le ataban con su pequeño puerto particular, lluvia de imágenes migadas que le llenaron los ojos de sueño, para despertar aún lejano el amanecer, la cabeza llena de urgencias y los nervios con necesidad de saltar de la cama. Guardó los quesos manchegos que había comprado en El Bonillo y las tortas para hacer gazpachos un día que tuviera ese humor y Fuster se prestara a la prueba del primer gazpacho carvalhiano. Fuster. Tenía que llamarle para contarle la impresión producida por el nacimiento del Mundo, la magia de un instante tal vez debida exclusivamente al exceso de significación del nombre del río.Pero antes amanecería y graduó las llamadas por un supuesto orden de aparición ante el nuevo día: Mariquita, el autodidacta, Biscuter y finalmente Charo, ya desde el despacho. Escuchó la radio. Merodeó por la cocina.Salió al jardín, donde le esperaba un frío húmedo que acabó por empujarle dentro de la cáscara de la casa. Trató de recuperar el sueño, pero la danza de imágenes o los ríos de café que llevaba en la sangre durante la subida de un tirón desde Águilas a Barcelona le mantenían abiertos los ojos, como si ésa fuera la natural desembocadura del café. En primer plano las dos monjas, ¿por qué precisamente las dos monjas?, y luego todos los demás, hasta llegar a una lejanía donde se configuraba un barco imaginario, grande pero con un solo tripulante, Ginés Larios, el amor de Encarna, recuperado en un encuentro en plena Barcelona. Quizá el hombre permanecía ignorante de lo que le había ocurrido a la mujer y debía ponerse en contacto con él o saber al menos para cuándo estaba prevista su escala en Barcelona. Y en cuanto el sol asomó por la esquina izquierda de su ventana mirador de la ciudad, como si viniera del fondo del Mediterráneo, Carvalho recuperó el coche y se fue hacia el puerto a la espera de que abrieran las oficinas de tráfico portuario para saber noticias de “La Rosa de Alejandría”.

—”La Rosa de Alejandría”, carguero general polivalente, de la Compañía Obregón, tiene su llegada anunciada para el siete de febrero. Capitán, Luis Tourón.

—Mire si figuran los nombres de los oficiales.

—Seguro, como es un barco de llegadas regulares, seguro. ¿Qué nombre me dice? Ginés Larios, sí, señor.Oficial de primera.

Pensó por un momento en mandarle un mensaje pero se contuvo, necesitaba llegar a alguna parte y de momento apenas si estaba de vuelta de las fuentes del hecho, sin nada en las manos o casi nada, la historia de un reencuentro amoroso y una dirección donde Encarna “Carol” domiciliaba las cartas que le enviaba Paquita.

Se cruzó con Biscuter en la escalera del despacho. Iba el hombrecillo dormido y tardó media escalera en darse cuenta que había dado los buenos días a un Carvalho ausente durante días.

—¡Osti, jefe, pasaba sin saludar!

—Sigue tu camino, Biscuter. Estaré un rato arriba.

—Le traeré “cruasans” calientes.

Mariquita estaba en casa. Se emocionó ante las noticias de Águilas, casi las únicas que le dio Carvalho junto a los recuerdos de Paca Larios y se sorprendió ante el nombre de Ginés.

—Vaya por Dios, de quién me habla usted. No sé nada de él desde que era un niño.

—¿Usted sabía si su hermana y él volvieron a verse después?

—¿Cómo iban a verse, ella en Albacete y él por ahí embarcado?

—Barcelona tiene un puerto, a los puertos llegan barcos, y su hermana, por lo que hemos sabido, venía por aquí con frecuencia.

—Pero era una mujer casada.

—Ah, eso sí.

La conversación con el autodidacta casi no existió. Carvalho habló como se habla a un cliente, dándole detalles que luego justificarían la factura. El autodidacta iba diciéndole sí, ya, bien, bueno, como si todo cuanto le estuviera contando fuera material de segunda o escalones en una ascensión o en un descenso hacia lo que verdaderamente contaba, y sólo cuando Carvalho ya estaba en Águilas y contaba su seguimiento de Paca Larios, la atención del invisible interlocutor se concentraba y su silencio era una prueba de que deseaba el relato de Carvalho.

—Ginés Larios, ha dicho usted ¿su novio?

—No habían llegado a ser novios.Era un pretendiente. “Se hablaban”, como decía la prima. Pero luego se encontraron en Barcelona, por casualidad primero y luego aquello se convirtió en una serie de encuentros puntuales, en cada una de las llegadas del marino. De hecho a partir de una fecha determinada deben coincidir las visitas de Encarna, supuestamente visitas a los médicos, y los atraques de “La Rosa de Alejandría”.

—”La Rosa de Alejandría”. Es un nombre sugerente.

—Si usted lo dice.

—¿Y ahora qué?

—Tengo esa dirección a la que escribía Paca Larios y ese nombre, “Carol”. Ah, y una fotografía reciente.

—La cosa se pone bien. “Carol” También tiene su encanto el nombre.Reconozca que es más sugestivo que si se hubiera puesto Conchita.

—No lo niego. Voy a ver qué encuentro en esa dirección.

—Me parece muy bien.

—Lo de Albacete es más bien sórdido y descarta al marido. Me extraña que ese hombre incluso pudiera moverse para trasladarse a Barcelona y reconocer el cadáver.

—Estuvo pocas horas. La policía ya le dijo a la familia que no estaba muy bien de salud, pero lo interpretamos como un malestar transitorio. Muy bien, Carvalho siga como hasta ahora.Cuanto antes llegue al final más barato nos saldrá.

—Siempre velo por los intereses de mis clientes. Así otro día también recurrirá a mí.

—Estadísticamente es casi imposible que en una misma familia o grupo de personas se produzcan hechos de este tipo a lo largo de una generación.

—Por su boca habla la lógica.

En cuanto a Charo hubiera sido una crueldad llamarla a aquellas horas y ocupó el centro de la mañana comiéndose los tres croisans crujientes que Biscuter dejó a su alcance y bebiéndose dos tazas de chocolate ligero con el que su ayudante había querido conmemorar el regreso y paliar los efectos de su despistado encuentro en la escalera. Luego, Charo no se conformó con las explicaciones telefónicas y le pidió dos minutos para arreglarse e ir hacia el despacho.

—Si quieres voy yo.

—No. Que está todo desordenado.

Seguro que aún conservaba huellas del trabajo nocturno o un compañero retardado, insistente o simplemente dormido. Los dos minutos se convirtieron en una hora y Charo se predispuso a escuchar toda la historia del viaje, pero especialmente el recorrido por Águilas, con preguntas que trataban de cotejar las postales mentales heredadas de su madre con las que Carvalho traía de tan reciente viaje.Las destrucciones y desapariciones la entristecieron y las supervivencias le hacían exigir de Carvalho descripciones meticulosas por si las estampas coincidían.

—Te quise traer un libro pero estaba agotado.

—Qué ilusión me habría hecho. ¿ La Casita Verde cómo es?

—Es una casa muy especial, como de juguete, sola, delante del mar, pero ya se le acercan los bloques de pisos, no sé cuánto tiempo sobrevivirá.

—¿Y Terreros? ¿Y las salinas?

—Ya no hay salinas.

—¡No hay salinas!

¿Para qué necesitaba Charo las salinas de Terreros? Para conservar un recuerdo prestado de dunas de sal terrosa agredidas por el sol.

—Y lo del marino qué bonito. Pobre chico. Va a volver y se va a encontrar con todo el pastel.

A Carvalho se le cerraban los párpados. Biscuter le ofreció su camastro para que atendiera la llamada del sueño y del cansancio aplazado y Carvalho penetró por primera vez en muchos años en aquel pequeño dominio de su asistente, cinco o seis metros cuadrados ocupados por un camastro, una vieja cama turca que Biscuter había comprado en la plaza de las Glorias.

—El año de lo de Carrero, jefe, recuerde.

Un armario de plástico azul cerrado con cremallera, un póster de Sydne Rome desnuda, un calendario de la Caixa 1984, y una pequeña fotografía callejera, con el canto acanalado, en la que aparecía una mujer en traje de paseo deslumbrante y mirando a la cámara con el morro algo canalla. El adjetivo canalla, aunque lo hubiera pronunciado mentalmente, le molestó a Carvalho y se arrepintió. Al fin y al cabo aquella mujer había sido la madre de Biscuter y la había velado hacía poco más de un año, en compañía de su hijo. El camastro parecía construido a la medida de Biscuter y Carvalho notó su alma de metal en las esquinas del cuerpo, pero era tal la agresión del cansancio que se quedó dormido y abrió los ojos a la tarde ya caída. En el reloj mental, la urgencia de una búsqueda. Un salto brusco para recuperar conciencia del lugar y luego el despacho donde Biscuter permanecía con la luz del flexo encendida, las manos cruzadas sobre el regazo y ensimismado o pendiente de un recuerdo pequeño, como su cabeza, como él mismo.

Ganó Carvalho la calle y ni siquiera fue en busca de su coche.Cogió un taxi que le dejó en las puertas de la dirección escrita por Paquita. Una vieja casa de vecinos en un edificio convencional del Ensanche, portería con luz mortecina, portera con aspecto de no haber salido de allí desde el final de la última guerra y mala gana en el momento de contestarle.

—Aquí no vive ninguna Carol. Está la señora Nisa, pero bueno, a veces ha llegado alguna carta a ese nombre, es verdad. Hable con ella.Yo no sé nada. Y quiero seguir sin saber nada.

No eran buenas las relaciones entre la señorita o señora Nisa y la portera, dedujo, y subió los escalones que le separaban del entresuelo. Le abrió la puerta un viejo pulcro en traje de pésame y un olor a guiso profundo y pesado.

—¿Viene a lo del anuncio?

—Es posible.

Le hizo pasar a un recibidor semiiluminado y se asomó a un despachito con poca luz donde dos mujeres cuchicheaban. Dijo algo el viejo, volvió sobre sus pasos, olisqueó a Carvalho de refilón y se refugió en un comedor envejecido y por los suelos viejos mosaicos ornamentales.Salió del despacho una de las coloquiantes, con aspecto de tener algo que ver con el viejo, por edad y por maneras y se fue en su seguimiento.Quedó Carvalho en compañía de un gruñido de saludo y de una gordita risueña y morena que le saludaba con una corrección de encuentro tripartito o cuatripartito en la cumbre y le invitaba a entrar en un despacho presidido por una hornacina con una virgen disfrazada con traje regional de difícil identificación.

—¿Vienes por lo del anuncio del diario, verdad, majo?

39

Tuvo ante sí más una imagen recordada que una imagen actual. Era un piso de barrio, más de barrio que éste, quizá, pero la misma luz economizada, la misma penumbra, un misterio equivalente, como equivalente era el bisbiseo o la sordina en la voz de la mujer que le atendía, sacerdotisa de un poder desconocido. En aquella ocasión había sido una santera con la virtud de quitar el mal de ojo y el mal de los celos, y eran celos lo que la madre de Carvalho quería quitarle a su hijo, celos que ponían melancolía en sus posturas y una inapetencia que la buena mujer no sabía atribuir a las gachas de posguerra con tocino rancio o no quería atribuir quizá, porque hubiera sido admitir una cierta responsabilidad en la cotidiana derrota de la esperanza. Recordaba Carvalho confusamente a qué o a quién le atribuían la causa de los celos, probablemente a otro niño, un pariente, más acomodado que tenía bicicleta en unos años y en una clase social en que nadie tenía casi nada. La santera rezó ante una inmensa virgen en hornacina, llenó al niño Carvalho de signos de la Cruz y de un aroma especial de ama de casa recién salida de la cocina, donde sin duda guisaba algo con laurel y vino, porque la santera olía a laurel y vino. Los recuerdos huelen y suenan, tienen paisaje musical. Con el tiempo y la cultura, antes de perder lo uno y la otra, Carvalho había descubierto que tuvo celos de su padre, de aquel padre casi desconocido, recién salido de la cárcel, que se metía en una alcoba que durante años y años había sido un santuario de tibieza y confianza para él y su madre.Y allí estaba otra santera gordita y no vieja y una imagen de la virgen de no sé qué o de no sé dónde en un rincón de aquella sede de la alcahuetería postindustrial, una alcahuetería fin de siglo, fin de milenio.

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